VII. C uando el amor. llega desde lejos

VII Cllegadesdelejos uando el amor «L lave del Nuevo Mundo» se consideró La Habana, por su privilegiada situación en el crucero de muchas rutas. E

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VII

Cllegadesdelejos uando el amor

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lave del Nuevo Mundo» se consideró La Habana, por su privilegiada situación en el crucero de muchas rutas. En sus travesías marítimas, gente de todo el orbe ha tocado puerto en La Habana, o por algún motivo se ha detenido en la ciudad, quizás acudiendo al tácito reclamo del trópico, pregonado por las leyendas y las imágenes que han regado marineros y turistas por todos los meridianos. Entre esos viajeros —ya se ha advertido— ha habido muchos poetas que no resistieron el impulso de cantarle como a una mujer seductora, ante cuyos encantos es difícil permanecer indiferente. En 1902, fresco aún el ingenuo júbilo por el establecimiento de la ilusoria República, visitó la capital el poeta y dramaturgo mexicano José Peón y Contreras (1843-1908), quien fuera amigo de nuestro José Martí y de la causa patriótica por la que él cayera en combate. En cordial despedida, dio Peón a la revista El Fígaro1 su composición «Postal. A la ciudad de La Habana», fechada en septiembre de aquel año. De ella son estos fragmentos: Yo no puedo arrancarme de tu seno sin que te diga adiós, hermosa Habana; sin dejarte unas frases de mis labios, sin dejarte unas flores de mi alma!

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¿Sientes?... Ya ves, ya ves cómo se agitan en derredor de mí, tus leves auras, y refrescan mi sien y revolando sollozan en las cuerdas de mi arpa, como si fueras mi leal amiga, como si fueras mi gentil amada, como si recordaras que hace tiempo que estoy enamorado de tus gracias! Veinte años hace que pasé a tu lado unas horas no más; pero, me pasa que te encuentro más bella y más que entonces mi embebecido espíritu te ama! Yo quisiera encontrar unos acentos, yo quisiera inventar unas palabras, para expresarte cuánto en ese tiempo pensaba en ti, soñando con tus lágrimas; y cómo suspiraba por tu dicha, y cómo me dolían tus desgracias, y cómo pedí al cielo que ciñeras a la Victoria con tus verdes palmas! ¡Adiós! Qué pena sentirá mi pecho cuando me encuentre sobre el mar mañana, mirando que se borran lentamente las líneas de tu alegre panorama, después, la blanca cinta de tus playas, y que se hunde, al fin, como si fuera una esmeralda inmensa que naufraga, entre el bullir de las azules ondas, el verde cinturón de tus montañas. ○



























El fervor romántico alentaba aún en los versos del poeta al ofrendar a La Habana «las flores de su alma». Otro sería el tono del soneto «Habana» que años después, en 1910, publicó la revista Letras.2 Lo firma Gustavo del Castillo y está fechado en Bogotá, lo que hace suponer la nacionalidad colombiana del autor. Es propiamente una postal de la ciudad, contemplada con ojos amorosos, que sólo pudieron captar una imagen con-

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vencional, dibujada con parca maestría artística, a pesar de su nostálgico acento: Ciudad de gracia heráldica; sobre sus torreones se deshace una brisa perpetuamente azul; es un París marítimo de eróticas fruiciones; en su seno perfuman las rosas de Stambul. Allí, bajo las palmas, en los atardeceres, cada frágil castillo es como una ilusión a cuyos ojos negros asoman las mujeres para que entre su cárcel murmure el corazón. Allí la espuma duerme sobre los arrecifes y rozándola vagan los lánguidos esquifes que al mundo entero dicen su mágico esplendor. Allí, como en los brazos de una gentil sultana, se duermen los poetas soñando con su Habana, donde todas las cosas tan sólo hablan de amor. Aquel mismo año de 1910, fue huésped de las sociedades españolas de la Isla el poeta Salvador Rueda (1857-1933), entonces en el apogeo de su fama como el más brillante exponente del modernismo en España. Tuvo su noche de gloria el 4 de agosto (semanas antes de su partida), al ser coronado en acto solemne celebrado en el entonces Gran Teatro Nacional, del Centro Gallego. (A fines de 1916, se detendría varios días en nuestra capital, en tránsito hacia México.) Son numerosos los poemas que escribió Rueda en Cuba, en ambas ocasiones, y entre ellos no faltan sus madrigales a La Habana. Quizá fuera el primero este soneto que tituló «Visión de La Habana, ciudad de ciudades». 3 Meca de la ilusión, sublime Habana; bajo el florón del sol te abres grandiosa, y finges en lo azul, inmensa rosa que cuajó el Oceano una mañana.

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Beso tus áureos pies de soberana viniendo de otra tierra milagrosa a traerte una lágrima amorosa de tu afligida Madre castellana. Rasgando mares y salvando montes al fin miro brotar tus horizontes de un golfo de carmín, ensueño y oro. Yo te saludo en todas tus mujeres; Paraíso de luz ¡qué hermoso eres! Jerusalén del mar ¡cuánto te adoro! En «Las abejas criollas»,4 vuelve la ciudad a la poesía de Salvador Rueda, con luz y dulzura singulares: Del horizonte espléndido y sonoro ha venido un enjambre al alma mía, y en el romero azul de mi poesía derrama el son de sus abejas de oro. Oigo en mi pecho su divino coro tejer las áureas celdas de ambrosía, y al rumor de su santa letanía labrar con rubias mieles su tesoro. Tus abejas de luz, radiante Habana, han entrado en mi pecho esta mañana, viniendo de tus flores tropicales. ¡Ciudad que hace poesía cuanto toca: lleva mi corazón hasta tu boca, tú que lo has vuelto un vaso de panales! Pero Salvador Rueda no sólo cantó a aquella Habana de su calurosa presencia. También quiso dejar una visión profética de su porvenir, en «La Habana futura», que publicó el diario

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habanero La Discusión5 al informar sobre su acto de coronación. La buena voluntad del augur parece que no fue defraudada por la realidad, en algunos aspectos: Llegarán los días de luz en que seas ¡Oh Habana famosa! digna del atlántico que viene a engarzarte con vientos, con olas, con rápidas hélices de todos los climas, de todas las lenguas y razas ignotas. Pasador pareces de inmenso abanico que abre su infinita vitela redonda, y tiene en las aguas a modo de rutas varillas grandiosas, a las Cinco Partes lejanas del Orbe, a las Cinco Partes del Orbe remotas. ○



























Serás el bazar de los siglos, el escaparate de la tierra toda, la vidriera a que asomen sus ojos América, Europa, Asia, Oceanía, y el sol del Sahara con sus caravanas, sus hombres de ébano, su fuerza y su pompa. ○



























Explosiones de truenos tus cabrias lanzarán cual chasquidos de bombas deslizando cintas de largas cadenas por los engranajes de ruedas briosas, moverán tus vagones, uncidos a los trenes de entrañas plutónicas que vengan al borde del agua cual serpientes sedientas y rojas a arrastrar los frutos que crien tus campos, café, miel, tabaco, tus cañas, tu azúcar, tus piñas hermosas.

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Parece haber vislumbrado, con mirada zahorí, el inicio de un libre desarrollo económico y de un activo intercambio comercial con los demás países del mundo, que comenzó a fomentar Cuba a partir de enero de 1959, y que fuera interrumpido temporalmente por el desplome de la URSS y del campo socialista y por el ilegal y abusivo bloqueo económico impuesto a nuestro pueblo por el gobierno de los Estados Unidos. Es interesante que en aquella fecha mencionara a Rusia entre los países que establecerían relaciones con Cuba: Y alzarás tu brindis a Rusia gigante que llega a tus olas envuelta en sus pieles de oso y en vientos y en nieblas del Volga. Semanas después de haber partido de Cuba Salvador Rueda, llegó a La Habana el gran poeta Rubén Darío (1867-1916), ya en posesión de su magisterio lírico en todo el ámbito hispánico. Rubén no dedicó versos a La Habana, pero en una de sus correspondencias a La Nación, de Buenos Aires, bajo el título de «Films habaneros» 6 trazó este sombrío aguafuerte de la ciudad en 1910, con aspectos que no advertían o no querían advertir otros visitantes: ...Al llegar, vese desde a bordo la ciudad semicolonial, semimoruna, la masa de nuevos edificios que pregonan su origen yanqui. La bandera de las bandas y las estrellas flamea aquí, allá y en una de las macizas y suntuosas fábricas flamantes; brilla al sol, bruñido y firme, un áureo Mercurio de Juan de Boloña. De antiguo quedan a la vista las casas policromas, las torres de las iglesias, una cúpula gris, una cúpula rosada y el vasto panorama que se extiende hacia El Vedado, en donde también lo moderno ha puesto su nota de nuevas construcciones y extendido la curva cinta del malecón. Al desembarcar es un difícil ir y venir de carros y vehículos de toda suerte, por las calles estrechas que dan a la Machina y a la Aduana... Una vez en la ciudad es la sensación de factoría de tierra caliente, ciudad «colonial», la villa del tabaco, del ron y del azúcar, bajo un sol abrasante en un

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cielo claro y de azul milagroso. Se piensa en las viejas fragatas que iban antaño a España con sus cargas ricas. El paso de los negros y mulatos por las calles no evocará los pretéritos tráfagos de los ingenios, olor a caña, a miel y a guarapo, y el ébano de las tratas que fueron origen de la fortuna de tanto hombre activo e importante. Los chinos dan su espectáculo particular en sus fruterías y ventas de comistrajos dudosos. Los tranvías, los automóviles, los hoteles de primer orden, el aseo de ciertas partes de la ciudad demuestran la excelencia del dólar y de la muñeca norteamericanos. El gran Martí que tanto combatiera el peligro de ojos azules, no sabe qué hacer en su mármol mediocre, en una plaza pública. [...]

Le faltó al eximio poeta el sentido profético de Rueda. Entonces habría previsto el proceso histórico donde Martí no ha dejado de estar presente: fue el autor intelectual del asalto al Cuartel Moncada y no deja de permanecer en el curso victorioso de la Revolución cubana. Pero el embrujo tropical de la ciudad solía imponerse, y muchas veces inspiró a otro poeta español que vivió en Cuba algunos años de su juventud: Alfonso Camín. También a manera de postal, por aquellos mismos años, dedicó su soneto «A La Habana»: 7 Paraíso de sol y azul bañado que a martillo y cincel abrió el Progreso; si un beso le da el mar sueña otro beso, como el rumor de un órgano sagrado. Dijérase que lo han improvisado, unidos por amor, Minerva y Creso, y que de una embriaguez en el exceso de flores y de luz lo han circundado. Señora de palacios y jardines que al resonar de espléndidos violines le dan cien besos en la faz las olas. ¡La sueño, cuando el mar borra sus brumas,

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adormecida, en el silencio a solas, cabe su regio tálamo de espumas! Considerada plaza teatral de importancia en nuestra América, La Habana acentuó ese carácter durante la época llamada «de las vacas gordas» o «de la danza de los millones», en los años de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuando el alto precio del azúcar en el mercado internacional fue signo de transitoria prosperidad en el país. Era entonces frecuente en los escenarios capitalinos la presencia de compañías teatrales extranjeras, particularmente españolas. En 1917, tuvo una larga temporada en Cuba la célebre compañía de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza. Con ella viajó el dramaturgo y poeta español Eduardo Marquina (1879-1946), para asistir al estreno de su obra En Flandes se ha puesto el sol. Ante su público, el conocido autor dio lectura a su extensa composición «Salutación a Cuba», 8 donde hay una expresiva referencia a La Habana: ○



























Te han aislado en el mar y eres anuncio; pero, a la vez, eres adiós... La mano con que América nos ayuda a saltar de la escalera del vapor y la mano florida de rosas de La Habana, que reclina sobre el Malecón, con la punta del faro sabe agitar las nubes como un lienzo blanco de adiós, pedazo de tu cielo, hecho pañuelo, que yo sabré llevarme atado al corazón! También fue atraído a nuestras playas otro poeta y dramaturgo español, Francisco Villaespesa (1877-1935), quien disputaba a Salvador Rueda el cetro del modernismo en la Península. Huella de su paso por la capital es su soneto «Adiós a Cuba».9 Con ternuras de madre y piedades de hermana me ofreciste un oasis de paz en esta guerra, por eso al alejarse la errante caravana, tu recuerdo en el fondo del corazón encierra;

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y con él las tristezas de su otoño engalana... Pupila que la muerte sin mirarte se cierra no sabrá qué es belleza, porque tú eres, Habana, la ciudad más hermosa que floreció en la tierra. ¡En mi adiós, como ofrenda, te dejo el alma mía...! ¡Que los dioses te amparen, ciudad de encantamiento, y que siempre contemple la pupila viajera sobre el maravilloso cristal de tu bahía fulgurar ondulante a la gloria del viento la estrella solitaria que brilla en tu bandera!... ¡Noble y justo anhelo del fecundo poeta español, cuya realización ha sido, es y será deber y derecho que defiende y defenderá el pueblo cubano con inextinguible pasión patriótica! Se habrá advertido que hasta ahora prevalece un estilo poético tradicional en los poemas dedicados a La Habana durante las dos primeras décadas del presente siglo. Pero precisamente en los años finales de la Primera Guerra Mundial, ya no eran las orientaciones literarias idénticas a las que predominaban antes de estallar el cruento conflicto bélico europeo. Profundas transformaciones de toda índole se produjeron en aquella dramática coyuntura histórica, que se manifestaron sensiblemente en las expresiones artísticas y literarias, con el surgimiento de las diversas tendencias de vanguardia. Esa inquietud renovadora y experimental revistió las más variadas formas y se definió en distintas teorías. Es sabido cuánto influyó entonces la obra de Guillermo Apollinaire, especialmente sus «caligramas», que fueron coetáneos de los «poemas ideográficos» del poeta mexicano José Juan Tablada (18711945). Uno de esos poemas experimentales de Tablada es el que aquí reproducimos, «Impresión de La Habana», publicado por la revista Social en 1919. 10 En él, los versos se estiran o encogen hasta concretar las formas gráficas concebidas desde la realidad.

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Aunque es como descifrar un jeroglífico, son legibles estos versos de la sugestiva composición ideográfica, donde el faro del Morro y la palma —y las olas y las gaviotas— se corporizan con el texto. Se trata de una Habana externa, contemplada al pasar, pero que marcó para siempre la sensibilidad del poeta con «su cálido mar lleno de luz» y algunos de sus elementos característicos, para dejar vibrando las notas de una canción cubana de la época: «En el camino de mi vida triste hallé una flor...» Sin duda, esa flor era La Habana.

Notas 1 2 3 4

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El Fígaro. La Habana, septiembre 21, 1902, p. 452. Letras. La Habana, septiembre 11, 1910. Castalia. La Habana, No. 7, septiembre 15, 1920, p. 157. Ibid. La Habana, No. 8, mayo 20, 1921, p. 160. De las tres composiciones de Rueda dedicadas a La Habana, ésta es la única que incluye en sus Poesías completas, Barcelona, 1911. La Discusión. La Habana, agosto 5, 1910, p. 8. La Nación. Buenos Aires, enero 1º, 1911. V. Cuba en Darío y Darío en Cuba, por Ángel Augier. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1989, pp. 244-245. Actualidades. La Habana, octubre 12, 1913. Social. La Habana, noviembre, 1926, p. 34. Francisco Villaespesa. Poesías completas, t. II, Madrid, Aguilar, 1954. Social. La Habana, enero, 1919, p. 15. V. El japonismo de José Juan Tablada, por Atsuko Tanabe. México, 1981, p. 126.

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uando desde lejos

llegamásamor

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omo anónimo viajero de tránsito cuando ya la fama inscribía su nombre en relieve más allá de las fronteras de la URSS, llegó Vladimir Maiakovsky a La Habana. Fue el primero y único encuentro del gran poeta soviético con el trópico, con el Caribe, con la América Latina; y también su primer encuentro, no exento de violencia, con los rigores del verano criollo, que él calificó de «insufrible», para agregar en sus notas de viaje: «Por la mañana, llegamos fritos, asados y hervidos al blanco puerto de La Habana, rocosa y edificada.» Era el 4 de julio de 1925. Quizá no habría quedado constancia escrita de la fugaz presencia habanera de Maiakovsky, a no ser por su hábito de anotar las impresiones de viaje —que en este caso conformaron su conferencia de irónico título: «Mi descubrimiento de América»—, y gracias también a un poema que muestra su perspicaz visión de la vida cubana, que se le ofreció durante las pocas horas en que los pasajeros de primera clase del vapor francés «Espagne», de tránsito para Veracruz, fueron autorizados a visitar la ciudad. Al descender del barco, cayó un típico aguacero de verano que provocó esta regocijante observación del poeta: «¿Qué cosa es la lluvia? Es el aire cargado de un poquito de agua. Pero la lluvia tropical es un chorro poderoso de agua con un poquito de aire.» Una escena callejera cerca del puerto es descrita al natural, en sus vivos colores y como a brochazos: «Sobre un

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fondo de mar verde, un negro con pantalones blancos ofrece al transeúnte un pescado rojo, alzándolo por encima de la cabeza.»1 Es evidente que Maiakovsky no se dejó impresionar por las apariencias paradisíacas del trópico, aunque las reconociera. La condición semicolonial del país —como le sucediera a Rubén Darío quince años antes— se le reveló en los grandes letreros en inglés sobre los principales edificios: Ford, Henry Clay & Bock (el monopolio tabacalero), etcétera, que le parecieron «los primeros signos palpables del dominio de los Estados Unidos sobre las tres Américas...»2 Para el poema que escribió entonces, Maiakovsky escogió como título el nombre en inglés de una conocida marca de whisky, «Black and White»,3 pero sin relación con ella. Se trata de una alegoría burlesca de la lucha de clases en Cuba, con una elemental contradicción del obrero negro cubano frente al magnate blanco del monopolio azucarero norteamericano. Inicio del texto: A un vistazo, La Habana se revela paraíso, país afortunado. Flamencos en un pie bajo una palma. Florece el coralillo en el Vedado. En La Habana, las cosas son muy claras: blancos con dólares, negros sin un cent. Por eso Willy con su escoba barre cerca de «Henry Clay and Bock, Limited». Después de describirse la vida miserable del negro cubano Willy, se advierte: Junto a mí pasea el Prado suntuoso. El jazz de pronto estalla y centellea. Que en La Habana se encuentra el paraíso un tonto solamente lo creyera. Prosigue en tono de farsa, por supuesto, y los términos de la lucha planteada entre Willy y el magnate azucarero son

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caricaturescos: al trabajador le toca la peor parte. Conclusión: Los jardines en torno florecían. Los plátanos trenzaban sus penachos. Sus blancos pantalones manchó el negro de la sangre nasal que ardía en su mano. Luego aspiró por las narices rotas, la escoba recogió casi al tun-tún. ¿Cómo él podría saber que estas cuestiones al Komintern plantéanse, en Moscú? Eran los tiempos de la Internacional Comunista o Komintern. Ignoro si el poeta llegó a saber que precisamente mes y medio después de su inadvertida visita —el 16 de agosto de 1925— quedó fundado en La Habana el primer partido comunista cubano, afiliado al Komintern. Pero él enseñó que la clave del éxito de la lucha proletaria y antimperialista es la organización combativa de los trabajadores y la unidad nacional. Una noción menos unilateral del paisaje y del paisanaje habaneros habría de expresar un maestro de la cultura latinoamericana, don Alfonso Reyes, el «mexicano universal», en «Trópico».4 Desde el altiplano de Tenochtitlán viajó a Veracruz y le dedicó el poema, pero en contraposición con el paisaje jarocho recuerda sus impresiones de La Habana, aunque las generaliza a Cuba: La vecindad del mar queda abolida: basta saber que nos guardan las espaldas; que hay una ventana inmensa y verde por donde echarse a nado. No es Cuba, donde el mar disuelve el alma. No es Cuba —que nunca vio Gauguin, que nunca vio Picasso— donde negros vestidos de amarillo y de verde rondan el Malecón, entre dos luces, y los ojos vencidos no disimulan ya los pensamientos.

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No es Cuba —la que nunca oyó Stravinsky concertar sones de marimbas y güiros en el entierro de Papá Montero, ñáñigo de bastón y canalla rumbero. No es Cuba —donde el yanqui colonial se cura del bochorno sorbiendo granizados de brisa, en las terrazas del reparto; —donde la policía desinfecta el aguijón de los mosquitos últimos que zumban todavía en español. No es Cuba —donde el mar se transparenta para que no se pierdan los despojos del Maine, y un contratista revolucionario tiñe de blanco el aire de la tarde, abanicando con sonrisa veterana, desde su mecedora, la fragancia de los cocos y mangos aduaneros. ○



























Después de estos versos transparentes, donde Alfonso Reyes dejó constancia de su nostalgia habanera, ofrecen algún contraste los de otro huésped de aquellos años: el venezolano Andrés Eloy Blanco. Son versos ágiles y jocosos, que glosan el ambiente bohemio de la época, los de «El poema de las tres velocidades. Cantos atropellados al automóvil de Miguel Baguer». Dejaron memorable huella en círculos literarios de entonces, al ser publicados por la revista Social. 5 Seleccionamos el fragmento más representativo del ambiente habanero: TERCERA VELOCIDAD Cesa la tos, y lentamente, un gran resuello de asma nos prolonga el oído

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y en el motor afónico se adivina un gemido lejano, como un parto en la casa de enfrente. Bajamos por el Prado... Somos diez. Volamos... Lucilo es amigo del Juez. Somos diez y bajamos por el Prado. Una mujer... y el auto se pone a andar de lado... Houbigant... frases tontas... atmósfera de amor, el auto corta su camino y un vago arresto masculino le emociona el carburador. ○



























El Malecón... Te quiero... ¿Me quieres? Mujeres... Mujeres... Mujeres... El auto de Miguel Baguer se está sintiendo sin mujer y en la noche del Malecón, hace, con mirada indiscreta, a una escuálida bicicleta una infame proposición... El Vedado... Otro choque... se vacía el neumático y se llena algo más el saco aneurismático. A la Playa... Sin faros, y el auto pide en vano para andar por las sombras, un bastón mejicano. Marianao... Perros calientes, vocabulario híbrido... Señorita sin dientes. El alba y el sol del regreso y algo que lucha por ser beso en la solar extenuación, y largas ojeras de vaca, y Guadalupe la chinaca que va a buscar a Pantaleón.

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Es un recorrido rápido y escandaloso por puntos claves de la geografía urbana, en el que nos hace participar Andrés Eloy Blanco. Sin embargo, con otro muy distinto acercamiento lírico al mismo ambiente frívolo de La Habana de los años 20, también logra nuestra participación en lo narrado el uruguayo José María Delgado, en poema que acogió en sus páginas la muy exclusiva Revista de Avance:6 LA HABANA Uva de luz, apretada por los labios del mar: no te podré olvidar. Saltaré, andaré, volaré, pisaré mil distintos suelos, pero una gota de tu zumo perfumará siempre mis pañuelos. Tus negros cantores, en la Playa, bajo la luna tropical, me regalaron una marimba, una maraca y una clave, y me enseñaron el «son». Lo guardé bajo llave, con su meneíto y su emoción, junto a mi tango y mi pericón. Me llevo tu joyería de llamas, tus noches, calientes como carne de amor, tus reliquias, tus mujeres, tu alegría, a cambio de ese apogeo, enviaré a tu Morro, todos los días, un pájaro, desde Montevideo.

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El vanguardismo, como es notorio, franqueaba libertades ilimitadas a los poetas en sus ángulos de visión y en sus juegos metafóricos; también el francés Adolf de Falgairolles las aprovechó en su entusiasta «Poema a Cuba». Visitó La Habana como delegado a un congreso internacional de periodistas en 1928, que tuvo resonancia en la época, y sus versos, traducidos por Eugenio Florit, fueron publicados también por la Revista de Avance: 7 Cuba, tus palmas —bocinas de gramófonos— proyectan canciones sobre el suelo. ○



























Tu Capital, Cuba, está dividida en rectángulos como un billete de lotería. El puerto de La Habana hierve bajo las aletas de los tiburones, ambiciones de los conquistadores que el barco, al llegar, arrojó al agua confundidos con las basuras de a bordo. ○



























Habana, me interesan las jaulas férreas superpuestas de tus ascensores que suben y bajan —especulaciones de cajas de caudales—. Pero prefiero el malabarismo musical del negro que agita esas bolas vegetales rellenas de guijarros como si fuera un Cristo moreno balanceando en sus manos los dos hemisferios del Mundo que se ignoran. Habana: tú descubres América a los europeos. Al apretarte con mi pie vi el barco cuyas chimeneas —cigarros embriagadores— me fumaba.

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Fuerte contraste con el tono deportivo de los versos que acabamos de transcribir, presenta «Discurso académico en La Habana», 8 de Wallace Stevens (1879-1955), considerado por la crítica uno de los principales y más influyentes poetas de su generación en los Estados Unidos, junto a Pound, Elliot, Frost y Williams. Fue publicado por la Revista de Avance en noviembre de 1929, sin consignar nombre del traductor. Sólo se informa en una nota que el autor es norteamericano, que ha publicado un libro titulado Harmonium y que el texto apareció en la revista The Hor & Hound, de Cambridge, Massachusetts. Stevens, ejecutivo de una empresa de seguros, viajó mucho por las Antillas, cuyo ambiente reflejó en su poesía. Creo que vale la pena ofrecer el poema «in extenso»: DISCURSO ACADÉMICO EN LA HABANA Canarios en la mañana, orquestas en la tarde, globos por la noche. Al menos ya no se trata de ruiseñores, Jehovah y la gran serpiente marina. El aire no es tan elemental ni ya la tierra tan cercana. Pero el sustento de los bosques no nos sostiene en las metrópolis. II Es la Vida un casino en un parque. Los cisnes descansan sus picos en el suelo. Un viento desolado ha aterido a la Roja Fátima y en el frío se posa una gran decadencia.

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III Los cisnes... Antes de que sus picos se abatieran sobre el suelo y antes que la crónica de afectados homenajes disimulase tantos libros, ellos vigilaron las pálidas aguas de los lagos y los doseles de islas que estaban unidas a aquel casino. Mucho antes que la lluvia arrasara sus ventanas de tabla y que las hojas llenaran sus incrustadas fuentes, ellos ataviaron los crepúsculos del mítico Rey Maní. Los siglos de excelencia por venir surgieron de la promesa y devinieron augurio de trombones flotantes en los árboles. La fatiga de pensar trajo una paz excéntrica para el ojo y tintineante para el oído. Ásperos tambores elevaron su ruido sin que la plebe se alarmara. Las indolentes progresiones de los cisnes hicieron que la tierra se ajustara; una parodia de maní para gente de maní. Y un más sereno mito concibiendo desde su perfecta plenitud, lozano como junio, más frutecido que las semanas del más maduro estío, moroso siempre por tocar de nuevo el más cálido brote, por pulsar de nuevo la más larga resonancia, por coronar la más clara mujer con apta palabra, por montar al más fuerte jinete sobre el potro más robusto. Este urgido, sabio, mas sereno mito pasó como un circo. El hombre político ordenó la imaginación como el funesto pecado. La abuela y su cesta de peras tienen que ser el enigma de nuestros compendios. Ése es mundo bastante y aún más, si se confinan las hijas con las barraganas de melocotón y marfil

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para quien se alzan las torres. El pecho del burgués y no éter alguno sutil y cercado de estrellas tiene que ser el lugar para el prodigio, a menos que lo prodigioso sea truco. El mundo no es fantasía de insomnes ni palabra que deba importar sustancia universal a Cuba. Apuntad estas lácteas cuestiones. Alimentan Júpiteres. Su pezón casual caerá como dulzura en las noches vacías cuando queda anulada la rapsodia excesiva y la plegaria espirituosa provoca nuevos sudores: así, así: La Vida es un viejo casino en un bosque. IV La función del poeta es aquí mero sonido, más sutil que la más historiada profecía para rellenar el oído? Ella le lleva a hacer su repetición infinita y sus amalgamas del más selecto ébano y del mejor alción. Le lastra de exacta lógica para los remilgados. Como parte de la naturaleza, es parte nuestra. Tus rarezas son nuestras: puede ella acceder y reconciliarnos con nosotros mismos en esas reconciliaciones verdaderas, oscuras, pacíficas palabras, y las sabias armonías de su cadencia. Cierra la cantina. Apaga el candil. La luz de luna no es amarilla sino un blanco que silencia la villa siempre fiel. Qué pálida y posesa es esta noche. Qué llena de las exhalaciones del mar... Todo esto es más viejo que su más viejo himno y no tiene más significado que el pan de mañana. Pero dejad al poeta que en su balcón hable y los que duermen se moverán en su sueño, se despertarán y contemplarán la luna en el piso. Esto puede ser bendición, sepulcro y epitafio.

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Puede, sin embargo, ser un encantamiento definido por la luna —por mero ejemplo— opulentamente clara. Y el viejo casino también puede definir un encantamiento infinito de nuestro ser en la gran decadencia de los cisnes muertos. La crítica ha señalado que el tema fundamental de la poesía de Wallace Stevens es la exploración de la experiencia estética del hombre en su afán de acercarse a la realidad. En este poema, el yo lírico sueña y medita en la noche, a la luz de la luna habanera, en el jardín de un casino donde hay fuentes y cisnes. En aquella época, existían en Marianao el Gran Casino de La Habana, con jardines y fuentes; el Summer Casino; el Casino de la Playa y otros centros similares de atracción a los turistas norteamericanos. El trópico vuelve por sus fueros en otro poema que también publicó la Revista de Avance en 1930, titulado «Sol, aguamar y palmeras»,9 del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, maestro de Poesía y de Conducta Cívica. Deslumbrado por la luz habanera, dedica a la ciudad un madrigal pleno de música y frescura: Para nombrar a La Habana, gloria morena y salada: ¡la espuma de las palabras! Ya no caben los colores en cielos, mares y tierras, frutos, mujeres y flores. Y un negro con su guitarra la tarde clara desgarra: desangra el paisaje sedas, sol, aguamar y palmeras. La mañana de platino suave como tu aliento ¡oh! qué pura claridad

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rasgada hasta el infinito. Oros de sol y zafiros recortan mi pensamiento, tu perfil y la ciudad y el dulce globo del día: están mis ojos azules de mirar el mar y el cielo! ○



























Cantos de grillos y estrellas perforan la noche alta. Visten no más las sirenas largos cabellos de algas, laberintos de sonrisas y copos de espumas gualdas. El Morro atisba la linda lunada y lustrosa pierna que en la onda verde libera mil espasmos esmeraldas. Un negro con su guitarra la tarde clara desgarra: desangra el paisaje sedas, sol, aguamar y palmeras. Llama roja de la rumba: de tanto danzar se ha vuelto toda la falda hacia arriba desnudando el cuerpo esbelto. Cantos de grillos y estrellas alumbran la noche alta. También de los años 30 son los versos a La Habana del ecuatoriano Jorge Carrera Andrade, uno de los más destacados poetas del vanguardismo sudamericano. Este primer texto es un sugestivo apunte impresionista, captado desde el barco de tránsito en que viajaba:10

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LA HABANA La Habana cuenta sus frutas y planta sus chimeneas, inmensas cañas de azúcar. Emigran los cocoteros. Se van el ron y la rumba y crecen los rascacielos. Ante la ciudad, como turista armado de una cámara fotográfica, Carrera atrapó instantáneas de los lugares que visitaba, con sus matices y rasgos peculiares, sin omitir las sugerencias de circunstancias del momento histórico, de lucha contra el tirano de turno. Este otro poema se titula «Color de La Habana»:11 Sonando el tambor de sus hojas una tribu de cocoteros salvajes mar de continuo parpadeo de fosforescencias. La Habana sale todos los días a los muelles a esperar la llegada de los barcos, mientras sus nadadores sacan entre los dientes las monedas que van a saludar a los peces en el mar antillano. Sus tranvías aprenden el compás de las maracas, sus arbolitos se alinean como borregos y sus avenidas corren hasta encontrar una estatua. Mujeres de piel de tabaco caliente y de canela. Criollos con su sombrero de paja que el trópico madura. Negritos cuya risa se abre como una sandía. Cocos y guanábanas, despojos de la rumba. En la Avenida de los Presidentes se multiplican los hongos y los cañones del Parque Maceo bostezan su hambre viendo saltar los peces en la bahía cuya entrada prohíbe con su dedo en alto el Castillo del Morro. Doscientos guardias se cuadran cada día ante la mirada azul del diamante del Capitolio.

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Letreros y ventanas dictan un curso práctico de inglés en los cuadernos cuadriculados de los rascacielos. Mas las flores son caras en la Avenida Veintitrés y la luz tiene el color del maní y el aceite de girasol. En la Avenida Ocho se ha encontrado una piña de fuego madurando sus semillas de muerte junto a la casa del Fiscal. Sin embargo, el aire destapa sus mariscos vivificantes en el Malecón y la vida se azucara en los jardines de La Tropical. Nada pasa aquí sino una cadera de música y unos brazos de fruta que hacen equivocarse a los pájaros. Un aeroplano vestido de blanco va recortando el calor con su ventilador ambulante. Los barquichuelos dan su lección de sueño frente a la Cabaña y los fleteros negros exhalan sus cantos de humo hacia el horizonte donde empieza a piar el primer lucero. No sorprende a nadie el atentado terrorista del crepúsculo. Y la luna menguante cuelga como un plátano del bananero del cielo. El presente del poeta se nos aparece como un fragmento del pasado de hace sesenta años, con todo su poder de evocación, pero sin nostalgia, porque la realidad revolucionaria satisface las aspiraciones de nuestro pueblo. Parte de esa realidad canta en breve pero elocuente apunte el poeta soviético Lev Oshanin:12 LA HABANA Habana, eres orgullosa y bella. Me gusta —no lo he de ocultar— ver cada ola que su hocico estrella en tu Malecón al chocar. Tú despides el sur tan cegador que en los ojos duele el sol tropical.

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Sólo de amigo se entra a tu calor, como enemigo es imposible entrar. Y ya que estamos ante la visita a La Habana de poetas extranjeros contemporáneos, no debemos ignorar la impresión del norteamericano Langston Hughes, que estuvo en la ciudad en 1930, y volvió en la primavera de 1931, procedente de Cayo Hueso y de tránsito para continuar viaje hacia Haití. Lo tomamos del libro Yo viajo por un mundo encantado, traducción de la segunda parte de su autobiografía, cuyo título original es: I Wonder as I Wander: ...Seguimos en tren hasta Cayo Hueso y desde allí navegamos hasta Cuba. Era la hora de la cena cuando llegamos a El Morro, y en el crepúsculo La Habana surgía del mar, blanca y morisca. La noche era caliente y la gente, entre la cual había muchos negros retintos con ropas blancas, pululaba por las avenidas. Los vehículos llenaban las calles angostas, los automóviles hacían sonar las bocinas, tintineaban las campanillas de los tranvías, y en las tabernas y puestos de venta de jugos de frutas las radios palpitaban con el repique de tambores y con los sonidos ondulantes de las maracas que interpretaban rumbas interminables. La vida parecía fluida, intensa y cálida en las calles bulliciosas de La Habana.

En 1930, si Cuba quedó fascinada por el genio y la gracia de Federico García Lorca, este andaluz universal —que vive para siempre como castigo eterno para los infames culpables del crimen— quedó deslumbrado por La Habana y confesó que sus días habaneros fueron de los más felices de su vida. Estos apuntes poéticos sobre nuestra ciudad, rescatados de entrevistas periodísticas, reflejan su emocionado recuerdo, de color y de música: La Habana surge entre cañaverales y ruidos de maracas, cornetas divinas y marimbas. ¿Y en el puerto quién sale a recibirme? Sale la morena Trinidad, de mi niñez, aquella que se paseaba por el muelle de La Habana. La Habana tiene el amarillo de Cádiz, el rosado de Sevilla tirando a carmín, y el verde de Granada, con una leve fosforescencia de pez.

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(Recuérdese que Rafael Alberti, en su poema «Cuba dentro de un piano», también menciona a la bella Trinidad, personaje de una canción cubana que se cantaba en España a principios del siglo —llevada por los soldados del derrotado ejército colonial— y cuya letra era: «Paseando una mañana / por el muelle de La Habana / de improviso me encontré / con la bella Trinidad.» Esta versión se la escuchó Alberti a Eugenio D’Ors, según cuenta Aurora de Albornoz en estudio preliminar de la obra del poeta gaditano, 13 bandas y 48 estrellas (Madrid, Espasa Calpe, Colección Austral, 1985, p. 23). Cuando en abril de 1935 visitó La Habana por primera vez el gran poeta español Rafael Alberti (1902), escribió su poema «Cuba dentro de un piano», donde evoca recuerdos de su infancia relacionados con la capital cubana: su madre solía interpretar al piano las «habaneras» y «guajiras» que habían llevado a su natal Puerto de Santa María (en la bahía de Cádiz) los gaditanos que regresaban a España en 1898, al terminar la guerra hispano-cubananorteamericana. Versos de esas canciones que quedaron grabadas en la memoria los intercala en el poema, y las siluetas de la fortaleza de La Cabaña y del Castillo del Príncipe se transforman en sombras que discurren en el litoral del Puerto de Santa María, al conjuro de la lírica nostalgia no exenta de sutil referencia al drama histórico del 98, tan desventurado para España como para la nación cubana. El poema: CUBA DENTRO DE UN PIANO Cuando mi madre llevaba un sorbete de fresa por sombrero y el humo de los barcos aún era humo de habanero. «Mulata vueltabajera» Cádiz se adormecía entre fandangos y habaneras y un lorito al piano quería hacer de tenor.

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«...dime dónde está la flor que el hombre tanto venera». Mi tío Antonio volvió con aire de insurrecto. La Cabaña y el Príncipe soñaban por los patios del Puerto. (Ya no brilla la Perla azul del mar de las Antillas. Ya se apagó. Se nos ha muerto.) «Me encontré con la bella Trinidad»... Cuba se había perdido y ahora era de verdad. Era verdad, no era mentira. Un cañonero huido llegó cantándolo en guajira. «La Habana ya se perdió. Tuvo la culpa el dinero...» Calló, cayó el cañonero. Pero después, pero ah! después fue cuando al sí lo hicieron yes. Recordando esa su primera visita a La Habana en 1935, expresa Alberti en la segunda serie de La arboleda perdida (Barcelona, Seix Barral, 1987) después de referirse al sórdido ambiente de la dictadura batistiana: «Mientras La Habana era maravillosa con su aire de gracia gaditana cimbreaban las infinitas palmeras, y el lenguaje de los negros y mulatos tenía un deje endulzado del habla de la Bahía.» Y, sin comentario, incluía esta expresiva «estampa» de ágiles rasgos de su elegía «Verte y no verte», escrita en La Habana: En La Habana las sombras de las palmeras

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me abrieron abanicos y revoleras. Una mulata, dos pitones en punta bajo la bata. La rumba mueve cuernos, pases mortales, ojos de vaca y ronda de sementales. Las habaneras, sin saberlo, se mueven por gaoneras. Por su parte, otro alto poeta de la generación española del 27, Luis Cernuda, advirtió un ambiente menos localizado en su artículo «El aire de La Habana»: Quienes hablan de una ciudad sólo se refieren, por lo general, a una parte de ella, esa que está en el suelo, con sus calles y sus casas, como si nada tuviese que ver con otra aún más importante, que es el aire y la luz que la envuelven. El aire y la luz son parte integrante de la ciudad, y del modo, que son ellos quienes le confieren a la ciudad su carácter singular, quienes hacen de ella lo que la ciudad íntimamente es.

Luego de referirse a diversas ciudades que conoce, agrega el poeta: Antes de caer en La Habana, había yo visto tierras del trópico, y aunque no mucho, lo bastante para percatarme de que, al contrario de la creencia común, una de sus más elementales características puede ser la mesura. La Habana me confirmó en dicha creencia, quedando ya para mí como ejemplo de ella. Y es que paradójicamente, como ciudad, parece existir por su cielo y quien quiera hablar de ella no puede hacerlo sin antes hablar de su aire. Para conocerla hay que mirar hacia arriba, y no en cualquier momento del día, sino de preferencia al atardecer. [...] en La Habana el atardecer es memorable: el aire ahí no se ensancha tanto como se ahonda, entreabriendo camino,

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como para unas olas, hacia el fondo mismo del cielo, en cuyas nubes, mejor en cuyos celajes, vibran los colores enardecidos. La silueta de la ciudad, entonces, al ahondarse de tal modo el aire sobre ella, parece descansar, igual que la superficie de una agua quieta, bajo la maravilla de su cielo. [...] La Habana, en esa tamización final del recuerdo, con los celestes, los violados, los grises, de su celaje crepuscular, de una sin par delicadeza pictórica, ahondaba para mí el decorado a lo Tiépolo de una Ascensión. La Habana es su cielo, y éste no parece parte del cielo común a toda la tierra, sino proyección del alma de la ciudad, afirmación soberana de ser lo que ella es. ¿No se diría que hermosa, airosa, aérea: un espejismo?

En este fin del siglo XX, cuando La Habana antigua experimenta un renacer de su esplendor bajo el cuidado entusiasta e inagotable de Eusebio Leal —digno continuador de Emilio Roig de Leuchsenring como Historiador de la Ciudad—, otro poeta, venezolano como Andrés Eloy Blanco, Gonzalo García Bustillos (1928) —de tan fecunda ejecutoria como Embajador de su país en Cuba—, captó y reflejó rasgos, matices, resplandores del paisaje urbano habanero, en las ágiles estrofas de su poema «El mamut en La Habana» (de su libro El mamut, La Habana, 1998). EL MAMUT EN LA HABANA De una palma real viene el mamut. Su olfato de aguja azul romanza la ligereza del cielo. En la Habana Vieja calle de Lamparilla huele las columnas

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de una mulata zumbo de cebo de cabra y ceniza de leña camino de la Obra Pía una mulata que sangra puro son y pura piel piel que lleva la intención de pura miel. El mamut convertido en babalawo invoca los espíritus: Zarabanda tonga leña Santo Niño de Elegguá Lázaro de Babalú La Candelaria de Oyá Santa Bárbara Changó Santa Regla Yemayá Obatalá mamá Mercé Ochún Ochún de la Caridá. El blanco de su tabaco dispone la pleamar que limpia el vacío. Por el Palacio del Segundo Cabo conoce fantasmas, algarrobos y laureles vivos, vivos en la sombra aneblada. Ya todo es diferente. Corre la playa en la simetría del dado oculto. Ya todo es diferente.

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El alboroto de una burbuja agita el Malecón tambor de rosa viva que hospeda la utopía. La salamandra cabalga nube maestra cuya vergüenza suelta la vida. Para coronar el hermoso conjunto de testimonios líricos de ilustres visitantes de nuestra ciudad, nada mejor que este fino madrigal de Juan Ramón Jiménez, maestro mayor de la poesía por sobre límites de espacio y de tiempo, que tan profunda huella dejara impresa en la cultura cubana, durante el exilio que le impuso la guerra civil española. Él tuvo el secreto de todos los misterios de las cosas y de las palabras, y la mágica facultad artística de descubrirlas y revelarlas a sus semejantes en la más pura transparencia. Así anotó en su Diario (1936) sus impresiones de la conjunción de La Habana que trajo dentro de sí, con la que le deslumbró en la realidad y en la esperanza, y que debemos al recuerdo y devoción entrañables de Cintio Vitier: La Habana está en mi imaginación y mi anhelo andaluces, desde niño. Mucha Habana había en Moguer, en Huelva, en Cádiz, en Sevilla. ¡Cuántas veces, en todas mis vidas, con motivos gratos o lamentables, pacíficos o absurdos, he pensado profundamente en La Habana, en Cuba! La extensa realidad ha superado el total de mis sueños y mis pensamientos aunque, como otras veces al «conocer» una ciudad presente me haya vuelto al revés su imagen de ausencia y se hayan quedado las dos luchando en mi cámara oscura. / Mi nueva visión de La Habana, de la Cuba que he tocado, su existencia vista, quedan ya incorporadas a lo mejor de mi memoria. / Desde este diario íntimo, gracias también a La Habana hermosamente escondida, al secreto de La Habana, a la tercera Habana que acaso no «veré» nunca.

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Notas 1

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11 12

Vladimir Maiakovsky. Mi descubrimiento de América y otros escritos. Selección de Esteban Llorach Ramos. La Habana, Editorial Gente Nueva, 1980, p. 53. Ibid., p. 155. Moscú-La Habana, La Habana-Moscú. Poetas cubanos y soviéticos. Moscú, Editorial Progreso, 1977. Edición bilingüe, pp. 17 y 106. Traducción de Ángel Augier. Revista de Avance. La Habana, agosto 15, 1927, pp. 229-231. Al pie: Veracruz, 1924. En otra versión de Buenos Aires, 1934, Reyes cambió el título por «Golfo de México», señalando las partes que correspondían a Veracruz y La Habana. Única variante: 4º verso de la 2a estrofa dice: «donde negros vestidos de amarillo y de guinda». Social. La Habana, octubre, 1925, pp. 30-31. Miguel Baguer fue un conocido periodista habanero. Revista de Avance, junio 30, 1927, p. 195. Ibid., octubre 15, 1928, p. 281. Ibid., noviembre 15, 1929, pp. 236-238. En nota se informa que es versión de «Academic discourse in Havana», publicado en la revista The Hor & Hound, Cambridge, Mass., sin consignar nombre del traductor. Sobre relaciones de Stevens con Cuba, v. introducción de José Rodríguez Feo a su libro Mi correspondencia con Lezama. Ediciones Unión, 1989. Ibid., febrero 15, 1930, p. 40. Jorge Carrera Andrade. Edades poéticas (1922-1956). «Dibujos de ciudades.» Quito, Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1958, pp. 119120. Fechado en 1930. Ibid., «El tiempo manual», pp. 131-133. Fechado en 1935. Moscú-La Habana, La Habana-Moscú, ob. cit., pp. 83 y 171. Traducción de David Chericián.

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IX

Epicanteyloca

sta ciudad

P

ocos poetas cubanos han sentido y expresado la viva poesía de La Habana de su tiempo con la profusión y la profundidad de Federico de Ibarzábal, lo que puede apreciarse por las muestras que se han ofrecido en el curso de este recuento. Él mismo lo reconoce en los versos iniciales del libro que consagró a la capital: Una ciudad del trópico (1919): Esta ciudad picante y loca que está engarzada en una roca como un diamante colosal, llena de luz mi poesía. ¡Alucinante pedrería! ¡Extraordinario pedernal! Ante tus horas vespertinas, tus elegancias femeninas, tu cielo azul, tu malecón. Superficial y pizpireta vives tu vida de coqueta, del albayalde al bermellón. Vives en una carcajada, una perenne mascarada

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te hace reír, siempre reír. Ríen tus lumias, tus beodos; altos y bajos, porque todos juegan dinero al porvenir. Eres equívoca y absurda; aristocrática y palurda, algo moderna y algo cruel. Bajo tu cielo yo he soñado, paseando solo y encantado tus avenidas de laurel. El ambiente ligero, frívolo, se respira en esos versos. En otros poemas del libro, asocia sus aventuras sentimentales con determinados sitios del entorno urbano, como en el soneto «Sweater rojo» —estampa femenina de subido color—, cuyo primer cuarteto transcribimos: Yo he visto alguna vez la gracia de tu busto surgir de la galante curva de un medallón; y tus ancas fastuosas y tu seno robusto me evocan una cita dada en el Malecón... Pero en la percepción del ambiente habanero no queda a la zaga Rubén Martínez Villena (1899-1934) con sus cuatro sonetos antológicos que tituló «Sinfonía urbana»,1 escritos en 1921. Con gracia y vigor insuperables refleja momentos de la vida citadina de entonces, como una nueva versión del «Reloj de la Havana». 1. Crescendo matinal Una incipiente lumbre se expande en el oriente; unos tras otros, mueren los públicos fanales... Ya la ciudad despierta, con un rumor creciente que estalla en un estruendo de ritmos desiguales. Los ruidos cotidianos fatigan el ambiente; pregones vocingleros de diarios matinales,

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bocinas de carruajes que pasan velozmente, crujidos de madera y golpes de metales. Y elévase en ofrenda magnífica de abajo el humo de las fábricas —incienso del trabajo—; rezongan los motores en toda la ciudad, en tanto que ella misma, para la brega diaria, se pone en movimiento como una maquinaria, ¡movida por la fuerza de la necesidad! 2. Andante meridiano Se extingue lentamente la gran polifonía que urdió la multiforme canción de la mañana, y escúchase en la vasta quietud del mediodía como el jadear enorme de la fatiga humana. Solemnidad profunda, rara melancolía. La capital se baña de lumbre meridiana, y un rumor de colmena colosal se diría que flota en la fecunda serenidad urbana. Flamear de ropa blanca sobre las azoteas; los largos pararrayos, las altas chimeneas, adquieren en la sombra risibles proporciones: el sol filtra en los árboles fantásticos apuntes y traza en las aceras siluetas de balcones que duermen su modorra sobre los transeúntes. 3. Alegro vespertino ¡Ocasos ciudadanos, tardes maravillosas! Pintoresco desfile de la ciudad contenta, profusión callejera de mujeres hermosas: unas que van de compra y otras que van de venta...

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Tonos crepusculares de nácares y rosas sobre el mar intranquilo que se dora y se argenta, y la noche avanzando y envolviendo las cosas en un asalto ciego de oscuridad hambrienta. (Timbretear de tranvías y de cinematógrafos, música de pianolas y gaguear de fonógrafos.) ¡La noche victoriosa despliega su capuz, y un último reflejo del astro derrotado defiende en las cornisas, rebelde y obstinado, la fuga de la tarde, que muere con la luz! 4. Morendo nocturno Un cintilar de estrellas en el azul del cielo y una potente calma de humanidad rendida, mientras el mundo duerme bajo el nocturno velo, como cobrando fuerzas para seguir la vida. Alguna vaga y sorda trepidación del suelo rompe la paz augusta que en el silencio anida, y la lujuria humana, perennemente en celo, transita por las calles de la ciudad dormida. Ecos, roces, rumores... Nada apenas que turbe el tranquilo y sonámbulo reposar de la urbe; y todo este silencio de noche sosegada, en donde se adivinan angustias y querellas, es el dolor oculto de la ciudad callada ¡bajo la indiferencia total de las estrellas! Hay que acreditar a Martínez Villena el haber incorporado a la poesía la circunstancia cotidiana, rasgo que le distingue a él y a algunos otros de su promoción posmodernista. Lo aparentemente prosaico descubre su recatada poesía. Así, las distintas

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etapas del día habanero quedaron apresadas en esos bocetos magistrales del poeta que también fue ejemplo excepcional de patriota y combatiente revolucionario. Alfonso Hernández Catá (1885-1940) es uno de los grandes nombres de la narrativa cubana, que también labró discreta obra poética. Parte de esta parcela de su escritura pudiera considerarse su «Canto a La Habana», en sonora y rítmica prosa lírica, que publicó la revista Social en 1926,2 del que tomamos estos fragmentos: Ciudad tutelar a la vez vieja y núbil; madre joven que aguardas aún el amor; a un tiempo raíz y fronda y flor y fruto; ciudad-entraña, ciudad-corazón; heroica, hospitalaria, perdonadora, íntima, ¡pues cupiste en mi alma, recógete para poder estrecharte en mi voz! ¿Qué me dijiste al besarme, hechicera, que tu recuerdo se hace en mí lágrima y canción? Con tu brazo moreno que abraza el mar, ¡abrázame! ¡Fúndeme con tu sol! ¡Dame un renuevo joven con tus mañanas rubias! ¡Tiñe la llama de mi espíritu en la infinita irisación de tus crepúsculos! ¡Y en las sedosas noches de tenebroso esplendor, acoge mi cabeza fatigada por el anhelo de creación!... Ciudad buena del pan y de la risa fáciles, ciudad-entraña, ciudad-amor! Por tu sol, magnífico patriarca fecundo; por tu brisa, balsámica hermana sin par; por tus luces doradas y embriagantes, vino generoso de la ubérrima vid celestial; por tu tierra pródiga, por tu puerto pródigo donde se vienen a anudar los infinitos hilos que infinitos navíos traen de todos los rumbos sobre el mar; por tus calles de expoliada factoría que acecha la piqueta ya; por tus avenidas de progreso fantástico que hacia el futuro van; por tu febril trabajo nutritivo y tu voluptuoso descansar; por tu aire de fragua o de suspiro suavísimamente letal; por tus mujeres —¡acude adjetivo imposible!—, por tus hombres, por la unidad que toman a tu amparo todas las existencias; por tu poder de cubanizar... ¡bendita seas, Habana querida! ¡Bendita seas, luminosa ciudad maternal! ○



























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Hernández Catá evoca La Habana colonial, «¡qué cerca y ya por fortuna qué lejos!», y canta la ciudad de hoy y de mañana con entusiasmo y devoción, para cerrar con un «Envío» cuyo postrer deseo quedó consumado: El férvido ritmo elogioso con ímpetu suene y el ámbito inmenso del mundo traspase tu gloria. Acoge benigna esta rama de mística unción, y, en premio, depárame para cuando el canto expire en mis labios un rincón florido bajo los cipreses de tu cementerio, ¡ciudad entrañable, ciudad amorosa, ciudad-corazón! Es evidente que su estilo, en contraste con el de Martínez Villena, es arcaico, más aún si lo comparamos con el de Sarah Méndez Capote, a quien la revista Social también publicó, en 1930,3 su «Poème de la Cité», escrito en francés. Está dedicado al señor Roger de Lafflorest, «que connait ma chére petite ville». Es una vívida estampa donde la hermana de Renée, «la cubanita que nació con el siglo», logró plasmar —al igual que Martínez Villena años antes— rasgos salientes de la ciudad de hace seis décadas, aunque en otro idioma, y en otro estilo más despejado: Un tranway passe en faisant du bruit. Omnibus rouge et bleu. Des Fords se croisent vivement. Un petit garçon pousse des cris: Mundoooo... Cartele... C’est qu’il veut vendre des journaux! Le klaxon d’un Packard sonne stridenment. Un policemen siffle avec force pour arreter les gens qui ne font pas attention aux véhicules. Voilá un homme qui vend des fleurs: Floreroooo... Il crit. Tout naturellment. Des vendeurs aux voix sonores: Manguito, mango mangüe... Tamalero, lo tamale pican... Empanadita calientessss... Du bruit! Du bruit! (Tlan, tlan nos balayeurs des rues.) Ce n’est rien. Nous y sommes habitués.

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Ceci c’est La Havane... La Havane, port de mer (Un cinema chaque deux blocks.) Mer toujours bleue sous un ciel encore plus bleu. Mais qui sait devenir noire quand le vent du Nord nous visite en hiver. Cigarettes, en profusion: Camel, Chesterfield. Non, nous ne fumons pas des cigarettes cubaines. Trop fortes pour nous... Une femme passe. Des yeux noirs. Elle est brune. Mais blanche, naturalement. Robe légere. Couleur criarde. Un homme s’arrete. La regarde. Il continue son chemin. Du soleil. Un soleil que brule la peau. Une blanche coupole d’un grand edifice: le Capitolio. Des arbres. Des arbres dans une ville? ¡Horreur! Non, les arbres sont bons pour des petits villages... De temps en temps on aperçoit un palmier, un pauvre palmier que la vent de la mer déchire peu a peu. En hiver; un navire que la mer fait chavirer. Tout le monde court au litoral. (Nous vivons au litoral, en hiver.) Tout d’un coup des chevaux piaffant dans la rue on se retourne: c’est la Garde du Palais Présidentiel. On regarde. Rien. Un nouveau Ministre qui présent ses crédentiels. Une bande de musique par ici, une autre un peu plus loin. Du bruit, toujours du bruit. Ah ¿et du soleil? Mais nous sommes tous si sympathiques... Ceci c’est La Havane, port de mer.

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Otra autora, Ana María Hidalgo —de quien no conocemos otros poemas—, publicó en la revista Orto, en 1931,4 esta amable visión de una visitante a la ciudad: LA HABANA De los cielos dormidos surge La Habana nueva colmada de inocencia, como el niño pequeño, que entre sus brazos tiernos cándidamente lleva su corazón de ángel, florecido de ensueño. Y ha reído ¡es su risa la que ennoblece el día! La ciudad ha reído con la sencilla gracia de una dama que olvida su rancia aristocracia por permitirse el lujo de una sana alegría. La Habana, buena y mala, sencilla y complicada, principio que destruye y sistema que crea; un poco Buenos Aires y un mucho Nueva York. El Capitolio aguza sin cesar su mirada, y el alma de un muezín canta en cada azotea su gran clamor: —¡Señor! La Habana buena y mala. Porque confiando en ti yo te ofrecí mi pena, para mí fuiste buena. Encontré entre tus brazos el calor de mi hogar, y de lo que he soñado me has dado cuanto tú puedes dar. En ti se hace mi vida más ancha y más sonora. Manantiales ocultos se están formando ahora

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que darán en su día un copioso caudal. Bajo tu amparo surge en mí un sentido nuevo, y por la encrucijada de tu camino llevo una rama de olivo y una orquídea fatal. Nicolás Guillén (1902-1989), camagüeyano que vivió más de dos tercios de su vida en la capital y en ella creó lo fundamental de su obra, impregnó su poesía del ambiente general habanero, particularmente en los «Motivos de son» y en poemas sueltos de Sóngoro cosongo y otros libros. Una prueba de ello puede ser esta estampa nocturna del puerto habanero: EL NEGRO MAR5 La noche morada sueña sobre el mar; la voz de los pescadores mojada en el mar; sale la luna chorreando del mar. El negro mar. Por entre la noche un son desemboca en la bahía; por entre la noche un son. Los barcos lo ven pasar, por entre la noche un son, encendiendo el agua fría. Por entre la noche un son, por entre la noche un son, por entre la noche un son. El negro mar. —Ay, mi mulata de oro fino, ay, mi mulata

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de oro y plata, con su amapola y su azahar, al pie del mar hambriento y masculino, al pie del mar. Pero en «Apunte»,6 hay una alusión más directa de la ciudad, en rápida y sugerente captación: La Habana, con sus caderas sonoras, y sus moradas ojeras a todas horas. Danza de pasos medidos danza la Muerte, y le cuidan el mar fuerte seis marineros dormidos. Hacía falta el reverso de la medalla, o sea, la visión del negro mar nocturno de la bahía, para completar la otra imagen predominante, la del hermoso azul que ilumina desde su amplio litoral. En cuanto a los «seis marineros dormidos» del «Apunte», es poética alusión a las viejas fortalezas coloniales insomnes que velan el sueño de la ciudad: los castillos de La Fuerza, El Morro, La Punta, La Cabaña, El Príncipe y Atarés, dormidos en su anacronismo. Pero la añoranza del pasado no deja de gravitar sobre muchos espíritus, y la musa popular suele ser la que acoja esa nostalgia. Fechadas en 1933, aparecieron estas simpáticas estampas de A. M. Petit bajo el título de «La Habana Vieja», en la revista Villa Blanca, de Caibarién (septiembre, 1950): En la tarde tropical San Cristóbal de La Habana repicaba la campana de su vieja catedral, por su fiesta patronal

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en vísperas, como antaño se anunciaban en el año, nuestras fiestas principales... ¡Costumbres tradicionales abandonadas hogaño! ○



























En el «Santísimo» entraron unas cinco o seis beatas. En la plaza, dos reatas de acémilas se acercaron a la fuente, y abrevaron junto al penco de un «aliado», y a un mulo flaco y cansado que le gritan: ¿Va pal Cobre?, y llegó tirando, el pobre, de un carro destartalado. Escuchando la campana que fundieron los gitanos, entre recuerdos lejanos que el modernismo hoy profana, San Cristóbal de La Habana pierde matiz colonial; se oculta la Catedral tras moderna arquitectura... En verdad que fue locura de locuras hacer tal. ○



























Debajo de los portales, junto al Callejón del Chorro, no forman nutrido corro las mulatas con sus chales, y cuerpos monumentales comprándole baratijas a Claudio, para sus hijas; ni de madrugada cruza

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«el carro de la lechuza» o el lechero y sus botijas. Con su bata airosa y ancha ya nunca Rosa «La China» deja el solar de la esquina y la batea y la plancha, y «sandunguera» se engancha del brazo de un señorón, envolviendo en el mantón su cuerpo de sabrosura, para darle a la cintura en los bailes de Tacón. En otras décimas, el poeta siente nostalgia de que no se vea «ni una criolla en volanta», que «va, en Carnaval, a mostrarle / su gracia al Campo de Marte / y a la Calzada de Infanta»; recuerda en otra el Arco de Belén, y el parque Luz Caballero; aqui las niñas jugaban «papiriquén» y «la lunita», donde ya, «ni un guardia dicharachero / le faja a una galleguita». Se duele de que ya nadie acuda «a la retreta» del Malecón y de que «no existe ya la Glorieta» de La Punta; echa de menos «aquel Ayer tan sonoro, / con tantas leyendas de oro: / San Francisco y la Alameda / de Paula, apenas nos queda / de tan valioso tesoro», para rematar con estas dos décimas —no las más afortunadas—, luego de evocar numerosos pregones: En la tarde tropical, San Cristóbal de La Habana, ¡qué mal suena la campana de tu vieja Catedral! ¿La habrán refundido mal, o el tiempo apagó sus sones? Ni siquiera los pregones se escuchan: La Habana Vieja rápidamente se aleja con todas sus tradiciones.

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¡Vieja Habana en que nací: cúmulo de evocaciones de mi niñez! ¡Callejones, muelles, parques que corrí! Cada rincón para mí simboliza algún momento; y en las piedras de un convento derruido, creo que pierdo con pedazos de recuerdo, jirones de sentimiento. Serafina Núñez (1913), nombre de excepción en la poesía cubana, ha conservado florecido su jardín lírico, tan pródigo de luz y de calor. Lo demuestra este hermoso poema a su ciudad natal, de un libro inédito. Imágenes brillantes, luminosas, le inspira la visión de y la devoción a La Habana, para gozo de cuantos amamos la ciudad y percibimos su poesía, en lo evidente y en lo recóndito de su presencia. PALABRAS A MI CIUDAD ¡Ay mi amada ciudad de perros tristes y de muchachas con olor a sueño! Por tus brisas de eternas mansedumbres pasean los recuerdos, como dormidos pájaros que al alba retoman ya su vuelo, y las pupilas con su gesto de entonces, de estar vivos... —Fragmentados espejos— tu belleza se posa acariciante en nuestros hombros, paloma de inocentes enigmas fulgurantes. El amor va quemando tus presencias, Sulamita del Mar de las Antillas, cervatilla de lánguidas dulzuras,

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dulcísima señora, lumbre mía, repartida en luciérnagas de gozo, de fiebres y de lágrimas... No domino tu luz que es amenaza y es deleite, tu luz de paravanes lentos, de tiempos con cadencia de olas tiernas; tu deseada luz que nos absorbe y nos consagra como diosa a sus seres elegidos. Por encontrar tu original efigie en algún camafeo sorprendente, los pozos de tu alma en tus calles, en tus laberintos, bajo la piel del transeúnte impávido circulando entre nieblas y costumbres, apenas de su angustia penetrado, ofreciera feliz a mis estrellas pasaje al infinito. —Islas de oros abismales— tus crepúsculos, de cielos perezosos en cambiantes rojos de realeza, soñolientas violetas, grises evasivos, nos abren sus alcázares secretos en eterno esfumarse, quedarse, regresar a su sitio de tardes. Regalan a la vida, sin cansancio, sus muertes y el prodigio. Eres tú, mi ciudad, rosa velada, enervante paisaje de nenúfares en el ojo del aire detenido. El misterio de La Habana, como se sabe, también le fue revelado al mago de la Calzada de Jesús del Monte. Es un ágil boceto trazado por Eliseo Diego, magistral como suyo, por su fuerza de evocación: Calle de Mercaderes y de Oficios, de Soledad y de la Peña Pobre, del Pequeño Universo y la Quimera, del dios Neptuno y del Arcángel; Puertas del Sol o de la Tierra, nombres en que respira la ciudad oscura

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eternamente igual, distinta siempre. La ciudad contra el frío, cara al Tiempo. Los poetas cubanos del siglo XIX invocaron con mucha frecuencia las aguas del río Almendares para referirse a la ciudad de La Habana. Entre los del siglo XX no se siguió esa tradición, salvo escasísimas excepciones. Una, Dulce María Loynaz (19021997), quien en su poema «Al Almendares»7 le rindió delicado tributo a su ciudad natal: Este río de nombre musical llega a mi corazón por un camino de arterias tibias y temblor de diástoles... Él no tiene horizontes de Amazonas ni misterio de Nilos, pero acaso ninguno le mejore el cielo limpio ni la finura de su pie y su talle. Suelto en la tierra azul... Con las estrellas pastando en los potreros de la Noche... ¡Qué verde luz de los cocuyos hiende y qué ondular de los cañaverales! O bajo el sol pulposo de las siestas, amodorrado entre los juncos gráciles, se lame los jacintos de la orilla y se cuaja en almíbares de oro... ¡Un vuelo de sinsontes encendidos le traza el dulce nombre de Almendares! Su color, entre pálido y moreno. —Color de las mujeres tropicales... Su rumbo entre ligero y entre lánguido... Rumbo de libre pájaro en el aire. Le bebe al campo el sol de madrugada, le ciñe a la ciudad brazo de amante.

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¡Cómo se yergue en la espiral de vientos del cubano ciclón!... Cómo se dobla bajo la curva de los Puentes Grandes! Yo no diré qué mano me lo arranca, ni de qué piedra de mi pecho nace: Yo no diré que él sea el más hermoso... ¡Pero es mi río, mi país, mi sangre! Otro poeta de promoción más reciente, Antón Arrufat (1935),8 también ha sido atraído por la magia de esas aguas sagradas de la ciudad, cuya limpidez de antaño está en vías de ser rescatada. Con mirada y tono distintos, hace ofrenda de su devoción con el viejo río, «el mismo que cantó José Victoriano Betancourt» y cantaron otros vates de generaciones anteriores: DEL ALMENDARES Porque es mi alma y el cuerpo de mi alma, río que repartes la noche en las casas y él descubre de pronto el otro cuerpo oscuro, como si una mano de sombra lo tocase entre su amor y las sábanas. Ah, pero yo estoy solo, vigilándote. No es para mí esa parte de la sombra. Las patanas aúllan con sus luces, brazos de hierro oxidado, fluyes y golpeo en las puertas y los corazones están en silencio. Escombros, árboles que tiemblan, mendigos que se mojan los pies, recuerdos... No he dormido escuchando los ecos, palpando el horror en las orillas, buscando las vidas que remueven en tu fondo esos brazos de hierro. Eres el mismo que cantó José Victoriano,

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tus aguas lavaron a los obispos, a los conquistadores y a mi madre muerta. En ti hay algo de todos los ríos, unes las vidas distintas de los hombres; podrías llamarte el Amazonas, el Nilo, el Cauto. Todas las aguas son tus aguas, las cosas una sola y nosotros.

Notas 1

2 3 4 5

6 7

8

Rubén Martínez Villena. Poesía y prosa. La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1978, t. I, p. 113. (Colección Letras Cubanas.) Social. La Habana, septiembre, 1926, pp. 16 y 97. Ibid., La Habana, mayo, 1930. Orto, Manzanillo, agosto, 1931. Nicolás Guillén. Obra poética. La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1972, t. I, p. 252. (Colección Letras Cubanas.) Ibid., p. 255. Dulce María Loynaz. Poesías escogidas. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1984, p. 71. Antón Arrufat. La generación de los años 50. Antología poética. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1984, p. 430.

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X

E deJesúsdelMonte n la Calzada

A

sí, lenta, continuadamente, la ciudad ha ido revelándose en su profunda poesía, a propios y extraños, en su conjunto y en sus detalles, en su unidad y en su diversidad, en rasgos huidizos y en imágenes que desafían el tiempo. Es siempre la misma y sin embargo distinta, y antigua y moderna, frívola y severa, cambiante como el día e inmóvil como las rocas en que se asienta. Los barrios, las calles, las avenidas, las esquinas, las plazas, reservan su secreta magia para quienes logren trascender los límites de lo cotidiano, las barreras de la costumbre y la vulgaridad, y descubran la sustancia poética de su medio habitual como parte de sí mismos. Una de esas ocasiones excepcionales de consubstanciación poética con su más cercana circunstancia, se da en Eliseo Diego (1920-1994) en su libro En la Calzada de Jesús del Monte (1949),1 considerado justamente uno de los momentos más altos de la poesía cubana contemporánea. La Calzada de Jesús del Monte, como se sabe, es una de las más importantes vías de la ciudad. Debe su denominación —según el historiador Emilio Roig de Leuchsenring2— «a la ermita, luego parroquia, de ese nombre, situada sobre una eminencia, a la vera de dicha calzada, en lo que era primitivamente un caserío separado de la ciudad». Se inicia en la llamada

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Esquina de Tejas, donde termina la Calzada de Infanta y confluyen las de Monte y del Cerro. La Calzada de Jesús del Monte es muy extensa y en sus extremos, «a la altura del llamado Barrio Azul, se bifurca con los ramales que conducen a Managua y a Bejucal». 3 Actualmente su nombre oficial es Calzada de Diez de Octubre, y comunica con la ciudad los populosos barrios del sur: Víbora, Santos Suárez, Lawton, parte de Luyanó, Los Pinos, Arroyo Naranjo, etcétera. No hay dudas de que se trata de una avenida de mucha personalidad propia, por su caprichoso trazado, serpeante y en ascenso y descenso; por la abigarrada arquitectura de las casas que la escoltan —donde predominan columnas y portales—, sus establecimientos comerciales y el profuso y continuo tránsito de vehículos y de transeúntes. Desde su infancia, Eliseo Diego se familiarizó con la Calzada, ese camino de todos y de todos los días, de tan peculiares características urbanas, que fue creciendo lentamente en su sensibilidad hasta brotar en sus versos, no con ímpetu de catarata, sino con sosiego de manantial, en tono de confidencia. La ciudad se le revela líricamente en una de sus manifestaciones más vitales, pero como algo propio, que forma parte integrante de su ser, de su existencia diaria. Un breve poema en prosa lo explica: Por la Calzada de Jesús del Monte transcurrió mi infancia, de la tiniebla húmeda que era el vientre de mi campo al gran cráneo ahumado de alucinaciones que es la ciudad. Por la Calzada de Jesús del Monte, por esta vena de piedras he ascendido, ciego de realidad entrañable, hasta que me cogió el torbellino endemoniado de ficciones y la ciudad imaginó los incesantes fantasmas que me esconden. Pero ahora retorna la circulación de la sangre y me vuelvo del cerebro a la entraña, que es donde sucede la muerte, puesto que lo que abruma en ella es lo que pesa. Y a medida que me vuelvo más real el soplo del pánico me purifica. Y sin embargo, aún tiene tiempo la Calzada de Jesús del Monte para enseñarme el reverso claro de la muerte, la extraña conciliación de los días de la semana con la eternidad.

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En el orbe tumultuoso si bien estático de sus velorios, metido en el oro de su pompa, allí se abren por primera vez mis ojos; de allí me vuelvo al origen.

Ya en «El primer discurso» del libro, queda estampada en toda su intensa intimidad la «vena de piedras» recorrida: En la Calzada más bien enorme de Jesús del Monte donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo cansa mi principal costumbre de recordar un nombre, y ya voy figurándome que soy algún portón insomne que fijamente mira el ruido suave de las sombras alrededor de las columnas distraídas y grandes en su calma. Cuánto abruma mi suerte, que barajan mis días estos dedos de piedra en el rincón oculto que orea de prisa la nostalgia como un soplo que nombra el espacio dichoso de la fiesta. Al centro de la noche, centro también de la provincia, he sentido los astros como espuma de oro deshacerse si en el silencio delgado penetraba. Redondas naves despaciosas lanudas de celestes algas daban ganas de irse por la bahía en sosiego más allá de las finas rompientes estrelladas. Y en la ciudad las casas eran altas murallas para que las tinieblas quiebren, ¡oh el hervor callado de la luna que sitia las tapias blancas y el ruido de las aguas que hacia el origen se apresuran!, y daban miedo las tablas frágiles del sueño lamidas por la noche vasta. Mas en los días el vuelo desgarrador de la paloma embriagaba mis ojos con la gracia cruel de las distancias. Cómo pesa mi nombre, qué maciza paciencia para jugar sus días

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en esta isla pequeña rodeada por Dios en todas partes, canto del mar y canto irrestañable de los astros. Calzada, reino, sueño mío, de veras tú me comprendes cuando la demasiada luz forma nuevas paredes con el polvo y mi costumbre me abruma y en ti ciego me descanso. «Y la Calzada de Jesús del Monte —recuerda el poeta más adelante— estaba hecha, aquel día cuando ascendí, por la contemplación de la miseria, a ver la pobreza de mi lugar naciendo; estaba hecha de tres materias diferentes: la piedra de sus columnas, la penumbra del Paso de Agua Dulce y el polvo que acumulaban sus portales.» El yo lírico no se conforma con percibir las señales del conjunto e indaga sobre la composición concreta de sus visiones, sobre las diversas partes de ese pedazo de su ciudad que lo envuelve como en un círculo mágico. LAS COLUMNAS En procesión muy lenta figuran las columnas el reposo cuando cernidas sus semejanzas hallo la permanencia real de la mañana. Como el rostro de Dios pacífico resplandece pétreo el río cuando ceñido por el instante trémulo es la eternidad quien a sí misma contempla. Semejantes al Padre Nuestro cuyas palabras están contadas pero de pronto no pasará ya nunca sus columnas sostienen cuán poderosamente la combada techumbre del día jueves y en tal espacio se detuvo mi sangre y un pánico tranquilo soplaba por las venas en misteriosas mañanas de Domingo por la Calzada más bien enorme de Jesús del Monte. Las hogueras nevadas en figura de torres

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han extinguido la danza de las hojas pero qué suave alabanza si abriesen la portada sería la redonda meditación de las lomas que contemplan los viajes y la desesperanza de mi puerto para el dulce tamaño de la vida que miden estas lejanías. Después de percibir el desnudo lenguaje de las columnas, el poeta sigue el prolongado curso de la Calzada para detenerse en el Paso de Agua Dulce, avenida transversal, que debe su nombre a un arroyo que allí existió en lejana época. Es un punto de referencia de todo habanero, que posee para Eliseo Diego gran poder de evocación: EL PASO DE AGUA DULCE A veces en el Paso crepuscular de Agua Dulce ha despertado (donde nunca las aguas están de sus cuerpos presentes) aquel olor anciano a medicinas escarchadas sobre madera tibia transformando la tierra en estancia perfecta cuya penumbra mora en los sentidos, y era detrás de las persianas y lejos que tales aguas su claridad me proponían. Y otras veces el Paso me deslumbró en su estricta intemperie como aquel otro paso donde cegaron el caballo de Blas González el Viejo cuando metió los cascos en la nada. Quedábame vacío, uno por uno perdiendo mis recuerdos como el vaso raído en la mesa de los pobres y aquella luz no era la familiar de mis atardecidas siendo, como lo era, el corazón mismo del día. En demorado paseo el risueño café gallardo siempre nostálgico miraba la estación primera de la noche, a donde llegan esparciendo sus nieblas temblorosas los trenes roncos en formidable plante,

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humosos y especiales, llenos de miedos y de mentiras grandes, poblados de penumbras, solemnes, y difuntas tardes. Cruce de sol y pena, el campo, los caminos y el sabor de la vida en mi lengua fantástica, oscurecido mi nombre bajo las cejas cerradas, que bien anochecían las aguas dulces en el filoso cauce, sombra de aguas sola entre sombras cegadas. Porque de cierto un arroyuelo muy profundo pasaba entre las casas blancas, las tapias, las dolidas tejas, porque de cierto es muchas veces peligroso el cruce tan humilde, el ceniciento Paso de nuestras Aguas Dulces, el siempre atardecido. Allí hubo una pequeña estación del ferrocarril urbano, y los recuerdos del arroyuelo de antaño se hacen leyendas para las generaciones de habaneros que no llegaron a conocer esos detalles borrados por el progreso. En su plenitud poética se ofrecen los portales de la Calzada de Jesús del Monte, y ellos se expresan también a nombre de los demás portales de otras calzadas de la ciudad, aunque los de aquélla conserven los peculiares matices que les descubrió el poeta: LOS PORTALES Entre la tarde caldeados, desiertos fijamente, a solas esparcían su ociosa figuración de la penumbra los portales profundos, que nunca fueron el umbral venturoso de la siesta, la que rocía con dedos suaves los sonidos y ahonda las estancias, sino que arden hacia dentro como los ojos blancos de los ángeles en sus nichos de piedra que la lluvia rural va desgastando.

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También la lluvia los oprime, también roe sus columnas como vejez la lluvia rodando sordamente por los aleros, son del tiempo, vasta como el canto. Y el sol, el rojo sol como garganta que un alarido raspa. Es allí que alterna la majestad sombría de las bestias ocultas en el húmedo patio con la redonda gracia del almacén ungido por el sabroso humo y el alimento espeso de la luz. Melancólicamente las ventanas dormidas añoran la provincia, las memorables fiestas de la brisa y el mundo, en tanto las barandas de hierro, carcomidas por el aciago fervor del polvo lento, entre los aires tuercen alucinantes sueños y esperanzas. También el aire, su demencia tranquila los recorre. Y acumulaban polvo, eran lujosos en polvo como los majestuosos pobres cuando pasean los caminos cubriéndose de polvo desde los anchos pechos como si el polvo de la Creación fuese la ropa familiar de un hombre, con parecida simplicidad temible colmábanse los portales de aquel polvo tan hondo, tan espeso, alucinante, agobio de los ojos, desde la fuente de Agua Dulce al nacimiento sombrío del silencio. Es allí que alterna la vejez de las tablas oscurecidas blandamente con la piedra rugosa, nevada y pontificia que coronan las nubes con su purpúrea hiedra, y el tumultuoso viento henchido de voces como río que surca el escándalo bermejo de los peces. La piel áspera y tensa del polvo nunca supo el alivio del árbol ni la grácil ternura de las danzantes hierbas. Corredores profundos atraviesan la tarde con un fervor de soledad demente. Ah de las puertas petrificadas bajo la canosa locura de su nieve

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cuando la brisa solitaria canta y las criollas tablas dulcísimas y pobres se contestan. Y aquel oro era tan suave, que ilumina el arrugado rostro de los muros como un fuego lejano que dibuja en el cristal las amorosas nuevas del pan y la familia, su pensamiento secreto nos ofrece como el oculto corazón de Dios. En su moroso y amoroso recorrido, no podía olvidar a otro personaje4 importante de la Calzada de Jesús del Monte: la vieja iglesia, empotrada en un promontorio que es apoyado desde la Calzada por un espeso muro: LA IGLESIA Sobre la desolada perfección de lo pétreo sin caridad elevan una muralla que no conoce término para que la costumbre dulcemente bestial que dimos al cansancio se rompa por la cuesta con la sentencia insobornable de la cuesta que deberán subir los ojos ensombrecidos por el macizo fuego en penitencia del espíritu que deberá cansarse cuando se cansa nuestro cuerpo. Pero sobre los lomos de la roca que nadie supo quién hizo por piedad gigantesca como sobre la mano cuidadosa de nuestro padre santificada por la noche púrpurea de los magos hay una iglesia, unos álamos, unos bancos muy viejos y una penumbra bondadosa que siempre se ha prestado grave a los recuerdos. En ese mundo agitado de la Calzada, los mayores vehículos del transporte citadino —el ómnibus, el tranvía ya desaparecido— se le presentan como fabulosas especies de una fauna especial:

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El ómnibus oscuro y el tranvía con su dorada magia polvorienta vienen mugiendo por la tarde lenta como en salvaje fiesta y viejo día. Crujidores y espesos y a porfía van devorando las horas cenicientas. El ómnibus oscuro representa qué vaga bestia, y el capaz tranvía es como un buey cuya increíble forma van reduciendo a sigilosa norma la bendita costumbre y la pobreza, y que al caer la noche y el descanso lo va ilustrando como un fuego manso qué servicial y mágica belleza. Otra estación famosa de la extensa y sinuosa Calzada, es la Esquina de Toyo, frente a la que comienza, como cortada a cuchillo, la Calzada de Luyanó, afluente de la de Jesús del Monte, que a su vez recibe la poderosa corriente de tránsito que baja desde los barrios extremos de Arroyo Apolo y Arroyo Naranjo y de villas cercanas como Santiago de las Vegas. Eliseo Diego describe con visión de pintor cubista esa habanerísima esquina: EN LA ESQUINA Desde lejos venían y se han cogido del brazo como libertadores gigantescos y prosiguen su marcha entre las casas que los miran azoradas (vestidas de colores distintos, rojas unas, otras añiles, una envidiosamente amarilla, violetas las más o pálidas) Luyanó y Jesús del Monte resplandecieron sus torsos como si fuesen dos ríos jóvenes crueles de transparencia y ruido,

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el más pequeño cubierto del rocío dorado en las albas a la intemperie de la isla pero el otro con sombras aún en los ojos, sombras de los recodos más que remotos de la provincia, sombras del rincón de Apolo o de Santiago el de las Vegas. donde los cielos son la fronda de un gran álamo o framboyán que los cobija, [...] Las calzadas aparecen como libertadores ciclópeos —liberan y encauzan el impulso vital de la urbe— que pasean tomados del brazo bajo la mirada de azoro de las casas, que son como muchachas de polícroma indumentaria. Poesía viva de la ciudad que culmina espléndidamente en el canto final del poema: Oigamos, calle mía, el golpe de tu abrazo fuerte, mi sueño y la memoria, el corazón y la pobreza. Las casas han reunido sus armoniosas pesadumbres olvidando severas la tentación de las distancias, finísimos brocados de la nostalgia y de la muerte, mas a mi paso nombran atardecidos los tesoros que les diera la infancia, con lentitud de monjes, los portales, las manos rezadoras y sabias cuyas cuentas de vivo coral los caminantes somos, y por mis hombros crujen las libreas espléndidas, añiles y escarlatas, de las vidrieras áureas, las armas, las materias de mi baraja de semanas. Siento ahora la lluvia lenta por mi rostro como el llanto de un extraño a quien bendigo, y entre las fibras del corazón, como la noche, siento latir el tiempo de la madera. Y mis antiguos gestos escucho ciegamente que las tranquilas verjas de cada tarde cimbran,

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en las campanas halla la lengua que la forma esta indecible gravedad de mi gozo. Las albas ciñen los agobiantes huesos míos, viento y tiniebla son el resuello de mi boca, el paso de los sueños estremece las tablas de mi rostro, su estruendo, rojo tumulto de incesantes máscaras. Sagrado imperio la sangre nuestra del sonido, qué lejanía basta para saberlo cántico, ni qué ocio profundo como las manos anchas que cruza Dios sobre su pecho en calma.

Notas 1

2

3 4

Eliseo Diego. En la Calzada de Jesús del Monte. La Habana, Ediciones Orígenes, 1949. (Hay una edición facsimilar de Ediciones Unión, 1987, en el cuadragésimo aniversario de haber sido escrito el poema.) Emilio Roig de Leuchsenring. La Habana. Apuntes históricos. 2da. ed., t. II, Editora del Consejo Nacional de Cultura, Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, 1963. Ibid. Otros personajes de la Calzada que el poeta incluye en su repertorio poético son tipos populares anónimos: «El jugador», «El pobre», «El comerciante», etcétera.

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C

XI

iudad de las columnas

ydelosorígenes

U

no de los escritores cubanos que ha demostrado en su obra literaria la mayor devoción por su ciudad natal, es Alejo Carpentier (1904-1980). En su crónica «La Habana, ciudad sin germinar. El amor a la ciudad» (1940),1 confiesa que es la ciudad «que amo más que cualquier otra ciudad del mundo»; de 1939 es la sugestiva colección de crónicas publicadas en la revista Carteles, que tituló «La Habana vista por un turista cubano»,2 plena de deliciosos hallazgos, y en su conferencia «Sobre La Habana (1912-1930)» evoca la ciudad de su infancia, adolescencia y juventud con gracia y amor incomparables.3 Hay otras muchas crónicas suyas donde también refiere costumbres, hechos, lugares y tipos habaneros. En su novela El acoso, La Habana es personaje tan importante como el protagonista, al igual que en La consagración de la primavera. Pero es en su ensayo La ciudad de las columnas4 donde entona un bello canto a la capital cubana, al discurrir sobre detalles arquitectónicos que la caracterizan. En su estilo barroco, Carpentier comenta la profusión y el barroquismo de las columnas que predominan en la arquitectura habanera, y aunque las modernas tendencias de construcción han prescindido de ellas, es indudable que no han perdido vigencia las agudas consideraciones de aquel ensayo, donde abundan párrafos que parecen estrofas de un poema a La Habana. No nos resistimos a reproducir algunos fragmentos en esta compilación:

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...Al principio fue el alarife. Pero las casas empezaron a crecer, mansiones mayores cerraron el trazado de las plazas, y la columna —que no era ya el mero horcón de los conquistadores— apareció en la urbe. Pero era una columna interior, grácilmente nacida en patios umbrosos, guarnecidos de vegetaciones, donde el tronco de palmera —véase cuán elocuentemente queda ilustrada la imagen en el soberbio patio del convento de San Francisco— convivió con el fuste dórico. En un principio, en casas de sólida traza, un tanto toscas en su aspecto exterior, como la que se encuentra frente a la Catedral de La Habana, pareció la columna cosa de refinamiento íntimo, destinada a sostener las arcadas de soportales interiores. Y era lógico que así fuera —salvo en lo que se refería a la misma Plaza de la Catedral, a la Plaza Vieja, a la plaza donde se alzaban los edificios destinados a la administración de la isla— en ciudad cuyas calles eran tenidas en voluntaria angostura, propiciadora de sombras, donde ni los crepúsculos ni los amaneceres enceguecían a los transeúntes, arrojándoles demasiado sol en la cara. Así, en muchos viejos palacios habaneros, en algunas ricas mansiones que aún han conservado su traza original, la columna es elemento de decoración interior, lujo y adorno, antes de los días del siglo XIX, en que la columna se arrojara a la calle y creara —aun en días de decadencia arquitectónica evidente— una de las más singulares constantes del estilo habanero: la increíble profusión de columnas, en una ciudad que es emporio de columnas, selva de columnas, columnata infinita, última urbe en tener columnas en tal demasía, columnas que, por lo demás, al haber salido de los patios originales, han ido trazando una historia de la decadencia de la columna a través de las edades. [...] En cuanto a los millares de columnas que modulan [...] en el ámbito habanero, habría que buscar en su insólita proliferación una expresión singular del barroquismo americano. Cuba no es barroca como México, como Quito, como Lima. [...] Cuba no llegó a propiciar un barroquismo válido en la talla, la imagen o la edificación. Pero Cuba, por suerte, fue mestiza —como México o el Alto Perú. Y, como todo mestizaje, por proceso de simbiosis, de adición, de mezcla, engen-

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dra un barroquismo, el barroquismo cubano consistió en acumular, coleccionar, multiplicar, columnas y columnatas en tal demasía de dóricos y de corintios, de jónicos y de compuestos, que acabó el transeúnte por olvidar que vivía entre columnas, que era acompañado por columnas, era vigilado por columnas que le medían el tranco y lo protegían del sol y de la lluvia, y hasta que era velado por columnas en las noches de sus sueños. La multiplicación de las columnas fue la resultante de un espíritu barroco que no se manifestó —salvo excepciones— en el atirabuzonamiento de pilastras salomónicas vestidas de enredaderas doradas, sombreadoras de sacras hornacinas. Espíritu barroco, legítimamente antillano, mestizo de cuanto se transculturizó en estas islas del Mediterráneo americano. [...]

No sólo las columnas inspiran el canto de Carpentier. Estimulado por las fotografías de Paolo Gasparini, se detiene en las rejas de las casas habaneras, uno de los motivos de orgullo del ornato de la capital: Decíamos que La Habana es ciudad que posee columnas en número tal que ninguna población del continente, en eso, podría aventajarla. Pero también tendríamos que hacer un inmenso recuento de rejas, un inacabable catálogo de los hierros, para definir del todo los barroquismos siempre implícitos, presentes, en la urbe cubana. [...] ...la reja blanca, enrevesada, casi vegetal por la abundancia y los enredos de sus cintas de metal, con dibujos de liras, de flores, de vasos vagamente romanos, en medio de infinitas volutas que enmarcan, por lo general, las letras del nombre de mujer dado a la villa por ella señoreada, o una fecha, una historicista sucesión de cifras, que es frecuentemente —en el Vedado— de algún año de los 70, aunque en algunas, se remonta la cronología del herraje a los tiempos que coinciden con los años iniciales de la Revolución Francesa. Es también la reja residencial de rosetones, de colas de pavo real, de arabescos entremezclados, o en las carnicerías prodigiosas —de la calzada del Cerro— enormemente lujosas en este ostentar de metales trabados, entrecruzados, enredados en sí mismos, en busca de un frescor que, durante siglos, hubo de solicitarse a las brisas y terrales. Y es también la reja severa, apenas ornamentada, que se encaja en la fachada de ma-

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dera de alguna cuartería, o es la que pretende singularizarse por una gótica estampa, adornarse de floreos nunca vistos, o derivar hacia un estilo sorprendentemente sulpiciano. [...] ...lo peculiar es que esa reja sabe enderezarse en todos los peldaños de la escala arquitectónico-social (palacio, cuartería, residencia, solar, covacha) sin perder una gracia que le es propia, y que puede manifestarse de modo inesperado, en la sola voluta de forja que cierra el rastrillo de una puerta de pobrísima y despintada tabla.

Especial interés dedica Carpentier a un curioso derivado de la reja, el guardavecinos, detalle muy peculiar de la arquitectura en La Habana: Cuando, con este siglo, empezaron a crecer balcones en las fachadas —obsérvese que en las viejas mansiones coloniales los balcones, por lo general, son escasos y exiguos, salvo en las que lo tienen de sobradillo y balaustrada de madera— enlazándose, en proceso de continuidad de una esquina a otra, aparecieron esos elementos inseparables de la rejería cubana que son los guardavecinos, puestos para deslindar las porciones del aéreo mundo destinado a los altos municipales de éste o aquél. El guardavecinos fue como una frontera decorativa puesta en el límite de una casa, o, en todo caso, de un piso, repitiéndose en él —multiplicándose, por lo tanto— toda la temática decorativa que ya había nacido en las rejas puestas al nivel de las calles, aupándose, elevándose, con ello, el barroquismo de los elementos arquitectónicos acumulados por la ciudad criolla al nivel de la calle. Nacieron allí, en lo alto, nuevas liras, nuevas claves de sol, nuevos rosetones, remozándose un arte de la forja que estaba en peligro de desaparecer con los últimos portafaroles [...]

En fin, en este brillante recuento de las peculiaridades arquitectónicas de La Habana, no podía faltar un detalle pleno de claridad y colorido como es el medio punto. También hay vibración poética en la prosa de Carpentier, al describirlo: El medio punto cubano —enorme abanico de cristales abierto sobre la puerta interior, el patio, el vestíbulo, de casas acostilladas de persianas, y solamente presentado con ilumi-

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nación interna, palaciega, en las ventanas señeras de edificaciones de mucho empaque— es el brise-soleil inteligente y plástico que inventaron los alarifes coloniales de Cuba, por seguro razonamiento, mucho antes de que ciertos problemas relacionados con la luz y la penetración de la luz preocuparan, en Río de Janeiro, a un famoso arquitecto francés. Pero cabe señalar aquí, de paso, que el brise-soleil de Le Corbusier no colabora con el sol, quiebra el sol, rompe el sol, aliena el sol, cuando el sol es, en nuestras latitudes, una presencia suntuosa, a menudo molesta y tiránica, desde luego, pero que ha de tolerarse en plano de entendimiento mutuo, tratando de acomodarse con él, de domesticarlo en cuanto sea posible. Pero, para entablar un diálogo con el sol, hay que brindarle los espejuelos adecuados. Espejuelos que sirvan al sol para ser más clemente con los hombres. De ahí que el medio punto cubano haya sido el intérprete entre el sol y el hombre —el Discurso del Método en plano de inteligibilidad recíproca. Si el sol estaba presente, tan presente que a las diez de la mañana su realidad se hacía harto deslumbrante para las mujeres de la casa, había que modificar, atenuar, repartir, sus fulgores: había que instalar, en la casa, un enorme abanico de cristales que quebraran los impulsos fulgentes, pasando lo demasiado amarillo, lo demasiado áureo, del incendio sideral a un azul profundo, un verde de agua, un anaranjado clemente, un rojo de granadina, un blanco opalescente, que diesen sosiego al ser acosado por tanto sol y resol de sol. Crecieron las mamparas cubanas. Se abrieron, en su remate, los abanicos de cristales y supo el sol que, para entrar en las viejas mansiones —nuevas entonces— había que empezar por tratar con la aduana de los medios puntos. Ahí estaban los almojarifazgos de la luz. Ahí se pagaban, en atenuaciones, los derechos de alcabala de lo solar.

Para Carpentier, los medios puntos habaneros «explican, por su presencia a la vez añeja y activa, ciertas características de la pintura cubana contemporánea. La luz, en los cuadros que esa pintura representa, las vierte de adentro. Es decir: de fuera. Del sol colocado detrás de la tela. Puesto atrás del caballete». Si Carpentier ha hecho aflorar así, en su ágil prosa, rasgos de la poesía de su ciudad natal, otro escritor habanero de no menor dimensión universal, José Lezama Lima (1910-1976), tam-

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bién la ha reflejado en su escritura con pareja devoción y con otro matiz del barroco cubano. No sólo alienta La Habana en su novela Paradiso y en crónicas y ensayos. Entre sus primeras composiciones, que no publicó en libro, se ha encontrado la que él tituló «Nacimiento de La Habana»,5 de 1932, que puede considerarse un airoso madrigal dedicado a la ciudad, en su habitual estilo abstracto: ¡Qué aire! Camino de las playas, el aire ciego. ¡Qué aire! ¡Pues mira qué aire! Puñales, surtidores y tres llaves de oro en el aire. Pulseras, jacintos de torso acribillado, de torsos embistiendo las estatuas y de toros nadando por las fuentes y por el halago del aire. ¡Pero mira qué aire! ¡Míralo. Enciérralo. Discúlpalo! Que el aire pesa como plata hacia arriba. Como brazos de nieve hacia arriba. Oye la nieve. Chupa el aire. Avispa en una botella bajo el agua. El aire bajo el agua. Sobre el agua las estrellas y el aire. El aire ciego colocando su lengua en el mármol. Los peces ciegos. Como peces y agujas en el aire. El aire ciego. ¡Qué aire! ¡Pero mira qué aire,

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con sus dedos y peces y sus arpas dobladas! El aire mirándolo clavado, chillando en todos los ojos. Sin que nadie coloque, entre el campo y el aire, el aire intacto sin colores. Ahora sí que todos estamos comprometidos con el aire. Mira qué aire y aire liso. Aire de pedernal. Aterido recuerdo en el aire sin frente. Olas de siesta acampan inexorables en el aire. Ya para siempre, silencio, pájaros amarillos bajo el agua, silencio, grises pájaros recuerdan el aire. Al igual que en Eliseo Diego, en Lezama nos llega la ciudad como en espíritu, un espíritu fundido al del poeta, y decantado en el crisol de la creación lírica. «Bahía de La Habana»6 tituló Lezama otro poema de la misma época que el anterior, y en él ya aparece más definido el sugerente estilo que caracteriza su poesía, donde la realidad se traduce en sensaciones que se transforman en sucesivas y caudalosas imágenes. El poeta no describe el paisaje, sino que ante él deja desbordar su fabulosa fantasía, para entregárnoslo en la forma alegórica e inasible de su original y hermético sistema creador: BAHÍA DE LA HABANA I Es el secreto poner dos dedos en la bola de cristal, sortijas que se derriten

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aplastadas por los automóviles o por la espuma que aquí pesa porque es el único granizo, las estatuas de humo se enrollan como alfombras. La ordenación que aquí se pide clasificación impensada, hacen escuadras los delfines, las pamelas tropiezan en las puertas del cine, y los cisnes se han esclavizado voluntariamente para ofrecer un simulacro de espera. Solimán piensa en la sombrilla japonesa abandonada en una planicie, pero el chopo se abría en un sombrero o en jardín, y el sabio hacía un saludo con una gran mampara blanca. II La costumbre se para por sentir las profecías, el que juzga pierde, pero el que no duerme esperando nueve meses, también pierde y si pasan las banderas parará su máquina o seguirá cantándole a la lotería. Los peces de noche no dejarán pasar ningún navío, —agujas desojadoras con sus lunas—, y si llegaran a oprimir en las puertas cuando se acostumbran las doncellas a rendir peces y no a saber las horas por los encogimientos de las arenas. El trampolín no es eficaz ni vistoso, el anillo se presentará para unir los sexos o para enseñar los dientes de su redondez y tendremos un circo ensangrentado o un día de lluvia. Los mercaderes saben que ha de llegar la princesa agraciada. Viva red crecida servirá de vitrina a los cuerpos, movible colección de sellos apartarán el reloj o el humo para sus juegos infieles. La ordenación será el roce social. Los automóviles han formado un anillo,

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pero el agua que cae dentro busca una playa de muslos, recoge con el oído la temperatura del agua. Los timbres han sido inútiles para encontrar el cuerpo y sus tesoros, pero una piscina azucarada ha reconstruido los cuerpos, cenizas grabadas de espadas, y ya aburriéndose, perdidas flechas con dominios por encima del lago de los suspiros sin perspectiva, y en torno —dolor. El revés de la sombra no el cuerpo ante el agua, donde los siervos han creído ver un mar de petróleo, helado jardín persiguiendo una rosa hasta la terraza donde los turistas no quieren pagar. Los pajes, los comunistas y los sultanes han desfilado provocando la inclinación de las banderas y el mes de los pendones. El ruiseñor tiene su cuaresma, —los cornetines han izado una muralla sin manchar para que el flautido sea la hazaña que logra entregar su costa no se le ve porque vive frente a las ventanas, pero sus préstamos y cartografías saben que las nueve musas son hijas de Nemósine y Júpiter. Los lunares de fósforo monstruos y cohetes, para dentro el estallido de las salutaciones galantes, son la vida paradojal en el derretido discurso de los cisnes. Le habían caído todas las manos como el jamás especial de los ríos, cuando la luna se fija para el duelo de los periodistas, como las abejas que recorren las estatuas y saben que tienen que ir a un biombo. Su juego de abstracción no será más que entregarlo todo en una bandeja y ya están corriendo todas sus manos como los ojos de las cigüeñas.

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La sombra dejará de ser ceniza y se contentará con la tristeza del esqueleto que mira a una nube, para ser humo le han sobrado todos los timbres de su espalda. Ya no hay más que empezar a contar para sentir la alegría final, si empieza con un paseo acaba con una medicina, preclaro pecho de bocina y de miel, se acuesta su trabajo para el cielo, para establecer definitivamente el campamento del cisne. Un sacerdote poeta, que integró el grupo de Orígenes, el presbítero Ángel Gaztelu (1914), no fue insensible al influjo poético del puerto, con su «Romance de la bahía de La Habana», que publicó en 1937 en la revista Verbum —primera que dirigió José Lezama Lima:7 Las once en la noche. Cantan claros canarios despiertos, agonías de geranios en los amarillos tiestos. Son sirenitas del aire componiendo en sus solfeos reciente ausencia de nardos sobre oscuros limoneros. Címbalos finos de China en los cimborios del cielo suena concreta la hora cortada al filo del tiempo. Tersas gotas de campanas en alcándaras de viento vibran acendrados círculos por cúpulas del silencio. Cien rasgos estremecidos lanzan al agua luceros: cien culebrillas de azogue trenzando el temblor del puerto. Centinela en mi ventana —en vértice el alma— velo

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el hondo sueño del agua, de faroles y veleros. Por surcos de cal y esperma —hervores y émbolos sueltos— sale el barco taladrando con su sirenar el viento. Con sus roncas caracolas anchos tritones frenéticos rompen las flores de vidrio de los nocturnos angélicos. Y mientras que descendían raudos arcángeles trémulos, apagando los latidos con palomitas de incienso, sentí, al filo de sus olas, abrirse de mi alma al centro delgados cauces de plata fluyendo el agua del sueño. El puerto, la bahía... No es raro ni resulta excesivo que el tema se repita y se prolongue en este recuento de la diversa poesía de La Habana, porque es siempre un tema fascinante y porque en la capital no nos cansamos de repetir la visita a esa «parte más sensible y de mayor encanto» de la ciudad... Por eso exhumamos de su tumba de olvido esta «estampa habanera», ya desvaída entre las amarillentes páginas de la revista Ellas.8 EL PUERTO, O LA POESÍA DIVERSA Abarcada amorosamente por el mar, con el constante recado de música y espuma de sus olas lamiéndole la costa y con la vigilancia de su horizonte en la distancia azul, La Habana es una ciudad cuyas calles corren hacia el litoral como al encuentro de lo maravilloso, como secos ríos que siguen el cauce señalado por la naturaleza, para detenerse de pronto en el límite donde la luz y el aire quedan

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flotando sobre el agua, para completar el signo de la inmensidad. Pero no llegan esos estrechos ríos hasta donde comienza el mar, sin arrastrar entre sus piedras el caudal humano que gravita hasta donde ésta tiene su parte más sensible y su mayor porción de belleza y encanto. Desde la residencia habanera del mar, la bahía sosegada, con su siembra de muelles y de embarcaciones hasta el arenal de playas, siguiendo la blanca ruta del Malecón, se siente la sangre de la vida urbana afluir como por su arteria más vital, y a su más armonioso ritmo, de júbilo y de infinito. Grandes núcleos de la población citadina se desplazan invariablemente, en horas de ocio o de meditación, de confidencia o de solaz, hacia ese costado sinuoso de la urbe inundada de reflejos, pródigo en oxígeno y poesía. Pero de una poesía diversa como la viva y fluctuante del mar, o la muerta e inmóvil de las piedras centenarias de La Cabaña. O es el barco que traspasa la angosta boca del Morro dejando sabor de despedida y la nostalgia de otros horizontes, y esa poesía de lo desconocido que se toca con cada viaje que hacemos o vemos hacer... O es el barco que llega con su poesía de lo imprevisto y el gusto del regreso o del encuentro prometedor. O son los barcos que permanecen en la bahía como contándose, en silencio, sus aventuras de mar y de misterio, de tempestad y de añoranza. Pero quizás no sea esto último lo más sugestivo de nuestro litoral, porque puede ser una pieza más de la poesía común a todos los puertos. Habría que ir a aquello otro que es propio sólo de la vida marinera de La Habana, a la vida intensa que se desarrolla en la intimidad de la bahía, plena de discreto pero profundo prodigio lírico. Cuando a la ciudad le nazca el poeta de su existencia cotidiana, se revelará entonces con más relieves la dimensión desconocida de esas lanchas —tranvías y guaguas marinas, como las bautizara una niña de imaginación— que con su estela de espumas, con el latido isócrono de sus motores, con su travesía «de bolsillo», hacen el constante trasiego de viajeros —trabajadores, turistas domésticos, fanáticos religiosos— entre el Muelle de Luz y Regla o entre el Muelle de

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Caballería y Casa Blanca... Las lanchas que a los paseantes domingueros con sus «fiñes» les ofrecen una especie de «viaje de circunvalación» de la bahía que propicia la contemplación no sólo del espectáculo impresionante de la capital vista desde el mar, sino también ese otro espectáculo siempre renovado del crepúsculo habanero; el sol, bañado de su propia púrpura, naufragando en el horizonte, y tiñendo con los reflejos de su agonía las nubes y las azoteas y las olas, como un diario poema de despedida a la ciudad. Sin embargo, ese incesante tráfico de las lanchas que hieren la carne del mar de una a otra orilla de la bahía ni los barcos pesqueros que vacían sus vientres repletos sobre el hambre de la ciudad, ni los yates de lujo que se balancean insolentes junto a los humildes botes de los pescadores, tienen, para los que gustan de buscar la poesía de las cosas, la esencia lírica, a fuerza de su propia humildad, de los botes de remos —versión criolla de la góndola veneciana— que prometen y reclaman desde el Muelle de Caballería, el paseo hasta la boca del Morro, o el salto a golpe de remo hasta Casa Blanca. Son inconfundibles por sus colores, por sus arcos de madera con intención de techo, y con sus nombres característicos. Hasta que las lanchas motorizadas monopolizaron el pasaje de la bahía, ellos pudieron subsistir en esos menesteres de transporte, pero ya hoy, si no pueden competir en rapidez ni en capacidad, sí compiten en sus condiciones intransferibles de poder propiciar un ámbito para el instante confidencial. Por eso en las horas nocturnas son más solicitados. Antes hay una alusión a la góndola y a Venecia. Una literatura erótica muy difundida ha hecho célebres los canales de la bella ciudad italiana, como escenario ideal de los enamorados románticos, y aunque nuestra época ni nuestro medio no son proclives al romanticismo, el canal del puerto en ocasiones remeda a los de Venecia de ciertas novelas amorosas, no por la canción del «gondoliero»

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—puesto que nuestros boteros no cantan— ni por el «puente de los suspiros» —que habrá suspiros pero no puente—, sino por la teoría de botes pintorescos que bogan hasta llegar al Morro y regresan hasta el viejo muelle con parejas que se arrullan, con parejas que quieren alejarse unos minutos de la tierra para imaginarse en breve y relativa soledad, para repetirse la promesa y alentar la esperanza, la ilusión y el furioso anhelo, el bello sueño y la impaciencia en vigilia, sin más testigo que el mar... y el botero silencioso y discreto que golpea el agua con lento afán, sin prisa pero sin descanso, como para acompasar con la prisa incansable del amor que se sucede en su minúsculo territorio flotante. De noche, la bahía se puebla de luces que echa sobre ella la iluminación eléctrica de la costa. Son caminos que se agregan a la blanca acera que forma el reflejo lunar. Alguna vez, cuando esa luna es de miel, riela en el agua más radiante: quizás entonces la pareja ha de sentir más hondamente la poesía del instante y del lugar, sobre todo si ella jamás ha probado el sabor de la noche en el mar, ni el breve espacio del bote en movimiento, desasida por primera vez de la residencia terrenal, estrenando una dimensión física y emotiva imprevista. Mientras el anciano botero desgranara alguna evocación ocasional, aparecería la presencia íntima, pero perdurable, del «Nocturno diferente»:9 Hay una noche limpia; la del mar y la luna. Había un pueblo de luces en el agua tranquila, con calles solitarias por donde, sin quererlo, dejábamos vagar nuestra inquieta ternura. Era una noche limpia, brillando entre las sombras. Nos quedamos teñidos de luna y horizonte al ritmo de los remos y la voz del botero. Tú estrenabas tu júbilo en la noche del agua,

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y a golpes de silencio yo apuraba tu júbilo. («Irnos por este enorme camino innumerable, sin conciencia del tiempo, detrás de nuestras ansias!») Hasta las olas eran compañeras amables siguiéndonos atentas con su dorada música. Nos saludaba el aire de pura transparencia. ¡Y hubo un miedo muy grande de tu mano en el mar y una inmensa alegría de amor en las estrellas!

Notas 1 2

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9

Tiempo. La Habana, 10 de diciembre de 1940. Alejo Carpentier. Conferencias. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1987, p. 181. Ibid., p. 59. Alejo Carpentier. La ciudad de las columnas. Barcelona, Editorial Lumen, 1970. Reproducida en A.C., Ensayos, Editorial Letras Cubanas, 1984, p. 41, de donde tomamos las citas seleccionadas. José Lezama Lima. Poesía completa. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1985, p. 662. Ibid., p. 651. Verbum. La Habana, a. I, No. 2, jul.-ago. 1937, pp. 26-28. Ángel Augier. «El puerto, o la poesía diversa». Ellas. La Habana, diciembre, 1946. Ángel Augier. «Nocturno diferente», en Canciones para tu historia. La Habana, Imp. Úcar, García y Cía., 1941, p. 46.

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XII

Tytodalapoesía oda la ciudad

L

a ciudad donde hemos nacido o ha transcurrido en mayor proporción nuestra vida es parte tan íntima de ésta, que sus calles, sus barrios, sus casas que alguna vez fueron nuestras tanto como suyas, no cesan de vivir en el recuerdo, sumergidos como manantiales subterráneos que a veces fluyen a la superficie impulsados por la nostalgia. Así evoca Fina García-Marruz (1923) su casa en la habanera calle Neptuno, y el barrio, en cuatro sonetos,1 de los que transcribimos el primero y el último: EN NEPTUNO 1 La casa de Neptuno aún me guarda, a mi difunta edad la ronda leve guarda mi abrigo, mi cuaderno guarda y mi oscuro paraguas cuando llueve. Dícele al tiempo que otro rato arda de la escalera en el descanso breve. Ya su paso jadeante no conmueve. ¡Y el llamador allí! Cuánto se tarda.

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Ven conmigo a cruzar, desconocido, la calle nuestra. En la panadería hablando todavía estoy contigo. Verás el regresar dichoso y el oscuro de aquel tiempo: el tranvía, la acera, el rostro de Víctor Manuel. 4 ¡Tranvías amarillos que al rumor oscuro de la lenta madrugada iban pasando! ¡Campanilla maga del tráfico vacío en el albor! ¡Rural esquina en el urbano olor de los comercios, las panaderías! ¡Dobles puertas de hierro descorridas con golpe seco, gallo anunciador! ¡Bombillos encendidos todavía que otra luz va, despierta, disolviendo! ¡Abierta llave, cucharillas frías sonando y entreabriendo y despertando! ¡Casa de los polacos que veía al fondo del pasillo azul temblando! Más imágenes de La Habana de su infancia brotan desde otra casa, la del poeta José Z. Tallet. La autora, que antes ha evocado el rostro del pintor Víctor Manuel García, parece trazar en rápidas pinceladas bosquejos fugaces de la ciudad. Son fragmentos del poema «En casa de Tallet»:2 ...tintineaban la campanilla del tranvía, subiendo por los comercios de Neptuno

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y aún años más atrás; las calles con charcos de charol y hojaldre de la merienda, los neblinosos cristales de la máquina lluviosa bocetando fachadas de oscuros desniveles, balcones bajos de copones curvos, mágicos entresuelos, casas que ostentan aún el año de su construcción; me devolvían el cuarto antiguo el propio ser que abriga su pobreza, como una paz dichosa y quieta. Por la larga escalera reclinada en la sala, por sus blancusos escalones manchados de pintura, daban lechada a las paredes de mi casa. Tallet, mientras hablábamos. Y era otra vez la luz entrada de las diez y las once, por los barrios del centro de La Habana. (Esa hora es otra bien distinta en los repartos, otra luz, otro aroma). ○



























...mis diez años soplaban las cretonas de su ventana dando a un patio interior, dando a un cajón de aire, ese cuadrado desde donde se ve el piso de arriba con las ropas colgadas en el cordel: ventanales verdes entonaban fragmentos de canciones, azoteas rosadas navegando por el cielo habanero papel china, papalotes y tardes engolfadas en las bahías del azul. Usted iba mostrándonos las fotografías, mientras veíamos entre los cascajos

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de la playa algo hirsuta, la broma de los portales, el muy serio danzón en la azotea, La Habana que inventó Carlos Miguel3 (la otra es española o norteamericana), la del león del Prado y la dorada cúpula del Capitolio, la del muro del Malecón y de la Carretera Central (con sus pulgadas robadas a los lados), La Habana del Mercurio revolando entre los rosetones y volutas de los Centros Gallego y Asturiano, como fachadas de teatro, la del ala ligera, el cielo bajo, la del tiempo que empieza en la redacción de los periódicos y acaba entre las mesas de café y mármol blanco. ○



























También Fina García-Marruz apresó en su verso otro sitio conocido de la capital, que hoy sólo es un recuerdo de la topografía urbana: EL MERCADO DE CRISTINA4 Aquellas mañanas de dril y plátano el sol antiguo del Mercado de Cristina que tintinea aún, como un tranvía, al oro. Aquel modo de ser de los ancianos antes que amarillearan las fotografías, sus diez de la mañana, sus cubiertos.

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¡Oh solemnes, oh familiares, leves! Esta plaza soleada los retiene tal como eran entonces: se han quedado en otro tiempo en medio de esta hora, y nadie se da cuenta cuando pasa por tu espacio cansado, por tus nadas que rompe el amarillo, que te quedas cuando ellos se van, aún recordando, aún hablando, radioso, de la niebla. Cleva Solís (1926-1998) también nos habla con gran sensibilidad del entorno citadino que forma parte del propio ser y estar. El plácido espacio de los parques se instala en su poesía: LA PLAZA DE ARMAS5 (Fragmentos) I ○



























¿Has recogido la desolación de la tarde en sus azules desgarrados, en el rosa suave del viento frío? ¡Ah! Entonces tú puedes entrar no al paseo, no al enunciado de ópalo, sino al trastorno raro de la Plaza, y llegar hasta allí, donde las garzas de los grises abundan bajo la lluvia y cruzan y picotean tu aniquilamiento!

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II ¡El delirio florece! ¡La Casa del Segundo Cabo, el Palacio de los Capitanes, el Templete son los síndicos! ¿Pero hay un lugar para mí? ¡Ah! El idilio que llega peregrino y endecha el oído para desgranar su alcor! Puedo decidir que se derramen las incertidumbres de las ánforas, en el incienso del verano, puedo asir los trajes de los personajes raros, la venia del más solícito, distinguir la deuda de mi puesto, de mi lugar sacudido de ansia, estrechar la fila en el corazón para que quepan todos, y no se quede ni un destello sin alumbrarme dentro, puedo tocar sin despertar siquiera la mina más sombría más resguardada, con temor de no poder sofocar el incendio de tal llamarada, de tu umbral! ○



























III Ligero, fino, transparente paseo. Los paseantes vislumbran las toldillas naranja, y sienten la gloria de la tranquila calma. Hacen sus confesiones: «Céspedes...» Aturde. Abate. Sedimenta. Cuba.

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¡Los niños se tornan raudos, gráciles, sacuden los verbos fríos, ateridos del hombre, salen a jugar, danzar, reír, en prodigioso ir! Alguien silba. El sol cae entre un verdoso y un ocre lento, cauteloso. Una musiquilla mordisquea, defiende el marco encendido del jamás. Yo no deseo alcanzar otra hora más morada y sentenciosa. ¡Dame aquella torre de delirios, aquel humo. Espera. Esperar es bello. Siéntate.Mira, vaga. Recoge aquella onda lejana y sola! Así se nos ofrece la vieja y serena Plaza de Armas, en el escenario colonial que preside el antiguo Palacio de los Capitanes Generales —hoy Museo de la Ciudad—, señoreada por la estatua de Carlos Manuel de Céspedes, primer presidente de Cuba Libre en Armas. Otro amplio parque habanero, vecino de la Plaza de Armas, el de Luz y Caballero, que ella denomina «de las estatuas» por las muchas allí erigidas, ha inspirado a Cleva Solís: PARQUE DE LAS ESTATUAS6 (Anfiteatro Nacional) ¡Un torbellino de polvo levanta el asilo venturoso, con hojas

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volcadas de primorosa danza, con sacudimiento de saludos hondos! ¡Oh, tú de estatuas guardas el hechizo de dos poetas que cantaron sus éxtasis, coronando sus sienes de anémonas y estefanotes! ¡Oh, no me des los arcos de los violines marciales, los heraldos de los cobres y amarillos trepando la zarza inmemorial! ¡Dame la noche fantástica con tus árboles como pájaros alucinados posados en la niebla venturosa. Y las deidades latinas amparadas en un hondo velo de silencio y de muerte! ¡Las sibilas que un día salieron de la piedra, que se quedaron suspendidas en un arpegio auroral, sonríen y dibujan cartas marinas, campánulas y asfodelos, bajo el viento rosado de la noche, mientras un verdoso tinte de la luna, cae, todavía indeciso de la frente de la mirada del verbo que reclama! Otra impresión poética de la Plaza de Armas es la de Mario Martínez Sobrino (1931). La composición la tomamos de su libro Cuatro leguas a La Habana, título del primer poema de la colección, donde un personaje enloquecido narra un delirante

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y satírico recorrido desde el barrio de Lawton hasta otros céntricos de la ciudad, y del que sólo queremos dar simple referencia en esta selección. «Plaza de Armas» aparece en otra sección del libro; en este texto, como en el anterior del mismo título de Cleva Solís, el autor no describe el paisaje, sino que sintoniza su sensibilidad con él, con sus elementos estéticos e históricos, y deja fluir sus emociones, impresiones, recuerdos, en un verso signado por el hermetismo propio de los misterios de la poesía: PLAZA DE ARMAS7 En esta piedra o en esa otra menos gastada de esta calle gris de nuestra ciudad haciéndose desde el mar y algunas encendidas estelas que no puede todavía acoger el silencio quiero saltar una parte de oscuridad en la armazón de polvo y susto donde hay ahora amor que mueve el tiempo. Quiero dejar mi huella a que me evoquen. Y vengo en el de la mano cuadrada que imaginó sustituir un viaje por una casa muy grande, el destierro. El destierro por una fundación. Está poniendo esta piedra. Me golpea. Fue él quien empezó los ruidos de esta calle. Vengo con ese hombre húmedo, de pie negro que me frota, que toca esa puerta

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y llevaba una cesta de panes al resisterio del Sol y un aviso que olvidamos por el que debió morir al caer la noche. ○



























Traigo para la oscuridad el olor de esa sangre secada que detiene a los amantes, que los vuelve a esta armazón por donde ando. Andan sobre el rastro de los que iban a las falsas celebraciones y por el rastro del júbilo de los que fueron más veloces los días de verdad en Enero, juntos juntos mis pasos, también mis pasos en la primera fiesta a esta piedra en que echo mis polvos de sus huellas tristes a brillar en aquella menos gastada a su última fundación. Por aquella mano, por el pie descalzo, con mi amor de árboles ¡hagan una estela que no se confunda! La ciudad como ámbito espiritual y material innominado, como peculiar espacio que determina un modo de vida y de conducta humana, está en el centro de la poesía de Francisco de Oraá (1929). Su libro Ciudad ciudad (Premio Julián del Casal de la UNEAC, 1978), caracteriza esa concepción tutelar o circunstancial de ese entorno en un sentido generalizado. Pero, en definitiva, es su ciudad, La Habana, la que se siente latir en sus versos. De otro de sus libros seleccionamos el poema del que son estos fragmentos: CONSTRUCCIÓN DE LA CIUDAD8 Hemos nacido, nos levantamos de la noche tiempo adelante, muerte atrás, y nuestros ojos han de nuevo nacido y todas las cosas con ellos;

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con alba ungimos ya los ojos de los seres, con frescos nombres ungimos su tiempo resplandeciente. Pero no nos quedamos a nombrar sólo; pensamos la ciudad: la pared sea como mirada femenina, las alcántaras como la raíz de la rosa, el hormigón entienda a la alegría, la dócil soga trate con la red, la podredumbre ya como puerta del año, la memoria de un paso al alba; pensamos la ciudad, su joven vuelo: los pies del sueño crecen con andamios, el terco encabillado es la osatura del vuelo, los encofrados, el hombro de la alegría, los arquitrabes el desnudo pensamiento de la ciudad; tocamos ya las vestiduras aéreas de la ciudad, sus pies, los monumentos a su edad, luces de piedra para sus cabellos; ○



























entra en el tiempo la ciudad, la ciudad se levanta, se olvida el mar ya levantado, y danza ciega sobre la eternidad, sobre la noche pero sobre la tierra; mirada ígnea en el tiempo, joven babel por cuántos ojos de salidas al fuego, y por su inagotable riñón el agua piensa y por ciego cordón nutre la noche sus pies, pero sobre la tierra; como agua o sueño se transforma, y por sus ojos toca el sueño las manos del sueño, la cabeza del tiempo, sus ojos el tiempo; y desde la cabeza de la ciudad, el agua a ungir las alas de la alegría, el tiempo

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de la sed; su creciente cinturón es la noche: debajo el cielo, más bella aun que el cielo la ciudad! Y sobre la ciudad el transparente vuelo de las palomas. No es éste el sucio espacio de la muerte, cochino tiempo de los muertos, sueño tullido del espejo enfermo ni la gravitación del anciano hacia atrás ni el tiempo de cemento del tullido; allí de pie la risa del hombre, el día del hombre, la brisa del hombre, el domingo de piedra del hombre! Ciudad del hombre! Sueño de todas las manos, hijo de todas las manos, gozo de todas las manos, para todos! Sueño de todos los ojos en espejo común. Y casa de la vida, que comienza con oficios, que toma nombre con oficios, nombres con la sustancia del sueño a peso; el carpintero (parentesco: la vida) que da al espacio su postura: el albañil que da detenimiento frío al sueño (parentesco: el poeta) y el mecánico que guarda un secreto rítmico y el que saluda desde la velocidad, traslada el sueño, y el descubridor después de las imágenes, y el maestro, el pariente del tiempo; el campesino que participa misterios con el vientre de la vida y oye agrandarse el sueño de la semilla, las hojas negras del tiempo, que con honor habremos de llamar; el partero, el alimentador, el amistado con el nutriente silencio, quien de la mano trae

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la fresca sustancia antigua a nuestra boca; y el pescador padre de aguas extrayendo del fondo nocturno la plateada cuerda de la vida; y el juez de sitios y costumbres, distribuidor de las satisfacciones, y el panadero hermano de corderos, y el que ata formas para recibir la luz, y el que maneja el fuego de frente, y el minero que se oscurece para sacar el día, y el soldado que cuida las formas a la patria, y el que inventa los nuevos oficios de la vida, y aquel que con extraño oficio y paso desconocido a nuestro oído, con voz oculta en nuestras calles, maneja noche, alza espacios a que la vida quepa, hace volar nuestros ojos. Saludos a los que han puesto la belleza, nombrado espejos a la sed de los ojos, a la alegría del hombre! Nombres interminables como el sueño —A ellos salud! ○



























Es la exaltación de la plenitud y la integración del hombre a la ciudad, a una ciudad donde se lucha por crear una sociedad con modos de vida acordes con la justicia y la dignidad humana. Los nombres de las calles asumen la categoría de metáforas. Con el de algunas de ellas, Francisco de Oraá juega a encontrarle sugerentes imágenes, identificándolas con su experiencia citadina o con su sueño de poeta: LOS NOMBRES DE LAS CALLES9 Ciudad de ojos mohosos, con piedras mira el tiempo aún,

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agarrarse al instante, afincarse contra la muerte. Y cuántas desventuras y cuántos ojos apagados chorrean de los nombres! Calle del Empedrado —así de vidas el tiempo. Neptuno, ciego, que no ve el mar. Calle de los Oficios (el hombre es sus oficios). Obrapía (¿qué obró el amor en tiempos de odio? Y calle de las Ánimas —¿tus ánimas?—. Amargura: basta tu ronco nombre. Egido sin palomas, la blancura entre todos. Y calle de la Espada, tácita herida. No está la calle del espejo. Del Hospital: miseria bajo flores. Infanta (qué remota inocencia de tus aguas salobres). Y de la Reina (tú, luna en el mar). Calle del Monte a qué te empinas. Y Rayos esperando bajo tu femenino corazón. Del Indio (muerto ya, ciega nube). Y del Marqués y del Marqués de infamias. De la Muralla donde terminas en el tiempo. Y de los Mercaderes de idiomas ácidos. Y de los Ángeles (ya no hay la lucha con el ángel). Calle de tus oscuros animales y calle con claridad haces tu vida y calles aturdidas de amor y calles sordas y otras ciegas o de no decir nada. Y calle boca de tus frutas y calle cesta de atravesables fuegos o calle red de abstracción en tus aguas y calles nombre de tu oliente dulzura y la calle que nombra mi soledad pero que callan un albañil y un carpintero y no terminan en la muerte.

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No podía faltar en la poesía de la ciudad la íntima vinculación con el sentimiento amoroso de las calles y sus topónimos y también de los medios de transporte y comunicación. Salvar la distancia que nos separa del ser amado suele ser tarea difícil, de placer y ansiedad al mismo tiempo. El poeta residía en la barriada viboreña de Santos Suárez, y para llegar al hogar de la novia debía hacer largo recorrido hasta la calle Galiano. Afortunadamente, la Ruta 14 de los Ómnibus Aliados propiciaba el viaje directo hasta la dicha: Calzada de Jesús del Monte, avenida de Infanta, calles Benjumeda, Belascoaín y Zanja hasta desembocar en la de Galiano. Era recorrido rutinario de miles de personas que no dejaron huella alguna de esa aventura cotidiana, privilegio sólo reservado al milagro del amor y la poesía, atributos unidos en una pareja excepcional —Cintio y Fina— amada y admirada por nuestro pueblo. Bello poema el de Cintio Vitier (1921), incluido en su libro Testimonios (1968): EL ACORDEONCITO (Ruta 14) Esta guagua viejita, comodona y llena de remiendos, airosa todavía en su madura lentitud indiferente, es la misma que entonces hace tantos años, amor, me conducía con sus flamantes luces amarillas haciéndome un hogar para los sueños, a través de mi barrio de nocturnas calles como patios, por la Calzada grande, áspera y guajira donde empezaban ya las aventuras de la adolescencia, y por Infanta vacía y funeral, hasta la curva siempre un poco sobrecogedora de la extraña Benjumeda, resurgiendo a los faroles blancos de Belascoaín

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más rápidos cada vez hasta caer por la vaga y siniestra Zanja de los chinos, y desembocar, al fin, sanos y salvos, en la sencilla feria voluptuosa de Galiano, preludio ameno, siempre repasado a pie, de la secreta dicha, emocionante oro de la Habana aquella donde tú me esperabas, línea destinada de mi corazón al tuyo! Este acordeoncito tierno, cargado de rocío, en que ahora vamos juntos al trabajo, amor, tiene ruedas y timón de poesía. Ya bien entrado este libro en los últimos detalles de su proceso editorial, comenzó a circular con su resplandor de amable azul, un bello libro de poesía de Fina García-Marruz, de quien ya hemos incluido momentos antes líricos reflejos de su entrañable habaneridad. El título es, precisamente, Habana del Centro (Ediciones Unión, 1997); pertenece al primer libro o ciclo de los diez que contiene el volumen. Son dispersas remembranzas de la infancia y de la adolescencia, de ellas emergen emocionadas imágenes de las calles y, en general, del entorno citadino vinculado a instantes inolvidables o que tocan ocasionalmente una tecla sentimental del pasado. En este reservorio de la poesía de La Habana no podíamos prescindir de algunas muestras de esas emotivas evocaciones, donde la ciudad se hace sentir en la más alta y adorable intensidad poética. HABANA DEL CENTRO Manrique y Lealtad de mis niñeces, Concordia, Malecón, Perseverancia,

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bocacalle marina, junto a la droguería Danhauser, con nombre de ópera. Pequeños comercios de la calle transversa. Campanillas del tranvía, entre la madrugada. Ruido de la puerta de hierro de la carnicería. Descascarados rosa y verde pálido de la alta pared. Sombra amiga del libro sobre el asiento de pajilla. Almidón de los trajes colgados en la lavandería de los chinos (y el medio de galleticas de plátano). Fuerte olor de algas podridas, costas. Olas blancas batiendo el oscuro arrecife. Y entre los azulejos verdiblancos, el pescado en la gran pesa romana. Cine Neptuno de los pastelillos. Larga calle de Águila. Se «realizan» telas. Tablas de «se alquila» en el balcón. (Pasa el camión de la mudanza.) Es como si la cámara cinematográfica fuera captando las imágenes sucesivas, pero con la ventaja de que además de la rápida visión, alcanzamos a divisar —a sentir— otras dimensiones que ninguna cámara —y sí la poesía— puede apresar —expresar. En la «poesía», la autora recuerda las puestas de sol habaneras que contemplaba en su niñez, desde la azotea, cuando «derrochaba cataratas ígneas», o «sus derrumbes y erguimientos del naranja, / para abismarnos en morados hondos, / como una mina que hubiera devorado un palacio», espectáculo espléndido de cada crepúsculo de que La Habana no ha cesado de ser pródiga. En fin, el delicado poema de la Giraldilla, preciosa joya de poesía, como la diminuta y emblemática que vigila siglos desde una torre del Castillo de la Fuerza: LA NOBLE HABANA ¿Por qué, Señora, el aire, el desafío,

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pierna y botín robustos y pecho de paloma? ¿Por qué, conquistadora, sobre los raros farallones de desiguales ángulos te empinas, desdeñando abajo el foso oscuro de las aguas? Castillo de la Fuerza, Giraldilla, tu donaire y victoria. ¿Será por eso el acierto de la profunda gracia del tamaño, torneado y breve, combado como jarra, hospedera? ¿Qué sabes tú, Señora, de la Gran Llave, apoyada en tu propia apertura a los golfos abiertos? ¿Será lo abierto tu secreto, noble Habana, Señora, tu breve corpulencia, tan graciosa, tendrá por eso ese perfil de ave —el pie bien afincado— y ese ligero aire fanfarrón?

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Fina García-Marruz. Visitaciones. La Habana, Ediciones Unión, 1970, p. 105. Ibid., p. 115. Alusión al Secretario de Obras Públicas del régimen de Machado (19251933), Carlos Miguel de Céspedes, y su gigantesco plan de obras públicas que lo enriqueció fraudulentamente.

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Fina García-Marruz. Ob. cit., p. 109. Cleva Solís. Los sabios días. La Habana, Ediciones Unión, 1984, p. 77. Ibid., p. 81. Mario Martínez Sobrino. Cuatro leguas a La Habana. La Habana, Ediciones Unión, 1978, p. 93. Francisco de Oraá. Con figura de gente y en uso de razón. La Habana, Ediciones Unión, 1969, p. 147. Ibid., p. 133.

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