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COLABORACIÓN
El turno de oficio y el abogado compartido Por RODOLFO SOTO VÁZQUEZ Magistrado de la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife
El artículo 118 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, incluso antes de la reforma operada por la Ley de 4 de diciembre de 1978, en vísperas de la promulgación de la Constitución española vigente, prevenía —y previene— que el sujeto pasivo del proceso penal gozará de una defensa letrada y será representado por procurador, añadiendo que si no desea o puede nombrarlos por sí mismo, se le designarán de oficio (1). No creo que pueda ponerse en duda, que el sujeto pasivo del procedimiento penal es todo aquel a quien se atribuya la comisión de una infracción punible, dejando a un lado responsabilidades civiles subsidiarias o autónomas (2), ni tampoco que un posible litisconsorcio desde el punto de vista del imputado o imputados, al que no puede otorgársele el calificativo de necesario en un sentido estricto (3), no puede suponer una merma en el derecho a ser representado y, sobre todo, dirigido y defendido legalmente cada uno de los encausados. Por el contrario, y aparte del derecho genérico que se reconoce a los procesados o afectados por el ejercicio de la acción penal en los artículos 118, 384, 520 (relativo úni(1) «Toda persona a quien se impute un acto punible podrá ejercitar el derecho de defensa, actuando en el procedimiento... Para ejercitar el derecho concedido en el párrafo primero, las personas interesadas deberán ser representadas por Procurador y defendidas por Letrado» (artículo 118 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal). En el texto late un indudable sentido personalista 3 . derecho de defensa, que la condición de legalmente pobre o la mera inactividad uedel inculpado o inculpados no puede anular. Por' otra parte, cualquierSv, 1 hubiese al respecto, parece quedar borrada por el texto del articuló " ' , al estimar hipotético el caso en que litiguen unidos varios que individualmente tengan derecho a ser defendidos por pobres. ,(2) Considero únicamente la posición del imputado penalmente, prescinaiciendo de la del que desea ejercitar las acciones penales por sí mismo o de los su J®tps a los que se refieren los artículos 615 y siguientes de la Ley procesal penal. (3) Aún prescindiendo de los tipos de proceso penal en los que la citación Personal del inculpado puede permitir la celebración del juicio en su ausencia, ia declaración legal de rebeldía permite (artículo 842) la prosecución del juicio contra cualquier coimputado del rebelde. Núm. 1.362
camente a la asistencia letrada al detenido), 652 y 791 de la L. E. Cr., por mencionar únicamente los más usuales, la ley procesal siempre parte de un principio inexcusable: el imputado tiene derecho a designar su propio abogado, a confiar su defensa al profesional que libremente elija, y si no lo hace, la actividad del Tribunal o del Colegio de Abogados encaminada a suplir esa designación por un letrado de oficio ha de estar inspirada en el principio de sustituir o completar la voluntad del encausado, proporcionándole una defensa eficaz y, en cierto modo, exclusiva, que reemplace a la que hubiese podido o debido designar libremente, absteniéndose de prejuzgar si los intereses del imputado pueden considerarse idénticos y acumulables a los del resto de los sujetos pasivos de ese mismo proceso. La solución propugnada es, por otra parte, de una lógica aplastante: si yo, acusado, tengo derecho a elegir mi propio defensor, ateniéndome únicamente a mis deseos y conveniencias, ¿quién puede sustituir mi decisión, caso de no poder ejercitarla libremente, o de abstenerme deliberadamente de hacerlo, asignándome un letrado obligado asimismo a asumir la defensa de otros inculpados? ¿Es tan irrelevante mi derecho que la voluntad de otro organismo o corporación puede prejuzgar —sin un previo y confidencial cambio de impresiones— cuáles son mis intereses y la compatibilidad de mis argumentos defensivos en relación al resto de los sometidos a proceso? Sin embargo, y aunque ello no ocurra siempre ni en todo lugar, bien sea por trámites burocráticos mal entendidos, bien por simple inercia, a veces ocurre que a dos o más encausados en un mismo procedimiento penal se les designa un único defensor de oficio, cuando la ley procesal siempre ha tratado a la figura del procesado —de la persona pasivamente interesada, diríamos hoy— con el cuidado que demanda la necesidad de que el velar por sus derechos no se convierta en una simple fórmula, o (si hemos de emplear la terminología del Tribunal Constitucional en su Sentencia de 5 de julio de 1982), en un «munus honorificum», desprovisto de auténticas garantías materiales. A la Ley no puede bastarle que el juicio sea, formalmente hablando, irreprochable; y, desde luego, a la Justicia le interesa que sea, sobre todo, materialmente justo. Cuando, correctamente a mi entender, se designa de oficio a un letrado para cada uno de los acusados en un proceso penal que no hayan acudido a un abogado de su elección, no se está propugnando en modo alguno la incompatibilidad de sus respectivas defensas: se está respaldando el triple mandato legal interno; constitucional e internacional (4) que prescribe el derecho de todo encausado a ostentar su propia defensa y a que ésta sea efectiva. El prejuicio se produce precisamente en el caso con(4) Además de los preceptos de la Ley procesal, de la Constitución y del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos que se citan en este comentario, en el artículo 6°, punto c) del Convenio para la protección de los Dere-' chos Humanos, ratificado por España el 24 de noviembre de 1977, se estipula, como derecho mínimo de todo acusado, «el de defenderse por sí mismo o ser asistido por defensor de su elección, y si no tiene medios para pagarlo, poder ser asistido por un abogado de oficio gratuitamente...-». Núm. 1.362
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trario, si se parte de suponer que no existen intereses contradictorios entre los acusados, generantes de la necesidad de defenderse por separado. Porque en el caso de que así resulte, incluso a lo largo del juicio oral, aún admitiendo el derecho ulterior de los imputados a pedir una defensa específica, y partiendo de que el alto sentido deontológico del letrado designado para defenderlos conjuntamente también operaría en el sentido de plantear la cuestión de incompatibilidad, ¿de cuáles imputados asumiría la defensa el abogado designado de oficio, y a cuáles rehusaría por incompatibles? ¿Qué criterios se debe seguir para acoger a unos y declinar la asistencia de otros? Y en el caso de que fuese dable resolver correctamnte estos problemas, ¿hasta qué punto se puede asumir solamente la dirección legal de uno o varios acusados, habiendo sido depositario de las confidencias de todos ellos, con intereses' encontrados entre sí? En el artículo 24, párrafo 1.°, de la Constitución se indica que todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión. La afirmación, plenamente válida, tiene que cohonestarse con el purito 2 del mismo artículo, de manera que efectiva ha de ser asimismo la tutela jurídica prestada a los interesados en un proceso por la asistencia letrada que se reciba. Resultaría sencillamente ridículo que el desarrollo del principio general enunciado en el punto 1 del artículo 24, hubiese de protegerse con menos rigor en el párrafo siguiente, y que la «tutela efectiva» se circunscribiese a una genérica actuación de los jueces y tribunales, quedando excluida de su ámbito la asistencia y defensa letrada en el curso de un proceso penal, cuando es precisamente esa asistencia letrada el arma más idónea para conseguir, por parte del acusado, una tutela efectiva de su derecho. En realidad, ese precepto de la Constitución no hace sino ajustarse a lo que previene el extremo d) del puntó 2, artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 19 de diciembre de 1966, ratificado por España el 2 de abril de 1977, cuando consagra el derecho de toda persona a ser asistida por un defensor de su elección en el proceso penal, o a que se le nombre defensor de oficio y gratuitamente, si careciree de medios para pagarlo. Creo que semejante derecho no puede constreñirse, englobando, «prima facie», al acusado indigente, o renuente a su ejercicio, dentro de un grupo que ha de ser asistido por un sólo letrado. La Sala Segunda del Tribunal Supremo, interpretando el artículo 24 de la Constitución, se ha inclinado sin vacilar por la tesis de que la tutela judicial efectiva se ha de proyectar en el ámbito de la asistencia letrada, cuendo declara (5) que esa efectividad envuelve «la exigencia de unas formas procesales que garanticen la igualdad de las partes en sus posiciones de acusación y defensa», cuya omisión puede dar lugar a la nulidad de actuaciones, incluso acordada de oficio por el Tribunal, siempre que se presuponga un grave quebranto de las formalidades que sean esenciales
(S) Sentencia dé 10 de noviembre de 1982, especialmente Considerandos segundo y tercero. Núm. 1.362
—6— para garantizar una protección eficaz de los sujetos del proceso, ya sean acusados o acusadores. Y el Tribunal Constitucional, en Sentencia de 24 de julio de 1981, otorga amparo por violación de derechos constitucionales al anular, como decisión que ha impedido el ejercicio de los mismos la que veda el servirse de letrado o procurador de la elección del acusado: «Por lo que el derecho a la defensa y asistencia de Letrado, consagrado en el artículo 24.2 de la Constitución interpretado de acuerdo con los textos internacionales mencionados (se refiere al Pacto de 19-12-66 entre otros), por imperativo del artículo 10.2 de la misma, comporta de forma esencial el que el interesado pueda encomendar su representación y asesoramiento técnico a quien merezca su confianza y considere más adecuado para instrumentar su propia defensa...». E insiste en la Sentencia de 5-7-82, en que la pasividad del titular del derecho de asistencia letrada en el proceso penal «debe ser suplida por el órgano judicial (arts. 118 y 860 de la L. E. Cr.), para cuya propia actuación, y no sólo para el mejor servicio de los derechos e intereses del ofendido, es necesaria la asistericia del Letrado. Esta regulación tradicional responde a la concepción también tradicional del Estado de Derecho, en la que éste se entiende realizado con el mero aseguramiento formal de los derechos fundamentales. En cuanto esta concepción tradicional del Estado de Derecho no agota la noción de Estado Social de Derecho que incorpora nuestra Constitución, es evidente que las normas existentes sobre asistencia letrada han de ser reinterpretadas de conformidad con esta última y completadas. La idea del Estado Social de Derecho (art. 1.1 de la Constitución Española) y el mandato genérico del artículo 9.2 exigen seguramente una organización del derecho a ser asistido de Letrado que no haga descansar la garantía material de su ejercicio por los desposeídos en un «munus honorificum» de los profesionales de la abogacía, pues tal organización tiene deficiencias que desgraciadamente han quedado muy de relieve en el presente caso...-». Me parece que la necesidad de que el nombramiento de Abogado de oficio represente una plena garantía para el encausado no puede ser más evidente, y que esa garantía difícilmente puede entenderse otorgada de modo efectivo, si se transforma el derecho esencial de cada uno de los acusados a ser defendido por Abogado de su elección, caso de no ejercicio del mismo por imposibilidad o pasividad, en la obligación de someterse a una dirección letrada única, aún cuando la incompatibilidad entre las posiciones de los encausados no se haya hecho patente por el momento. Se podrá argüir, probablemente, que dos o más inculpados en un proceso penal pueden acogerse, por voluntaria elección, a una sola dirección letrada, tanto si la coincidencia de sus intereses es absoluta en el caso concreto, como si se produce un desacuerdo posterior que haga inviable la defensa conjunta, planteándose los mismos problemas que cuando ello ocurre bajo el asesoramiento de oficio. Todo ello es muy cierto; pero siempre subsiste el hecho indudable de que al designar, directa y libremente, a su defensor, ejercitarán los coacusados un derecho legal y de indudable trascendencia constitucional, cuyas posteriores incidencias no Núm. 1.362
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pueden afectar a la validez de la designación libremente efectuada en su momento, ni a la escrupulosa corrección de la resolución que la tuvo por designada. El eventual perjuicio que pueda ocasionarse a quienes ejercitaron libremente su derecho, sí preciso fuere desglosar sus respectivas posturas, o la demora procesal que ello acarrea, solamente a los encausados podrá serles achacada. Cuestión profundamente distinta es el someterles «a priori» a una defensa compartida, que puede no ser deseada y, sobre todo, jurídicamente imposible, resultando harto problemático, por otra parte, el conocimiento que se puede suponer al imputado (las más de las veces indigente e ignorante) de su derecho a rehusarla desde un principio.
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