_ En casa tengo Terfenadina_ responde León mientras amasa bunda de uno y le recomienda ir al gimnasio porque uno lo tiene blando

Decímelo en mejicano Sabrina Gross DECÍMELO EN MEJICANO Cuando uno va subiendo la escalera espiral donde apenas entra el cuerpo de un anoréxico, y

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Decímelo en mejicano

Sabrina Gross

DECÍMELO EN MEJICANO

Cuando uno va subiendo la escalera espiral donde apenas entra el cuerpo de un anoréxico, y está por el escalón número 50 y sabe que le falta pisar 100 escalones más cubiertos de plumas y cagadas de pájaro. Y mira para arriba y solo ve escalones de hormigón gris y telarañas y alguna paloma muerta. Y mira para abajo y hay solo tres escalones que terminan en una pared de ladrillos a la vista mal revocada que sirve para atajar los cadáveres de los que se animan a subir pero que mirar para los dos lados los marea hasta el infarto. Cuando uno va subiendo el escalón 51 de la torre de la iglesia que lleva a la terraza, empieza a sentir que se asfixia. Hay luz, eso sí. Y no hace frío. Entonces uno piensa que cuando llegue a la terraza el sol, que ahora debería darle en la espalda, le va a dar en la cara. Pero la claridad del tubo escalonado hace que uno desee que la luz se apague y que el mundo viva a oscuras. Hay un hueco que hace de ventana en el escalón 53. Cuando uno se asoma por curiosidad y escucha el eco de su propio suspiro piensa que sería mejor no ser curioso. Sin embargo, ve a muchos metros de distancia dos ataúdes : uno blanco y uno negro. El negro es el doble del tamaño del blanco y si de tan curioso no puede dejar de mirar, uno ve que el blanco no tiene flores, tiene una muñeca pelirroja. Un puede tropezarse en el escalón 54 y si lo hace, se cae de espaldas por el hueco que hace de ventana, que es lo suficientemente grande como para que un obeso pase, y termine acompañando a los muertos. Las ventanas dan aire, esta muestra una salida. Cuando en el 55 uno sabe que no puede subir más, que el cuerpo que descuidó no lo ayuda y siente que es el fin, decide tropezarse en el 54 y caer por la ventana, porque las vueltas dan vuelta entre las vueltas y en círculo y uno cree que nunca va a salir, que está metido en la paradoja y que el destino es dar vueltas o morir. Cuando uno elige tropezarse, debe bajar un escalón. Pero ahí es donde están las manos de León que, apoyándose en la bunda, empuja a uno para seguir subiendo. Entonces uno se da cuenta que no es el único que sube una escalera en espiral de casi doscientos metros de escalones y, que no es el único que se asfixia dando vueltas y vueltas. Uno se da cuenta que está acompañado por León y eso se merece una sonrisa de labios violeta. Silencio también, porque ninguno de los dos sabe si van a llegar hasta arriba. Uno no lo sabe, pero León grita que sí, que suba despacio, pero que suba, que allá vamos a poder respirar, y que nos vamos a poder sacar las plumas grises y suaves de las palomas que se nos metieron en la nariz. _ Soy alérgica a las plumas_ comenta uno con poco aire, mientras sigue pensando que era mejor matarse en el 54. _ En casa tengo Terfenadina_ responde León mientras amasa bunda de uno y le recomienda ir al gimnasio porque uno lo tiene blando.

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Uno estornuda y estornuda y estornuda, y necesita un pañuelo con urgencia. Ahora que recuerda que no está solo, uno le pide a León un pañuelo. También que lo empuje, que lo espere, que lo ayude, que le preste sus pulmones, que le hable, que no le mienta, que le suene la nariz, que lo trate bien, que le deje de tocar el culo, que lo cuide, que no lo abandone. León contesta a todo que sí, que él quiere llegar hasta arriba con uno. Y que cuando llegue a la terraza va a prender un charu y se lo va a fumar con uno. Porque ver todo desde ahí con un charu, tiene onda. Uno escucha, y transpira, y siente que le baja la presión. Uno se caga en el charu por ahora, pero sabe que si dice lo que siente, León lo deja solo a uno. Ahí, en el medio del espiral, uno tiene que saber andar solo. Pero uno no sabe. En el escalón 60, uno siente volar el pelo por el viento que viene de arriba, y ve también que no hay tantas telarañas entre los ladrillos, y que las palomas ya no están muertas en los escalones, sino que vuelan sobre la cabeza de uno. Y lo cagan en las manos. Aparece otra ventana, pero no hay tumbas abajo. Uno no mira para abajo porque tiene miedo de marearse y sabe que está León a unos pocos escalones, que no va a dejar que uno haga una locura que no sea de las que a él se le ocurran, como esta. Las locuras de él no terminan, las de uno siempre buscan terminar de una vez por todas con todo. _ Estoy muy cansada_ dice uno como puede. Pero la voz de León que uno siente entre las piernas, dice que si dejo ahora no me lo voy a perdonar nunca. Y como si eso fuera poco, uno escucha el eco de la voz de León, como la de Narciso Ibañez Menta en “El pulpo negro”, que repite la frase y resuena el perdón, perdón, perdón, perdón... Es lógico que le retumben esas palabras en la cabeza hasta el escalón 75, y es lógico también que uno piense cuántas veces pidió perdón, cuantas no lo hizo, a quién tiene que pedirle perdón de ahora en adelante, y cómo tiene que hacer para que le pidan perdón a uno. Nadie tiene que pedir perdón por nada, concluye uno. Aunque sabe que en la práctica es diferente. Pero esas afirmaciones teóricas de León le sirven para resolver las ideas que se le cruzan a uno cuando sube las escaleras de un iglesia. Faltan menos de veinte escalones y uno sube gateando. León se ríe, pero también gatea. Uno siente que el cuerpo no le responde y que se trata de eso. De sentir que uno no tiene cuerpo y que está en la terraza de la Catedral, viendo la ciudad entera. Tampoco puede pensar, está demasiado cansado y pensó mucho sobre el cansancio. Sin el cuerpo y sin la mente, uno mira asombrado el paisaje. Parece un plano viviente. En el horizonte, una línea negra rodea la ciudad. Es un círculo negro, que empieza en la llama del fosforito de YPF y termina en el mismo lugar. A uno se le puede ocurrir que es la capa de ozono, que cubre a la ciudad todas las noches. Pero teme decirlo, por si es una burrada. Debe decir que es el smog. Cuando uno escucha la voz de León, uno sabe que tiene otro sentido despierto. Y que lo oye.

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_ ¿Ves esa mancha negra que está allá?_ pregunta León y señala con un dedo lo que uno estaba mirando. _ Sí_ contesta uno sabiendo que va a obtener la respuesta correcta. _Es la capa de ozono, tapa a la ciudad todas las noches, antes de que todos se duerman_ afirma León prendiéndose el charu. _ Por eso las noches son tan oscuras en invierno. _ Claro, por la capa. _ Y por eso la mugre es oscura. _ Claro, porque la capa está sucia. Era una respuesta razonable. Era la respuesta que uno esperaba escuchar en ese momento. Comiéndose a la cuidad desde el techo de una iglesia, uno sabe que podíamos quedarnos horas y horas ahí arriba, que nadie iba a molestarnos. Nadie sabía que habíamos subido de contrabando y estabamos disfrutando del mejor paisaje. Nadie sabía quiénes éramos y a nadie le importaba que dos personas hablaran sentadas en la cornisa de la Catedral. Ni siquiera nosotros sabíamos de qué hablábamos. Sólo nos decíamos cosas. Uno no suele acordarse de esas charlas, pero tampoco es lo importante. Estábamos sentados, hablando, fumando, con los pulmones recuperados, y queríamos quedarnos. Estábamos juntos, León me tenía y yo lo tenía a León. Teníamos tiempo, nadie nos apuraba. León tenía obligaciones, sí, trabajaba de...no sé...Pero ese día estaba ocupado en enseñarme la ciudad y ese era el único recorrido. Queríamos quedarnos así hasta ver cómo se movía la capa de ozono cuando llegara la noche, desde el horizonte hasta la Plaza Moreno, y bajar corriendo las escaleras que nos había costado años subir, para que nos tapara la cabeza como cuando una madre tapa con una campera gigante a su hijo que se queda dormido en un casamiento. _ ¿Y quién es Ozono?_ pregunta uno. _ No sé quién es, presentámelo, muñeca_ contesta alborotado León. _ Es el héroe de un comic_ contesta uno. _ No, mejor que sea tu hermano. ¿Y por qué no? Ahora uno tiene un hermano que se llama Ozono. León me pedía que le hablara de Ozono, pero la historia no era de las más afortunadas, porque Ozono no era un buen tipo. No porque fuera borracho, mujeriego y jugador, sino porque se había enamorado de su hermana, y se lo había dicho. Esas cosas para uno, según León, deben permanecer enterradas. Si uno sabe que decir eso le hace mal a otro, hay que plantar la semilla en la tierra, esperar unos meses y hasta que crezca la planta sin decir nada. _ Como el laurel_ dice uno. _ Como al Yuyo_ dice León y mueve la cabeza mientras se acuerda de una historia triste.

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_ No, no es triste. Otro día te la cuento. ¿Cómo sigue? _ dice León. Ella también estaba enamorada de Ozono. Pero como su hermano era un hombre prohibido, se había hecho pasar por otra mujer y se habían encamado un par de veces. Un día, que ella se había quedado dormida, amanecieron juntos. Ella siempre se escapaba de él durante la noche. Y antes de irse, lo besaba y lo tapaba con su capa negra. León sonrió cuando la capa cobró vida y todo empezó a tener sentido: la iglesia, la noche, la capa, ozono, él, yo. Pero ese día, él se despertó antes que ella pensando en su hermana. Deseaba amanecer abrazado a su cuerpo más que al de cualquier otra mujer. Pero como en ese momento no tenía otra más que la reventada que se le había metido en la cama, aprovechó y pasó el rato. Empezaba a pasarle la lengua por los pies, por los tobillos, por la pierna derecha, cuando vio el tatuaje del caballo de mar. Y se dio cuanta que se había cojido a su propia hermana. Tomó la capa y huyó, huyó, y huyó. Sin saber por qué huía, no era del tipo que se preocupaba por el incesto. Sin saber tampoco hacia dónde iba. Ella seguía dormida. Esa noche había sido una de las más salvajes y estaba agotada. Cuando se despertó y vio que Ozono no estaba, y que ya era mediodía, se dio cuenta de que la había descubierto. Entonces se vistió con un pantalón de Ozono, que a ella le quedaba chico y le marcaba demasiado el culo, y huyó y huyó y huyó. Sin saber a dónde, ni porqué. Solo sentía una profunda vergüenza. Corrió por la ciudad, cruzando las calles sin mirar, a horas pico, deseando que la pisara un 214 y que un 273 chocara al dosca y explotara el mundo entero con ella muerta y reventada como un sapo en el medio de la 7. Muerta y reventada de tristeza por haberle mentido a su hermano y por no haberle dicho nunca que estaba enamorada de él. _ Ozono no es tu hermano, dije yo que podía ser, todavía podés decírselo. ¿Dónde está?_ pregunta León prendiendo el segundo charu. _ Ozono no existe y yo no lo amo. _¿No? _ No. _ Estaba pensando...no te compres pantalones ajustados. Ya sé que te salen más baratos pero te hacen un culo choto y además duran poco tiempo. _ Bueno, como quieras.

Uno siente una presencia cuando alguien pega los ojos en su espalda y no deja de mirarlo. Pero arriba de la Catedral, los únicos que podían mirarnos eran los pájaros, o las chapas y las maderas que estaban en el piso. Sin embargo, un hombre, vestido de policía, se apoyaba en una madera para tratar de respirar. Pero dudaba. No sabía si respirar o pedirnos los documentos o pedirle al otro disfrazado que nos arrestara. Le dimos algo de tiempo. Nos bajamos de la cornisa con calma. Yo les di conversación y los ayudé a sentarse, mientras León escondía el tercer charu abajo de unas piedras. Pensaba en volver a buscarlo al otro día.

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Una vez repuestos nos dijeron que era ilegal que estuviéramos ahí arriba, que estábamos usurpando la casa del Señor. _ ¿Del mío o del tuyo?_ pregunta León. _ Del de arriba_ contesta el policía. _ ¿ De qué están hablando?_ pregunta uno. _ De nada, este tipo es un degenerado_ dice León y niega con la cabeza. Un encargado nos había denunciado, diciendo que veníamos a robar las chapas del techo porque éramos vagabundos. Era una buena idea la de ser vagabundos, pero no. Tampoco teníamos ganas de bajar dos cuadras de escalones asfixiantes con semejantes chapas, aunque me emocionara el hecho de pensar en vivir con León debajo de una chapa. Como los indios, pero más avanzados. Pensé que podíamos hacerlo, la convivencia podía resultar maravillosa. Pero desgraciadamente teníamos un departamento de tres ambientes con balcón. Aunque poco a poco se estuviera derrumbando. La cuestión es que como yo era menor y no tenía documentos, y él mayor, y tampoco tenía, y encontraron el faso, y él era el responsable de mis actos, fuimos presos a la primera. Antes de bajar, los chicos le dieron un vistazo a la ciudad y dijeron que les hubiera gustado quedarse ahí, alimentándose el espíritu, pero ellos eran policías y estaban cumpliendo con su deber. León les dijo que los entendíamos, pero que me trataran como una dama. “No la vamos a tocar”, dijeron a dúo. Era el segundo día que conocía a León, pero sentía que sí. Sí. De una. Era EL. El era El Hombre. _ Agregále cámara a eso, para crear suspenso, sí ?_ dice León. _ No sé, después lo veo.

León era mi Levi’s. No había vuelta que darle. Y este puede ser el segundo comienzo de la historia. Era el mejor pantalón que había tenido en mi vida. Ajustado en la cadera, talle bajo, suelto en las piernas, con patas anchas, azul oscuro, y según León, me hacía el culo ideal, el que le gusta a todos los hombres: rellenito y pomposo, pero firme. Talle 36. Ni muy grande ni muy chico, por si adelgazaba o engordaba un par de kilos. Era el jean más caro, pero el que los nietos te piden que busques en el ropero cuando, los viejos pantalones de la nona se ponen de moda. Era eterno. Y yo lo amaba. No porque fuera un Levi’s, en ese momento sabía muy poco de marcas, si no porque había sido el primer regalo que me había hecho él. León estaba en todo lo mío. Sabía que me gustaban las tostadas con dulce de leche a la mañana, entonces ni bien se levantaba, antes de irse, me dejaba el desayuno sobre la mesa. También sabía que al mediodía prefería comer bien, entonces se escapaba del trabajo y almorzábamos comida comprada. No confiaba en mis artes culinarias y tenía razón, en la cocina yo solo sabía lavar los platos y guardarlos. A la tarde, paseábamos, mirábamos películas, escuchábamos música, hablábamos. Yo había dejado la escuela y no hacía nada. No quería trabajar. Solo quería dormir y 5

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dormir. Comer y dormir. Era una larva. El no hacía otra cosa para no dejarme sola, él me quería enseñar todo lo que sabía. Quería que fuera él, pero en mujer. Y el proyecto me entusiasmaba. Además, cuando veía a mis antiguas amigas, no decía más de dos palabras seguidas sin pronunciar su nombre. Y ellas me preguntaban ¿te encamaste o no te encamaste? No, porqué. Ay, qué ingenua que sos, un tipo de 30 que te agarra en la calle, te ve llorando, toda mojada por la lluvia, te lleva a la casa, el tipo te quiere para algo, tontita. No me quiere para nada, me quiere y punto. Nena, vos sos una pendeja, te va a prostituir. No me va a hacer nada, estamos viviendo juntos y nos vamos a casar. Si, seguro, mandanos la invitación cuando quieras. Risas, carcajadas, se prenden un pucho, miran el orto de Marianito Larralde y del hermano que están en la vereda de enfrente de la escuela, y vuelven al ataque. ¿Cuándo vas a volver a tu casa? Nunca más. Ese era el trato con mis amigas. No pensaba en casarme ni nada, pero era cierto, ¿qué carajo teníamos que ver León y yo?. Hacerle esa pregunta a León era bajar la teoría a la práctica, volver el sueño realidad, o convertir la realidad en una pesadilla. Sabía que la respuesta podía ser que yo era Zimba, el leoncito que iba a ser el rey de la selva, y que él era el fantasma de mi padre que me cuidaba desde el cielo. Se olvidaba de decirme que se había muerto por culpa mía, pero yo tenía que ser feliz. También podía decirme que yo era la Lolita de Nabokov y que él era el degenerado, depravado y desesperadamente enamorado animal Humbert Humbert, que mataría a todo ser humano que se metiera entre nosotros. No tenía sentido preguntarle qué era yo para él, ni mucho menos quién. No me iba a decir nada en términos reales. Cuanto mucho, me diría que yo era su dulce de leche de la mañana. Y eso era para mí, toda una responsabilidad: no podía faltar ni un solo día el dulce de leche en la boca de León. Era una promesa de amor eterno y no había necesidad de decírselo a nadie. El quería hacer de mi otra persona, su alter ego, o algo así, mientras tanto yo cruzaba la calle hasta el almacén y compraba dos tarros de dulce por semana. Por culpa de León, empecé a apegarme a las cosas, y después a encariñarme. Yo no quería a nadie. Primero quise su departamento, el primer día que me llevó. Después me gustó que secara mi ropa sobre el horno. Después quise el levi’s que me regaló, después el dulce de leche, después las escaleras asfixiantes, después la ciudad, que hasta ese momento despreciaba enormemente y no hacía más que decir que me iba a ir de este lugar de mierda. Y después lo quise a él. Mucho. Pero vamos por partes. León estaba en todo lo mío, pero yo no estaba en todo lo de él. Para mí, él era “El exorcista”, ida y vuelta, leído de noche, alumbrado con una vela y sin luces en el resto de la casa. Era pesado y largo como “Sueños” de Akira Kurosawa, que me la hizo ver cinco veces en tres días, una de las últimas películas que más le gustaban. De vez en cuando él era James Brown y yo Aretha Franklin o al revés, él a veces cantaba “Think” con voz de mina y yo lo observaba asombrada. Y lo admiraba. Un día quiso ser Iggy Pop. Me había cambiado la onda y a mi no se me ocurría quién podía llegar a ser. No me sentía tan rebelde pero me tocó ser Patty Smith. Cantábamos y bailábamos en el primer piso del departamento. Nos quedábamos sin voz, tratando de sacar los tonos de oído, porque ninguno de los dos teníamos la más puta idea de música. El piso temblaba y los vecinos, todos estudiantes, ponían la música más fuerte y se hacía una mezcla de tango, rock n’roll y cumbia, que te hacía estallar los oídos. Pero gritábamos más y más. Había que ganarle a los equipos de música, había que hacer que nos escucharan, éramos cantantes y estábamos diciendo algo. No entendíamos un pomo de inglés, pero era algo importante. Adentro de nosotros había alguien que no entraba en nosotros y 6

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que lo teníamos que dejar salir, entendés, costara lo que costara. Aunque fuera sólo un instante, y después nos quedáramos sin voz. Si eso pasaba, León lo tenía todo preparado : nos prendíamos uno y nos sentábamos en el balcón, que se caía a pedazos, a esperar. Como cantábamos durante la noche, nos sentábamos hasta la mañana. Si el balcón no se caía por nuestro peso esa noche, era porque no nos iba a pasar nada. Al menos ese día volvíamos a ser inmortales, y el monstruo que llevábamos adentro ( que yo no sabía que tenía hasta que conocí a León), tenía que aprovechar la oportunidad de hablar, de ser, de vivir. Si el balcón no se caía, y la esquina de 51 y 16 no aparecía en las fotos del diario de la mañana, había que vivir. Había que hacerlo. ¡HABIA QUE HACERLO! _ Ese es el pie, León, ¿qué te pasa? _ No, nada, me fui...Disculpáme, dale. _ Bueno.

Si el balcón no se caía, y la esquina de 51 y 16 no aparecía en las fotos del diario de la mañana, había que vivir. Había que hacerlo. _ Hacélo, dale _ dice León tragando saliva y se levanta del banco. Mira el lago del bosque que está iluminado. _ No, acá no. _ Sacámela que reviento_ dice León desabrochándose el cinturón, agitado. _No _ SA-CA-ME-LA _No quiero que nos vean juntos. _ Bueno, vamos a la gruta.

Fuimos. Había que hacerlo, era una señal del destino. El sabía vivir, vivía bien. Yo estaba aprendiendo. Cuando conocí a León, me acuerdo que llovía y yo me había escapado de mi casa por enésima vez, por alguna razón que ahora no me acuerdo. Seguramente no era real, si no León no me hubiera ayudado. Pero no volví nunca más, solo paso a saludar para las fiestas. El me dijo _ Hace una cuadra que vengo pensando que necesito encontrar urgente a la mujer de mi vida. ¿Tenés algo que hacer? _ No, pero odio a los hombres. Son una mierda.

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_ ¿Y yo qué tengo que ver? _ Sos hombre, mierda. _ Sí, pero necesito una mujer. _ Yo no soy ninguna puta _ Bueno, capaz que te puedo enseñar algo. Nos reímos por las ocurrencias taaan locas, y así fue, yo era la mujer de su vida y él era el hombre de mi vida. Esa noche vimos “Los puentes de Madison” e hicimos la escena de la bañadera. Yo era Meryl Streep y él era Clint Eastwood. Estabamos los dos, desnudos en el agua, como dos bebés que juegan sin saber que pueden ahogarse. Eramos personajes. Yo era un personaje de él, que había cobrado vida. Una mujer vieja que lo hacía llorar porque en vez de elegir el amor, y abrir la puerta de esa camioneta maldita, y correr a buscar al fotógrafo que huía de allí para olvidarla, se quedó con el marido y fue al supermercado. ¡Fue al supermercado con el marido en vez de correr a sus brazos! Era una escena injusta e inexplicable. Me quedaron muchas dudas después de ver ese sacrilegio. Ella tenía que irse con él. DEBIA HUIR CON EL. No podía existir el marido. _ Podemos matarlo_ le propongo a León. _ No, tanto no. ¿Por qué no apagamos el televisor?_ contesta.

Esa tarde también llovía en la película, pero nosotros no hacíamos esa escena, no llegábamos al llanto, ni a la despedida. Nosotros nos quedábamos haciendo el amor. Toda la santa tarde. Qué importaba quiénes éramos, ni qué éramos. El era dragón de madera, yo era serpiente de fuego. Dos animales unidos por lo animal y por lo sagrado. León era fanático del horóscopo chino, después como era lógico, yo también lo fui. Si dejábamos de ser animales, éramos sagrados y si dejábamos de ser sagrados, seguíamos siendo animales. Siempre íbamos a estar unidos por algo. _ Al pedo_ dice uno. _ ¿El qué? _ Creer en el horóscopo. _ Bueno, pero es el chino. _ ¿Y qué me importa? _ Si no creés en el horóscopo chino, no creés en mi, y si no crees en mí, andáte de mi casa. _ Lo tenés que decir más enojado para que me agarre miedo. Tirame el pie. _ ¡Andáte de mi casa! _ Te creo. Te juro que te creo. 8

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Y haciendo el amor como animales pasábamos tan bien las tardes. Y cuando me acordaba de mis amigas pensaba que tenían razón, que el tipo de 30 se había abusado de una menor, pero me encantaba. Mi vida era la película que más me gustaba. Yo no quería avanzar ni retroceder. Tampoco quería salirme del guión, las líneas me reconfortaban. Así estaba bien. Pero un día, y siempre tiene que haber “un día” y un “pero”, después de un año de ser la mujer de su vida, algo cambió. Tenía puesto mi levi’s duracel, que ya estaba un poco gastado, pero resistía cualquier batalla. Era primavera y había recitales por todos lados, la vida estaba afuera y hacía un año que yo había dejado de pensar en matarme. Ya era de él, o era él en mujer. La ropa, los perfumes, los gustos y los gestos (también me había enseñado a histeriquear) eran los que él hubiera querido tener si no hubiera nacido con pito. Estaba pelirroja y caminaba con la espalda derecha. Era sencilla pero sensual. No muy inteligente, ni muy conversadora. Piola. Como él. León dormía abrazado a la almohada y yo preparaba las tostadas con dulce de leche ( había empezado a ser útil) cuando un hombre golpeó la puerta del departamento. Abrí. El tipo, que era un urso, me empujó y se fue directamente a la pieza. Sacó a León de la cama y lo cagó a trompadas. Cuando estaba casi inconsciente, con sangre en la boca y con los ojos que le saltaban, el tipo le informó que había hecho eso porque León lo había engañado y vivía con una mujer. _ Es mi hermana_ dijo como pudo León mientras se acomodaba la mandíbula y se agarraba la cabeza. _ Soy la hermana_ dice uno cuando tiene que cambiar de roles en el medio de una improvisación. Y uno saca a golpes al hombre del departamento hablando de una denuncia, y de policías y de lo que se le ocurra en el momento. Uno es actor, tiene todos los sentimientos y todos los pensamientos. Porque León me los dio, me los regaló. Yo era la mujer de su vida, sí, estaba claro, eso estaba bien. Si podía ser la mujer de su vida, también podía ser su hermana, su madre, su bisabuela, su perra, su máquina de sacar fotos, su boca, qué se yo... Fuimos al hospital y estuvo una semana más en cama. En esos siete días, no escuchamos música, no hablamos, no salimos. La historia era en silencio y casi sin mirarnos. El no podía abrir los ojos por la hinchazón. Y yo le ponía hielo hasta que se derretía y se mojaba y protestaba y lo secaba y otra vez, hielo. Pensé que todo podía volver a ser como antes. Yo podía perdonarlo. Yo podía decirle que lo amaba. Si podíamos inventarnos, también podíamos borrarnos o corregirnos. No sabía qué hacer, ni qué era lo importante. Sólo sabía que iba a hacer todo lo posible porque lo que había pasado fuese un chiste, una canción en inglés o en alemán, o un cuento chino. Que esas piñas no hubiesen sido reales. Que ese hombre nunca hubiera aparecido. León sacó del placard una peluca azul y se la puso. Y sacó un par de tetas rellenas y me dijo que “en realidad”, de vez en cuando las usaba. Que esas cosas no le gustaban pero que a su novio, el que lo había cagado a trompadas, sí. Yo tenía que entender. Yo entendía, sí, pero ya había pasado, teníamos que pensar en otras cosas, en qué íbamos a comer a la noche, o que película íbamos a hacer a la tarde. _ Ninguna más, muñeca_ dice León y se le caen las lágrimas. 9

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_ ¿Y ahora qué hago yo?_ pregunta uno.

Cuando uno ve a León caminar por la avenida 51 entre los tilos, con un bolso en la mano, pateando las hojas secas que quedaron estancadas en los charcos del invierno, y se da vuelta y saluda con la mano y señala la torre de la Catedral, uno sabe que el hombre de su vida va a buscar al hombre de su vida. León necesita un hombre, una mujer y dos vidas. Pero a mi me dejó el departamento. Uno sabe también, que hay que llamar a un albañil cualquiera para que arregle el balcón porque uno puede seguir esperando hasta caerse. Para uno sin León, es mejor que el balcón no se caiga. Uno duerme en la noche si puede, y come si se acuerda y piensa en volver a dar vueltas, y vueltas, alrededor de la cama. En hablar con sus antiguas amigas que usan varios pantalones que les revientan el culo y decirles el loco se fue. El loco me dejó. No me quiso. ¡No me quiso, loco! ¡Se fue! Y yo lo amo, yo lo quiero loco. Te amo. Amo al loco, loco. Te amo. Te amo. Te amo. Te amo con locura. _ Está bien así, pero decímelo en mejicano_ dice León sentado en el inodoro, limándose una uña. _ ¡Yo le amo, señor!_ dice uno en un intento desesperado, y se estira el cuello de la remera hasta las tetas para que le crea que le está diciendo la verdad y que está gritando. _ Eso es cubano_ dice León. _ Sí, ya sé, no me sale_ dice uno y se va. _ ¿Y ahora cómo sigue? En hablar con sus antiguas amigas y decirle que...Pero uno no se lo dice a él, no se lo dice. A ellas tampoco. Porque uno se olvidó una parte del libreto en el almacén, y perdió la oportunidad. _Porque uno se comió la galletita. _Ordinario. _ Guarango. _ Sí, malambo. _ Sí, mambo. _Vamos a bailar. _ Vamos. Entonces se apretujan y bailan lento, abrazados. León le acaricia a uno la cara y el cuello, como si fuera bueno. Uno se acuerda del león del zoológico, que iba y venía encerrado en la jaula al ritmo

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de una canción que no me acuerdo. Uno quería meter la mano entre los barrotes para tocar el pelo del animal, y si podía, meter la mano en la boca y sentir la temperatura de los dientes. _ Me voy a hacer un shorcito con el levi’s_ dice uno al oído de su hombre. _¿Qué le pasó? _ Me lo olvidé en el horno. Pero en el zoológico siempre había un padre que le decía a uno que no. NO. ¡Nooo!, justo cuando la mano se estaba acercando. Afuera, por el balcón se ven luces y se escuchan los autos. ¿Quién fue el que dijo algo de que las noches son silenciosas? _ El Yuyo_ dice León. _ El Yuyo, cierto...Nunca me contaste esa historia. _No. Pero uno no se lo dice, porque el resto no es real, y no existe.

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