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Bastet
El sol ya se estaba poniendo cuando León salió a dar su paseo vespertino. El aire estaba bastante frío en esa época del año, aunque aún era aguantable. Salió con calma al jardín con la intención de juguetear entre los arbustos, pero se encontró con la desagradable sorpresa de que la hierba estaba mojada; supuso que había llovido hace unas horas, mientras dormía la siesta en su sillón favorito. No le entusiasmaba el frío del otoño, pero tener el pelo de las patas húmedo era algo que sencillamente no podía soportar, así que cambió de idea y decidió, luego de una brevísima cavilación, trepar al viejo ciruelo que se erguía en el medio del jardín. Si tenía suerte, podría encontrar algún nido que le brindara algo de diversión para pasar la tarde. Siempre se había jactado de ser gran escalador; en cosa de segundos, se encontró encaramado en las ramas más altas (y casi desnudas) del ciruelo. Se lamentó de que la corteza no estuviera del todo seca, pero al menos no había barro que tuviera que lamerse después. Tristemente, no encontró ningún nido. Pero cuando se preparaba para descender, bastante desilusionado, para volver a la lánguida calidez de la casa, algo lo detuvo de golpe. Le pareció oír un ruido familiar, leve y ahogado, en el techo de la casa, no muy lejos de él. Estaba seguro: era el delicioso y suave sonido de un pájaro al posarse. León se sonrió, porque cazar a una tortolita adulta era muchísimo más divertido que asaltar un nido. Parecía que la tarde iba a ser más interesante de lo que esperaba. Saltó ágilmente a otra rama más cercana a la casa, y el impacto de su caída fue tan imperceptible como el de una pluma. Dio unos pasitos y estiró con cuidado el cuello, y la vio: una tórtola grisácea y gorda, que para guardarse del frío se había vuelto una bolita emplumada. A León se le hizo agua la boca y sintió un leve cosquilleo en los bigotes. Siguió avanzando sigilosamente por la rama, con el pecho casi rozando la corteza, hasta alcanzar el punto adecuado desde el que abalanzarse sobre el pájaro y zamparle un mordisco. Flexionó las patas preparándose para el salto, con los ojos encendidos y sin pestañear, cuando de pronto, de la nada, apareció una mancha que como un rayo se precipitó sobre la tórtola. Era otro gato, y muy torpe cazador, por cierto, porque la presa advirtió su ataque y se echó a volar sin recibir el más mínimo daño. —Vaya —soltó León, sin poder contenerse—. Me robas mi tortolita y además fallas.
El otro, que no había advertido su presencia en el árbol, levantó la mirada con una mezcla de sorpresa y consternación. Era una gata, una guapa y esbelta gata, con un precioso pelaje rubio suave y una mancha castaña en la punta de la cola. Sus ojos, de un ámbar profundo, estaban grácilmente delineados por dos líneas negras, que se extendían desde las cejas hasta los costados de su rostro. —¿Tu tortolita? —respondió con aire algo molesto—. Que yo sepa, no tenía tu nombre escrito en ninguna parte. Y por cierto, yo la vi primero. León frunció el entrecejo. —Pues te informo, amiguita, que estás en el tejado de mi casa, por lo que todos los animalitos que se encuentren en ella son de mi propiedad. Además, yo hubiera acertado ese salto sin problemas. La gata lo quedó mirando fijamente, con una expresión indescifrable. León le sostuvo la mirada, intentando mostrarse lo más intimidante posible. —¿Cómo te llamas? —preguntó de repente ella. —León —respondió él, levantando el pecho en ademán de orgullo. —Es un bonito nombre. Evoca a esos imponentes cazadores africanos. ¿La semejanza es solo de nombre o…? —Yo también soy un excelente cazador —se apresuró a responder él. Y agregó con una sonrisa traviesa—: Mejor que tú, me parece. —Posiblemente. Tienes contextura de cazador. Quizás podrías enseñarme la técnica algún día de estos. León sonrió complacido. La gata no era tan desagradable después de todo. ¿Quién sabe? Podría volverse su aprendiz, o algo por el estilo. —Sí, creo que podría enseñarte algo, mientras no sigas acechando los pájaros de mi casa. —¿Tu casa? —Eso he dicho. —Pues me parece una casa demasiado grande para un gato. Creo más bien, si me permites matizar, que esta adorable morada le pertenece a una familia humana, de la que eres mascota. ¿Me equivoco, acaso? —dijo ella, con una mirada pícara y graciosa. A León empezó a agradarle, y dejando la rama de un salto, cayó sobre las tejas, a medio metro de su interlocutora. —Sí, puedes tener razón. Pero es como si la casa fuera mía, porque de cierto modo soy parte de la familia.
La gata lo miró con interés. —Así que parte de la familia, ¿eh? —Desde que me adoptaron lo soy. —¿Te adoptaron? —Así es. Mis dueños son muy buenos; yo no lo recuerdo bien, pero sé que me acogieron cuando era una cría de apenas unas semanas. Les debo haber inspirado ternura y me acogieron en su casa. ¿Y tú? ¿Tienes familia? Ella tardó un momento en responder, bajando la mirada. —No, no tengo. León reparó entonces en cuán flaca estaba; era una gata hermosa, sin duda, pero un tanto demacrada. Una palabra pasó fugaz por su cabeza: vagabunda. —Ah, lo siento. Pero bueno, no es necesario tener una familia para sobrevivir. Ya sabes, algunos somos cazadores natos, y nos las arreglamos en la calle. —Sí, pero algunos no somos tan buenos cazadores, y las tórtolas se echan a volar antes de que las toquemos —repuso con gravedad. León sintió un leve remordimiento—. Es cierto que podemos sobrevivir, pero nuestra vida ni se compara con la comodidad que tienen los gatos domésticos. Y no solo por la comida; tener un lugar caliente para pasar el invierno no está nada mal. —Es verdad. Estos fríos son insoportables. La simpatía de León por la gata aumentaba considerablemente. Era amable y hermosa, y le inspiraba no poca compasión. —¿Sabes? —continuó ella—, yo vengo de un lugar donde la temperatura es deliciosa. El sol brilla casi todo el año y el aire se mantiene siempre cálido. León, que se estaba entumeciendo, pensó en cuán maravilloso sería vivir en un lugar así. —No sabes cuánto me gusta el calor. A duras penas aguanto los meses que nos separan de la primavera. —Te gustaría este lugar, entonces. —¿Se puede saber dónde es? Ella desvió la mirada enigmáticamente, y estirándose con suavidad la fijó en las nubes rojizas de la tarde, a lo lejos. —Se llama Egipto —dijo, con una solemnidad que provocó que a León se le erizaran los pelos.
—Vaya, nunca imaginé que conocería una gata egipcia. Por cierto, me doy cuenta de que no he preguntado tu nombre. Disculpa mi mala educación. ¿Cómo te llamas, amiga? Ella tardó un momento en responder. —Me llamo Bastet. —Es un nombre curioso. —Muchas gatas en mi país llevan este nombre. Es en honor de la gran Bastet, la hermosa, la grácil, la hija del mismísimo Amón Ra. Te contaría más, León, pero ya tengo que irme. No quiero que me pille la noche en un lugar tan poco resguardado del viento y del frío. Pero nos veremos pronto. Como despedida, le lanzó una de sus miradas penetrantes y misteriosas, antes de desaparecer rápidamente tras las aguas del tejado. Él se quedó como petrificado ante el lugar donde había estado su compañera. Interesante, muy interesante. El día siguiente, durante la siesta, León soñó con Egipto. Sin embargo, no tuvo tiempo para adentrarse mucho en el sueño, porque lo despertaron bruscamente. Según lo que le pareció entender, venía una invitada alérgica a los pelos de gato, por lo que sus dueños lo cogieron y, sin más miramientos, lo echaron fuera. Refunfuñando y quejándose para sus adentros del terrible frío de esa mañana, trepó al ciruelo. Pretendía encontrar algún pájaro, pero en vez de eso se topó con Bastet. —¡Vaya! —exclamó León— No esperaba volver a verte tan pronto. —Te dije que nos veríamos. Siempre circulo los mismos lugares, y además somos amigos, ¿verdad? —dijo ella con tono suplicante. Él sonrió condescendientemente. —Claro que somos amigos. ¿Qué tal pasaste la noche? ¿Mucho frío? —Bueno, lo llevé bien. Admito que estuve la noche entera anhelando la calidez de mi tierra, pero no había nada que hacer. —Estaba soñando con Egipto hace un rato, antes de que me despertaran. Mis dueños son terribles; me echaron al jardín con este frío simplemente porque venía un invitado a quien no le agrado. —se quejó León, alegrádose de tener alguien a quien contarle sus penas. —¿Te echaron fuera? ¿Sin preguntarte nada? En Egipto eso jamás hubiera ocurrido —susurró Bastet, volviendo a adquirir ese aire como de misterio y orgullo. León la miró con atención, pero no dijo palabra—. En mis país —continuó—, los gatos somos tratados como se supone que deben tratarnos.
—¿Cómo así? —preguntó él, francamente interesado. —Nos dejan dormir en las mejores camas de seda, traída directamente desde Oriente. Y no nos despiertan, claro está, sino que podemos dormir cuantas horas queramos. Al levantarnos, un par de sirvientes se apresuran a masajearnos para estirar los músculos y desperezarnos, mientras otros nos peinan el pelo, nos quitan las pelusas y nos perfuman con esencias de Menfis. Si lo pides, te adornan con bellísimos collarines y aretes de oro, los mismos que ornamentan a los suntuosos reyes persas. Y la comida, ¡oh, la comida! —¿Qué hay con la comida? —quiso saber León, embobado. —Los mejores manjares que te puedas imaginar. Perdices asadas, liebres del desierto, pececitos de todos los colores, palomas griegas… es un festín cada día. Puedes tomar lo que quieras, y lo que no te apetece se lo llevan. Además, siempre tienes disponibles ánforas llenas de leche recién ordeñada de las vacas de Apis. En fin, todo está preparado para que los gatos disfrutemos cuanto queramos. León la miraba boquiabierto. No podía evitar pensar en los insípidos pellets de alimento que le daban sus dueños. Los ojos delineados de Bastet volvían a tener esa expresión indescifrable que lo cautivó desde el principio. —Bueno, bueno —dijo ella al fin—. No quiero molestarte más. Te dejo solo para que puedas seguir cazando tórtolas. ¡Nos vemos mañana! —de un salto cayó sobre el muro que corría debajo del árbol, y se pasó al patio del vecino. —Interesante, muy interesante —dijo para sí León. Los días que siguieron resultaron ser extremadamentes helados. La desagradable invitada alérgica se quedó en casa más de lo previsto, por lo que León tuvo que aguantar las bajas temperaturas en el jardín la mayor parte del día. Solo Clara, la hija de sus dueños, se compadecía de vez en cuando y le permitía entrar para calentarse junto a la estufa. Durante estos días que pasó de vagabundo se vio mucho con Bastet. Parecía que ella lo esperaba, ansiosa de charlar un rato o de salir a cazar juntos. A León le agradaba mucho, y agradecía sinceramente sus elogios y su compañía. —No sé qué les pasa a mis dueños. Me tratan como si fuera un perro —se quejó un día León, mientras paseaba con su compañera por el tejado del vecino. —Sí, entiendo tu enojo. Tus dueños son un tanto irrespetuosos, creo yo. Quiero decir… eres un gato, ¿no? Todo el mundo sabe que debemos ser respetados. O al menos lo sabe todo el mundo en Egipto.
—La gente de Egipto tiene mucho sentido común. Estoy bastante cansado ya de este trato deningrante. No sabes cuánto daría por echarme una buena siesta, de un par de horas, entre mantas de lana y bien caliente… —Sí, yo solía hacerlo. Para eso vale la pena vivir. Tu familia es tan… —Desconsiderada. Maleducada —completó León, que ese día había amanecido de muy mal humor, que solo había empeorado con la terriblemente baja temperatura. —Tienes toda la razón —afirmó Bastet, con esa dulce tonalidad suya—. Desde que llegué a esta ciudad me he encontrado con una falta de respeto tras otra. —Así es. Pero, Bastet… ¿por qué no vuelves a tu tierra? Allá te tratarán bien, comerás delicias, no tendrás frío… La hermosa gata rubia guardó silencio, adoptando una postura como de abatimiento, con la cabeza gacha y la mirada perdida. —Lo haría —dijo, con un tono de voz que a León le partió el corazón—. Y de hecho podría ser muy fácil, basta con andar directo hacia el sur…, pero es que no puedo. Ya me ves: soy debilucha y bastante torpe para cuidar de mí misma. Es un viaje largo hacia Egipto, se necesita fuerza, habilidad y capacidades de supervivencia que no todos poseemos, León. En este sentido, eres un afortunado. León la escuchaba con mirada triste y comprensiva, pero cuando Bastet calló, una chispa pareció encenderse en sus ojos. Algo así como un plan comenzó a gestarse en su mente. —Yo tengo habilidades de supervivencia —musitó con los ojos bien abiertos, fijos en la distancia. —Sí que las tienes. Además eres fuerte y un excelente cazador. No te costaría nada llegar a Egipto, avanzando siempre hacia el sur. Pero bueno, tienes tu casa… León se le quedó mirando un minuto, sin moverse ni un centímetro. —Sí, claro, tengo mi casa.
***
Había pasado más de una semana y León seguía sin aparecer. Lo buscaron por todas partes, pero no encontraron ni señal de él. Lo intentaron todo: poner carteles, dejar las puertas y ventanas abiertas, esparcir comida por el patio… pero nada funcionó. León se había ido.
Un día, Clarita paseaba por el jardín, entreteniéndose en saltar sobre las charcas que había dejado la lluvia de la noche anterior. Cuando se disponía a entrar a la casa, algo llamó su atención. Sentada a unos pasos de ella, húmeda y tiritando, maullaba una preciosa gatita rubia, con los ojos maravillosamente delineados. La niña se conmovió, ya que el animalito estaba helado y la miraba con expresión suplicante. Se acercó, y la gata le respondió con un dulce maullido. Clarita la tomó en brazos y, completamente enternecida, decidió adoptarla. Cuando entraron juntas a casa, Clarita se soprendió de ver lo que, juraría, le pareció una sonrisa de complacencia en el rostro de la gata. —Te llamaré Mentirosa —le dijo la niña con dulzura—, porque tienes cara de mentirosa.