DIMENSIÓN FRANCISCANA DEL ACOMPAÑAMIENTO

DIMENSIÓN FRANCISCANA DEL ACOMPAÑAMIENTO La palabra “acompañamiento” aplicada al campo de la formación se ha venido imponiendo progresivamente durant

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DIMENSIÓN FRANCISCANA DEL ACOMPAÑAMIENTO

La palabra “acompañamiento” aplicada al campo de la formación se ha venido imponiendo progresivamente durante los últimos diez o quince años en el lenguaje de la Orden. En efecto, si antes era un término usado casi que exclusivamente por algunas entidades de la misma, fue tal vez a partir del Congreso Internacional para la formación y los estudios celebrado en Santiago de Compostela a finales del año 2000 cuando comenzó a formar parte de nuestro vocabulario común1. Su uso se incrementó ostensiblemente en el documento titulado Orientaciones para el cuidado pastoral de las vocaciones publicado en 2002 y se podría decir que entró por la puerta grande en la versión actualizada de la Ratio Formationis Franciscana (marzo del 2003), la cual le ha dedicado un nuevo apartado titulado precisamente “Acompañamiento de la vocación”2. Quizás no sea exagerado afirmar que este Congreso que estamos celebrando, cuyo objetivo es “lograr un acercamiento formativo” al “acompañamiento franciscano”, le ha dado una consagración definitiva. Creo conveniente comenzar esta reflexión con algunas nociones fundamentales acerca del acompañamiento espiritual en general antes de afrontar de manera específica la dimensión franciscana del mismo. Algunas nociones básicas sobre el acompañamiento espiritual Ante la pregunta sobre lo que significa el acompañamiento, conviene precisar que estamos ante un término de múltiples acepciones que, por razones obvias, en este caso resultaría superfluo precisar; debido a esto me reduciré al uso que de él se hace en el ámbito de la vida religiosa en general y de la franciscana en particular cuando se aplica a quienes ejercen el servicio de la autoridad o el de la formación. En ambos casos el concepto de “acompañamiento” parece estar unido no tanto a las tareas administrativas sino a lo que san Francisco de Asís llama “el cuidado de las almas de los hermanos”3. Se coloca, por tanto, en lo que se suele identificar como “el acompañamiento espiritual”. El acompañamiento espiritual se basa en el principio de “la relación” entre dos o más personas según sea “dual” o grupal (fraterno). Si se toma como referente el “dual”, que es el más frecuente, esa relación entra en una categoría especial, en cuanto compromete a dos personas que están la una frente a la otra, pero ambas haciendo un camino de fe, dado que cada una tiene en sí misma a Dios como huésped principal. Esta característica afecta al acompañamiento por el hecho de ser espiritual, pero no lo exime de entrar en los parámetros típicos de toda relación normal, pues sólo así se logrará que sea eficaz. El primer requisito para que se den relaciones normales es respetar la individualidad de la persona. Uno de los derechos primarios de cada ser humano cuando está frente a los demás es que se le reconozca su identidad específica, esa que lo diferencia de los demás, que lo hace único, irrepetible. Este reconocimiento afianza la convicción de la “auto1

En el documento final publicado por la Curia General en marzo del 2001 es usado 12 veces calificado con los adjetivos “espiritual”, “personal” o “vocacional”. 2 Se trata del apartado n° 5, parágrafos 92-104. 3 Cf. Regla no bulada 4,6; 5,1.

2 pertenencia”, la cual ayuda a que el acompañado crezca o madure adecuadamente, mediante una relación en la que las instancias de su identidad específica no deben ser disgregadas sino ordenadas en una sabia integración; el reconocimiento de cada uno como ser autónomo es condición previa para cualquier servicio de acompañamiento. Lo que precede significa que en el encuentro con el acompañante, el acompañado debe ser el protagonista de su integración y, por lo mismo, capaz de hacer frente a eventuales conflictos que pueden surgir durante el acompañamiento espiritual. La vida interior y la salud mental tanto del acompañante como del acompañado dependen de la capacidad de acogerse mutuamente en la diversidad y en las implicaciones que trae el sentido de autopertenencia. En términos teológicos, el respeto de la individualidad se inspira en las relaciones Trinitarias. En efecto, la afirmación de cada una de las Tres Personas no implica anular a las otras dos. Dado que la esencia de Dios es el amor, las Tres Personas se dan la una a las otras en una interacción eterna, pero permaneciendo la distinción original de cada una. En esta relación dinámica, la pertenencia de las tres a una misma unidad no se opone a la diferencia de cada una. Es en la reciprocidad de las Personas donde se manifiesta el amor, en el estar la Una en la Otra, pero no en la “absorción” de la una por la otra. Las diferencias que se dan entre Ellas no son para competir, ni para indicar superioridad, sino para cooperar a su mutua edificación: cada una debe a las otras dos su vida personal. Tomando las relaciones Trinitarias como paradigma del acompañamiento espiritual, se podría decir que, al establecer un diálogo libre con el acompañado, el acompañante crea una unidad empática con él, asumiendo el papel del Padre, en cuanto fomenta que escuche su propio corazón y que logre expresarse; de esta forma colabora a que llegue a ser como el Hijo quien, al ser Palabra (Verbo), se comunica por la acción del Espíritu que habita en su corazón, gracias al cual se opera la relación (donación) recíproca entre acompañante y acompañado. La alusión a la Trinidad en esta relación recíproca no es una argucia mental sino un punto de referencia necesario para quien tiene fe4. A la luz de la revelación cristiana, la integración de las personas sólo es posible en el amor. Únicamente a través de una relación guiada por el amor al otro como a sí mismo y por el respeto a su condición de ser trascendente, y no por condicionamientos tales como el egoísmo o la violencia, es posible su realización como alguien distinto aunque semejante al acompañante. Sólo el amor puede superar la diversidad, salvar la armonía y crear la unidad. La relación espiritual entre acompañante y acompañado debe basarse en el reconocimiento y el respeto de las diferencias entre uno y otro, pero a su vez debe apoyar y nutrir la autonomía y el propio sentido de pertenencia a fin de que, mediante la acción del amor, se pueda generar un conocimiento (sabiduría) nuevo. El reconocimiento de los propios límites y fragilidades desde la perspectiva de la fe, tanto de parte del acompañado como del acompañante, alcanza una eficacia redentora. Sólo un acompañante que reconoce sus dones personales pero que está reconciliado con sus propias fragilidades, es capaz de acompañar a otro hacia la verdadera libertad espiritual.

4

Sobre esta temática cf. K. HEMMERLE, Partire dall’unità. La Trinità come stile di vita e forma di pensiero, Città nuova, Roma 1998; Id., “La Trinità: dalla vita di Dio un progetto per l’uomo”, en Trinità. Vita di Dio, progetto dell’uomo per una risposta alla sfida di oggi, a cura di P. Coda, Città Nuova, Roma 21989, 130-143.

3 Lo que no es el acompañamiento espiritual Las precedentes nociones sobre el “acompañamiento espiritual” pueden quedar más claras si se establece el conveniente deslinde respecto a otras actividades semejantes, de las cuales en este caso destaco tres con las que se podría generar una cierta confusión: a) El “acompañamiento espiritual” no es igual a la formación espiritual. Entiendo por formación espiritual el conjunto de actividades informativas y pedagógicas que se hacen para los que comienzan un camino espiritual bajo la guía de un maestro o formador. La tarea de éste es lograr que sus discípulos asimilen diversos principios y criterios de orden teológico, moral y espiritual con el fin de crear en ellos comportamientos estables en función de la forma de vida que desean abrazar. Esta formación es de suyo temporal, pues se sabe cuándo comienza y cuándo termina. Va dirigida a personas inexpertas en el camino del espíritu, consideradas ordinariamente “principiantes”. Mientras cumple este rol específico, el formador es un “experto” que ordinariamente no es elegido por los discípulos. Al ejercer esta actividad, sus relaciones con ellos son asimétricas, pues predomina el concepto de educación; es una actividad que no es apta para un cristiano adulto. Con todo, no se excluye que en determinadas circunstancias un formador pueda ejercer también la tarea de acompañante. b) El “acompañamiento espiritual” no es lo mismo que el sacramento de la reconciliación. A pesar de que, según las recomendaciones pastorales, en la administración de este sacramento se brinda la ocasión para un coloquio espiritual, su objetivo explícito es celebrar la misericordia del Padre y el perdón de los pecados. De suyo la celebración del sacramento no entra en los pormenores de un proceso espiritual, como la vida de oración, o el itinerario en la vida de la fe, o cosas por el estilo. c) El “acompañamiento espiritual” no es identificable con la psicoterapia. La psicoterapia tiene muchos elementos en común con el acompañamiento espiritual, como el coloquio, el crecimiento de la persona, la empatía que se da entre el acompañante y el acompañado, etc., pero su objetivo específico es la curación de los disturbios del comportamiento y de otras situaciones que hacen sufrir a la persona, sirviéndose de medios exclusivamente psicológicos. Un buen acompañante espiritual debe saber distinguir entre un estudiante, o un penitente, o un paciente con problemas de personalidad que necesita asesoría profesional y un candidato al acompañamiento. Éste último es un hermano que debe ser ayudado por quien lo acompaña a verificar y discernir los obstáculos que se presenten en su camino, incluso los menos evidentes, y a liberarse de posibles ilusiones espirituales; a descubrir la voluntad de Dios en su propia vida y el valor de su vocación específica; a hacer suyo el proyecto evangélico de san Francisco5. EL ACOMPAÑAMIENTO ESPIRITUAL FRANCISCANO Ya desde sus orígenes, el estilo del acompañamiento espiritual franciscano marcó una notable diferencia con el que se solía hacer en las comunidades monásticas. En efecto, en estas últimas el acompañamiento estaba fuertemente marcado por la figura del “padre 5

Cf. Ratio Formationis Franciscana, 103.

4 espiritual”, quien en último término era quien encarnaba el ideal de la vida monástica. Esta personalización del carisma hacía de él un paradigma necesario para los que quisiesen asumir dicha vida, los cuales, como verdaderos “discípulos”, aprendían a los pies de ese maestro los rudimentos de la vida espiritual; se trataba, por tanto, de una relación eminentemente vertical. Por su parte, la concepción franciscana del acompañamiento está toda determinada por el principio de la fraternidad. En efecto, la Fraternidad como institución es el ámbito donde se debe dar la formación de los hermanos; es la indicada para propiciar y fomentar su proceso de maduración humana, cristiana y franciscana6 pero, por razones obvias, hay áreas más profundas de la persona y de su crecimiento en la fe donde por sí sola no alcanza a llegar. Debido a esto, los hermanos delegan a uno de ellos para que los supla en la tarea de acompañar al candidato durante los primeros pasos del camino de Jesús; en este caso la figura monástica del “padre espiritual” se transforma en la del “acompañante” del joven hermano que inicia el seguimiento del único Maestro que es Cristo. En el mundo franciscano se aplica con justa razón el concepto de acompañamiento a diversas instancias (ministros, guardianes, formadores)7 y esa es la que aquí se tendrá en cuenta, aunque en ocasiones se hará un énfasis mayor en el acompañamiento peculiar que se brinda a los jóvenes hermanos durante la formación inicial. En la mayoría de los casos este acompañamiento tiene la modalidad interpersonal (acompañamiento dual), pero muchas veces puede ser hecho con varios hermanos a la vez (acompañamiento grupal), aprovechando la estructura de los Capítulos. Afrontaré el significado del acompañamiento franciscano en una primera instancia desde lo que se podría llamar sus motivaciones profundas, para lo cual trataré de dar una mirada de conjunto a las dos más importantes razones franciscanas del acompañamiento; estas motivaciones encuentran su punto de partida en la experiencia del joven Francisco durante el período de su conversión inicial. La segunda instancia apuntará a la práctica aplicativa, la cual será ilustrada, por un lado, con el peculiar acompañamiento que el santo le hizo a fray León, tal como se desprende de la carta que le escribió y, por el otro, con algunas consideraciones acerca de los Capítulos, entendidos como las estructuras privilegiadas para el acompañamiento al estilo franciscano. Las razones franciscanas del acompañamiento Sabemos que Francisco de Asís no fue un teórico y, por lo mismo, no dejó codificadas de manera sistemática sus enseñanzas; sin embargo los pocos escritos que de él se conservan, casi todos ocasionales, son absolutamente preciosos porque reflejan sus experiencias de vida evangélica. En efecto, ellos recogen el fruto de su rica relación con Dios y la repercusión que tuvo la palabra del Señor en su convivencia con los hermanos y en su incansable actividad evangelizadora. Con base en los datos que ellos suministran, se pueden entresacar algunos principios en los que se funda el estilo franciscano del acompañamiento. Estos principios obedecen a motivos doctrinales de gran consistencia y constituyen el punto de apoyo y la razón

6 7

Cf. CC.GG. OFM, Art. 127,1. Cf. Ratio Formationis Franciscana, 92. §1.

5 de ser del acompañamiento espiritual que, a la luz de ellos, aparece como algo más que una simple estrategia psicopedagógica. Una de las razones franciscanas más determinantes es la concepción de la vida como el ámbito donde se escucha la palabra de Dios. Esta verdad se desprende, por una parte, del principio consagrado en el frontispicio de la Regla, donde se declara de modo tajante que el Evangelio constituye la orientación determinante de la forma de vida de los hermanos con estas palabras: «La Regla y vida de los hermanos menores es ésta, a saber: observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo»8. Si se tiene en cuenta el valor semántico del verbo “observar” y el papel determinante que ocupa en la Regla (es el primero y el último de todo el documento), tenemos que para Francisco el Evangelio es el objeto del máximo cuidado en la guarda y de la máxima concentración en su vigilancia. Esta idea se completa con las consecuencias que se desprenden de la profesión, en efecto, como dicen las dos redacciones que hoy se conocen de la Regla, los hermanos que terminan el año del noviciado, “sean recibidos a la obediencia, prometiendo guardar siempre esta vida y Regla”9. Si se entiende aquí la palabra “obediencia” no como cumplir un mandato sino como la escucha esmerada de la voz de Dios, se deduce que la vida franciscana es el lugar teológico donde se hace la escucha frontal del querer de Dios, de su palabra. Es una escucha que se debe hacer con el corazón, según la ahincada exhortación que hace Francisco a los hermanos: “Inclinad el oído de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios. Guardad con todo vuestro corazón sus preceptos y cumplid perfectamente sus consejos”10. Según esto, el hermano menor es alguien que está en función de la Palabra de Dios y, por lo mismo, debe mantenerse en la escucha constante y atenta de la misma, lo que lo coloca en la órbita de la contemplación y de un discernimiento permanente; en otras palabras, el “ser recibido a la obediencia” hace de la palabra contemplada un compromiso permanente de “observar el santo Evangelio” en el seno de la Fraternidad. Otra razón importante que explica el sentido franciscano del acompañamiento es el papel que tiene el seguimiento de Jesucristo en la concepción de la vida religiosa. Se trata de una idea defendida con fuerza por Francisco en un contexto como el medieval, cuando se hablaba sólo de “imitación de Cristo”. Al igual que el santo de Asís en su momento, desde hace cincuenta años el Concilio Vaticano II ha regresado a los orígenes evangélicos cuando recuperó para la vida religiosa su significado de «seguimiento de Cristo», dándole una connotación más teológica, pues lo considera como la “norma última” y la “regla suprema” de la vida consagrada11. Ya el verbo «seguir» (del latín sequor y del griego acoluteuo) tiene desde el punto de vista semántico un fuerte sentido dinámico, pues significa caminar detrás de alguien, como queriendo colocar el pié en las huellas dejadas por quien precede; este dinamismo se conserva si se le entiende como dejarse guiar, o como acompañar, o como la tensión determinante hacia una persona a quien se sigue asiduamente, a cualquier parte y con gran celo. Dicho dinamismo se acentúa si se le considera desde el punto de vista teológico pues, aunque parte del Jesús histórico, el «seguimiento» comporta ponerse en camino tras las huellas del Maestro, entendido no como la reproducción de sus comportamientos sino como la tensión 8

Regla bulada 1,1. Regla bulada 2,11; cf. Regla no bulada 2,9. 10 Carta a toda la Orden 6-7. 11 Cf. Perfecte caritatis, 2. 9

6 determinante hacia su persona, tensión que exige asumir sus actitudes fundamentales frente a todas las dimensiones de la existencia humana: sí mismo, los otros seres humanos, el universo y el Padre Dios. Este esfuerzo por descubrir los “criterios” de Jesús, por re-actualizar en cada momento de la historia sus mismos sentimientos12 exige un permanente dinamismo espiritual. La dinámica que engendra la tensión teológica del seguimiento se acentúa desde la perspectiva del acompañamiento pues, aunque siempre es Jesús el que toma la iniciativa de invitar, lo hace con un «si quieres», es decir, proponiendo, nunca imponiendo. Frente a tal propuesta, la persona se manifiesta dueña de sí misma, hace una opción, decide libremente; es una decisión que, por un lado, supone un acto de confianza en el Maestro, quien es el que establece el plan de la marcha y, por otro, la presencia en muchos casos de alguien que acompañe a quien desea ser discípulo a que responda a la invitación mediante un adecuado proceso de discernimiento. A niveles más profundos, el seguimiento de Cristo comporta un gran dinamismo en el que entra en juego toda la persona, con todas las potencialidades de su libertad, pues genera una tensión constante hacia Dios, exige un permanente esfuerzo por salir de sí mismo (superación del «espíritu de la carne») e implica superar las exigencias del mundo (exire de saeculo). Se trata de un esfuerzo permanente para el que se hace necesaria la ayuda de un acompañante, al menos en ciertos momentos de la vida. El seguimiento de Cristo comporta también la idea de constante caminar, de búsqueda de la «perfección», entendida como la ascensión constante por la escala que conduce a Dios, quien es la perfección misma (la atélestos de los ascetas y padres del desierto)13. Este dinamismo está en estrecha relación con el concepto de “camino”, de gran desarrollo en la Sagrada Escritura14. Bastaría recordar la definición que Jesús hace de sí mismo en el evangelio de san Juan (“yo soy el camino”15) o la aplicación concreta a Cristo como el verdadero camino que conduce al santuario que hace el autor de la carta a los Hebreos (9,1-14). El acompañamiento en la experiencia inicial de Francisco de Asís Lo que precede tiene un importante punto importante de apoyo en la misma experiencia de Francisco durante el proceso inicial de conversión experimentado por él, en cuanto explica algunas de sus intuiciones evangélicas que más tarde él explicitó de modo más claro. Por tanto, se tomará en consideración aquí lo que hoy se llamaría su búsqueda vocacional, a pesar de que los datos transmitidos por sus primeros biógrafos son escasos. Como considero que no es del caso hacer en esta sede un análisis minucioso de tales datos, me bastará evocar de manera rápida lo que se deduce de ellos sobre la orientación que tuvo el comportamiento del santo al respecto. Lo primero que hay que anotar es que los biógrafos de Francisco no registran la intervención de un “padre espiritual” durante su proceso de discernimiento vocacional, es 12

Cf. Fil 2,5. Cf. T. SPIDLIK, La spiritualità dell’Oriente cristiano. Manuale sistematico (L’Abside, 16), Cinisello Balsano 1995, 74. 14 Cf. André GROS, Yo soy el camino. El tema del camino en la Biblia (Temas bíblicos, 2), traducción de J.L. Balines Covian), Madrid 1964, 127-184; C. SPICQ, Chrétienne et Pérégrination selon le nouveau Testament (Lectio divina, 71), Paris 1972, 59-76. 15 Jn 14,16. 13

7 decir, que no disfrutó de lo que en términos actuales se llama un acompañamiento “dual”. Lo que sí afirman es que hubo un compañero de su misma edad con quien tenía una relación de mutuo afecto, a quien le confiaba sus intimidades y “le conducía con frecuencia a lugares apartados y a propósito para tomar determinaciones y le aseguraba que había encontrado un grande y precioso tesoro”16. En este mismo orden de cosas se podría colocar la decisiva presencia del obispo Guido, personaje cercano al santo en las etapas iniciales de su conversión, de modo particular cuando lo amparó con el fuero eclesiástico para protegerlo de la persecución de su padre y cuando le sirvió de mediador para que accediera a las instancias superiores cuando llegó el momento de pedir la aprobación de su forma de vida17. Es durante este tiempo de búsqueda cuando se suele colocar la composición de la que hoy se conoce como “Oración ante el Crucifijo”, cuyo hondo contenido refleja el peculiar momento de discernimiento que estaba viviendo el hijo de Pedro de Bernardone. En efecto, se trata de una sentida invocación al “altísimo y glorioso Dios” para que ilumine las tinieblas de su corazón y para que, mediante los dones de la fe, la esperanza y la caridad, pueda llegar a la sabiduría de descubrir su santo y veraz mandamiento, o sea su voluntad. Todo da a entender que, sin excluir las mediaciones humanas, fue el mismo Dios el verdadero acompañante de Francisco durante su período de discernimiento vocacional. En efecto, fue Él quien lo guió de modo extraordinario, como lo declarará él mismo en su Testamento: “...ninguno me enseñaba lo que debía hacer, sino que el Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio”18. Aquí el verbo “revelar”, o “mostrar” indica un conocimiento intuitivo, una capacidad de descubrir en los acontecimientos de la propia vida la acción de Dios. El nuevo conocimiento y la nueva hermenéutica de la realidad que el santo expresa con las palabras: “lo que me parecía amargo, se me transformó en dulzura del alma y del cuerpo”19, son manifestaciones de esa que podríamos llamar la “dirección espiritual” o el acompañamiento de Dios, quien no dejó de indicarle el camino también cuando, encontrándose todavía confuso, algún tiempo después (semanas o meses?) acogió a los primeros hermanos. El clima que rodeó las intuiciones y las decisiones de Francisco fue siempre de oración y de escucha. Sólo en este clima es posible interpretar la propia vida como una “historia sagrada” y las intervenciones de Dios como un momento salvador (kairós). Los primeros biógrafos del santo entrevén estas intervenciones, al comienzo en la vida disipada, luego en la cárcel, un poco más tarde sirviendo a los pobres y a los leprosos, después en la sucesión de encuentros con el Crucifijo, el Evangelio y los hermanos. Las que en el lenguaje hagiográfico son presentadas como “visiones” y “sueños”, no fueron otra cosa que mediaciones que el santo supo leer bien, a través de las cuales aprendió a percibir la voz de Dios. Todo este conjunto de acontecimientos fueron los instrumentos de que Dios se sirvió, voces suyas percibidas por Francisco gracias al espíritu de escucha conquistado por medio de la oración. En este sentido se podría decir que Dios fue su verdadero acompañante. 16

1Celano 6; hoy en día no se sabe nada sobre la verdadera identidad de este personaje; la propuesta de que pudo haber sido el futuro fray León no es más que una hipótesis de difícil demostración. 17 Cf. 1Celano 15; 2Celano 12; Tres Comp 20; Leyenda M 2,4. 18 Testamento 14. 19 Testamento 3.

8 A partir de su propia experiencia personal de acompañado, Francisco aprendió a ser también compañero de viaje de otros hermanos. Su estilo consistió en dejar a cada uno la responsabilidad de precisar el propio camino, induciéndolo a que se dejara guiar por la luz de la revelación de Cristo. Así, cuando Bernardo de Quintaval se le acercó deseoso de seguir su vida, simplemente lo condujo al libro de los Evangelios y dejó que decidiese por sí mismo lo que debía hacer20. Como buen pedagogo, el Pobrecillo lo condujo a Cristo, induciéndolo a que estableciera con el único Maestro una relación personal. Con esta actitud el santo ha dejado de modo práctico la enseñanza de que es tarea del acompañante facilitar al acompañado la relación directa con Dios, sin entrometerse, dejando que se den las consecuencias. La Cata a fray León, un ejemplo típico de acompañamiento Al igual que en los otros campos de la vida evangélica, tampoco en el del acompañamiento espiritual Francisco dejó sistematizadas sus enseñanzas. No obstante, en la breve nota que escribió a fray León se puede encontrar un ejemplo sobre la forma como trató la difícil situación interior por la que estaba pasando quien varias veces fuera su secretario, el mismo que al menos en otra ocasión es presentado por los biógrafos como un hermano atormentado por “una tentación molesta”21. Aunque durante las últimas décadas se han despejado progresivamente las dudas que algunos estudiosos planteaban acerca de la autenticidad de este documento, quedan todavía sin resolver otros problemas, como la fecha de composición y, sobre todo, las circunstancias concretas que motivaron esta carta22. En otras palabras, no es fácil precisar cuáles eran las cuitas que durante el camino le confió al santo su atormentado compañero. La brevedad del texto me autoriza a darle una lectura completa antes de detenerme en algunas observaciones relacionadas con el tema que aquí nos ocupa: 1. Hermano León, tu hermano Francisco: salud y paz. 2. Te hablo, hijo mío, como una madre. En esta palabra dispongo y te aconsejo abreviadamente todas las que hemos dicho en el camino; y si después‚ tienes necesidad de venir a mí en busca de consejo, mi consejo es este: 3. Compórtate, con la bendición de Dios y mi obediencia, como mejor te parezca que agradas al Señor Dios y sigues sus huellas y pobreza. 4. Y si te es necesario para tu alma por motivo de otro consuelo y quieres venir a mí, ven, León. No es difícil percibir en esta carta la calidez de una relación recíproca entre los dos amigos o, mejor, entre los dos hermanos; la dificultad en la que se encontraba ese a quien el santo por algún motivo llamaba “ovejuela”, lo llevó en este caso a llamarlo “hijo” y a tomar la figura de la madre como un parámetro para manifestarle ternura. En efecto, usando un lenguaje íntimo y personal, el autor describe sus propios sentimientos y confirma a su 20

Cf. Anónimo de Perusa 10, Tres Compañeros 27, 2Celano 15. Cf. 2Celano 49. 22 Para todo lo relacionado con los aspectos histórico-críticos de esta carta, incluyendo su última edición y los más importantes datos bibliográfico sobre la misma, me permito remitir a A. BARTOLI LANGELI, “Gli scritti da Francesco: l’autografia di un ‘illetratus’”, en Frate Francesco d’Assisi. Atti del XXI Convegno Internazionale. Assisi, 14-16 ottobre 1993, Espoleto 1994, 101-159. 21

9 amigo, a pesar de un primer “no”, su disponibilidad de acogerlo otra vez en caso de que tuviese necesidad de acudir a él. Otro aspecto que revela este texto es la importancia de volver sobre las cosas que se dijeron durante el encuentro, lo que corresponde al momento de la verificación de que hablan los modernos tratadistas de la consejería. La Cata a fray León pone de manifiesto la ternura de Francisco, que algunos se atreven a calificar como la “dimensión materna” de su personalidad; en efecto, en vez de imponerse sobre su destinatario, o sea, de tratarlo con la prepotencia de un especialista, el santo prefiere “nutrirlo”, hablarle como una madre. Es aquí donde se hace más evidente el estilo típico del acompañamiento franciscano según el cual el acompañante y el acompañado están en el mismo nivel, simplemente porque son hermanos, porque se sirven mutuamente y porque fomentan una relación en la que el uno se da al otro. A diferencia de la actitud del “director espiritual” o del “consejero profesional”, a quien se acude para pedir ayuda y quien está colocado en la alta posición de quien tiene la solución a los problemas, el acompañamiento al estilo franciscano se inspira en el paradigma Trinitario, según el cual las Tres Personas están la una frente a la otra en la diferencia y en la unidad del amor. Francisco se coloca al lado de su hermano León y le deja toda la libertad, enriquecida con su obediencia y su bendición, para que encuentre por sí mismo la mejor manera de agradar al Señor Dios y de seguir sus huellas y su pobreza. En otras palabras, le hace entrever el camino de la creatividad personal fundado en la desapropiación (pobreza). La persona creativa es la que sabe tender puentes entre la diversidad de los seres humanos, la que sabe abrir el propio corazón y salir de sí arriesgando perder, la que tiene confianza en los procesos vitales. La frase final de la carta inicialmente decía así: “no es necesario de que regreses a mí para buscar consejo”. Esta primera redacción hace suponer que León había establecido con Francisco una relación quizás demasiado simbiótica o dependiente. En este caso el santo deseaba que su amigo hiciera uso de su autonomía y aprendiera a afrontar los riesgos de sus opciones y las incertidumbres que de ellas se desprenden. El “no regresar” representa la intención de preparar a León para la vida y corresponde a lo que algunos tratadistas de hoy llaman la fase de “la despedida”, en la que se corta el cordón umbilical de la relación. Es el momento en el que se afronta el miedo de quedar solos y sin protección. Francisco había experimentado personalmente el dolor, el sufrimiento, la fragilidad, el fracaso, con todo el valor formativo que esto comporta y su importancia para crecer. Por ello en aquel “no” se concretaba todo su deseo de que también fray León, su amigo, adquiriese autonomía; pero al parecer todavía no era el momento adecuado, comprendió que aún le faltaba madurez, por lo cual raspó las palabras finales del pergamino y escribió encima una frase más blanda, reiterándole su acompañamiento: “Y si te es necesario para tu alma por motivo de otro consuelo y quieres venir a mí, ven, León”. Por último es útil señalar que el acompañamiento de Francisco al hermano León se hace “en el camino”, como dice la carta: “todas las [palabras] que hemos dicho en el camino” (v. 2). Esto significa que en la concepción franciscana no hay tiempos formales, tanto menos para una Fraternidad que durante sus primeros años era eminentemente itinerante. Se puede presumir que a lo largo del camino los dos hermanos entablaron un diálogo sincero, situación aprovechada por León para informar al santo sobre las últimas dificultades que estaba experimentando en la vivencia de su compromiso evangélico. De

10 esta manera se ponía de presente una vez más el carácter de guía espiritual propio del Pobrecillo y la forma pedagógica como ejercía su autoridad moral. Los Capítulos, momentos privilegiados del acompañamiento en Fraternidad La vida de y en Fraternidad es el ambiente natural en donde se motiva e impulsa la “observancia del santo Evangelio” y donde se revisa la fidelidad al mismo. Este es el motivo por el cual la vida franciscana se concibe como el ámbito de la escucha (“sean recibidos a la obediencia”) que comporta de suyo la idea de Fraternidad y que hace de ésta el lugar teológico de la escucha y del discernimiento de la palabra de Dios. El espacio ideal para este lugar teológico son los Capítulos en sus tres niveles: general, provincial y local, pues es en ellos cuando la Fraternidad logra su mejor expresión y cuando las decisiones alcanzan la máxima autoridad dado que, si su tarea prioritaria es “tratar las cosas que se refieren a Dios”23, están llamados a ser ocasiones para escuchar y discernir la voz de Dios, en los que encuentra su punto de partida el concepto franciscano de obediencia y, como consecuencia, el de misión. Según esto, los Capítulos son los espacios naturales donde se forman los hermanos menores y donde se hace el acompañamiento de cada uno. Esto supone un proyecto comunitario y personal dentro de cada Fraternidad local, un clima permanente de diálogo y una intensa vida de oración. Aunque es incuestionable la importancia de los Capítulos según el orden descendente apenas mencionado, es necesario reconocer que los capítulos locales son mucho más eficaces cuando se dedican al acompañamiento fraterno, hasta el punto que se los puede considerar como uno de los puntos-clave para renovar y dinamizar la forma de vida de las Provincias y, por lo mismo, de la Orden; por ello desde la perspectiva de la eficacia sería necesario invertir el orden. Así entendido, no es errado afirmar que el Capítulo local bien conducido, debería ser el momento para el crecimiento de cada uno de los hermanos y, como consecuencia, para su acompañamiento en Fraternidad. Es interesante anotar que actualmente en varias partes del mundo hay cristianos que se reúnen en un clima de oración para compartir su vida de fe, contarse sus respectivas historias y ofrecerse ayuda y discernimiento; son formas alternativas al acompañamiento “dual” que están perfectamente de acuerdo con el estilo franciscano. El acompañamiento en Fraternidad, al igual que el “dual”, debe hacerse a través de diversas fases24, que describiré aquí brevemente: La primera fase consiste en el encuentro. Los hermanos se reúnen en la vida cotidiana durante diversos momentos como los de la oración en común, las comidas, la planeación de algunos trabajos y, de modo privilegiado, la celebración de los Capítulos25. El encuentro de los hermanos en los Capítulos es el momento para compartir la misma fe, para aprender a vivir juntos, para madurar los proyectos comunes, para revisar la vida. En algunas Provincias de varias instituciones franciscanas se está recuperando esta forma, particularmente durante las etapas iniciales de la formación: se hacen frecuentes encuentros 23

Regla no bulada 18,1. Cf. L. DAVINO, “A franciscan model for Spiritual Direction”, The Cord 26 (1976) 288-295; F. C. POMPEI, “Franciscan and spiritual direction”, The Cord 37 (1987) 179-181. 25 Cf. Regla no bulada 5; 18; Regla bulada 8; Testamento 36; Carta a un Ministro 13,21. 24

11 para contarse mutuamente la vida, para aprender de las experiencias de fe de los otros, para compartir la misma vocación cristiana y franciscana. La segunda fase es la del envío. Tal como lo hacía Cristo, Francisco enviaba a sus primeros hermanos de a dos: “Vayan, carísimos, de a dos por las varias partes del mundo para anunciar a los hombres la paz y la penitencia mediante el perdón de los pecados...”26. Ir juntos, además de inspirarse en el mandato de Cristo, servía a los hermanos para asegurarse la ayuda mutua en la enfermedad y para afrontar las pruebas de una vida tan radical como la que adoptaron. Con la ayuda del Señor y el estímulo recíproco, los hermanos permanecían fieles al Evangelio y a la Fraternidad. A lo largo del camino experimentaban diversas clases de acompañamiento: el de Dios a través de su Providencia, del espectáculo de la creación, de su presencia en los acontecimientos diarios; el de la Iglesia a través de sus sacramentos, la liturgia, la comunión con la jerarquía; el del hermano a través de los coloquios fraternos entre una y otra predicación, entre una y otra oración, como lo describe Tomás de Celano: “...mientras iban de camino recordaban los innumerables y grandes beneficios recibidos del Dios clemente; la cortesía con que habían sido recibidos por el Vicario de Cristo, padre y señor de toda la cristiandad; buscaban juntos cuál fuese el mejor modo para cumplir sus consejos y mandatos, para observar y guardar con sinceridad la Regla que habían recibido, cómo caminar santa y religiosamente delante del Altísimo, cómo su vida y comportamiento, mediante el crecimiento en las santas virtudes, podía servir de ejemplo a los demás”27. La tercera fase es la del regreso para contar las propias experiencias, de la cual el primer biógrafo del santo nos ha dejado un ejemplo en el siguiente relato que bien vale la pena recordar completo: “Transcurrido un breve tiempo, Francisco, deseando verlos a todos, pidió al Señor, que reúne a los hijos dispersos de Israel, que en su misericordia se dignase reunirlos cuanto antes. Y pronto, según su deseo y sin que nadie los llamase, se encontraron juntos y dieron gracias a Dios. Mientras comían juntos se manifestaban afectuosamente la alegría de volver a ver al piadoso pastor y su maravilla de haber tenido la misma idea de regresar. Cuentan entonces los beneficios recibidos del Señor misericordioso, piden y obtienen la corrección y la penitencia del bienaventurado padre por las eventuales culpas de negligencia o de ingratitud. Así solían hacer siempre cuando volvían a él, no escondiendo ni siquiera el más pequeño pensamiento y los movimientos involuntarios del alma...”28. Este episodio pone de presente que el encuentro es importante para hacer memoria, en un clima de alegría, junto con los hermanos con quienes se vive, de la obra hecha por el Señor en cada uno. Compartir la vida de fe y la fatiga del trabajo crea sentido de pertenencia y de mutua aceptación. “Contar” o narrar es una modalidad relacional que, al contrario de las síntesis que borran las diferencias, permite mantener viva la diversidad y respetar la dignidad del que habla. Este clima de intimidad destruye ciertas barreras y da a los hermanos la capacidad de contarse las propias fragilidades, elemento éste fundamental para el crecimiento interior. Cuando se cuenta la propia fragilidad se suscita de ordinario, en los oyentes que tienen fe en Jesús, la actitud del perdón. Perdonar no disminuye la 26

Cf. 1Celano 29-30. 1Celano 34. 28 1Celano 30. 27

12 dignidad del que se confiesa ni aumenta la grandeza de los que escuchan su confesión, sino que les brinda a estos la ocasión de hacer brillar el rostro misericordioso del Padre. Un acompañamiento hecho según esta modalidad, toca diversos niveles de la persona, pues la vida no es solamente compartida y celebrada, sino también “contada”, con la convicción de que el Señor habla a través de los hermanos que se reúnen en su nombre. La cuarta fase corresponde a la vida en fraternidad. La historia de cada hermano, como la de cada ser humano, es única e irrepetible porque está entrelazada con varias relaciones, encuentros y confrontaciones que la marcan y le dan la tonalidad propia, la identifican como “persona”. Estas relaciones recíprocas constituyen la realidad, el medio en el cual cada uno se hace, la forma como construye su historia. En el caso de la Fraternidad franciscana, este espacio está marcado por la presencia de Cristo. Vivir en comunión fraterna día a día, con la convicción de que Cristo está presente, permite crecer en medio de la diversidad, ayuda a hacerle frente a las dificultades, ofrece la oportunidad para estar continuamente frente a la verdad de uno mismo y pone en condiciones de asumir la voluntad de Dios; todos estos elementos se encuentran también en el acompañamiento espiritual “dual”. Es de la calidad de vida con Dios en el contexto de la vida fraterna (y no del simple ejercicio ministerial) de donde los hermanos toman la fuerza para consolidar su identidad y su modo de ser en el mundo y en el trabajo. Vivir juntos en un ambiente de familia no es para los hermanos una opción sino una exigencia que los hacer ser tales. Tanto la Regla bulada como la no bulada invitan a los hermanos a crear el espíritu de familia, para que puedan moverse en la libertad, en el cuidado mutuo y en la misericordia29. Con estas características la Fraternidad alcanza un nivel tal de madurez, que permite a los hermanos ser tales y caminar con los otros hermanos, compartiendo la vida y creciendo en el descubrimiento de la voluntad de Dios. Cabe anotar que las precedentes cuatro fases se han inspirado en los datos contenidos en la más antigua biografía de san Francisco y, por lo mismo, reflejan la experiencia de una Fraternidad compuesta todavía de pocos hermanos y caracterizada por una fuerte itinerancia apostólica; este hecho exige una sabia adaptación a las circunstancias actuales de cada Provincia. Por otro lado, conviene observar que las cuatro fases son cíclicas y se repiten según el ritmo de la vida. En cada fase de su ciclo vital, la Fraternidad franciscana madura y ofrece a sus componentes el acompañamiento espiritual, tanto “dual” como de grupo. El carisma franciscano no se produce sólo en determinados segmentos de vivencia espiritual, como los ejercicios espirituales, o los retiros mensuales, y ni siquiera en las etapas de la formación inicial, sino que se da y crece a través de un estilo de vida a lo largo de la existencia. Es un estilo de vida que se propone a todos los que han recibido la vocación a la vida fraterna, pero que, además de ser estudiado y comprendido, debe ser fomentado con decisión, con sabiduría y con paciencia, conscientes de que, a nivel grupal, los procesos suelen ser mucho más lentos (aunque más eficaces) que a nivel individual, y que hay que superar muchos obstáculos. Uno de los factores que hacen lentos los procesos son los frecuentes cambios en la conformación de las Fraternidades locales, que obligan en muchas ocasiones a partir de cero o, al menos, a hacer una nivelación que permita relanzar un proceso armónico. Otro factor que suele ralentar o hacer imposible los procesos de 29

Cf. Regla bulada 6,7-9; Regla no bulada 9,11.

13 crecimiento son las diferencias generacionales entre los componentes de un grupo y, sobre todo, los enfoques diversos de la formación que recibieron los hermanos; en este caso sería indispensable orientar los programas de la formación permanente en orden a suplir las diferencias. Fernando Uribe, ofm

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