EXPLORANDO EL FUTURO

EXPLORANDO EL FUTURO Donald A. Wollheim Terry Carr Título original: The World's Best Science Fiction: 1966 Traducción: M. Blanco © 1966 Donald A. W

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Story Transcript

EXPLORANDO EL FUTURO

Donald A. Wollheim Terry Carr

Título original: The World's Best Science Fiction: 1966 Traducción: M. Blanco © 1966 Donald A. Wollheim y Terry Carr © 1976 Ediciones Dronte Argentina. Edición digital: Umbriel R5 11/02

ÍNDICE Velero solar (Sunjammer; 1964) Arthur C. Clarke. El reposo del viajero (Traveller's Rest; 1965) David I. Masson. En nuestra manzana (In Our Block; 1965)R. A. Lafferty. El velo rojo (Masque of the Red Shift; 1965) Fred Saberhagen. El brujo cautivo (The Captive Djinn;1965) Christopher Anvil. Punto evanescente (Vanishing Point; 1965) Jonathan Brand. Planeta del olvido (Planet of Forgetting; 1965) James H. Schmitz La visita del dr. Reloj (Calling Dr. Clockwork; 1965) Ron Goulart. Creadores de decisiones (The Decision Makers; 1965) Joseph Green. Segregación (Apartness; 1965) Vernor Vinge. Sobre el río y a través del bosque (Over the River and Through the Woods; 1965) Clifford D. Simak.

VELERO SOLAR Arthur C. Clarke ARTHUR C. CLARKE es bien conocido por los lectores de ciencia ficción: "2001", "Cita con Rama", "Las arenas de Marte", "Naufragio en el mar selenita", "Claro de Tierra", etc., son obras ya clásicas en la literatura de Ciencia Ficción. En 1962 ganó el Premio "KALINGA" que concede la Unesco por la divulgación científica. Fue miembro de la Real Sociedad Astronómica y Presidente de la Sociedad Interplanetaria Británica. En este relato nos da a conocer un nuevo tipo de regatas: veleros espaciales que navegan impulsados por la radiación solar. El enorme disco de la vela se hallaba tenso en su aparejo, henchido ya por el viento que soplaba entre los mundos. Tres minutos después iniciaría su carrera, aunque ahora John Merton sentíase más relajado, más sosegado que en cualquier otro momento del pasado año. No importaba lo que ocurriese cuando el comodoro diera la señal de partida, tanto si "Diana" lo llevaba a la victoria, como a la denota, habría realizado su ambición. Tras una vida dedicada a diseñar naves para los demás, ahora se disponía a conducir la suya propia. —Tenemos dos minutos —dijo la radio de la cabina—. Por favor, confirmen cuando estén listos. Uno por uno respondieron los restantes patrones. Merton reconoció todas las voces — algunas tensas; otras, tranquilas, pues eran las de sus amigos y rivales. En los cuatro mundos habitados apenas había veinte hombres que pudieran manejar un yate solar. Y allí estaban todos, en la línea de salida o a bordo de las naves de escolta, en órbita a veintidós mil millas sobre el Ecuador. —Número uno, Gossamar... ¡listo para partir! —Número dos, Santa María... ¡todo dispuesto! —Número tres, Sunbeam... ¡preparado! —Número cuatro, Woomera... ¡todo en orden! Merton sonrió al oír aquel eco de los días heroicos de la astronáutica. Pero era algo que se había convertido en una tradición del espacio y a veces el hombre necesitaba evocar el recuerdo de quienes le habían precedido en su marcha a las estrellas. —Número cinco, Lebedev... ¡estamos preparados! —Número seis, Arachné... ¡en orden! Luego le tocaba a él, el último de la fila. Resultaba raro pensar que las palabras que pronunciaba desde su cabina iban a ser oídas lo menos por cinco mil millones de personas. —Número siete, Diana... ¡listo para zarpar! —Comprobado, gracias —respondió la voz impersonal desde la lancha del juez—. Tenemos un minuto. Merton apenas lo oyó, puesto que estaba efectuando la comprobación final de la tensión del aparejo. Las agujas de los dinamómetros estaban firmes; la inmensa vela se hallaba tirante, con su superficie de espejo centelleando al sol. Merton, que flotaba ingrávido junto al periscopio, tenía la sensación de que llenaba el firmamento, y en realidad "casi" lo hacía... pues eran cincuenta millones de pies cuadrados de vela los que estaban sujetos a su cápsula por casi cien millas de aparejos. Las lonas de todos los clipers que antaño surcaron los mares de China, cosidas a una sola vela gigantesca, no podrían compararse con la que el Diana había desplegado bajo el Sol. Sin embargo, era poco más consistente que una pompa de jabón porque aquellas

dos millas cuadradas de plástico aluminizado tenían un espesor de sólo una millonésima de pulgada. —"T" menos diez segundos, en marcha todas las cámaras fumadoras. A la mente le resultaba difícil imaginar algo tan enorme y delicado a la vez y más aún el que aquel frágil espejo habría de ser el motor que impulsaría la nave lejos de la Tierra al captar la luz solar. —... ¡cinco, cuatro, tres, dos, uno, corten] Siete cuchillas hendieron los siete tenues cabos que sujetaban los yates a las naves nodrizas que los habían reunido y atendido. Hasta aquel momento, los yates habían ido contorneando la Tierra en rígida formación y ahora empezaron a dispersarse a semejanza de las semillas de polen a merced de la brisa. El vencedor sería el primero que pasara ante la Luna. Al parecer, a bordo del Diana nada sucedía. Pero Merton sabía que sí; aunque su cuerpo no sintiera impulso alguno, el panel instrumental le decía que estaba acelerando a casi una milésima de gravedad. Aquella cifra habría sido ridícula para un cohete... pero era la primera vez que un yate solar la había alcanzado. El diseño del Diana era perfecto; la vasta vela cumplía de acuerdo con sus cálculos. A aquel paso, dos vueltas a la Tierra le darían la velocidad de escape... y entonces podría poner rumbo a la Luna, con toda la potencia del Sol respaldándole. Toda la potencia del Sol... Sonrió veladamente al recordar sus intentos por explicar la navegación solar a los oyentes de sus conferencias en la Tierra. Aquel fue el único medio de conseguir dinero al principio. Podría muy bien haber sido el diseñador-jefe de la Sociedad Cosmodine, con toda una serie de logradas aeronaves en su haber, pero su empresa no se había mostrado precisamente entusiasmada con su idea. —Tiendan las manos al Sol —decía él—. ¿Qué notan? Calor, desde luego. Pero también hay presión... aun cuando por ser tan leve no se percaten de ello. En la superficie de sus manos llega a ser de una millonésima de onza. "Pero, allá en el espacio, hasta una presión tan pequeña puede ser importante... ya que actuaría incesantemente, hora tras hora, día tras día. A diferencia del combustible de un cohete, es libre e ilimitada. La podemos emplear si la deseamos; podemos construir veleros que capten la radiación emanada del Sol. Al llegar a aquel punto de su disertación sacaba unos cuantos metros cuadrados de material y lo arrojaba hacia el auditorio. La película plateada flotaba ondulante como el humo, para elevarse luego lentamente hacia el techo, empujada por las corrientes de aire cálido. —Ya ven cuan ligero es este material —continuaba—. Una milla cuadrada pesa sólo una tonelada y puede acumular cinco libras de presión de radiación. De esta forma empezará a moverse... y podremos conseguir que nos remolque, si sujetamos un aparejo a él. "Desde luego, su aceleración será pequeña... aproximadamente de una milésima de "g", lo cual, aunque no parece mucho, veamos lo que supone: "Pues que en el primer segundo nos moveremos aproximadamente un quinto de pulgada. Como vemos, un caracol robusto podría hacerlo mejor. Pero al cabo de un minuto habremos cubierto seis pies y marcharemos a algo más de una milla por hora, lo cual no está nada mal para algo impulsado únicamente por la luz solar. Al cabo de una hora nos encontraremos a cuarenta millas de nuestro punto de partida y moviéndonos a una media de ochenta. Como recordarán, en el espacio no existe fricción, de modo que cuando uno comienza a moverse ya no se detiene. Quedarán sorprendidos ustedes cuando les diga la velocidad a la que se mueve nuestra nave velera al final de un día de recorrido. ¡Casi dos mil millas por hora!Y si parte de una órbita circunterrestre, como

desde luego ha de hacerlo— puede alcanzar la velocidad de escape en un par de días. ¡Y todo ello sin quemar una sola gota de combustible! Bueno, lo cierto es que al final convenció a todos, hasta a los de la Cosmodine. En el transcurso de los veinte últimos años había nacido un nuevo deporte, llamado "el deporte de los multimillonarios", lo cual era verdad... pero estaba empezando a rendir en publicidad y televisión. En esta carrera se jugaban el prestigio cuatro continentes y dos mundos, y tenía la mayor audiencia conocida en la historia. La salida del Diana había sido buena; llegó el momento de echar un vistazo a los contrincantes. El movimiento era suave. No obstante haber unos parachoques absorbentes entre la cápsula de mando y el delicado aparejo, estaba resuelto a no correr riesgo alguno. Merton se colocó ante el periscopio. Allá estaban sus competidores, semejantes a extrañas flores de plata, plantadas en los oscuros campos del espacio. El yate más próximo, el Santa María, se hallaba a sólo cincuenta millas; parecía la cometa de un niño... pero una cometa de más de una milla de lado. Más lejos, el Lebedev, de la Universidad de Astrogrado, daba la impresión de una cruz de Malta, al parecer las velas que formaban los cuatro brazos podían ser inclinadas para fines de gobierno. En contraste, el Woomera, de la Federación de Australasia, era un simple paracaídas de cuatro millas de circunferencia. El Arachné, de la Sociedad General de Astronáutica semejaba —como indicaba su nombre— una tela de araña... y había sido construida de acuerdo con el mismo principio, mediante lanzaderas-robot, trazando espirales desde un punto central. El Gossamer, de la Corporación Euroespacial, era de diseño idéntico, aunque a escala ligeramente más reducida. Y el Sunbeam, de la República de Marte, era un anillo liso, con un boquete de media milla de anchura en el centro, que giraba lentamente de forma que la fuerza centrífuga le daba rigidez. Merton estaba completamente seguro de que los coloniales se encontrarían en dificultades cuando empezaran a dar la vuelta. Pero esto no ocurriría hasta dentro de otras seis horas, cuando los yates hubiesen recorrido el primer cuarto de su lenta y majestuosa órbita de veinticuatro horas. Aquí, al comienzo de la carrera, todos marchaban en línea recta alejándose del sol... corriendo, por decirlo así, impulsados por el viento solar. Había que cubrir la etapa mayor antes de que los yates se ladeasen al otro lado de la Tierra y enfilaran de nuevo rumbo al Sol. Era el momento de hacer la primera comprobación —se dijo Merton— cuando no existía ninguna dificultad. A través del periscopio efectuó un minucioso examen de la vela, concentrándose en los puntos donde se sujetaba el aparejo. Los cabos de los obenques —estrechas tiras de película plástica— habrían resultado completamente invisibles de no estar revestidos de pintura fluorescente. Ahora eran tensas líneas de luz coloreada, que se desvanecía en cientos de metros en dirección a la gigantesca vela. Cada cual tenía su propia cabría no mucho mayor que el carrete de una caña de pescar. Las pequeñas cabrías giraban continuamente cobrando o amollando cabos, mientras el piloto automático mantenía la vela en ángulo correcto respecto al Sol. Era maravilloso contemplar el juego de la luz solar sobre el gran espejo flexible. Ondulaba en lentas y majestuosas oscilaciones, enviando a la periferia múltiples imágenes del Sol mientras navegaba a través de los cielos, hasta que se desvanecían en los bordes de la vela. En aquella vasta y tenue estructura eran de esperarse tales pausadas vibraciones; por lo general inofensivas, aunque Merton las vigilaba cuidadosamente, ya que podían provocar las catastróficas ondulaciones llamadas culebreos, que podían desgarrar y destrozar una vela. Una vez que hubo comprobado que todo estaba en orden, movió el periscopio en torno al firmamento, para comprobar de nuevo la posición de sus rivales. Era la que esperaba: había empezado el proceso de selección y las embarcaciones menos buenas quedaban

rezagadas. Pero la prueba real comenzaría cuando pasaran ante la sombra de la Tierra; entonces, la maniobrabilidad contaría tanto como la velocidad. Aunque pudiera parecer raro pensar en eso ahora que sólo había comenzado la carrera, podría ser una buena idea echar una cabezadita. Las tripulaciones de dos hombres de las otras embarcaciones podían hacerlo por turno, pero Merton no tenía a nadie para relevarle. Tenía que fiarse de sus propios recursos físicos... como aquel otro navegante solitario, Hoshua Slocum, en su pequeño Spray. El patrón americano circunnavegando la Tierra, a buen seguro no soñaría siquiera con que dos siglos después otro hombre navegaría sin ayuda de la Tierra hacia la Luna... inspirado, por lo menos en parte, en su ejemplo. Merton sujetó en torno a su cintura y piernas las correas elásticas del asiento de la cabina y se colocó en la frente los electrodos del inductor de sueño. Puso el despertador para dentro de tres horas y se relajó. Suave e hipnóticamente, las pulsaciones electrónicas latieron en los lóbulos frontales de su cerebro. Abigarradas espirales luminosas se expandieron bajo sus cerrados párpados, extendiéndose hacia el infinito. Luego, nada... El estridente tintineo metálico del timbre de alarma lo arrancó de su dormir sin sueños; se despabiló al instante y su mirada escudriñó el panel instrumental. Sólo habían pasado dos horas... pero una luz roja fulguraba en el acelerómetro. El impulso descendía, el Diana iba perdiendo potencia. Lo primero que pensó Merton fue que algo le había ocurrido a la vela; quizás habían fallado los dispositivos estabilizadores y se había cortado el aparaje. Comprobó rápidamente los contadores que medían la tensión en los cabos de los obenques. Era raro, en una parte de la vela su anchura era normal... mientras que en la otra el tirón decrecía lentamente aunque a ojos vistas. Adivinando la verdad de pronto, cogió el periscopio, lo enfocó con visión de gran campo y empezó a escudriñar el borde de la vela. Sí... allá estaba la avería, y sólo podía tener una causa. Una sombra inmensa y de recortados bordes había comenzado a deslizarse a través de la reluciente plata de la vela. La oscuridad iba cayendo sobre el Diana, como si una nube se cruzara entre el yate y el sol. Y en la oscuridad, privado de los rayos que lo impulsaban, perdería toda fuerza y derivaría sin remedio por el espacio. Pero, naturalmente, allí, a más de veinte mil millas sobre la Tierra, no había ninguna nube. Si se proyectaba alguna sombra tendría que ser artificial. Merton hizo una mueca al dirigir el periscopio hacia el Sol, después de acoplarle los filtros que le permitieron mirar de lleno su fulgurante rostro sin quedar cegado. —Maniobra 4-a —murmuró para sí—. Ya veremos quién puede jugar mejor este juego. Parecía como si un planeta gigante pasara en aquel momento ante la cara del Sol. Un gran disco negro había mordido profundamente su borde. A veinte millas a popa, el Gossamer intentaba crear un eclipse artificial... especialmente destinado al Diana. La maniobra fue perfectamente legítima en los lejanos tiempos de las competiciones oceánicas, los patrones intentaban a menudo taparse mutuamente el viento. Con un poco de suerte se podía dejar en calma chicha a un rival, con sus velas colgando flácidas... y adelantándosele antes de que pudiera reparar el daño. Merton no pensaba en modo alguno dejarse atrapar con tanta facilidad. Tenía aún bastante tiempo para llevar a cabo una acción evasiva; las cosas discurrían muy lentamente cuando se viajaba en un velero solar. Transcurrirían por lo menos veinte minutos antes de que el Gossamer pudiera deslizarse por completo ante el Sol y dejarle en la oscuridad. El minúsculo computador del Diana —del tamaño de una caja de cerillas, pero equivalente por su eficacia a mil matemáticos humanos— consideró el problema durante

un segundo y seguidamente relampagueó la respuesta. Tenía que abrir los paneles de mando tres y cuatro, hasta que la vela adquiriese una inclinación extra de veinte grados; luego, la presión de la radiación le alejaría de la peligrosa sombra del Gossamer y le devolvería a plena luz del Sol. Era una lástima interferir en el piloto automático, que había sido cuidadosamente programado para dar el curso más rápido posible... después de todo, para eso estaba allí. Aquello era lo que hacía de la regata solar un deporte más que una batalla de computadores. Los cabos de mando exteriores del uno al seis ondulaban voluptuosos como somnolientas serpientes al perder momentáneamente su tensión. A dos millas, los paneles triangulares empezaron a abrirse con pereza, derramando luz solar por la vela. Sin embargo, durante largo rato nada pareció suceder. Resultaba difícil acostumbrarse a aquel mundo de lento movimiento en el que transcurrirían varios minutos antes de que pudieran hacerse visibles los efectos de cualquier acción. Merton comprobó poco después que efectivamente la vela iba inclinándose hacia el Sol... y que la sombra del Gossamer se apartaba, su cono de oscuridad perdido en la más profunda noche espacial. Mucho antes de que se desvaneciese la oscuridad y se hiciera visible de nuevo el disco del Sol, invirtió la inclinación y entonces el Diana recuperó su rumbo. El nuevo impulso le llevaría fuera del peligro; no convenía exagerarlo, y si se hacía excesivamente a un lado trastrocaría sus cálculos. Era otra regla que resultaría difícil de aprender por experiencia. En el espacio tan pronto como se iniciaba un movimiento había que empezar inmediatamente a detenerlo. Volvió a disponer la alarma para la siguiente emergencia natural o artificial; quizás el Gossamer, o alguno de los otros competidores, intentase de nuevo el mismo truco. Había llegado entretanto la hora de comer, aun cuando no tenía mucho hambre. Se gastaba poca energía física en el espacio, y era fácil olvidarse de la comida. Fácil... y peligroso, porque si se presentaba una emergencia era posible que se careciera de las reservas físicas necesarias para afrontarla. Abrió el primero de los paquetes de alimentos e inspeccionó su contenido sin entusiasmo. El nombre de la etiqueta bocadillos espaciales invitaba ya a dejarlo para otro momento. Y tenía serias dudas sobre la promesa que le leía abajo: Garantizado el no desmigajamiento. Se decía que las migajas constituían para los vehículos espaciales un peligro mayor que los meteoritos. Podían verse arrastradas a los sitios más inverosímiles y provocar cortocircuitos, bloquear chorros vitales y penetrar en instrumentos que se suponía debían estar herméticamente cerrados. Sin embargo, las salchichas de hígado se las zampó bastante bien, así como el chocolate y el puré de pina. El envase de plástico con el café estaba calentándose en el hornillo eléctrico cuando el mundo exterior irrumpió en su soledad. Le llamaba el operador de radio de la lancha del Comodoro. —¿Doctor Merton? Si dispone usted de tiempo, Jeremy Blair desearía intercambiar unas cuantas palabras con usted. Blair era uno de los más acreditados comentaristas de noticias y Merton había intervenido varias veces en su programa. Podía negarse a ser entrevistado, desde luego, pero apreciaba a Blair y, como es natural, en aquel momento no podía esgrimir la excusa de estar demasiado ocupado. —De acuerdo —respondió. —Hola, doctor —dijo el comentarista—. Me alegro de que me conceda unos minutos. Y enhorabuena... por ir usted a la cabeza de la competición. —Es demasiado pronto para asegurarlo. El juego no ha hecho más que empezar, como quien dice —respondió cautamente Merton. —Dígame, doctor... ¿por qué decidió usted tripular solo el Diana? ¿Acaso porque no se ha hecho nunca antes?

—Bueno, ¿no sería una excelente razón? Pero no ha sido la única. —Hizo una pausa, escogiendo cuidadosamente las palabras.— Ya sabe usted hasta qué punto el comportamiento de un yate solar depende de su masa. Un segundo hombre a bordo, con todo su equipo, significaría otras quinientas libras. Eso podría suponer fácilmente la diferencia entre ganar o perder. —¿Está usted completamente seguro de que puede manejar solo al Diana? —Razonablemente seguro, gracias a los mandos automáticos que he diseñado. Mi tarea principal consiste en la supervisión y en tomar decisiones. —Pero... ¡dos millas cuadradas de vela!¡No parece posible que un nombre pueda arreglárselas con todo esto!Merton rió. —¿Por qué no? Esas dos millas cuadradas producen un máximo tirón de sólo diez libras. Puedo hacer más fuerza con mi dedo meñique. —Bien, gracias doctor. Y buena suerte. Al terminar su transmisión el comentarista, Merton sintióse algo avergonzado de sí mismo, pues su respuesta había sido sólo parte de la verdad y estaba seguro de que Blair era lo suficientemente listo como para saberlo. Había una razón suprema por la que estaba allí solo en el espacio. Durante casi cuarenta años había trabajado con un equipo de cientos e incluso miles de hombres, ayudando a diseñar los vehículos más complejos del mundo. En los últimos veinte años había dirigido uno de esos equipos y visto volar sus creaciones hacia los astros. Sufrió fracasos que nunca olvidaría, aun cuando él no hubiese tenido la culpa. Era famoso con una carrera de éxitos tras de sí. Sin embargo, nunca había hecho nada por sí mismo; siempre había sido uno de los miembros de un ejército. Esta era su auténtica y última oportunidad de conseguir un éxito individual y no lo quería compartir con nadie. No habría más competiciones de yates solares por lo menos durante cinco años, pues de momento tocaba a su fin el período de calma del Sol y comenzaría el ciclo del mal tiempo, con tormentas de radiación estallando a través del sistema solar. Y para cuando, de nuevo, estuviera él en disposición de aventurarse, sería demasiado viejo. Si es que no lo era ya... Tiró los envases vacíos de los alimentos al dispositivo de desperdicios y volvió de nuevo al periscopio. Al principio sólo pudo divisar a cinco de los yates rivales; no había señal alguna del Woomera. Tardó varios minutos en localizarlo... como un vago fantasma ocultando la luz de las estrellas, prendido en la sombra del Lebedev. Pudo imaginar los frenéticos esfuerzos que estarían realizando los australianos para zafarse de la sombra, y se preguntó cómo habrían podido caer en la trampa. Aquello significaba que el Lebedev era extraordinariamente maniobrable; habría que vigilarlo, aun cuando estuviese demasiado lejos como para amenazar el Diana por el momento. Entretanto, la Tierra casi se había desvanecido, hasta convertirse en un diminuto y brillante arco luminoso que se movía constantemente hacia el Sol. Opacamente perfilado contra aquel arco se veía el hemisferio nocturno del planeta, con los puntos fosforescentes de las grandes ciudades acá y allá, a través de los resquicios que dejaban las nubes. El arco de oscuridad había ya borrado una inmensa sección de la Vía Láctea; dentro de pocos minutos iniciaría su intrusión en el Sol. La luz se iba amortiguando. Un halo crepuscular púrpura —el resplandor de muchas puestas de sol a miles de millas por debajo— tendíase la vela, al deslizarse el Diana silenciosamente hacia la sombra de la Tierra. El Sol se desplomaba por aquel invisible horizonte. Súbitamente cayó la noche. Merton miró hacia atrás, a lo largo de la órbita que había trazado, ya a un cuarto de trayecto en torno a la Tierra. Una a una vio titilar las brillantes estrellas de los otros yates que se habían unido a él en la breve noche. Transcurriría una hora antes de que el Sol surgiera de aquel enorme escudo negro, y durante todo ese tiempo los yates quedarían completamente desvalidos, deslizándose a la deriva, sin energía impulsora.

Encendió el reflector exterior y barrió con su luz la ya oscurecida vela. Los miles de acres de plástico empezaban a arrugarse y a quedar flácidos; los cabos de los obenques se estaban aflojando y había que procurar que no se enredaran. Pero aquello no era nada inesperado, todo marchaba de acuerdo con lo previsto. A cincuenta millas a popa, el Arachné y el Santa María no tenían tanta suerte. Merton supo de sus dificultades cuando sonó la radio en el círculo de emergencia. —Número Dos, Número Seis... aquí Control. Marchan en derrota de colisión. Sus órbitas se interseccionarán en sesenta y cinco minutos. ¿Necesitan ayuda? Se abrió una larga pausa mientras los dos patrones digerían estas malas noticias. Merton se preguntó a quién habría que censurar; quizás un yate había tratado de ensombrecer al otro y no había completado la maniobra antes de entrar ambos en la oscuridad. Y no había tampoco nada que pudieran hacer; iban convergiendo, lenta, pero inexorablemente, incapaces de variar el rumbo ni una fracción de grado. Sin embargo... ¡sesenta y cinco minutos!Eso les sacaría de nuevo a la luz del Sol, al salir de la sombra de la Tierra. Aún tenían una ligera probabilidad, si es que sus velas podían captar la energía suficiente para evitar la colisión. A bordo del Arachné y del Santa María sus tripulantes debían estar entregados a frenéticos cálculos. El primero en responder fue el Arachné y su contestación fue exactamente la que Merton había esperado. —Número Seis llamando a Control. No necesitamos ayuda, gracias. Resolveremos al situación nosotros mismos. "Me extraña", pensó Merton. Pero al menos sería interesante presenciarlo. El primer drama real de la carrera se estaba aproximando... exactamente sobre la línea de medianoche de la durmiente Tierra. Durante la hora siguiente, su propia vela mantuvo a Merton demasiado ocupado como para preocuparse del Arachné y del Santa María. Resultaba difícil gobernar bien aquellos cincuenta millones de pies cuadrados de plástico inmerso en ]a oscuridad e iluminado sólo por su pequeño reflector y los rayos de la aún distante Luna. De ahora en adelante y durante casi media órbita en torno a la Tierra, debía mantener toda aquella inmensa superficie enfocada hacia el Sol. Durante las próximas doce a catorce horas, la vela sería un estorbo inútil, porque él se hallaría proa al Sol y sus rayos únicamente podían impulsarle hacia atrás, a lo largo de su órbita. Era una lástima que no pudiese plegar completamente la vela hasta estar en condiciones de emplearla de nuevo. Pero nadie había descubierto todavía una manera práctica de hacerlo. Allá abajo despuntaba la primera pincelada del alba, a lo largo del borde de la Tierra. Dentro de diez segundos emergería el Sol de su eclipse y los yates que iban deslizándose por el impulso adquirido cobrarían nueva vida en cuanto la ráfaga de radiación alcanzara sus velas. Este sería el momento de crisis para el Arachné y el Santa María... y, en realidad, para todos. Merton giró el periscopio hasta detenerse en las dos sombras que marchaban a la deriva con las estrellas por fondo. Ambas embarcaciones estaban muy juntas... quizás a una distancia entre sí de menos de tres millas. Podría, pensó, reequilibrarse la situación. El alba fulguró como una explosión a lo largo de la Tierra, al levantarse el Sol sobre el Pacífico. Las velas y cabos y obenques brillaron carmesíes brevemente, para teñirse después de oro y destellar luego con la llamarada de la pura y blanca luz del día. Las agujas del dinamómetro empezaron a alejarse de su cero... pero sólo un poco. El Diana permanecía aún casi ingrávido pues, con la vela apuntando al Sol, su aceleración era ahora sólo de unas millonésimas de gravedad. Pero el Arachné y el Santa María trataban de que su vela ejerciera la máxima fuerza en su desesperado intento de mantenerse separados. Ahora, a menos de dos millas entre sí, se desplegaban con angustiosa lentitud sus nubes de plástico al sentir el primer delicado empuje de los rayos del Sol. Casi todas las pantallas de televisión de la Tierra estarían

presenciando aquel prolongado drama y era imposible predecir, ni siquiera en el último minuto, cuál iba a ser el desenlace. Los patrones eran hombres obstinados. Cada uno de ellos podría haber arriado sus velas y rezagado para dar al otro una oportunidad; pero ninguno de los dos quería hacerlo. Se hallaba en juego demasiado prestigio, demasiados millones y demasiadas reputaciones. Y así, silenciosa y suavemente, como copos de nieve cayendo en una noche invernal, el Arachné y el Santa María chocaron. La cometa cuadrada serpenteó casi imperceptiblemente dentro de la tela de araña circular; las largas tiras de los cabos de los obenques se retorcieron y enzarzaron con la lentitud de un sueño. Y hasta a bordo del Diana, Merton, ocupado en su propio aparejo, apenas pudo apartar la vista de aquel silencioso desastre. Durante más de diez minutos siguieron emergiendo, en inextricable masa, las nubes ondulantes y brillantes. Luego se soltaron las cápsulas de la tripulación y cada una se fue por su lado, separadas por centenares de metros. Con un destello de cohetes, las lanchas de salvamento se apresuraron a ir a recogerlas. "Quedamos cinco", pensó Merton. Sintió pena de aquellos patrones que se habían eliminado mutuamente. Sólo pocas horas después del comienzo de la carrera, pero eran jóvenes y ya tendrían otra oportunidad. En unos minutos los cinco se redujeron a cuatro. Merton había dudado desde el comienzo de la capacidad viradora del Sunbeam. Ahora se veían justificadas sus dudas. El yate marciano había fallado en girar adecuadamente; su giróscopo le había dado demasiada estabilidad. Su gran anillo de vela volvíase cara al Sol, en vez de hallarse de canto. Estaba siendo devuelto hacia atrás según su trayectoria casi a la máxima aceleración. Era lo más desastroso que podía ocurrirle a un patrón... peor aún que una colisión; pero sólo podía reprochárselo a sí mismo. Mas nadie sintió mucha simpatía hacia los fracasados coloniales, cuando desaparecieron lentamente a popa. Sus declaraciones fueron en exceso jactanciosas antes de la carrera y lo que les pasaba tenía todo el carácter de una justicia poética. Sin embargo, eso no eliminaba del todo al Sunbeam. Con casi media milla de recorrido aún por cubrir, podía seguir adelante e incluso en el caso de que hubiese más bajas, ser el único en acabar la carrera. No sería la primera vez que ocurriese. Las siguientes doce horas transcurrieron sin novedad; la Tierra asomaba su creciente en el firmamento. Había poco que hacer mientras la flota derivaba en torno a la mitad sin energía de su órbita, pero Merton no encontró el tiempo ni pesado ni enojoso. Durmió unas cuantas horas, efectuó dos comidas, escribió su "Diario" de vuelo y fue el protagonista de algunas entrevistas más por radio. En raras ocasiones hablaba a los otros patrones con los que intercambiaba saludos y amistosas bromas. Pero la mayor parte del tiempo sentíase contento de flotar en ingrávido relajamiento, apartado de las cuitas de la Tierra, más feliz de cuanto lo había sido en muchos años. Era —tanto como un hombre podía serlo en el espacio— dueño de su propio destino, gobernaba la nave en la que había derrochado habilidad, pericia y amor, que había llegado a convertirse en una parte de su propio ser. El siguiente accidente se produjo cuando cruzaban la línea entre la Tierra y el Sol e iniciaban la mitad energética de la órbita. A bordo del Diana, Merton vio cómo se ponía rígida la gran vela al ladearse para captar los rayos impelentes. La aceleración empezó a subir desde las microgravedades, aúneme pasarían aún horas antes de que alcanzara su grado máximo. Nunca sería alcanzado por el Gossamer. Siempre es crítico el momento en que la energía vuelve a manifestarse, y aquella nave no pudo sobrepasarlo. El comentarista Blair puso en guardia a Merton con nuevas noticias.

—¡Hola, Gossamer, está culebreando! Se precipitó al periscopio, pero no pudo ver nada de particular en el gran disco circular de la vela del Gossamer. Era difícil distinguirla, pues estaba casi de canto con respecto a él; y parecía como una tenue elipse: luego pudo ver míe aleteaba en irresistibles oscilaciones. Sí la tripulación no lograba dominar aquellas ondas, la vela se destrozaría. Pusieron en ello todo su empeño, al cabo de veinte minutos parecían haberlo logrado. De pronto, en alguna parte del centro de la vela, comenzó a rasgarse la película de plástico que fue impelida lentamente al exterior a causa de la presión de la radiación, lo mismo que ocurre con la voluta de humo de una fogata. Y en el lapso de un cuarto de hora sólo quedaba el delicado trazado de los espolones radiales que habían soportado la gran trama. Vióse de nuevo un destello de cohetes, al trasladarse una lancha a recuperar la cápsula del Gossamer y a su abatida tripulación. —Nos estamos quedando solos acá arriba, ¿no es así? —oyose una voz en la onda de comunicaciones de embarcación a embarcación. —Usted no, Dimitri —replicó Merton—. Aún tiene compañía allá al final del campo. Yo soy el único solitario aquí delante. No era jactancia. Por entonces, el Duina, se hallaba a tres millas por delante de su inmediato perseguidor y su ventaja aumentaría con mayor rapidez todavía en las horas siguientes. A bordo del Lebedev, Dimitri Markoff lanzó una risita maliciosa. No parecía en absoluto ser hombre que se resignara a la derrota. —Recuerde la fábula de la tortuga y la liebre —respondió el ruso—. En el próximo cuarto de millón de millas pueden suceder muchas cosas. Y, en efecto, la primera ocurrió mucho antes que eso, cuando completaban la primera órbita a la Tierra atravesando de nuevo la línea de salida... aunque a miles de millas más arriba, gracias a la energía extra que les habían procurado los rayos solares. Merton se entretuvo fijando la posición de los demás yates y puso las cifras en el computador. La respuesta que éste dio para el Woomera era tan absurda que efectuó inmediatamente una nueva comprobación. No cabía duda... los australianos estaban adquiriendo una velocidad fantástica. Tal vez ningún yate solar podía alcanzar tal aceleración, a menos que... Una rápida mirada por el periscopio dio la respuesta: el aparejo del Woomera, reducido a su mínima expresión de masa, había cedido. Era sólo la vela, que conservaba aún su forma, la que corría desbocada tras él, lo mismo que un pañuelo arrastrado por el viento. Pero mucho antes de eso los australianos se habían unido ya a la incrementada tripulación que se encontraba a bordo de la lancha del comodoro. Así pues, ahora quedaba campo libre entre el Diana y el Lebedev, puesto que aunque los marcianos no habían abandonado, se encontraban a mil millas a popa, y no supondrían ya una serie amenaza si llegara el caso. Era difícil ver lo que podría hacer el Lebedev para sustituir al Diana en la cabeza de la carrera. Lo cierto es que durante todo el trayecto de la segunda vuelta —de nuevo subiendo el eclipse y el largo y lento derivar contra el Sol— Merton sintió una creciente inquietud. Conocía a los pilotos y diseñadores rusos. Durante veinte años habían estado tratando de ganar aquella carrera, y, después de todo, sería justo que lo lograsen; ¿acaso no había sido Pyotr Nikolyevich Lebedev el primero en detectar la presión de la luz del Sol, ya en el mismo comienzo del siglo XX? Sin embargo, no lo habían conseguido nunca. Y tampoco dejarían jamás de seguir intentándolo. Dimitri estaba urdiendo algo... algo que sería espectacular. A bordo de la lancha oficial, a mil millas detrás de los yates concursantes, el comodoro Van Stratten miró el radiograma con enojo y consternación. El mensaje había recorrido

más de cien millones de millas, desde la cadena de observatorios solares que colgaban sobre la ígnea superficie del Sol, y traía las peores noticias que pudieran imaginarse. El comodoro —título meramente honorario, ya que en la Tierra era profesor de Astrofísica en Harvard— casi las había estado esperando. Nunca hasta entonces se había organizado la carrera en época tan tardía; habían sido muchas las demoras, se habían arriesgado y ahora podían perderlo todo. Muy abajo de la superficie del Sol se estaban agrupando enormes fuerzas. En cualquier momento podía producirse una espantosa explosión que liberaría la energía de un millón de bombas de hidrógeno. Un invisible globo de fuego, de muchas veces el tamaño de la Tierra, remontándose a millones de millas por hora, brotaría del Sol y bombardearía el espacio. John Merton no sabía aún nada de esto cuando dirigía al Diana por segunda vez en torno a la Tierra. Si todo iba bien, aquel sería el último circuito, tanto para él como para los rusos. Había trazado una espira de miles de millas en lo alto, tomando los rayos solares. En esta etapa habían de escapar por completo de la Tierra... y poner rumbo al exterior, en el largo trayecto a la Luna. A partir de aquí sería una carrera directa. La tripulación del Sunbeam había acabado por retirarse agotada, tras haber luchado valientemente con su vela giroscópica durante más de cinco mil millas. Merton no se sentía cansado; había comido y dormido bien y el Diana se estaba comportando admirablemente. El piloto automático, tensando el aparejo como una pequeña y laboriosa araña, mantenía la gran vela orientada al Sol con más precisión que cualquier patrón humano. Aunque por entonces las dos millas cuadradas de plástico habían sido acribilladas ya por centenares de micrometeoritos, los pinchazos del tamaño de la cabeza de un alfiler no habían conseguido aún que disminuyera su impulso. Pero le preocupaban dos cosas: La primera de ellas, el cabo del obenque número seis, que no podía ser ya ajustado debidamente. Sin señal previa alguna, el carrete se había atascado, a pesar de todos los adelantos de ingeniería astronáutica, los soportes se agarrotaron en el vacío. No podía lanzar ni recoger el cabo, por lo cual habría de limitarse a navegar lo mejor posible con los demás. Afortunadamente, ya había realizado las maniobras más difíciles. En adelante, el Diana tendría al Sol detrás y navegaría directamente con el viento solar. Y, como los antiguos marinos dijeron a menudo, es fácil manejar una embarcación cuando el viento sopla por encima del hombro. Su otra preocupación era Lebedev que seguía pisándole los talones a trescientas millas a popa. El yate ruso había mostrado una extraordinaria rnaniobrabilidad, gracias a los cuatro grandes paneles que podían ser inclinados en torno a la vela central. Todos sus movimientos, al circunvalar la Tierra, habían sido efectuados con enorme precisión; mas para ganar en maniobrabilidad, había tenido que sacrificar velocidad. No podían conseguir ambas cosas. En el largo y recto recorrido que quedaba, Merton debía mantener su velocidad. Sin embargo, no podía estar seguro de la victoria hasta dentro de tres o cuatro días. El Diana pasó como una exhalación ante el extremo opuesto de la Luna. Y de pronto, a las cincuenta horas de carrera, a punto de cumplirse ya la segunda órbita en torno a la Tierra, Markoff soltó su pequeña sorpresa. —Hola John —dijo despreocupadamente por el circuito de embarcación a embarcación—. Me gustaría que viese esto. Podría parecerle interesante. Merton se volvió hacia el periscopio y le dio el máximo aumento. Allá, en el campo visual, formando un espectáculo de lo más inverosímil contra el fondo estrellado, veíase la reluciente cruz maltesa de Lebedev, muy pequeña, pero muy nítida. Mientras la contemplaba, los cuatro brazos de la cruz se despegaron del cuadro central y fueron derivando en el espacio con todos sus espolones y aparejos. Markoff había soltado toda la masa innecesaria, ahora estaba alcanzando la velocidad de escape y no necesitaba ya navegar pacientemente en torno a la Tierra, ganando

ímpetu de movimiento a cada circuito. En adelante, el Lebedev sería casi ingobernable... pero eso no tenía importancia. Todo el velamen había quedado tras él. Era como si un patrón de yate de los antiguos tiempos arrojara por la borda cuanto le pareciese inservible, sabedor de que iba viento en popa por un mar en calma. —Enhorabuena, Dimitri —radió Merton—. Es un buen arte. Pero no lo suficiente... no le bastará para darme alcance. —¡Oh, todavía no he acabado!—respondió el ruso—. Cuentan en mi país un antiguo relato sobre un trineo perseguido por los lobos. Para salvarse, el conductor se va desprendiendo, uno tras otro, de todos los pasajeros. ¿Ve usted la analogía? Merton lo comprendió muy bien. En su etapa final, Dimitri no necesitaba ya de un copiloto. En realidad el Lebedev podía ser desmantelado por la acción. —Alexis no estará muy conforme con ello —explicó Merton—. Además, va contra las reglas. —Desde luego, Alexis no está conforme, pero yo soy el capitán. Sólo tendrá que esperar diez minutos por ahí hasta que el comodoro le recoja. Y en cuanto a las reglas, no dicen nada sobre el número de tripulantes... usted debería saberlo. Merton no respondió. Estaba demasiado ocupado realizando algunos presurosos cálculos, basados en lo que sabía del diseño del Lebedev. Al terminar, comprendió que la pelota estaba aún en el alero. El Lebedev le alcanzaría en el momento en que él esperaba pasar ante la Luna. Pero el resultado de la carrera empezaba a decidirse ya, a noventa y dos millones de millas de allí. En el Observatorio Solar Tres, muy en el interior de la órbita de Mercurio, los instrumentos automáticos registraron la historia de la llamarada: Cien millones de millas cuadradas de la superficie del Sol explotaron de súbito furiosamente; la inmensa llamarada blanquiazul hizo que el resto del disco palideciera hasta adquirir un opaco fulgor. Fuera de aquel hirviente infierno, retorciéndose y girando como un ser viviente en los campos magnéticos de su propia creación, se remontaba el plasma electrificado de la inmensa llamarada. Delante de ella, moviéndose a la velocidad de la luz, marchaba el fogonazo indicador de los rayos ultravioleta y X. Aquello alcanzaría la Tierra en ocho minutos, y era relativamente inofensivo. No así los cargados átomos que seguían detrás, a su pausada velocidad de cuatro millones de millas por hora... y que, en el lapso de un día, anegarían al Diana y al Lebedev y a su pequeña flota acompañante con una nube de radiación letal. El comodoro aplazaba su decisión para el último minuto. Aun cuando el chorro de plasma había sido rastreado ante la órbita de Venus, existía una probabilidad de que no diera con la Tierra. Pero cuando estuvo a menos de cuatro horas y fue captado por la red de radar con base en la Luna, vio que no había esperanza alguna. Toda navegación solar quedaba ya descartada par los próximos cinco o seis años, hasta que el Sol se calmara de nuevo. Un gran suspiro de desilusión se extendió a través del Sistema Solar. El Diana y el Lebedev se hallaban a medio camino entre la Tierra y la Luna, en un codo a codo... y ahora nadie podría saber cuál de las dos era la mejor. Los entusiastas discutirían el resultado durante años; la historia simplemente: "Carrera suspendida a causa de una tormenta solar". John Merton, al recibir la orden, sintió una amargura que no había conocido desde la niñez. A través de los años veía instintivamente el recuerdo de su décimo cumpleaños. Le habían prometido un modelo exacto, a escala, de la famosa astronave Morning Star, y durante semanas había estado pensando en cómo la montaría y dónde la colgaría de su dormitorio. Pero cortaron sus ilusiones. "Lo siento, John... cuesta demasiado dinero. Tal vez el año próximo".

Medio siglo después, volvía a ser un chico con el corazón destrozado. Por un momento pensó en desobedecer la orden. ¿Y si navegando hacía caso omiso de lo dispuesto? Y si aún abandonado continuara la carrera, podría efectuar un cruce hasta la Luna que quedaría inscrito en los anales durante generaciones. Pero aquello sería peor que una estupidez. Sería un suicidio... una forma muy desagradable de suicidio. Había visto a hombres morir víctimas de la radiación, al fallar en el espacio el blindaje magnético de sus naves. No... no merecía la pena atreverse a tanto. Lo sintió por Dimitri Markoff tanto como por sí mismo; ambos habían merecido ganar, y al final la Victoria no sonreiría a ninguno de los dos. Nadie podía discutir con el Sol en uno de sus momentos de cólera, aun cuando pudiera cabalgar sobre sus haces al borde del espacio. Sólo a cincuenta millas a popa aparecía la lancha del comodoro, dibujábase junto al Lebedev, dispuesta a sacar a su patrón. Allá fue la vela de plata, cuando Dimitri —con unos sentimientos que él compartía— cortó el aparejo. La minúscula cápsula sería llevada de nuevo a la Tierra, para volver a ser empleada... pero una vela se desplegaba sólo para un viaje. Podría oprimir el botón de eyección y ahorrar a sus rescatadores unos cuantos minutos. Pero no lo hizo. Quería permanecer hasta el último momento a bordo de la pequeña embarcación que tan gran parte había tenido en sus sueños y en su vida. Desplegóse la gran vela en ángulos rectos respecto al Sol, lo cual le dio mayor impulso. Hacía tiempo le habían substraído a la Tierra... y el Diana seguía aún ganando velocidad. De pronto, atropellando todas las dudas y vacilaciones, en un impulso intuitivo, supo lo que debía hacer. Por última vez se inclinó ante el computador que había navegado con él durante medio trayecto hacia la Luna. En cuanto hubo terminado, empaquetó el "diario" de vuelo y sus pocos enseres personales, y torpemente —pues estaba desentrenado y no resultaba fácil tarea el hacerlo uno mismo— se embutió en el traje espacial de emergencia. Estaba acabando de cerrar el casco cuando se oyó por radio la voz del comodoro. —Estaremos a su lado en cinco minutos. Corte, por favor, su vela para que no choquemos con ella. John Merton, primer y último patrón del yate solar Diana, vaciló por un momento. Por última vez paseó su mirada en torno a la cabina con sus relucientes instrumentos y sus pulcramente dispuestas palancas de mando, cerradas ya en su posición final, y luego dijo por el micrófono: —Estoy abandonando el yate. Dispónganse a recogerme. El Diana puede cuidar de sí mismo. No hubo respuesta del comodoro, lo cual agradeció en su interior. El profesor Van Stratten supuso, sin duda, lo que estaba ocurriendo y comprendió que deseaba estar solo en aquellos momentos finales. No se preocupó de vaciar la cámara intermedia, y el chorro de gas, al escaparse, lo puso en el espacio exterior. El impulso que dio con ello al Diana era el último presente que le hacía. El yate fue reduciéndose cada vez más en la distancia con su vela brillando espléndidamente a la luz del Sol, aquella luz que sería suya durante los siglos. Dos días después pasaría ante la Luna como una exhalación; pero la Luna, como la Tierra, no podría nunca aprehenderlo. Sin masa propia que pudiera retardarlo, el yate recorrería dos mil millas por hora en cada día de vuelo. Y en un mes estaría navegando a una velocidad mayor que la de cualquier astronave que el hombre pudiera construir jamás. Al debilitarse los rayos del Sol con la distancia, su aceleración disminuiría. Pero aún en la órbita de Marte, ganaría mil millas diarias. Y mucho antes de ello, se movería ya demasiado rápidamente como para que ni siquiera el propio Sol pudiera apresarle. Más veloz que cualquier cometa que jamás cruzara los espacios estelares, marcharía directamente al infinito.

El centelleo de cohetes a sólo pocas millas atrajo la mirada de Merton. La lancha estaba acercándose a una aceleración miles de veces mayor que la que el Diana pudiera nunca alcanzar. Pero aquellos motores sólo podían funcionar unos minutos, hasta agotar el combustible... mientras que el Diana seguiría aumentando su velocidad, impulsado por los eternos rayos del Sol, en épocas venideras. —Adiós, pequeña nave —dijo John Merton—. ¿Qué ojos te volverán a ver, y a cuántos miles de años desde ahora? Por fin, cuando el romo torpedo de la lancha apareció junto a él, sintióse en paz. No ganaría nunca la carrera a la Luna, pero su yate sería la primera nave humana que se hiciera a la vela en el infinito viaje a las estrellas...

EL REPOSO DEL VIAJERO David I. Masson DAVID I. MASSON es un escritor británico desconocido todavía para muchos lectores. Expone en este cuento él punto de vista de que aún cuando el nombre hace constantes progresos en su civilización y cultura, parece ser incapaz de elevarse sobre la antigua barbarie de la guerra. Con un relato fascinadoramente detallado, expone sus conclusiones, en un relato bélico, pleno de simbolismo y fuerza... rematado por una inquietante sugerencia final sobre la naturaleza del enemigo. Era un sector apocalíptico. De la rojinegra cortina de la barrera visual delantera, que se hallaba tan sólo a una distancia de veinte metros al norte de la frontera, provenían toda clase de meteóricos horrores: explosiones de fisión y de fusión, detonaciones químicas, una granizada de proyectiles de todos los tamaños y velocidades, una rociada de gases paralizadores y de narcotizantes. Estallaban los proyectiles en la roca pelada de las laderas o en el cemento de las casamatas más adelantadas, algunas de las cuales quedaban desintegradas o despanzurradas por minutos. Las instalaciones supervivientes soportaban un fuego igualmente intenso y casi vertical de cohetes y bombas. Aquí y allá podía verse una figura protegida a la carrera hacia arriba, o hacia abajo, o a lo largo de las laderas, en su "andador" mecánico, semejante a una hormiga frenética que escapara de un hormiguero atacado por un lanzallamas. Diversas trayectorias se dibujaban como serpientes que surcaban el espacio por encima de sus cabezas en la oscuridad añil de la cortina visual trasera, quizás a cincuenta metros hacia el sur, que se unía a la superficie rocosa cortada a pico, a sus buenos cincuenta metros bajo la vista del observador. Al Este y al Oeste, tan lejos como la vista podía alcanzar, acaso a unas cuarenta millas en el claro aire montañero pese a la atmósfera viciada por las explosiones (pero separado del campo de tiro por un risco, al Oeste) el campo de visibilidad era teatro de violentos ataques y contraataques de toda clase de ingenios bélicos. Pero lo que se podía oír era mucho más rico y variado de lo que se veía; el estrépito de infinitas detonaciones era más que considerable aún percibido a través del oído izquierdo oculto bajo el casco. —Debe enviarse por medio de un computador —dijo el transmisor de H en su oído derecho. Ninguna indicación precedía a esta declaración, pero H conocía el tono de B, su inmediato superior, a quien de todos modos podía ver mientras hablaba a un metro de distancia en la amplia casamata de hormigón desde la que estaban al acecho a través de una ventana de cristal plastificado y un visor infrarrojo con un alcance de unos cientos de metros. Su inmediato superior había permanecido en la casamata durante tres minutos, al parecer inspeccionando, probablemente para transmitir luego sus apreciaciones al superior de ambos, que debía de hallarse en aquellos momentos en la base VV.

—¿Cree que pueden conseguir impactos cronometrados aquí? —preguntó H. —Bien, desde luego pudiera tratarse de una baja frecuencia de largo alcance... no sabemos realmente cómo es allí el curso del tiempo. —Pero si la "conceleración" discurre asintóticamente hasta la frontera, como sucedería si su tiempo funcionara con la técnica de la imagen de un espejo, ¿llegaría realmente alguna vez a ocurrir algo así? —A mi modo de ver, no... Quizá subiría un trecho, para luego caer de nuevo en el mismo ángulo del otro lado —dijo la voz de B—. De todos modos, no vine a hablar de Ciencia; tengo noticias para usted. Si nos mantenemos aquí unos cuantos segundos, quedará usted relevado. H sintió que una barrera visual interior le inundaba, y un bramido en sus oídos se tragó como por ensalmo el fragor del bombardeo. Se dobló cuando sus rodillas comenzaron a ceder, y recuperó la plena conciencia de sí mismo. Ahora pudo ver quién venía a reemplazarle, una figura de incierto aspecto con equipo protector (como todos allí), en el extremo de la casamata. —¿Qué ordena XN3? —dijo con voz quebrada acelerándosele el pulso. —XN2: coja el equipo emisor, repita ahora, cohete 3333 a VV —le tendió una tarjeta brillante de color naranja, impresa con unos toscos caracteres negros—, y proceda luego como se le ha ordenado. H alzó su pulgar derecho a la altura del codo, en señal de saludo, pues no era aquella una situación que invitara a gestos de ninguna clase o palabras innecesarias. —XN3, si, equipo emisor, ficha de cohete 3333 (la había metido en su guante izquierdo) y órdenes VV; ¡adelante! No reparó en el ademán de asentimiento de B, al deslizarse hacia la salida; asió un pequeño nudo que colgaba (uno de los quince del cuarto gancho de la hilera) y siguió deslizándose por el resbaladizo cable durante diez metros, hasta llegar a una caverna iluminada débilmente; apretó un botón de la pared, contempló una serie de señales luminosas, saltó al vehículo cuando doblaba la esquina y se encogió en él como el feto en el vientre de la madre. El vehículo se deslizó ladera abajo con una especie de rugido. Veinticinco segundos después de su "partida" se desenroscó en la celda receptora delantera del puesto W, situado a una media milla ladera abajo. Salió gateando del vehículo, dio diez pasos adelante en esta versión más amplia de su puesto de guardia (reconocible por el color y la insignia del casco), diciendo al mismo tiempo: —XN3 de servicio, relevado. —XN1 a XN3: Coja esto (sacó de su bolsillo una tarjeta similar de color naranja) y tome el tren-cohete dentro de 70 segundos. Por cierto, ¿vio alguna vez a un prehistórico? —No, señor. —Mire por aquí, entonces; se parecen a los pterodáctilos, pero son más primitivos. El visor telescópico infrarrojo, situado al noroeste, pasó a través de la barrera visual delantera, cuyo norte se hallaba a unos cuarenta metros; muy arriba en la radiación infrarroja, podía verse cómo chillaban y lanzaban alaridos, aunque no se les overa, dos escamosos animales del tamaño aproximado de grandes perros pero con dos patas y amplias alas, agitándose en torno a una especie de protuberancia o canto rodado. Debían haber sido alcanzados en pleno vagabundeo, pues apenas podían tener algo que hacer en aquel pelado paraje, pensó H. —Gracias —dijo. Habían pasado once segundos de los setenta. Sacó una taza de un hueco de la pared, la llenó con una bebida tonificante, y se la tomó sin quitarse el casco. Habían transcurrido diecisiete segundos; faltaban cincuenta y tres para salir. —XN1 a XN3: ¿Cómo van las cosas por ahí?

Naturalmente se requería un informe: XN2 podía no volver nunca, y la comunicación a priori y a posteriori en aquellas latitudes era casi imposible pasados unos cuarenta segundos. —XN3. Las cosas han estado poniéndose buenas durante todo el día; temo que se intente provocar la ruptura, aunque sólo es una suposición mía, desde luego, pero no he visto, hasta ahora, nada parecido en todo el tiempo que llevo aquí. ¿Supongo que lo mismo pasará en VV? —XN1. Gracias por el informe —fue toda la respuesta que recibió. Pero pudo oír que la zarabanda era mucho más intensa que todas las que había presenciado en aquel lugar anteriormente. Sólo quedaban veintisiete segundos. Saludó y atravesó a grandes zancadas la casamata, con su equipo emisor y la nueva ficha. Enseñó ésta al guardia, quien la selló, quien sin mediar palabra le señaló un pasillo. H lo recorrió y al cabo de muchos metros hacia abajo llegó a una pequeña galería, al final del mismo. A lo largo de la galería se deslizó quedamente en un vehículo de puertas correderas, que daba acceso a distintos departamentos. Un guardián hizo un ademán con la mano en cuanto se abrieron las puertas, y H se encontró cómodamente retrepado en un asiento inclinado hacia atrás, al acelerar el tren-cohete ladera abajo. Al cabo de diez segundos se detuvo en el siguiente puesto de control, y se iluminó en la garita un letrero que decía: "DESVIO A LA IZQUIERDA", lo cual era probablemente debido a que el trayecto directo estaba inutilizado. El tren pareció acelerar ahora, giró a la izquierda (como pudo notar H), y se detuvo en dos puestos más de control antes de volver a girar a la derecha; frenó finalmente y se detuvo a los 480 segundos de su partida, según el cronómetro personal de Had, en vez de los 200 que había esperado. En aquel lugar podía verse de nuevo la luz del día desde la casamata cimera donde le había relevado XN2. Had había recorrido unas diez millas al Sur y unas tres millas hacia abajo, sin contar los rodeos que había dado. La barrera visual delantera aparecía oculta aquí por un reborde montañoso cubierto de liquen gigante, pero la barrera sur aparecía como un telón de bruma negro-violeta a un cuarto de milla de distancia. Los líquenes y una abundante vegetación cubrían en gran parte el paisaje vecino, formado por una serie de hondonadas y barrancos. Podía oírse todavía el ruido de la guerra, mezclado al sordo fragor de una tormenta que se avecinaba, pero no eran frecuentes los estallidos cercanos ni se divisaban demasiados desperfectos atribuibles a la violencia que se había desencadenado. El cielo estaba tormentoso. Algunos animales muy extraños, cuyo aspecto era a la vez de lagarto y de comadreja, enjambraban arriba y abajo de unos setos próximos. Seis hombres total salieron del trencohete, al mismo tiempo que Had. Hacia el este. El otro hombre se quedó con Had. Un grupo de dos, otro de tres se fueron. —Voy a bajar al Gran Valle; no lo he visto desde hace veinte días; todo debe estar muy cambiado. ¿Te han mandado lejos? —dijo la voz del hombre al oído derecho de Had, a través del transmisor. —Yo... yo... estoy relevado —respondió Had con voz insegura. —¡Bueno, pues yo estoy... desintegrado!—fue cuanto logró decir el otro. Y al cabo de un minuto añadió—: ¿Y a dónde vas a ir? —Creo que a montar algún negocio en el Sur. El calor es lo que me conviene. Conozco algunas técnicas y podría utilizarlas bien en algún otro asunto. Lo siento... no quería jactarme... pero como me lo preguntaste. —Así es. Creo que tendrás suerte. No conocí jamás a nadie que estuviera licenciado. Haz buen uso de ello. Eso ayuda a que el juego allá arriba merezca la pena... quiero decir, toparse con uno que va a unirse con todos los demás a los que se supone que estamos protegiendo... sí, los hace en cierto modo más reales para nosotros. —Es magnífico que lo entiendas de esa manera —dijo Had. —Lo digo de verdad. De otro modo no habría quien quisiera aguantar aquí, en el frente.

—Bueno, y si no estuvieran ellos, ¿cómo se habrían desarrollado las técnicas para aguantar allí arriba? —observó Had. —Algunos de los tecnólogos que recuerdo del Gran Valle podrían haberlas desarrollado tanto como para que eso fuera posible. —Sí, pero piensa en toda la ciencia pura que se necesita para crear esas técnicas; dudo que hubieran sido capaces de llegar a parecidos resultados con sólo el trabajo teórico de los tecnólogos del Gran Valle. "Posiblemente no"..., dijo la voz, "no sabría decir, la verdad." Ambos quedaron en silencio hasta que el siguiente funicular bajó de arriba hasta el pie de la estación. Dejó que aquel hombre se marchase primero —sintió que debía cederle la preferencia y un minuto después (cinco segundos solo allá en su casamata, pensó de pronto irónicamente) apareció el siguiente funicular. Se metió en él justamente cuando un pájaro púrpura de aspecto muy raro y de largo cuello pelado se posaba en el seto de los lagartoscomadrejas. El funicular descendió a través de barrancos y hondonadas, apartándose cada vez a mayor velocidad de la cortina violeta del Sur. Al hacerse menos acusado el desnivel del tiempo, su cerebro comenzó a funcionar mejor y le invadió una sensación de bienestar. La velocidad del vehículo se moderó. Had se alegró de llevar aún su uniforme protector al producirse un par de explosiones químicas cerca de la línea del cable, probablemente por casualidad, tan sólo cincuenta metros más abajo. Y se alegró aún más cuando una tercera explosión rompió el cable ladera abajo y el de emergencia le detuvo en el siguiente pilón. Bajó en el ascensor del pilón y habló con su transmisor junto al teléfono. Le comunicaron que fuese dos millas al Oeste, a la siguiente línea del funicular. Su interlocutor, supuso, debía estar hablando desde una centralita más o menos en la misma latitud que la de su pilón, pues la comunicación de Norte a Sur seguía siendo aún allí casi imposible, excepto a pocos metros de distancia. A pesar de ello, en la voz del otro latía un tono chirriante, y sus palabras salían tajantes y rápidas. Supuso que su propia voz sonaría áspera y tartajeante a su interlocutor. Con la ayuda de su "andador" vadeó, por decirlo así, el camino que conducía por entre barrancas y simas, guiándose con una brújula y atento a las barreras visuales y al cono del ecuador de Doppler como referencia. "Estuvo bien que ese tipo hablase de tecnólogos, pensó, pero debe darse cuenta de que ninguna civilización puede haberse desarrollado en un lugar tan al Norte... Gran Valle: es una zona de aparición demasiado reciente para haber creado vida civilizada... cundo menos hasta ese extremo; no estoy seguro de hasta qué distancia hacia el Sur llega la punta del Este." El recorrido no estaba exento de azares: se oyeron varias explosiones cercanas, y lo que tenía el aspecto de un sospechoso miasma artificial, fácilmente evitable, yacía en dos concavidades que decidió contornear. Además, un oso perezoso gigantesco y colérico se le abalanzó desde una espesura, y tuvo que eliminarlo con su metralleta. Pero para quien acababa de bajar del infierno de la cima de la montaña, todo aquello parecía un agradable paseo. Llegó finalmente a la línea de pilones y apretó el botón del teléfono al pie del más próximo, tras comprobar que su grado de latitud era casi correcto. La misma voz, un poco menos cortante y rápida, le dijo que un vehículo llegaría dentro de tres cuartos de minuto y se dispondría una parada en su pilón: si no lo hacía, que apretase el botón de emergencia de al lado. A pesar de su "andador" había pasado casi una hora desde que se había puesto en marcha... Quizá noventa minutos habían transcurrido desde que dejara la casamata de la cima... o sea más de un minuto y medio allá arriba. Llegó el vehículo y se detuvo; se metió en el interior, y esta vez el recorrido se efectuó sin incidentes, excepto el ocasional paso de bandadas de nerviosos grajos, hasta llegar a su terminal, una torre como agazapada sobre el brezal de las laderas. El vehículo de abajo iba subiendo y el hombre que lo ocupaba llamó a través de su transmisor, al

cruzarse ambos, "¡Primero de un grupo!" En el interior de la terminal había anos veinte hombres, todos ellos equipados... casi los suficientes para haber sido enviados arriba por polihelicóptero pensó Hadol, en vez de tener que esperar durante largos intervalos a que llegaran los vehículos individuales. Parecían excitados y no se mostraban particularmente desanimados, pero Hadol se contuvo y no quiso hablar de sus perspectivas futuras. Siguió adelante y se encontró con unos cuantos, que mostraban mayor curiosidad por el paisaje que por sus propios camaradas. Una profunda cortina rojiza de espesor indeterminado escondía los rebordes de las alturas, aproximadamente a un cuarto de milla lucia el norte, y la azulenca bruma remataba la vista sobre el valle a cosa de media milla al Sur; pero entre las dos latitudes u zona parecía bastante despejada y sin señales evidentes de haber sufrido los efectos de una guerra. Bosques de pinos y más abajo robledales y fresnedas cubrían las laderas hasta desaparecer en el linde escarpado del Gran Valle, cuyos prados podían vislumbrarse no obstante, allende el cantil... Remolineantes sombras de nubes jugaban sobre el terreno, flecos y borlas de lluvia y granizo lo barrían, y cíe vez en cuando se oía el rugido de la tormenta. Aquí y allá podían divisarse fugazmente los venados, y densos enjambres de mosquitos danzaban bajo los árboles. Después de recorrer unos cincuenta metros llegaron abajo; pasaron ante dos estaciones vacías, a través de dos túneles curvados y entre una serie de cascadas y riscos donde las ardillas brincaban de raíz en raíz; el aire era cada vez más cálido; cruzaron los pastos y los campos de trigo y maíz del Gran Valle, donde se hallaba emplazada una aldea de cabañas de hormigón y madera, llamada Emmel arrimada a un otero sobre el serpenteante río, y con una gran carretera que discurría recta hacia el Este, paralela a la vía férrea. El río no era en verdad muy ancho por aquella parte... era un pequeño torrente pedregoso, aunque no exento de atractivo, y el Gran Valle (cuya extensión total podía ahora verse), sólo tenía en la parte más occidental un tercio de milla de anchura. Las laderas del Sur que remataban la meseta Noroeste, visibles también ahora, eran ricas en arbustos y matorrales. El enorme contraste con lo de arriba, y lo que en tiempo de casamata podía calcularse que hacía cuatro minutos que había sucedido, hizo que Hadolar casi se embriagara de contento. Presentó su brillante ficha y la comprobaron por radiación, la firmaron y sellaron, operación que efectuó el comandante del puesto de guardia en la terminal militar. Le devolvieron un trozo de la ficha, para que lo pusiera en su disco de identidad, que como siempre llevaba en la carterita. Se despojó del uniforme protector y de su "andador"; entregó su arma, munición y avíos, y le dieron una mochila y dos bonos de mil créditos cada uno y un traje civil provisional. Todos estos trámites, desde su llegada, 250 segundos... o sea dos segundos arriba en la casamata de la cima. Y salió como un heredero, al mundo. El aire estaba impregnado de aromas de heno, bayas, flores y abono. Lo aspiró a bocanadas llenas... Pidió en una cantina cerveza suave, un emparedado y una manzana; comió Y Pagó. No tenía tiempo que perder contemplando el río, por lo que fue a la estación y pidió un billete para Veruam del Mar, situado a unas 400 millas al Este y tal como el detallado mapa de la estación le mostró, a unas 30 al Sur; pagó de nuevo y eligió un departamento al llegar el tren. Una muchacha campesina y un civil de aire soñoliento, probablemente un contratista del ejército, entraron vino tras otro después de Hadolar, con lo que completaron el pasaje que viajaba en el departamento. Miró con interés a la muchacha campesina —era rubia y de aire plácido— como a la primera mujer que había visto en cientos de días. Las modas no habían cambiado demasiado en treinta años, por lo menos entre las campesinas de Emmel. Al cabo de un rato desvió la mirada y la posó en el paisaje. El valle estaba bordeado por cantiles de piedra amarillenta. Hasta su diferencia de matiz era perceptible... y se había ensanchado ligeramente, o acaso se lo imaginaba él, y la diferencia se limitaba

únicamente a la normal deformación ocasionada por la luz. El río formaba graciosos meandros de lado a lado y de risco a risco, con pequeñas islas aquí y allá, coronadas de avellanos. Podía verse de vez en cuando a un pescador en la ribera, o vadeando la comente. A intervalos pasaban ante granjas de labor. Al Norte del valle se alzaban grandes laderas, al parecer sin rastros de vida humana en ellas, a no ser que contáramos como tal la presencia de estaciones de funicular y algún ocasional helipuerto, hasta que se desvanecían en la vasta cortina parda de la nada, que caía insensiblemente de un firmamento verde semi-cubierto de nubes, próximo al cénit. Unos torbellinos de viento entre las nubes anunciaban los efectos del desnivel del tiempo sobre la cima, y extrañas ráfagas luminosas invisibles más al Norte, parecían danzar entre ellas. Al Sur, la meseta estaba aún oculta por la altura de los cantiles, pero los comienzos de la oscura colina azul surgían de la línea del firmamento sobre el valle. El tren se detuvo en una estación y la muchacha bajó del tren, lo que motivó el disgusto de Hadolar. Dos soldados con uniformes livianos entraron y cambiaron algunos pequeños recuerdos; iban en un breve permiso a la parada siguiente, una pequeña ciudad llamada Granev, y ojearon el traje provisional de Hadolar, pero no dijeron nada. Granev estaba construida principalmente con acero y cristal, y se extendía unas cinco millas a ambos lados de la carretera (qué suerte, pensó Hadolar, que la palabra y la circulación pudieran ir tan lejos en el Gran Valle, sin problemas de interlatitud, a lo ancho de 450 millas). Aparecieron ahora la industria y algunos de los tecnólogos. El valle se había ensanchado entre tanto y sus riscos sureños comenzaban a sumirse en la colina azul a una media milla. Pronto las laderas del Norte se empezaron a ocultar tras un humo de color pardo hasta desaparecer completamente. El río, aumentado su caudal por los afluentes, tenía ahora una anchura de varios cientos de metros y era bastante profundo. Hasta entonces sólo habían recorrido cincuenta millas escasas. El aire era de nuevo más cálido y la vegetación más abundante. Casi todos los pasajeros eran civiles, y algunos observaron irónicamente el traje provisional de Hadolar, quien decidió comprar en Veraum un buen guardarropa a la primera oportunidad. Pero, por el momento, lo que quería era poner tantas millas de distancia como fuese posible entre él y aquella casamata, en el menor tiempo posible. Unas horas después, el tren llegó a Veraum-en-el-Mar-Nororiental. Con treinta millas de longitud, edificios de cuarenta pisos y quinientos metros de anchura de Norte a Sur, era una ciudad imponente. No se veía más que llano en las afueras, pues la bruma rojiza aún lo envolvía todo en unas cuantas millas hacia el Norte, y la azulenca atenuaba la visibilidad hacia el Sur en otras siete millas. Hadolaris visitó a uno de los Consultores de Rehabilitación; las técnicas civiles y los recursos materiales habían aumentado enormemente desde su último contacto con ellos, y los idiomas con sus giros y pronunciaciones habían sufrido un tremendo cambio, a la vez que todo el código de la conducta social se notaba terriblemente distinto. Armado con algunos manuales, un registrador de bolsillo y varios cuadernos de formas lexicológicas populares, compró inmediatamente ropa ligera, un impermeable, objetos de escritorio, más aparatos registradores, maletas y un equipo de aseo personal. Tras pasar una noche en un buen hospedaje, Hadolaris sostuvo entrevistas en las oficinas de empleo de siete agencias de desarrollo subtropical; se embarcó en el tren-cohete de la noche que se dirigía al Sur, Oluluetang, a unas 360 millas. Uno de los sastres que le había vestido, le había revelado que en las noches muy tranquilas podían oírse sordos rumores procedentes al parecer de las montañas al Norte. Hadolaris deseaba alejarse de ese Norte tanto como le fuera posible. Se despertó entre las pahuas y los cañaverales de la sabana. No había señal alguna de barrera visual por los alrededores. La ciudad estaba dispersa en bloques compactos de edificios de muchos pisos, bosques que estaban separados por cinturones de fronda y aceras rodantes y monorraíles. A diferencia de las otras poblaciones del Gran Valle no

estaba dispuesto en forma de franja Este-Oeste, aun cuando su eje Norte-Sur fuese relativamente corto. Hedolarisóndamo halló un pequeño hospedaje, estudió un plano de la ciudad y sus zonas fabriles, compró una guía del distrito y durante varios días se dedicó a hacer exploraciones y encuestas antes de visitas a sus siete agencias. Los atardeceres los pasaba en las clases para adultos, absorbiendo sus noches inconscientemente en el sueño, las formas lingüísticas registradas durante el día. Al fin, y tras diecinueve días (unas cuatro horas en la latitud de Veruam, cuatro minutos en la de Emmel, y menos de dos segundos en la casamata de la cima —reflexionó—, obtuvo un empleo como encargado de ventas al detalle de productos vegetales en una de las organizaciones a las que había visitado. Halló que era posible la comunicación verbal tanto al Norte como al Sur por buen número de millas, siempre que se conociesen las reglas para ello. En consecuencia, la "zonificación" allí estaba lejos de ser severa, y el viaje y las facilidades sociales cubrían un área muy amplia de movimientos. Raramente se veía a militares. Hadolarisóndamo compró un auto en cuanto ascendió en la jerarquía de la organización, y más tarde un segundo coche para recreo. Vióse apreciado, y no tardó en tener un círculo de amigos y distracciones diversas. Tras varios asuntos amorosos se casó con una muchacha que era hija de uno de los directivos de la organización, y unos cinco años después de su llegada a la ciudad se convirtió en el padre de una criatura, un varón. —¡Arison!—llamó su mujer desde la embarcación. Su hijo de cinco años de edad, estaba manoteando en el agua sobre la superficie del lago, en la borda de la embarcación. Hadolarisóndamo pintaba en la islita rápidas líneas y trazos sobre el lienzo montado sobre el caballete, y pinceladas de luz y sombra brotaban de entre los arbustos de la marina—. ¡Arison!No puedo poner en marcha esto, ¿puedes venir nadando y probarlo? —Espera cinco minutos más, Mihanyo. Tengo que acabar esto. Suspirando, Karamihanyolasve continuó pescando desde la proa, aunque sin mucha esperanza, con su aparejo horizontal tipo yo-yo. Aquello estaba demasiado tranquilo para que picase algún pez. Un periquillo de vivos colores atravesó la enramada a su derecha. Deresto, el chico, dejó de manotear el agua, y luego lanzó varias exclamaciones al ver bajo la superficie a pececillos de varias formas y tonalidades que se movían con rápidos movimientos. Arison plegó el caballete, se quitó los pantalones y liándose todo ello a la cabeza, nadó hacia la embarcación. No había ningún cocodrilo en aquel ligo, los hipopótamos estaban muy lejos, y las filarías y demás infectos nocivos habían sido eliminados. Veinte minutos de trabajo bastante chapucero, esa es la verdad, hicieron que las cosas empezaran a funcionar, y la hélice se puso en marcha y la embarcación arrancó llevando a sus tripulantes a través del lago hasta donde desembocaba una pequeña corriente. Atracaron en el desembarcadero, amarraron la embarcación bajo el sol agonizante, y recogiendo sus bártulos tomaron el auto para irse a casa. Cuando Deresto cumplió los ocho años, y estuvo listo a ser llamado formalmente Lafonderestonami, ya tenía una hermanita de tres y otro hermanito de uno. Era un intrépido nadador y remero, y se estaba desarrollando como pequeño dirigente de masas, tanto en casa como en la escuela. Arison era ahora el tercero en la empresa, pero ello no le había hecho perder la cabeza. Los días de vacación los pasaban bien en los trópicos (donde se podía beneficiar uno del cambio de horario) o entre los promontorios de las orillas sureñas del Mar Nororiental (donde uno se perdía), o, cada vez más, en las tierras altas de labor y de manantiales de la parte occidental, donde en muchas zonas podía gozarse de una plena visión del mundo y los paisajes de nubes lucían en todo su esplendor. Hasta allí las barreras visuales eran simple neblina cerca de los horizontes Norte y Sur, respaldadas por una oscuridad en el cielo.

De cuando en cuando, durante una mala noche, Arison recordaba su "pasado". Y generalmente llegaba a la conclusión de que aun cuando una ruptura del frente hubiera sido inminente en digamos hora y media a partir de su salida de la casamata, ello no podía lógicamente afectar a su vida y a la de su mujer, o incluso a la de sus hijos, allá en el Sur. Así pues, reflexionó puesto que en nada les afectaba, vista la contracción del tiempo, más al Sur de un determinado punto Norte de la latitud de Emmel, los ataques balísticos debían producirse junto a la frontera; o, de lo contrario, ello revelaría que el enemigo debía estar falto de todo conocimiento sobre los desniveles de tiempo, o de geografía sureña, de manera que el lanzamiento de proyectiles desde el Norte de la frontera al Sur de la misma, no serviría absolutamente de nada. Y hasta el más rápido heli que pudiera ser piloteado contra la "conceleración" del tiempo, suponía que jamás lograría atravesarlo. Siempre adaptable, Arison no había tenido ninguna dificultad al respecto tras su retorno al cabo de un tiempo en el frente. Las comunicaciones por tren-cohete y otras, habían tendido a unificar el lenguaje y las características, aunque naturalmente los lindes superiores del Gran Valle y la zona militar en las montañas del Norte estaban lingüística y sociológicamente un tanto aislados. En las tierras altas occidentales quedaban aún también concentraciones o más bien reductos de viejas formas lingüísticas y actitudes y costumbres a la antigua usanza, como pudo descubrir la familia en el curso de sus vacaciones. Sin embargo, en general, todo el país hablaba la lengua de las "contemporáneas" tierras bajas subtropicales, inevitablemente modificada desde luego por la onomatosintomía, o lenguaje abreviado de aquella latitud. Un código "contemporáneo", ético y social, se había extendido también lo suyo. Podía decirse que el presente sureño había colonizado al pasado norteño, hasta en lo geológico, algo así como las aves y otros animales viajeros lo habían hecho, pero con los mayores recursos del ingenio, flexibilidad, tradiciones y técnicas propios del ser humano. Por lo general, la gente se preocupaba poco por la guerra. La conceleración del tiempo se hallaba de su parte. Las energías mentales sobrantes se consumían en una serie de juegos y ocupaciones, haciendo, representando, creando, condimentando, saboreando, criticando, teorizando, disponiendo, organizando y cooperando, pero no muy a menudo fuera de la propia zona. Arison se encontró formando parte de una docena de círculos de entrelazamiento, y Mihanyo más implicada aún, en toda aquella forma de vida. No es que no estuvieran nunca solos, pues el cómodo ritmo de trabajo y vida, con doble "semana" de cinco días laborables y dos libres, siete laborables y dos libres, escalonado todo ello entre la población y en las organizaciones, dejaba mucho tiempo del que podían disponer para sí mismos. Arison se lanzó a la escultura de estructuras y al cabo de dos años retornó a la pintura, pero con magneto-pincel en vez de con pulverizador; purificado por el período pasado entregado a la escultura de estructuras ganó cierto renombre. Por su parte Mihanyo se convirtió en músico. En cuanto a Deresto, era evidente que iba a ser un "líder" de hombres y sociedades, a la par de haber entrado a los trece años en su edad deportiva. Su hermana de ocho años era una gran oradora y muy dada a los razonamientos y argumentaciones más diversos y del chico de seis esperaban que fuese escritor, cuando menos en su tiempo libre, pues tenía vista aguda para las cosas y no menor interés en relatarlas. Arison estaba contento de haber alcanzado el segundo puesto en su organización; la jefatura suprema le parecía excesiva recompensa. De manera ocasional prestaba su opinión a la administración de los asuntos locales, pero no de una manera particularmente excluyente. Mihanyo y Arison estaban contemplando un festival de fuegos artificiales en el Mar Nororiental, desde su embarcación, más allá de los promontorios del Sur. Allí arriba se extendía la funda de negro raso que dibujaba la barrera visual norteña, que formaba un gigantesco arco estelar. Afortunadamente, el tiempo era magnífico. Podían percibirse las siluetas de las embarcaciones de los fuegos artificiales. En un mundo que carecía de

luna, los placeres de una "Noche blanca" se obtenían sólo por tales medios. La muchacha y Deresto nadaban en torno a la embarcación. Hasta el pequeñín estaba presente y se hallaba con la mirada fija posada pitañosamente en dirección Norte. En un momento dado ascendió la triple estrella verde y cesó la exhibición, cayendo luego la noche sobre las embarcaciones. Se llamó a bordo a Deresto y Venoyvé, localizados por un destello, y finalmente subieron temblando ligeramente y se secaron en el ventilador de aire caliente, bailando como dos diablillos en su derredor. Arison puso proa a la orilla y se vio que Silarré estaba dormida. También lo estaba Venoyvé cuando atracaron, y los padres tuvieron que cargar con cada uno hasta su casa de la playa. A la mañana siguiente recogieron sus trastos y partieron en el auto en dirección a su hogar. Sus veinte días de vacaciones habían consumido 160 días del tiempo de Oluluetang. Cuando llegaron a la ciudad llovía intensamente. Una vez acomodados los pequeños, Mihanyo tuvo una larga conversación con su amiga a través del opsífono y de la extensión de Oluluetang; ella (la amiga) había estado con su marido contemplando los tejones en las tierras altas del Oeste. Finalmente, intervino Arison y tras una conversación de tipo general, cambió algunas impresiones con el marido de la amiga de su mujer, sobre el desarrollo de la política local. —La lástima es que uno se haga tan pronto viejo aquí abajo —se lamentó Mihanyo en la velada, antes de acostarse—. ¡Si tan sólo fuera posible que la vida durara eternamente! —"Siempre" es mucha palabra. Además, el estar aquí no supone diferencia alguna en punto a sensaciones, con respecto a como transcurre nuestra vida en el mar... ¿o sí? —Supongo que no. Pero si tan sólo... Para templar el talante de su mujer, Arison comenzó a hablar sobre Deresto y su futuro, y no tardaron ambos en hallarse planeando las vidas de sus hijos de la forma en que a los padres les resulta imposible resistirse a hacerlo. Con su sueldo y las inversiones que tenía metidas en la empresa, harían del chico un gran administrador, y aún tendrían lo bastante para ofrecer a los otros una buena oportunidad. A la mañana siguiente Arison se despidió de su mujer y salió para volver a su trabajo en las oficinas. Tuvo un día sumamente atareado, y al salir para tomar su auto se topó en la ya opaca luz del atardecer, con tres militares ante el cobertizo donde guardaba el coche. Los miró interrogadoramente mientras se le aproximaban. —Usted es VSQ 389 MLD 194 RV 27 XN3, conocido por Hadolarisóndamo, residente en (nombrando la dirección), y vicepresidente de esta empresa —el frío tono del jefe era la afirmación de un hecho y no una pregunta. —Sí —murmuró Arison, tan pronto como recuperó el habla. —Tengo una orden para su inmediato reingreso en nuestras fuerzas en el mismo lugar en el que usted recibió su licencia. Debe usted acompañarnos al punto —el jefe sacó una brillante tarjeta naranja con letras negras. —¡Pero y mi mujer y familia! —Se les tendrá informados. No tenemos tiempo que perder.;!—¿Y mi empresa? I —Se informará a su jefe. Venga. —Yo... yo... debo poner mis asuntos en orden. —Imposible. No hay tiempo, le digo. Situación urgente. Su empresa y familia deben arreglarlo todo entre ellos. Nuestras órdenes invalidan cualquier situación pre-existente. —¿Cu... cuál es su autoridad? ¿Puedo ver su credenciales, por favor? —Esta tarjeta debería bastarle. Corresponde al extremo de la misma que espero tenga usted aún en su disco de identidad... lo comprobaremos en el camino. Venga ahora. —Pero yo debo comprobar su autoridad. ¿Cómo puedo saber que no están intentando raptarme, o algo por el estilo? —Si conoce usted el código se dará cuenta de que estos símbolos sólo corresponden a una situación. Pero voy a complacerle en algo; puede usted mirar esta orden, pero sin tocarla.

Los otros dos se acercaron más, y Arison vio que tenían sus metralletas apuntándole. El jefe sacó un papelote, y Arison, en la medida en que las letras del mismo le permitían descifrarlas mientras danzaban, ante sus ojos pasmados y a la luz de la linterna del jefe, vio que efectivamente, se trataba de una orden de alistamiento: Arison, en la actualidad, en tal y tal hora, hora local, ha de abandonar inmediatamente su lugar de trabajo (especificado); y añadiendo al pie que uno de sus dos acompañantes había de llamar a Mihanyo por opsífono y el otro al presidente de la organización para ponerles en conocimiento de lo sucedido. El alistado y su escolta habían de tomar el tren-cohete para Veruam (cuya salida era dentro de quince minutos). El reincorporado a filas debía ser llevado tan expeditivamente como fuese posible a la casamata VV, y de allí a la superior (de la cual había salido hacía veinte años) pero sólo aproximadamente veinte minutos en el horario de la misma —esta idea pasó como un relámpago por el cerebro de Arison—, aparte de seis o siete minutos correspondientes a su viaje al Sur. —¿Cómo saben si soy apto para esa tarea después de que hayan pasado todos estos años? —Han obtenido informes de usted, y lo han comprobado, sin lugar a dudas. Arison pensó en echarle la zancadilla a uno y asestar un puñetazo al otro, para luego escapar corriendo, pero las metralletas de los dos seguían apuntándole firmemente. Además, ¿qué ganaría con ello? Unas horas de sobresalto, un dolor innecesario y desgracia y ruina para Mihanyo, sus hijos y él mismo, pues estaba seguro de que acabaría siendo capturado. —El auto —dijo ridículamente. —Una pequeñez. Su empresa cuidará de eso. —¿Cómo puedo cuidarme del futuro de mis hijos? —Vamos, no sirve de nada discutir. Usted va a venir ahora mismo, vivo o muerto, apto o no apto. Privado del habla, Arison se dejó llevar a un vehículo militar ligero. En cinco minutos se hallaba ya en el tren-cohete blindado de gruesas ventanas, y al cabo de diez, con el tren ya en movimiento le quitaron su ropa civil y cuanto llevaba encima (para ser entregado después a su mujer, según le dijeron), le extrajeron también su disco de identidad comprobando el extremo de su tarjeta de licenciamiento, y procediendo a efectuarle un examen médico. El cual resultó, al parecer, satisfactorio a los ojos de las autoridades militares. Y en consecuencia, le proporcionaron el uniforme militar con sus correspondientes avíos. Pasó una noche de insomnio en el tren, intentando descubrir lo que había hecho con esto, lo que podía hacerse con aquello, a quién podría acudir Mihanyo en caso de necesidad, quién estaría dispuesto a ayudarla, cómo se las arreglaría con los pequeños, qué pensión tendría por parte de la empresa, y hasta dónde podrían realizar su proyectado futuro. Un amanecer gris contempló la llegada del tren a Veruam. Sin haber comido (no había podido engullir ninguna de las raciones que le habían suministrado) ni haber dormido, miró ausente hacia el lugar de concentración. El grueso de los hombres que viajaban en el tren (pocos de los cuales eran al parecer reenganchados), subían en camiones cerrados, y el largo convoy se puso en movimiento hacia Emmel. En aquel momento el cerebro de Hadolaris comenzó a reaccionar de nuevo ante la acción de la "conceleración". Debía haber pasado aproximadamente un minuto desde su partida de Oluluetang, en el tiempo de su casamata en la cima. El viaje a Emmel podía llevarle otros dos minutos. El trayecto de Emmel a la casamata no más de dos y medio (y viajes por el sur incluidos) se encontraría en aquella casamata no más de veintidós minutos después de haberla abandonado. La jarana bélica había sido de una intensidad sin precedentes cuando él se marchó, y recordaba (en realidad había tenido varias pesadillas al respecto desde entonces) su profecía a XN1 de que podría esperarse una

ruptura del frente en el plazo de una hora. Si sobrevivió al jaleo aquel, era imposible que sobreviviese a una ruptura... ¿y una ruptura de qué? ¿Quién era el que abriría brecha? Nadie había visto nunca al enemigo, aquel enemigo que desde época inmemorial había estado pugnando por atravesar la frontera. Si lo conseguía, era inminente el crepúsculo de la raza. Ningún horror, parecía creerse en el frente, igualaría a aquel. Al cabo de unas cien millas se durmió, de puro agotamiento, sentado en posición entumecida reclinándose en el hombre de al lado. Paradas, salidas y bruscos desvíos le despertaron a intervalos. El convoy iba a la máxima velocidad. En Emmel salió tambaleante para encontrarse con una tormenta. El río estaba crecido. La columna se dirigió al depósito. Hadolar se separó de los demás y marchó a la estación terminal, donde le inocularon, y le proporcionaron un "andador", metralleta, uniforme protector y otros avíos, y en un cuarto de hora (siete u ocho segundos quizás allá arriba en la casamata de la cima) se encontró en un polihelicóptero con otros treinta hombres. Apenas había cubierto el aparato un corto trayecto cuando se hicieron visibles por todas partes explosiones y fogonazos. El aparato siguió ascendiendo, mientras se iban cerrando gradualmente las cortinas de visibilidad a sus espaldas. El vértigo y el insomnio volvieron a hacerse consustanciales a la personalidad de Had. Pensar ahora en Kar y la prole era desatar la angustia de un fantasma que compartía su cerebro y su cuerpo. Al cabo de veinticinco minutos aterrizaron cerca de la vía de un tren-cohete. Had fue el primero en ser llevado a uno de sus compartimientos, y a los 190 segundos emergió de él, camino de la casamata VV. XN1 correspondió a su saludo con la breve orden de trasladarse a la casamata de la cima. Pocos momentos después se encontraba frente a XN2. —Ah, ya está aquí. Su relevo murió pocos segundos después de que se marchara usted, por lo que enviamos a buscarle —un gran boquete en la casamata era testimonio del incidente. El cadáver del relevo ya había sido retirado. —XN2. Las cosas están más animadas que nunca. Esto está que arde. Cada nueva ofensiva que lanzamos recibe uní réplica de gran estilo en el lapso de minutos. Ese nuevo cañón apenas acaba de disparar cuando ya están respondiendo a nuestro fuego con el mismo tipo de proyectiles, que ni siquiera sabíamos que los tuvieran. Ojo por ojo. En el cerebro de H. al parecer despejado por el hambre, el agotamiento y la intensa emoción, fulguró una indecible sospecha que nunca podría aprobar o rechazar, por carecer de conocimiento y experiencias suficientes, de auténtica visión de conjunto. Nadie había visto jamás al enemigo. ¿Podría ser que aquella "conceleración" se tornara allí infinita y no hubiese nada allende la misma? ¿Podrían ser los supuestos proyectiles del enemigo los propios, que volvían, que rebotaban como en una invisible pared? ¿Había comenzado quizá la guerra por causa de un campesino explorador que al azar y alegremente había lanzado una piedra hacia el norte, haciendo que ésta volviera contra él? ¿Acaso teníamos ante nosotros a un auténtico enemigo? —XN3. ¿No sería posible que nuestros propios proyectiles vinieran rechazados desde la frontera? —XN2. Imposible. Ahora intentará usted alcanzar aquel punto avanzado por la superficie —nuestro túnel está destruido— a 15°40. Este, puede ver la protuberancia cerca del borde del límite del visor con su mensaje; y dígale verbalmente que triplique su potencia. El boquete en la casamata era demasiado pequeño, y H se fue por el ventanal delantero. Corrió en su "andador" a una franja de paisaje que se convirtió en una espesura de fuego, en un erizo de fuego, en un manto de Neso, como en un sueño. Y en un indecible, en un increíble y delirante supercrescendo de ruidos, luminarias, calor, presión e impactos, siguió corriendo, subiendo por la ya casi invisible ladera...

EN NUESTRA MANZANA R. A. Lafferty Hasta la fecha, no tenemos noticia de que R. A. LAFFERTY haya escrito jamás una sola línea de literatura del género, lo que se dice "en serio". Este autor que ahora presentamos al lector de ciencia ficción, da pruebas de no haber perdido ni un ápice de su vena humorística en esta obra. Nos congratulamos de que sea así, y confiamos en que igual será el parecer de ustedes. Vivía gente muy curiosa en aquella manzana de la ciudad. —¿No anduviste nunca por esta calle? —preguntó Art Slick a Jim Boomer, que acababa de llegar. —No lo he hecho desde que era chico. Después de que la fábrica de prendas de trabajo se incendiara, un curandero plantó allí su tienda durante un verano. La calle sólo tiene la longitud de una manzana y muere en el terraplén del ferrocarril. No hay en ella más que un grupo de barracas y parcelas cubiertas de hierbajos. Las barracas tienen diferente aspecto ahora, parece que haya más. Creí que las habían echado abajo hacía unos meses. —Jim, he estado contemplando esa primera casucha durante dos horas. Había esta mañana delante de ella un tractor con un remolque de trece metros, que cargaron con material de cajas de cartón que sacaron del interior. Luego, se fueron. —¿Y qué hay de malo en ello, Art? —Jim, dije que llenaron el remolque. Por la lentitud que llevaba al alejarse, debería acarrear unos treinta mil kilos de carga. Una caja de cartón de quince kilos (calculo este peso por el esfuerzo que hacían los hombres) cada tres segundos y medio durante dos horas, es decir, dos mil cajas. —Sí, claro, hoy día muchos remolques sobrepasan los límites de carga estipulados. NO cumplen las ordenanzas. —Jim, esa barraca no es más que una especie de cajón de dos metros y medio de lado. La mitad de ella está ocupada por una puerta y en su interior hay un hombre sentado en una silla situada detrás de una mesita. La otra mitad se halla ocupada por un vertedero. Caben seis o siete de esas barracas en aquel remolque. —Midámosla —propuso Jim Boomer—. Acaso sea mayor de lo que parece. La barraca ostentaba un rótulo en el que podía leerse "VENDO TODO A PRECIO DE SALDO". Jim Boomer midió la barraca con una vieja cinta métrica. Tenía, en efecto, dos metros y medio cúbicos, sin trampa ni cartón. Estaba instalada sobre una especie de parapeto de ladrillos desportillados y ello permitía fisgar en su interior. —Le vendo una cinta metálica nueva de quince metros —dijo el hombre sentado ante la mesa—. Tire esa vieja. El hombre sacó una cinta nueva de un cajón de su mesa-escritorio, aunque Art Stick tenía la seguridad de no haber visto más que una mesa sencilla de cuatro patas, sin lugar alguno para un cajón. —Es completamente plegable y con baño de rodio, deslizante, con manilla Ramsey, y su propio estuche de contención hermética. Jim Boomer pagó el dólar pedido por ella. —¿Cuántas tiene? —preguntó. —Puedo disponer de cien mil dispuestas para su entrega en diez minutos —respondió el hombre—. En lotes de cien mil las vendo con un considerable descuento: a ochenta y ocho centavos la pieza. —¿Era esta mercancía la que expidió usted esta mañana en el remolque? —quiso saber Art.

—No; posiblemente fue otra mercancía. Esta es la primera cinta metálica que jamás he fabricado. Se me ocurrió la idea en el preciso momento en que le vi medir mi barraca con su cinta vieja. Art Slick y Jim Boomer se dirigieron a la puerta siguiente de otra barraca muy semejante, si bien ésta era más pequeña, apenas de unos dos metros cúbicos. En el rótulo de la puerta se leía: "Taquimecanógrafa pública". Se oía el teclear de una máquina de escribir, pero el ruido cesó al abrir ellos la puerta. Una linda morenita se hallaba sentada ante una mesita. No había nada ni nadie más en el cuarto, ni siquiera una máquina de escribir. Creí haber oído el teclear de una máquina de escribir aquí —dijo Art. —¡Oh, soy yo!—repuso con una sonrisa la muchacha—. A veces me divierto produciendo el ruido de una máquina de escribir, tal como se supone que ha de hacerlo una taquimecanógrafa. —¿Qué haría usted si alguien viniera y le hiciera un encargo? —¿Qué se imagina? Pues se lo haría. —¿Puede usted pasarme a máquina una carta? —Pues claro, amigo. Son cincuenta centavos la página, trabajo esmerado, copia con carbón y sello. —Vaya. Veamos cómo lo hace. Le dictaré mientras usted mecanografía. —Dicte primero. Luego escribiré. No tiene sentido hacer dos cosas a un tiempo. Art dictó una extensa y complicada carta que había pensado escribir días atrás. Se sintió anonadado al hacerlo mientras la muchacha se pulía las uñas. —¿Cuál será la razón de que las taquimecas siempre se estén puliendo las uñas? — adujo la muchacha, mientras Art dictaba con voz monótona—. Sin embargo, yo intento hacerlo bien. Las limo y cuando vuelven a crecer, vuelvo a limarlas. He estado haciéndolo toda la mañana... Parece una bobada ¿verdad? —Bueno... eso es todo —dijo Art cuando hubo acabado de dictar. —¿No hay una postdata con "cariño y besos"? —indagó la joven. —No veo por qué. Es una carta de negocios a una persona que apenas conozco. —Yo siempre pongo una postdata con "cariño y besos" a personas que apenas conozco —repuso la muchacha—. Bien: su carta llenará tres páginas, o sea un dólar cincuenta. Por favor, salgan los dos afuera durante diez segundos y la pasaré a máquina. No puedo hacerlo si me están mirando. Empujó a los dos hacia la salida y cerró la puerta. Hubo un silencio. —¿Qué está usted haciendo, señorita? —exclamó desde fuera. —¿Quiere que le venda también un curso de memorización? ¿Acaso lo olvidó ya? Estoy mecanografiando su carta —respondió ella. —¡Pero si no oigo el ruido de ninguna máquina de escribir! —¡Y qué!¿Es que se exige también verosimilitud? ¡Tendré que cargarle un extra! Se oyó una risita, y luego, el sonido de un rapidísimo tecleo durante unos cinco segundos. La muchacha abrió la puerta y tendió a Art la carta de tres páginas, por supuesto, perfectamente mecanografiada. —Hay algo raro en todo esto —opinó Art. —¡Oh, las faltas de sintaxis son cosa suya, señor!¿Debiera también haberlas corregido? —No. Se trata de otra cosa. Dígame la verdad, joven, ¿cómo es que el hombre de la otra puerta expide cargamentos de material desde un edificio diez veces más pequeño que la mercancía que despacha? —Vende a precios muy bajos. —¿Quiénes son ustedes? El hombre de la otra puerta se parece a usted. —Es mi tío. Decimos a todos que somos indios de la raza de los Innominados.

—No existe tal tribu —observó lisa y llanamente Jim Boomer. —¡Ah no!En tal caso tendremos que decir a la gente que somos otra cosa. ¿Cuál es la mejor tribu? —La de los Shawnee —propuso Jim Boomer. —Muy bien. Entonces seremos indios shawnee. Ya ve lo fácil que es. —Eso tampoco sirve —objetó Boomer—. Yo soy shawnee y conozco a todos los shawnee de la ciudad. —¡Hola, primo!—exclamó la muchacha, guiñando un ojo—. Eso es de una broma que aprendí; sólo el comienzo era diferente. Ya puede advertir con qué astucia le doy la vuelta a todas sus objeciones. —Hablando de la vuelta, me debe cincuenta centavos —dijo Art. —Lo sé —dijo la muchacha—. Olvidé por un momento el dibujo que lleva la moneda, por lo que me retrasé mientras lo recordaba. ¡Ah, sí, ese raro pajarraco sobre un haz de leña!Un momento. Aquí lo tiene —tendió la moneda a Art Slick, y añadió—: Le agradeceré comunique a todos sus amigos que hay aquí una afable y experta taquimeca cuyo trabajo es excelente. —Sin máquina de escribir —completó Art Slick—. ¡Ea, vámonos Jim! —Postdata "cariño y besos" —dijo la muchacha a sus espaldas. El Club del Hombre Frío se hallaba en la puerta contigua y era una cervecería de reducidísimas dimensiones con un exiguo mostrador. La camarera podría haber sido hermana de la taquimecanógrafa pública. —Quisiéramos beber un par de tragos, pero no parece tener usted ninguna clase de bebidas —dijo Art. —¿Y quién necesita tenerla? —replicó la muchacha—. Aquí tienen sus cervezas. Art hubiera pensado que la camarera se las había sacado de las mangas. Pero no llevaba mangas. La cerveza estaba fría y era muy buena. —Oiga, muchacha; ¿puede usted decirnos cómo puede el tipo de la esquina cargar todo un remolque con material del que carecía un momento antes de proceder al embarque? —Tendría que haberlo sacado de algún sitio —agregó Jim Boomer. —No, no —respondió la muchacha—. Estudio su idioma. Conozco las palabras. Sacarlo de algún sitio es juntar, reunir; no, hacer. El hace. —¡Es extraño! —dijo boquiabierto Slick—. La marca Budweiser se halla equivocada en esta botella... la í está antes que la e. —¡Oh, mentecata de mí!—exclamó la camarera—. No recordaba cómo era, y por ello puse una en una botella y otra en la otra. Ayer un hombre me pidió una botella de la marca Progreso, y le serví una de Brogreso. A veces hago las cosas mal. ¡Ea, voy a enmendar la suya! Pasó la mano por la etiqueta, y la marca apareció correctamente escrita. —¡Pero si esa etiqueta estaba ya impresa!—objetó atónito Slick. —¡Oh, claro!Y además, hecho con el mayor primor —dijo la muchacha—. Habré de tener más cuidado. Una vez puse por error gusto de Jax en una botella de Schlitz, y al cliente no le gustó. Tuve que cambiar en un santiamén el sabor de aquella cerveza, fingiendo que le daba otra botella. Es la luz de aquí lo que la hace parda —le dije—. ¡Diablos! Si no tenemos ni siquiera luz aquí. Y yo, en otro santiamén, hice que la botella fuera de color verde. Es difícil dejar de equivocarse cuando se es tan estúpida. —No, usted no tiene ni luz ni ventana aquí, y, sin embargo, hay claridad —dijo Slick—. No tiene usted refrigeración, ni hay cables de electricidad que comuniquen con ninguna de las barracas de esta manzana. ¿Cómo se las arregla pues, para tener fría la cerveza? —En efecto. ¿Acaso no es buena y fría la cerveza? Observe con qué habilidad eludo su pregunta. ¿Desean tomar otras dos?

—Pues sí. Y me interesa ver de dónde las saca —respondió Slick. —¡Oh, miren, hay serpientes detrás de ustedes!—exclamó la muchacha. —¡Cómo se sobresaltaron!—rió después—. ¿Es que creían de verdad que iba a tener serpientes en mi lindo bar? Pero había servido otras dos cervezas, y el lugar se hallaba tan despojado de todo como antes. —¿Hace tiempo que andan ustedes viviendo por esta parte? —¿Quién se mantiene eternamente en un sendero? —respondió la muchacha—. La gente va de aquí para allá. —Usted no es de por aquí —dijo Slick—. No es de ningún lugar que yo conozca. ¿De dónde procede? ¿De Júpiter? —¿Quién habla de Júpiter? La muchacha pareció indignada. —¡Si allá no se comercia más que con insectos!¡Y además se le hiela a una la nariz!— exclamó. —¿No será usted una bromista, eh, muchacha? —preguntó Slick. —Seguro que no me costaría serlo si quisiera. Aprendí toda una serie de chistes, pero todos los cuento mal. Mejor me iría. De todos modos, procuro parecer ocurrente para que la gente vuelva a mi establecimiento. —¿Quién está en la barraca siguiente? —Mi prima hermana —dijo la muchacha—. Hoy, precisamente, puso su establecimiento para hacer crecer cabello de cualquier color a los calvos. Yo le digo que está loca. Eso no es negocio. Si quisieran tener, ya no estarían calvos. —¡Ah!¿Pero puede hacer salir el pelo a los calvos? —inquirió Slick. —Pues claro. ¿Es que usted no es capaz de hacerlo? Había otras tres o cuatro tienduchas más en la manzana. No parecía que fuesen tantas cuando los dos amigos entraron en el Club del Hombre Frío. —No recuerdo haber visto esta barraca hace unos minutos —manifestó Boomer, dirigiéndose al hombre que estaba delante de la última casucha de la hilera. —¡Oh!La acabo de construir —repuso el hombre. Tablas carcomidas, clavos oxidados... y afirmaba que la acababa de levantar. —¿Por qué no... construyó algo decente, ya que se puso a ello? —Esto es más disimulado —dijo el hombre—. ¿Quién se sorprende cuando se descubre de improviso un edificio viejo? Somos nuevos aquí y queremos tantear el terreno sin llamar la atención. Ahora estoy pensando en qué puedo comerciar. ¿No creen que aquí puede haber un buen mercado para vender automóviles de lujo por cien dólares? Supongo, no obstante, que tendré que respetar el sentimiento religioso local cuando los fabrique. —¿Qué es eso? —La adoración ancestral. El viejo depósito de gasolina y el sistema de combustión empleados como un mero atavismo, cuando ya es de uso corriente la energía natural. Sí, eso haré. En tres minutos fabricaré uno, si es que quieren esperar. —No. Yo tengo ya un coche —dijo Slick—. Vámonos, Jim. Aquella era la última barraca, por cuya razón dieron la vuelta a la manzana. —Me estaba preguntando qué habría en esta manzana donde nadie viene nunca — comentó Slick—. Una serie de rincones raros en nuestra ciudad. Había algunos tipos estrafalarios en la hilera de barracas que estaban aquí antes de éstas —repuso Boomer—. Algunos solían venir a beber al Gallo Rojo. Uno de ellos parecía un pavo por el glú-glú que hacía al beber. Otro hacía girar un ojo en una dirección y el otro en la opuesta. Se dedicaban a descortezar vainas en la fábrica de aceite de linaza antes de que se incendiara. Volvieron a pasar ante la barraca de la taquimecanógrafa.

—Sin bromas, cielito: ¿Cómo escribe a máquina sin máquina? —le preguntaron. —Mecanografiar es demasiado lento —respondió la muchacha. —Yo pregunté cómo y no por qué. —Lo sé. ¿No es estupenda la forma con que doy la vuelta a las palabras? Creo que mañana tendré un gran roble creciendo frente a mi establecimiento, para que me dé sombra. ¿Tiene alguno de ustedes, apuestos caballeros, una bellota en el bolsillo? —¡Ah... no!¿Cómo escribe a máquina, en realidad, muchacha? —¿Me prometen no decirlo a nadie? —Prometido. —Hago la escritura con la lengua —dijo la muchacha. Echaron a andar lentamente manzana arriba, y, volviéndose de pronto, Jim Boomer preguntó: —¿Y las copias en papel carbón? —Con mi otra lengua. Había otro remolque de doce metros o más, cargado ante la primera barraca de la manzana. Eran "atados" de tubería de doce milímetros de diámetro y siete metros de longitud; siete metros de tubería rígida saliendo de un cobertizo de tres metros... —Me pregunto cómo se podrán sacar tales cargamentos de semejante material de una barraca como esa —comentó perplejo y aún no convencido Slick. —Tal como dijo la muchacha, con una rebaja en los precios —repuso Boomer—. ¡Ea, vámonos al Gallo Rojo a ver si pasa algo por allá!Siempre vivió una buena pandilla de gente estrafalaria en esta manzana.

EL VELO ROJO Fred Saberhagen FRED SABERHAGEN nos cuenta una de las más ingeniosas narraciones de ficción científica en donde nos presenta a los Asesinos (véase la revista NUEVA DIMENSIÓN N? 66), robots poderosos y adaptables, construidos hace un milenio para su utilización en una guerra entre razas alienígenas que al fin acabaron destruyéndose mutuamente. Sólo subsisten ellos y están programados para matar a todo ser viviente. En este escenario son libradas muchas batallas... y ninguna tan macabra como la que aquí se relata. I Hallándose solo y ocioso, Felipe Nogara decidió pasar el rato echando un vistazo a aquello que le había llevado más allá del límite de la galaxia, y así subió de su lujoso camarote a su puesto privado de observación. Así, en una elevada cúpula de cristal invisible, le parecía encontrarse en el exterior del casco de su nave capitana, la Nirvana. Bajo ese casco, bajo la gravedad artificial de la Nirvana, bordeaba el disco brillante de la galaxia, abarcando en uno de sus brazos todos los sistemas estelares que los terrícolas habían, hasta entonces, explorado. Pero, en cualquier dirección que mirase, no veía más que una enorme cantidad de manchas, y puntos luminosos. Eran otras galaxias, desfilando a velocidades de decenas de miles de millas por segundo, apartándose del horizonte óptico del universo. Nogara no había ido, sin embargo, a aquel compartimento para contemplar las galaxias, sino a ver algo nuevo, un fenómeno jamás visto antes por el hombre a distancia tan próxima. Lo había percibido gracias a la aparente aproximación entre las galaxias que dejaba tras de sí, y por las nubes y corrientes de polvo que caían en cascadas sobre su nave. La

estrella que se hallaba en el centro del fenómeno se hallaba más allá del alcance de la vista por la fuerza de su propia gravedad. Su masa era quizás un billón de veces la del sol, por lo que el tiempo espacial se replegaba en torno a ella de manera que ni un fotón luminoso podía desprendérsele en una longitud de onda visible. El polvillo interestelar procedente de las profundidades del espacio caía en remolinos hacia los dominios de la hipermasa. El polvo que caía producía cargas estáticas hasta que el relampagueo se convertía en luminosas nubes cargadas de electricidad, tornándose rojo antes de desvanecerse, cerca del seno del vértice gravitatorio. Probablemente, ni siquiera un neutrino podría escapar a aquel sol. Y ninguna nave osaría aproximársele mucho más cerca de lo que ya lo había hecho la Nirvana. Nogara había subido hasta allí para juzgar por sí mismo si en el fenómeno recientemente descubierto podría encerrarse algún peligro en un futuro próximo para los planetas habitados; los soles normales caerían como virutas de madera en un remolino si la hipermasa encontraba a su paso. Pero, bien parecía que habrían de pasar otros mil años antes de que cualquier planeta hubiera de ser evacuado; y, mucho antes la hipermasa podría haberse atiborrado de polvo mientras lo absorbiese su núcleo, por lo que podía esperarse que la mayor parte de su sustancia volviese a reingresar en el universo en forma más espectacular pero menos peligrosa. De todos modos, en los mil años próximos surgiría algún otro problema. En el momento presente existía el de Nogara... puesto que él gobernaba la galaxia, si es que aquello podía decirse en realidad de alguien. Al sonar uno de los comunicadores reclamándole de nuevo a su lujoso apartamento privado, bajó prestamente, contento de tener un motivo que le alejara de las galaxias. Tocó una placa con mano fuerte y velluda. —¿Qué sucede? —Mi señor, ha llegado una nave correo. Del sistema Flaminia. Traen... —Hable lisa y llanamente. ¿Traen el cuerpo de mi hermano? —Sí, mi señor. La nave con el féretro se está aproximando a la Nirvana. —Veré al capitán, a solas, en la Gran Sala. No quiero ceremonia alguna. Disponga los robots en la cámara intermedia de presión, y examine a la escolta y el exterior del féretro para impedir cualquier contagio. —Sí, mi señor. Hablar de enfermedad en este caso tenía mucho de equívoco. No era la plaga de Flaminia lo que había metido a su hermanastro en un féretro, aún cuando ésta fuese la versión oficial. Se sospechaba que los médicos habían sometido a hibernación al héroe de la nebulosa Pétrea como último recurso para impedir su irremediable muerte. Había sido necesaria aquella mentira oficial porque ni siquiera él mismo, el Gran Jefe Nogara, podía permitirse el lujo de eliminar al hombre que lo había sido todo en la Nebulosa Pétrea... En aquella batalla librada hacía siete años, habían sido derrotados los Asesinos: de no haber sido así, la vida inteligente podría haber quedado extinguida en la galaxia. Los Asesinos eran terribles ingenios bélicos automatizados, construidos para algún conflicto entre razas, tiempo ha desaparecidas que ahora se habían convertido en enemigos de todos los seres vivientes. Aunque la lucha contra estos ingenios no había cesado todavía, la vida inteligente en la Galaxia parecía tener perpetuada su subsistencia, tras la batalla librada en Pétrea. La Gran Sala era el lugar en el que se reunía diariamente, para su regalo y diversión, con las cuarenta o cincuenta personas que le acompañaban en la Nirvana, en calidad de ayudantes, tripulantes o cortesanos. Pero al entrar ahora en ella la encontró desierta a excepción de la presencia de un solitario individuo que montaba guardia junto al féretro. El cuerpo de Johann Karlsen y cuanto quedaba de vida en él, se hallaba sellado bajo la tapa de cristal de la pesada urna, que contaba con su propio sistema de refrigeración y de

"vuelta-a-la-vida", controlados por una llave de fibra óptica de duplicación teóricamente imposible, que Nogara pidió con un gesto al capitán de la nave-correo. El capitán llevaba la llave alrededor del cuello y tardó un momento en desprenderse de la cadena de oro que la enlazaba, tendiéndosela a Nogara. Pasó otro momento antes de que recordase que había de saludar, inclinándose: era un astronauta y no un cortesano. Nogara pasó por alto la infracción del protocolo. Eran sus gobernadores y almirantes los que estaban dando nueva vida a todas aquellas ceremonias protocolarias pues a él personalmente no le importaban lo más mínimo los gestos y posturas de sus subordinados, mientras supieran obedecerle con inteligencia. Sólo ahora, con la llave en mano, miró Nogara a su inanimado hermanastro. Los médicos pertenecientes a la conjura le habían afeitado la barba y el cabello. Sus labios tenían una palidez marmórea, y sus ojos grandes y abiertos eran de apariencia vítrea. Pero, indudablemente, era el rostro de Johann el que sobresalía de los pliegues de la helada mortaja. Algo había en su persona que parecía resistirse a la hibernación. —Déjeme un rato solo —dijo Nogara—. Se volvió dando la cara al otro extremo de la Gran Sala, y esperó, en tanto que miraba a través del amplio ventanal hacia donde la hipermasa transformaba el espacio en una mancha borrosa, como si uno lo contemplara con una lente defectuosa. Al oír como se cerraba la puerta tras el capitán del correo, se volvió de nuevo... hallándose frente a la breve figura de Oliver Mical, el hombre que había elegido para reemplazar a Johann como gobernador de Flaminia. Mical debía haber entrado al salir el astronauta, lo cual, pensó Nogara, podía no carecer por entero de significado. Posando familiarmente las manos sobre el féretro, Mical alzó una ceja grisácea con su acostumbrada expresión de hastiado divertimento. Su rostro más bien abotargado se dilató en una sonrisa de hombre extremadamente cortés. —¿Cómo rezan las líneas de Browning? —meditó, lanzando una ojeada a Karlsen—. "¿Haciendo la labor de rey durante todo el brumoso día"... y ahora este premio de virtud? —Déjame en paz —dijo Nogara. Mical estaba al tanto de la conjura, que había permanecido oculta para casi todos los demás dignatarios, a excepción de los doctores en ella complicados. —Pensé que sería mejor hacer acto de presencia para compartir vuestro pesar —dijo. Luego miró a Nogara y cesó en su discurso. Se inclinó con una reverencia que era suavemente burlona cuando ambos estaban a solas, y se dirigió con paso vivo hacia la puerta, cerrándola tras de sí al salir de la estancia. Bien, Johann, si hubieses conspirado contra mí, te habría matado de una vez por todas. Pero nunca fuiste un conspirador; ocurrió tan solo que me serviste con demasiado éxito: tanto mis enemigos como mis amigos comenzaron a tenerte en demasiada estima. Así estás aquí, mi helada conciencia, la última conciencia que jamás tendré. Tarde o temprano te habrías tornado ambicioso, por lo que no me quedaba otra alternativa que hacerte esto o matarte. Ahora te pondré en lugar seguro, acaso algún día tengas otra oportunidad de vivir. Es un raro pensamiento éste de que algún día puedas estar tu meditando así ante mi féretro, como lo estoy yo ahora ante el tuyo. Sin duda rezarás por lo que crees es mi alma... Yo no puedo hacer eso por ti, pero te deseo dulces sueños. Sueños del cielo de tu fe, y no de su infierno... Nogara imaginó un cerebro al cero absoluto, en el que las neuronas repitieran sin cesar el itinerario de un mismo sueño eterno. Pero aquello era un desatino. —No puedo poner en peligro mi posición, Johann—. Esta vez habló en un murmullo—. No tenía otra alternativa. En otro caso me hubiera visto obligado a matarte. II

—Supongo que el Treinta y Tres ha llevado ya el cadáver a Nogara —dijo el segundo oficial del correo Treinta y Cuatro de Acero, mirando al cronómetro del puente. Debe ser maravilloso eso de proclamarse uno Emperador o lo que sea, y tener a todas las unidades de la galaxia entera dispuestas a darlo todo por su señor. —No puede ser muy agradable que le traigan a uno el cadáver de su hermano — respondió el capitán Thurman Holt, examinando su esfera astrológica. Su nave de impulso C-superior se hallaba cubriendo rápidamente un considerable intervalo temporal entre sí mismo y el sistema Flaminia. Aun cuando Holt no sintiera entusiasmo por su misión, le alegraba hallarse fuera de Flaminia, donde la policía política de Mical estaba imponiendo su ley. —¡Qué cosa más rara! —dijo el Segundo, riendo entre dientes. —¿Qué quieres decir? El Segundo miró por encima de ambos hombros, según una costumbre adquirida en Flaminia. —¿Ha oído usted eso?—preguntó—. "Nogara es dios, pero la mitad de sus astronautas son ateos". Holt sonrió, pero sólo levemente. —La verdad es que no es ningún tirano demente. Acero no es el gobierno peor dirigido de la galaxia. Los delicados y escrupulosos no sirven para sofocar rebeliones. —Karlsen bien que lo hizo. —Es muy cierto. El Segundo dijo sonriendo sardónicamente: —Oh, desde luego que Nogara podría ser peor, hablando seriamente sobre la cuestión. Es un político. Pero yo no puedo soportar a esa banda que ha congregado en su derredor en los últimos años. Ya tenemos a bordo una buena muestra de lo que hacen. Si quiere que le diga la verdad, estoy algo asustado ahora que ha muerto Karlsen. —Bien, pronto lo veremos —suspiró Holt, desperezándose—. Voy a echar un vistazo a los prisioneros. Le cedo el puente, Segundo. —Le relevo, señor. Hágale un favor a ese hombre, y mátelo. Un minuto después, mirando a través del pequeño visor, del calabozo de la nave, Holt deseó con sincera compasión que su prisionero hubiese estado muerto. Era un caudillo de los rebeldes, llamado Janda, y su captura había sido el último éxito de las fuerzas armadas de Karlsen en Flaminia, poniendo con ello virtualmente término a la rebelión. Janda había sido un hombre de elevada estatura, un bravo rebelde y un bandido brutal. Había invadido el imperio Acero de Nogara y combatido contra él hasta no quedarle ninguna esperanza, rindiéndose entonces a Karlsen. "Mi orgullo me ordena combatir a mis enemigos —había escrito en una ocasión Karlsen, en lo que pensó que seria una misiva privada. —Mi honor no me permite humillar u odiar a mi enemigo". Pero la policía de Mical trabajaba con diferente filosofía. El proscrito podía tener aún una osamenta poderosa, pero ya no caminaba erguido. Las esposas que todavía sujetaban sus muñecas y tobillos eran de plástico con lo que supuestamente se pretendía no dañarle la piel, pero ya no tenían en realidad propósito alguno, y Holt se las habría quitado, de haberle sido posible. Cualquier extraño, al ver a la muchacha que se hallaba junto a Janda para darle de comer, habría supuesto que era su hija. Era su hermana, cinco años más joven que él. Era también una muchacha de singular belleza, y quizás la policía de Mical tuviera otros motivos que no fueran los de su pura y simple conmiseración al enviarla a la corte Nogara sin señal alguna de violencia y sin que tampoco le hubieran lavado el cerebro. Se rumoreaba que era grande entre los cortesanos la demanda de cierta clase de diversiones, y elevado el trasiego de quienes servían para tales fines.

Holt no había dado crédito hasta entonces en tales historias. Abrió el calabozo, y lo cerró por dentro para evitar que Janda se desmandara y fuera víctima de algún accidente. Al embarcar en su nave a la muchacha, los ojos de ésta habían mostrado bien a las claras un odio invencible hacia todos los de Acero. Holt había sido con ella tan amable y servicial como le fuera posible durante los días transcurridos desde aquel día, y ahora no quedaba ni siquiera un resto de esperanza que ella pareciera compartir con alguien. —Creo que pronunció mi nombre hace unos minutos —dijo la muchacha. —¿Ah, sí? —Holt se inclinó para mirar más de cerca de Janda, y no pudo apreciar ningún cambio en sus facciones. Los ojos del proscrito tenían aún aquella mirada vidriosa y fija, y de su ojo derecho brotaba de cuando en cuando una lágrima que no parecía tener guardar relación con clase alguna de emoción. La mandíbula pendía más floja que nunca, y todo su cuerpo reflejaba el más profundo abatimiento. —Quizás... —Holt no acabó. —¿Qué? —preguntó ella ansiosamente. ¡Dioses del Espacio!. ¡El no podía dejarse comprometer por aquella muchacha!Casi deseaba volver a ver el odio en sus ojos. —Quizás será mejor para su hermano —dijo amablemente— que no se recobre de momento. Ya sabe usted a dónde lo enviarían. La esperanza de Lucinda, por mucha que tuviera, fue ahuyentada por las palabras de Holt. Quedóse silenciosa, con la mirada fija en su hermano, como si viese algo que no hubiese contemplado nunca con anterioridad. Sonó el intercomunicador de muñeca de Holt. —Aquí el capitán dijo. —Señor, acabamos de detectar una nave que nos pide ayuda, a cinco horas de distancia en nuestro mismo rumbo. Es una nave ordinaria de escasas dimensiones. Las dos últimas palabras eran la acostumbrada confirmación de que la nave detectada no era posiblemente el casco gigante de las naves de los robots. Estas se asemejaban mucho entre sí, por lo que Holt no vio motivo alguno para adoptar medidas especiales de seguridad. Volvió indiferentemente al puente y miró la pequeña pantalla del detector. La nave resultaba desconocida, pero este hecho no le sorprendió. ¿Mas por qué, pensó, habría de aproximarse una nave, y dirigirle un saludo en lo más profundo de los espacios siderales? ¿Plaga? —No, ninguna plaga —respondió una voz por radio, entre descargas de energía estática mientras le hacía la pregunta al desconocido. La señal de vídeo de la otra nave parecía también un tanto inestable, por lo que resultaba difícil apreciar la cara del locutor—. Me entró una partícula de polvo en mi último impulso, y mis campos no dejan de moverse. ¿Querría usted tomar unos pasajeros a bordo? —Desde luego. —Para una nave de la envergadura de una C-Superior era un tanto sorprendente que entrara en colisión con un campo gravitatorio de partículas de polvo de tamaño apreciable, aunque tampoco fuera insólito, lo cual explicaba lo defectuoso de las comunicaciones. No había pues aún motivo de alarma para Holt. La nave forastera envió una lancha que abordó la cámara intermedia de presión, y quedó amarrada a ésta. Holt abrió la puerta de la cámara con una sonrisa de bienvenida para los pasajeros en dificultades. Y en aquel mismo instante, él y la media docena de hombres que constituían su tripulación se vieron sorprendidos por el imprevisto ataque de máquinas del tamaño de un hombre... una partida de abordaje de los "Asesinos", fríos e impasibles, despiadados como una pesadilla. Los robots se apoderaron tan rápida y eficazmente del correo, que nadie pudo presentar resistencia efectiva. Sin embargo, los asaltantes no procedieron a matar, al menos de momento, a ninguno de los humanos. Quitaron las unidades de impulso de una

de las lanchas salvavidas, y metieron en ella como un rebaño a Holt y su tripulación y a los anteriores prisioneros. —No fue un "Asesino" el de la pantalla, no lo fue— decía insistentemente a Holt el segundo oficial. Los humanos se apelotonaron como sardinas en lata en el pequeño espacio. Los robots les proporcionaron aire, agua y comida, y comenzaron a sacarlos uno a uno para interrogarles. —No se le parecía, no —respondió Holt—. Los "Asesinos" probablemente se están modelando a sí mismos de formas diferentes, y proveyéndose de nuevas armas. Lo cual es muy lógico, después de la batalla de Pétrea. Lo único extraño es que nadie lo previera. Una escotilla se abrió, y un par de robots de tosca figura humana entraron dirigiéndose en derechura por entre los nueve humanos, hasta donde se encontraba el que ellos buscaban. —¡No, no puede hablar!—clamó Lucinda—. ¡No se lo lleven! Pero los robots no podían, o no quisieron oírla. Pusieron en pie a Janda y se lo llevaron fuera. La muchacha los siguió arrastrándose e intentando convencerles de ello. Holt sólo pudo gatear inútilmente tras ella en el exiguo espacio en que se hallaban, por temor a que uno de los robots se volviera y la matara. Pero éstos se limitaron a impedir que la muchacha saliera del salvavidas, haciéndola caer de la escotilla con manos tan metálicas como suaves, aunque de una firmeza irresistible. Y se fueron con Janda, volviendo a cerrar la escotilla. Lucinda se quedó mirándola con inexpresiva fijeza, y ni se movió cuando Holt la rodeó con su brazo. III Al cabo de una espera eterna, los humanos vieron abrirse de nuevo la escotilla. Pero no traían a Janda, sino que venían en busca de Holt. El casco del correo vibraba y resonaba con ecos que parecían indicar que los robots estaban reconstruyéndolo. En un pequeño camarote separado del resto de la nave por un nuevo mamparo, el cerebro computador de los "Asesinos" había instalado ojos y oídos electrónicos, y también un micrófono. Allá fue donde llevaron a Holt para ser interrogado. Por medio de una memoria de palabras humanas registradas, el " Asesino" interrogó a Holt extensamente. Todas las preguntas eran concernientes a Johann Karlsen. Sabido era que los "Asesinos" consideraban a Karlsen como su principal enemigo, pero éste, parecía muy particularmente obsesionado por su persona y un tanto reacio a creer que estuviese realmente muerto. —Me he apoderado de sus cartas y de las coordenadas astronáuticas —recordó el "Asesino" a Holt— Sé que se dirigen a la Nirvana, a la que ha sido llevado el supuesto cadáver de Karlsen. Describía esa nave empleada por el ser viviente Nogara. En tanto que sus preguntas habían tratado únicamente de un hombre muerto, Holt había dado al "Asesino" respuestas correctas, pues no deseaba que le cogieran en una mentira inútil. Pero hablar de la nave capitana era cuestión muy distinta, y aquello le hizo vacilar. Sin embargo, era poco lo que podía decir sobre la Nirvana, aunque lo deseara, y ni él ni sus compañeros de cautiverio tenían probabilidad alguna de poder urdir algún plan para burlar al "Asesino", quien a buen seguro debía escuchar cuanto se decía en el salvavidas. —Nunca he visto a la Nirvana —respondió con toda veracidad—. Pero la lógica me dice que debe ser una nave poderosa, puesto que viajan en ella los más conspicuos gobernantes humanos. —No había perjuicio alguno en decir de la nave lo que cualquiera hubiera podido deducir lógicamente. Abrióse de súbito la puerta, y Holt se quedó con la mirada clavada en el extraño ser que entró en la cámara de interrogatorios. Luego vio que no era un hombre, sino una

creación de los "Asesinos". Quizá su carne era de plástico o acaso de algún producto obtenido sintéticamente a partir de fibras naturales. —Usted es el capitán Holt, ¿eh? —preguntó aquella mole. No había gran diferencia entre su figura y la de un ser humano, pero hasta una nave, por muy bien camuflada que esté, no deja de seguir pareciendo una nave camuflada. Viéndole silencioso, la figura preguntó: —¿Ocurre algo? —Ya, su manera de hablar habría hecho desconfiar de él a cualquier hombre que le escuchara atentamente. —Usted no es un hombre —respondió Holt. La figura se sentó y claudicó, explicando: —Ya ve que no soy capaz de hacer una imitación de un ente humano que puede ser aceptada por los auténticos con quienes me enfrento. Por lo tanto, le requiero a usted, como genuino que es, a que colabore para que podamos cerciorarnos de la muerte de Karlsen. Holt no dijo nada. —Soy un ingenio especial construido con un primordial objetivo: el de lograr la evidencia de la muerte de Karlsen. Si me ayuda usted a demostrar que está muerto, le pondré de buen grado en libertad, así como a los demás seres vivientes que tengo en mi poder. Si se niega a cooperar, a todos ustedes se les aplicarán los más desagradables estímulos para que cambien de parecer. Holt no creía que aquel ente fuera a dejarles en libertad de buen grado, pero nada tenía que perder si hacían un trato, y podía cuando menos, obtener para sí y para los demás una muerte en la que se vieran libres de aquellos desagradables estímulos. Los "Asesinos" tenían más de eficientes exterminadores que de sádicos asesinos, aunque durante la guerra se hubiesen convertido en verdaderos expertos en el sistema nervioso del hombre. —¿Qué clase de ayuda necesita usted de mí? —preguntó Holt. —Cuando haya terminado de formarme en este correo, vamos a ir a la Nirvana, donde entregará usted a sus prisioneros. Ya he leído las órdenes. Tras haber sido interrogados por los dirigentes humanos de la Nirvana, los prisioneros han de ser llevados a Acero para su confinamiento. ¿No es eso? —Así es. Volvió a abrirse la puerta y entró a rastras Janda, tan desecho físicamente como confuso. —¿No puede usted ahorrar a ese hombre ningún interrogatorio? —preguntó Holt al "Asesino"—. No puede serle de ninguna utilidad. El silencio, fue la única contestación a sus palabras. Holt esperó inquieto. Finalmente, mirando a Janda, se dio cuenta de que algo había cambiado en el proscrito. Las lágrimas habían cesado de manar de su ojo derecho. Al ver esto, Holt sintió un creciente horror que no podía explicar, como si su subconsciente supiera ya lo que el "Asesino" iría a decir a continuación. —Lo que era hueso en este ente viviente, es ahora metal —dijo el "Asesino"—. Donde fluía la sangre, se bombean ahora los profilácticos. En el interior del cerebro he colocado un computador, y en los ojos unas cámaras que registrarán la evidencia que persigo sobre Karlsen. Emular el comportamiento de un hombre al que se le ha lavado el cerebro, es algo que entra dentro de mis posibilidades. —No le odio a usted —dijo Lucinda al "Asesino", cuando la trajo a solas para interrogarla—. Usted es un accidente igual al temblor de un planeta, como una partícula de polvo chocando con una nave próxima a la velocidad de la luz. A Nogara y a los suyos es a los únicos que odio. Y si su hermano no estuviese muerto, yo lo mataría con mis propias manos y gustosamente le entregaría a usted su cadáver.

—¿Capitán del correo? Aquí el gobernador Mical hablando en nombre del Alto Señor Nogara. Traiga enseguida a sus dos prisioneros a la Nirvana —ordenó. —Al instante, señor. Tras haberse puesto a la vista de la Nirvana, al robot-asesino había sacado a Holt y a Lucinda del salvavidas; luego había hecho derivar la lancha, con la tripulación de Holt aún en ella, entre las dos naves, como si estuviesen aún empleándola los hombres para comprobar los campos del correo. Los hombres de la lancha habían de ser los rehenes del "Asesino", y su escudo, en caso de que fuesen descubiertos. Y dejándolos allí, deseaba sin duda hacer más verosímil la perspectiva de una eventual liberación. Holt no habría dicho nada a Lucinda respecto a la operación realizada con su hermanastro pero al final acabó por hacerlo. Ella lloró durante unos momentos, y luego se serenó por completo. Ahora el "Asesino" puso a Holt y a Lucinda en el globo de cristal que servía para los lanzamientos, en este caso para su traslado a la Nirvana. El actual robot, que había sido antes el hermano de Lucinda, se hallaba ya allí esperando, hundido y sumiso, con el aspecto de un hombre que estuviera en los últimos días de su vida. Al ver aquella figura, Lucinda se detuvo, y luego, con voz clara, dijo al "Asesino": —Robot, deseo agradecérselo. Ha tenido usted para con mi hermano una atención que ningún humano le reservaría. Creo que yo habría hallado un medio de matarlo con mis propias manos antes de que sus enemigos pudieran seguirle torturando. IV La cámara intermedia de presión de la Nirvana estaba sólidamente acorazada y equipada con defensas automáticas que hubieran repelido un asalto de robots de abordaje, al igual que los haces y proyectiles de la nave podrían haber rechazado a cualesquiera armas pesadas de ataque que un correo o una docena de correos pudieran emplear. El "Asesino" ya había previsto todo esto. Un oficial dio la bienvenida a bordo a Holt. —Por aquí, capitán, todos le estamos esperando. —¿Todos? El oficial tenía la apariencia de una persona bien cuidada, con la tranquilidad que proporciona una tarea segura y fácil. Sus ojos estaban ocupados en apreciar a Lucinda. —Se está celebrando una fiesta en la Gran Sala. La llegada de sus prisioneros se ha anticipado mucho. La música vibraba en la Gran Sala, y algunas bailarinas evolucionaban y se contorsionaban con atavíos más obscenos que cualquier desnudez. De una mesa que abarcaba casi toda la longitud de la sala, robots servidores retiraban los restos de lo que había sido un festín. En un sillón semejante a un trono detrás del centro de la mesa tomaba asiento el Alto Señor Nogara, con rico manto echado sobre los hombros y claro vino ante él en una copa de cristal. Cuarenta o cincuenta cortesanos le acompañaban en la gran mesa, hombres y mujeres, y unos cuantos cuyo sexo, Holt no pudo precisar a primera vista. Todos bebían y reían, y algunos llevaban máscaras y disfraces, lo que parecía indicar que la fiesta todavía no había terminado. Las cabezas se volvieron a la entrada de Holt, y un momento de silencio fue seguido por una aclamación. Todos los ojos y rostros se volvieron ahora a los prisioneros, y Holt no pudo apreciar en sus miradas nada que se asemejara a la compasión. —Bienvenido, capitán —dijo Nogara con agradable voz, cuando Holt se acordó de hacer la acostumbrada reverencia—. ¿Hay nuevas de Flaminia? —Nada, de gran importancia, señor.

Un hombre de cara abotargada que se sentaba a la derecha de Nogara se inclinó sobre la mesa diciendo: —¿Sin duda hay gran duelo por el finado gobernador? —Desde luego, Señor —Holt reconoció en su interlocutor a Mical—. Y mucha expectación también, por conocer a su sucesor. Mical se recostó en su sillón, sonriendo cínicamente. —Estoy seguro de que la población rebelde está ansiosa de mi llegada. Muchacha, ¿estabas tú ansiosa por conocerme? Ven, preciosidad, da la vuelta a la mesa, y acércate a mi lado. —Y mientras Lucinda obedecía lentamente, Mical hizo un gesto a los robots servidores, diciendo al mismo tiempo—: Robots, poned una silla para el hombre... Ahí en el centro de la estancia. Usted, capitán, puede volver a su nave. Felipe Nogara mientras tanto, no había apartado la vista de la esposada figura de su antiguo enemigo Janda, sin que fuera fácil adivinar en qué estaba pensando. Pero no le molestaba el hecho de que Mical se entretuviera dando órdenes a unos y otros, con evidente satisfacción. —Señor —dijo Holt a Mical—. Desearía ver... los restos de Johann Karlsen. Esto atrajo la atención de Nogara, quien hizo un ademán de asentimiento, y un robotservidor descorrió unos cortinajes dejando al descubierto un gabinete en uno de los extremos de la Sala, en el cual, ante una gran ventana, se encontraba el féretro. Holt no se mostró especialmente sorprendido, pues en muchos planetas era costumbre celebrar fiestas en presencia de un muerto. Tras hacer la reverencia prescrita a Nogara, fue hacia el gabinete. Oyó tras él un arrastrar de pies y el tintineo que hacían las esposas de Janda al moverse tras de él, y contuvo la respiración. Un murmullo recorrió la mesa, y luego se hizo un súbito silencio en el que incluso cesó la música. Probablemente Nogara había hecho un gesto de aquiescencia para que Janda fuese también, deseando que observara lo que haría el hombre al que se había sometido a un lavado de cerebro. Holt llegó hasta el féretro y se plantó ante él. Apenas vio el rostro inanimado de su interior, ni la confusa imagen de la hipermasa allende el ventanal, como tampoco oyó los cuchicheos y contenidas risitas de los festejantes. Las únicas imágenes que ocupaban su mente ahora, eran las caras de los miembros de su tripulación én impotente espera en las garras del "Asesino". El robot que usurpaba el cuerpo de Janda le siguió, arrastrando los pies, y la mirada de sus vítreos ojos se posó en los de hielo del yacente. Una fotografía tomada por su retina sería llevada al "Asesino" para cotejarla con los antiguos registros capturados a los humanos y poder comprobar de esta forma si aquella persona era Karlsen en realidad. Un débil grito de angustia hizo que Holt mirase atrás hacia la larga mesa, donde vio a Lucinda pugnando por desasirse del brazo de Mical que la apresaba, mientras él y sus amigos reían. —No, capitán, yo no soy ningún Karlsen —le voceó Mical, al ver la expresión de Holt—. ¿Y cree usted que lamento la diferencia? Las perspectivas de Johann no son brillantes, él está metido en una cáscara de nuez y no puede ya aspirar a ser rey del espacio infinito... —¡Shakespeare!—voceó un adulador, mostrando aprecio por la erudición literaria de Mical. —Señor —Holt dio un paso adelante— ¿Puedo... puedo llevar de nuevo a los prisioneros a mi nave? —¡Vaya, vaya!Ya veo que sabe usted apreciar algunas de las mejores cosas de la vida. capitán. Pero como no ignora, el rango tiene sus privilegios. La muchacha se queda aquí. El había previsto que Lucinda seria retenida a bordo de la Nirvana en donde estaría mucho más a salvo que con el "Asesino". —Señor, entonces, si... si sólo el hombre puede vivir conmigo... En un hospital de Acero podría recuperarse...

—Capitán —la voz de Nogara no era alta, pero impuso silencio en la mesa. No discuta aquí. —No, señor. Mical meneó la cabeza. —Mis pensamientos no son de piedad para mis enemigos, capitán. Si luego toman esa dirección... bueno, eso depende. —De nuevo tendió el brazo deliberadamente para rodear con él a Lucinda—. ¿Sabe usted, capitán, que el odio es el auténtico condimento del amor? Holt volvió a mirar desválidamente a Nogara, cuya fría expresión parecía decir: Una palabra más, capitán, y se encontrará en el calabozo. Nunca aviso dos veces. —Voy... voy a volver a mi nave —tartamudeó—. La mirada de Nogara se apartó de él, y nadie más le prestó gran atención.—Posiblemente volveré dentro de pocas horas. Desde luego, antes de que parta para Acero. La voz de Holt se apagó al ver que un grupo de festejantes rodeaba a Janda y habían quitado las esposas a los muertos miembros del proscrito, colocándole un casco astado en la cabeza y dándole un escudo y una lanza, y cubriéndole con un manto de piel, atuendo propio de un antiguo guerrero nórdico de la tierra. —Observe, capitán —dijo Mical con voz de mofa—. En nuestro baile de máscaras no tenemos al fantasma del príncipe Próspero. De buen grado invitamos a la imagen del terror. —¡Poe!—voceó con júbilo el adulador. Los nombres de Próspero y Poe no significaban nada para Holt, y Mical pareció decepcionado. —Déjenos, capitán —dijo Nogara, con acento perentorio. —Déjenos, capitán Holt —dijo a su vez Lucinda con voz firme y clara—. Todos sabemos que desea usted ayudar a cuantos se encuentran en peligro aquí. Alto Señor Nogara ¿se culpará al capitán Holt de lo que aquí suceda cuando el se haya ido? Hubo un atisbo de perplejidad en los claros ojos de Nogara. Pero meneó la cabeza levemente en ademán negativo, otorgando así la absolución que se le pedía. Holt ya no tenía otra cosa que hacer como no fuera volver a su nave y enfrentarse con el "Asesino" para argumentar con él y abogar por su tripulación. Si tenía paciencia, el "Asesino" podría conseguir la prueba que buscaba. Sólo hacía falta que los festejantes tuvieran compasión de aquello que parecía ser Janda. Holt salió. Ni por un instante siquiera había pasado por su agobiada mente la idea de que Karlsen se hallaba únicamente en estado de hibernación. El brazo de Mical la rodeaba las caderas mientras estaba ella en pie al lado del sillón del gobernador, y su voz le susurraba: —¿Pero tiemblas, linda...? ¡Me conmueve tanto que una muchacha como tú tiemble a mi contacto, sí, me conmueve profundamente!Ya no somos enemigos ¿verdad? Si así fuera, tendría que tratar con demasiado rigor a tu hermano. Ella había estado ganando tiempo para que Holt saliera de la Nirvana. Una vez conseguido su propósito alzó el brazo y lo descargó con toda su fuerza sobre la cara de Mical, que no pudo encajar el golpe sin tambalearse y experimentar una fuerte sacudida. Se produjo un súbito silencio en la Gran Sala, y luego un estallido de carcajadas que hicieron enrojecer de tal modo a Mical que el enrojecimiento hacía juego con el color de la huella dejada en su faz por el golpe de Lucinda. Un hombre que se hallaba detrás de ésta la asió por los brazos sujetándoselos. Ella se relajó hasta sentir aflojarse ligeramente la presa del hombre, y entonces se apoderó rápidamente de un cuchillo de mesa. Hubo otra explosión de risas al apartarse Mical agachándose, y el hombre que estaba detrás de Lucinda, volvió a sujetarla. Otro hombre vino en su ayuda, entre risas, quitándole el cuchillo y obligándola a que se sentara en un sillón al lado de Mical.

Cuando Mical recuperó la palabra, su voz temblaba ligeramente, pero era queda y casi sosegada. —Traed más cerca al hombre —ordenó—. Sentadlo ahí enfrente mismo de la mesa. Mientras se daba cumplimiento a la orden, Mical dijo a Lucinda en tono confidencial: —Desde luego, era mi intención que a tu hermano se le diese la oportunidad de recuperarse. —Hizo una pausa para ver el efecto de su declaración. —¡Mientes, puerco asqueroso!—Murmuró ella, sonriendo. Mical se limitó a devolver la sonrisa. —Vamos a probar la habilidad de mis expertos en control mental —sugirió—. Apostaré a que no se necesita atadura alguna para sujetar a tu hermano a la silla, una vez que haya hecho esto.—Hizo un gesto curioso sobre la mesa hacia los vidriosos ojos de la cara de Janda—. Pero aún se dará cuenta, con cada nervio, de todo lo que le sucede. Puedes estar segura de eso. Ella había previsto algo semejante, pero ahora sentía como si aquel aire viciado hubiera acabado con sus fuerzas. Tenía miedo de desmayarse, y al mismo tiempo deseaba poder hacerlo. —Nuestro invitado está molesto con su disfraz— Mical miró arriba y abajo de la mesa— . ¿Quién quiere ser el primero en la tarea de divertirle? Hubo una salva de aplausos cuando un afeminado se levantó riendo entre dientes, de una silla cercana. —Jamy es conocido por su inventiva. Insisto en que prestes mucha atención ahora. ¡Mandíbula arriba! Al otro lado de Mical, Felipe Nogara estaba perdiendo su aire ausente, y como contra su voluntad se dejaba inducir a contemplar el espectáculo. En su actividad había una creciente expectación dominada por un inequívoco disgusto. Jamy se acercó con su retozona risita silenciosa portando un puñalito cincelado. —Los ojos no —previno Mical—. Habrá cosas que quiero que pueda ver después. —¡Oh, desde luego!—gorjeó Jamy. Puso escrupulosamente a un lado el casco de cuernos y se frotó los dedos para limpiarlos de su contacto—. Bien, empezaremos así, en una mejilla, con un trocito de piel... El tajo dado por Jamy con la hoja del puñalito fue suave, pero quizá aún demasiado fuerte para la carne muerta. A la primera incisión, toda la inanimada máscara se tiñó de rojo humedeciéndose por completo, a la vez que el cráneo del "Asesino" se contraía. Lucinda tuvo el tiempo justo de ver el cuerpo de Jamy salir despedido a través de la Sala impulsado por un brazo de huesos de acero, y antes de que los hombres que la sujetaban la soltaran y huyeran para salvar sus vidas, pudiendo así ella esconderse bajo la mesa, la Sala se convirtió en un manicomio en el que todo el mundo chillaba. La mesa entera se vino al suelo ante la embestida del "Asesino" y éste viéndose descubierto se olvidó momentáneamente de su primer objetivo: obtener la prueba de la muerte de Karlsen para volver a su función más tradicional, la de provocar muerte y destrucción. Movióse a través de la Gran Sala, agachándose y brincando grotescamente, despejando su camino con brazos semejantes a guadañas segadoras de sangrientas espigas. En la puerta principal se agruparon pugnando por escapar los ululantes fugitivos, y el asesino actuó sobre ellos como sobre un haz humano agitado por el viento del pánico, destrozando y matando metódicamente. Volvióse luego y cruzó de nuevo la Sala, llegando hasta donde Lucinda se ocultaba tras la mesa, pero el robot vaciló reconociéndola como semi-asociada en su función primordial, y seguidamente se precipitó en busca de otro blanco. Su nuevo objetivo era Nogara, tambaleante, con su brazo derecho destrozado. Había cogido una pesada pistola de alguna parte, y empezó a disparar con la mano izquierda mientras el robot se dirigía hacia él desde el otro lado de la mesa, ahora volcada. Los

disparos del arma hacían estragos tanto entre el mobiliario como entre los cortesanos, pero sólo consiguieron rozar ligeramente al robot. Por fin consiguió alcanzarle con otro disparo, pero el ímpetu del robot hizo que llegara hasta Nogara derribándole nuevamente. Se aposentó una estremecida quietud en la Gran Sala, que presentaba ahora el aspecto de que hubiese estallado una bomba en ella. Lucinda se puso en pie con paso inseguro. Oíanse sollozos y gemidos por todas partes, pero no había ni una sola persona aparte de ella que se sostuviera en pie. En su aturdimiento, Lucinda se dirigió a donde se hallaba yacente el robot asesino. Sólo experimentó cierta confusión al contemplar los jirones de ropa y carne que pendían del armazón metálico del caído. En su mente veía ahora el rostro de su hermano tal como había sido antes, poderoso y sonriente. Pero había algo que importaba más que el cadáver, con tal que pudiese ella recordar qué era... desde luego, los rehenes del "Asesino". Podría canjear el cadáver de Karlsen por ellos. Los robots servidores, construidos sólo para emergencias tales como el derramamiento de vino, iban precipitadamente de uno a otro lado, apresados por la cosa más parecida al pánico que pudiera sentir un mecanismo así. Sus movimientos impidieron que Lucinda lo hiciera con rapidez, pero había recorrido de todos modos media Sala cuando una voz débil la detuvo. Nogara se había arrastrado hasta quedar sentado apoyado contra la mesa volcada. Con voz ronca semejante a un graznido, dijo: —...vivo. —¿Qué? —Johann está vivo... Sano... ¿Ve? Es un congelador. —Pero todos dijimos al "Asesino" que estaba muerto. —Se sintió estúpida con el impacto de una conmoción tras otra. Por vez primera miró al rostro de Karlsen, y pasaron unos instantes antes de que pudiera apartar su vista—. Tiene prisioneros. Quiere su cadáver. —No —Nogara meneó la cabeza—. Ya comprendo. Pero no. No lo daré vivo a los "Asesinos". —De su cuerpo maltrecho emanaba aún el brutal reflejo de su personalidad. No tenía ya su pistola, pero aquel poder impidió moverse a Lucinda. No sentía ya odio alguno. —Pero hay siete hombres allí... —protestó. —Los "Asesinos" me quieren a mi —dijo Nogara entre dientes apretados por el dolor—. No soltarán a los prisioneros. Aquí... la llave... —La sacó del interior de su desgarrada túnica. La mirada de Lucinda fue atraída de nuevo por la fría serenidad del resto del cuerpo que se hallaba en el féretro. Y luego, obedeciendo a un impulso, corrió a tomar la llave. Al hacerlo, Nogara se desplomó del todo, aliviado o inconsciente. La cerradura del féretro estaba marcada en varias posiciones y la puso en el dial de RESURRECCION DE EMERGENCIA. Brotaron luces en torno a la figura del interior y hubo un zumbido de energía eléctrica. Los sistemas automatizados de la nave estaban ya reaccionando ante la emergencia. Los robots servidores habían empezado a actuar como camilleros y siendo Nogara una de las primeras víctimas, le trasladaron afuera. Probablemente algún robot-médico estaba actuando en alguna parte. De detrás del sillón-tronco de Nogara, salía una gran voz: —¡Aquí el control de defensa de la nave recabando órdenes humanas!¿Cuál es la naturaleza de la emergencia? —¡No se pongan en contacto con el correo! —voceó a su vez Lucinda—. ¡Alerta para un ataque!¡Pero no disparen contra el salvavidas! La tapa de cristal del féretro se había tornado opaca.

Lucinda corrió a la portañola, dando un traspiés al tropezar con el cuerpo exánime de Mical, pero ello no le hizo detenerse. Pegando su cara al ventanal y mirando hacia un ángulo pudo ver la nave correo que presentaba un color rosáceo en la ondeante luminosidad de la hipermasa, y al salvavidas que contenía a los rehenes, como una mota igualmente rosa junto a la espacionave. ¿Cuánto tiempo esperarían antes de matar a los prisioneros y huir? Al apartarse del ventanal, vio que la tapadera del féretro estaba abierta, e incorporado el hombre de su interior. Durante un brevísimo instante, instante que quedaría grabado para siempre indeleblemente en la mente de Lucinda, vio que sus ojos eran infantiles, y se fijaban desválidamente en los suyos. A continuación, una luz de energía empezó a asomar en aquella mirada, una energía en cierto modo totalmente distinta a la que había conocido en su hermano, y que posiblemente aún era mayor que la de éste. Karlsen apartó la vista de la muchacha, dirigiéndola al resto de lo que le rodeaba, a la Gran Sala devastada, y al féretro. —Felipe —murmuró dolorosamente, aunque su hermanastro no estaba a la vista. Lucinda se adelantó hacia él y comenzó a hacer el relató desde el día de su prisión en Flaminia, cuando oyó que Karlsen había sido víctima de la plaga. El la interrumpió un momento para decirle: —Ayúdeme a salir de aquí: tráigame mi armadura espacial.—Su brazo era fuerte y duro cuando se sintió asida por el mismo, pero cuando lo vio de pie a su lado, comprobó que el hombre era sorprendentemente bajo. —Continúe... ¿qué sucedió entonces? Ella prosiguió su relato mientras acudían robots servidores para ponerle la armadura. —¿Pero por qué lo pusieron en hibernación? —preguntó ella, al acabar su relato, apreciando la evidente fortaleza que emanaba de aquel hombre. El pasó por alto la pregunta. —Vamos al Control de Defensa —dijo—. Debemos salvar a esos hombres. Como si conociera perfectamente el lugar, se dirigió al centro nervioso de la nave acomodándose en la butaca de combate del oficial de defensa, quien probablemente estaba muerto. Encendióse el panel ante Karlsen y al instante ordenó: —Ponedme en contacto con ese correo. Al cabo de pocos momentos una voz monótona procedente del correo respondió en forma rutinaria. La cara que apareció en la pantalla de comunicación estaba mal iluminada: alguien que la viera sin estar prevenido, no sospecharía que aquella cara no era humana. —Aquí el Comandante Supremo Karlsen al habla desde la Nirvana.—No se llamó a sí mismo gobernador, sino que se dio el título que recibiera en la jornada Triunfal de Pétrea—. Voy a trasladarme a esa nave. Quiero hablarles. La cara en sombras, se movió lentamente en la pantalla. —Sí, señor. Karlsen cortó al instante el contacto. —Esto les dará alguna esperanza. Ahora necesito una lancha rápida. Vosotros, robots, poned a bordo de una de ellas el féretro. Yo estoy todavía sometido a drogas resurrectoras de emergencia, y pudiera darse el caso de que hubiese de ser puesto nuevamente en hibernación durante algún tiempo. —¿No va usted a ir realmente a la nave? Se levantó de la butaca, e hizo una pausa. —Conozco a los "Asesinos". Si su función primordial es la de cazarme, no malgastarán un disparo o un segundo de su tiempo, con un puñado de prisioneros mientras me halle yo a la vista. —No debe ir —dijo Lucinda—. Su persona supone demasiado para todos los hombres...

—No estoy cometiendo un suicidio, les tenderé una trampa. —La voz de Karlsen cambió de súbito—. ¡Dijo usted que Felipe no ha muerto? —No lo creo. Los ojos de Karlsen se cerraron mientras sus labios se movían breve y silenciosamente. Luego miró a Lucinda y tomó una hoja de papel y una pluma de la consola del oficial de defensa. —Entregue esto a Felipe —dijo escribiendo—. El les pondrá en libertad a usted y al capitán Holt si yo se lo pido. Ustedes no son peligrosos para él. Mientras que yo... V Desde el puesto del oficial de defensa, Lucinda vio como la Nirvana soltaba la lancha cristalina y cómo ésta describía una amplia curva que la aproximaba al correo en un punto que se hallaba a cierta distancia del salvavidas. —¡Eh, los del correo!—oyó decir a Karlsen—. ¿Pueden ver que soy realmente yo quien se encuentra en la lancha? ¿Pueden captar mi transmisión? ¿Pueden fotografiarme con sus retinas a través de la pantalla? Una vez dicho esto, la lancha se desvió rápidamente en ángulo recto, dando un quiebro y acelerando al máximo cuando las armas del correo barrieron el espacio donde se encontraba momentos antes. Karlsen había tenido razón. El "Asesino" no perdió siquiera un segundo en hacer un simple disparo al salvavidas, sino que se lanzó al instante tras la lancha. —¡Disparen contra el correo!—gritó Lucinda—. ¡Destrúyanlo!—Una salva de proyectiles partió de la Nirvana; mas era un disparo dirigido a un blanco en retroceso, y no consiguió hacer impacto. Quizá falló el disparo debido a que el correo se encontraba ya en los bordes de la distorsión que rodeaba la hipermasa. La lancha de Karlsen no había sido alcanzada, pero no podía zafarse de su perseguidor. Era una mota cristalina desvaneciéndose tras el telón de ráfagas de disparos que brotaban de las armas de los "Asesinos", una mota forzada a meterse en el remolino de la hipermasa. —¡Cazadlos!—volvió a gritar Lucinda, y vio las estrellas teñidas de azul, ante sí; pero casi al instante el piloto automático revocó su orden, ya que el control de seguridad matemática indicaba que el acelerar el vehículo en aquella dirección sería fatal para todos los de a bordo. La lancha iba a meterse ahora en la hipermasa, apretada por una gravedad que inutilizaría cualquier mecanismo. Y la nave de los "Asesinos" se dirigía temerariamente en pos de la lancha, no importándoles otra cosa que no fuera la captura de Karlsen. Las dos manchitas fueron tiñéndose progresivamente de rojo, en una fantástica carrera, ante una enorme nube de polvo, como si volasen ante la puesta de sol de un planeta. Y luego, el rojo velo de la hipermasa las volvió invisibles, y el universo no volvió a saber de ellas. Poco después de que los robots trasladaran sanos y salvos a bordo de la Nirvana a los hombres del salvavidas, Holt halló a Lucinda sola en la Gran Sala, mirando a través del ventanal. —Él se sacrificó para salvarle a usted —dijo—. Y ni siquiera le había visto en su vida. —No sé —respondió Holt tras una pausa—. Acabo de estar hablando con el señor Nogara. No sé por qué, pero usted va a ser puesta en libertad y yo no voy a ser procesado por haber traído al maldito "Asesino" a bordo. Sin embargo, Nogara parece odiarnos a ambos... Ella no estaba escuchando; seguía mirando a través del portón de observación.

—Deseo que algún día me cuente todo lo que sabe de él —dijo Holt rodeándola con su brazo. Ella se apartó ligeramente, pero con tan escaso disgusto que apenas le resultó perceptible. Fue el brazo de Holt el que aflojó su presión. —Comprendo —dijo al cabo de unos momentos, yéndose a comprobar el estado de sus hombres.

EL BRUJO CAUTIVO Christopher Anvil CHRISTOPHER ANVIL se ha dado a conocer a los lectores de ciencia ficción por sus cuentos publicados en la revista NUEVA DIMENSIÓN, casi todos ellos sobre invasiones alienígenas. El relato que presentamos da una versión completamente diferente de las invasiones, el invasor es el hombre, que se enfrenta con uno de los más originales enemigos que se han leído nunca. El capitán de la guardia Skeerig Klith alzó la vista cuando el primer teniente Ladigan Grul entró con aspecto alicaído. —Señor —dijo Grul, tendiendo un manojo de papeles.— la compañía de combate acaba de traer un extraterrestre. Grul sonrió mostrando unos considerables caninos. Klith tendió la mano para tomar el informe, y en su excitación clavó sus uñas en los papeles. —Parece demasiado bueno para ser verdad —dijo alisando el informe sobre su escritorio—. Esos cobardes gusanos emplean siempre sus mágicos poderes para escapar. —Este tropezó y cayó de todos modos. Y con el debido respeto, señor, no es mágico. La opinión actual es que han logrado una ciencia más avanzada que la nuestra. —¿y cuál es la diferencia de ese avance logrado? —Señor —protestó Grul— por muy avanzada que esté, la ciencia no es brujería. Klith dio un bufido. —Esos extranjeros bajaron del firmamento. Van a través de la atmósfera en un periquete. Si desean algo, apuntan una vara y lo obtienen. Si desean zafarse de algo, apuntan con su vara...y ya está. Los hemos visto controlar sus máquinas por voz. ¿No es eso brujería? —Mediante un proceso perfectamente natural de desarrollo científico dando un paso cada vez... —Quizá los brujos obtengan sus poderes mediante un proceso natural de desarrollo, paso a paso. De todos modos, ¿qué diferencia supone? Si uno no comprende algo, se trata de magia, ¿no es así? —Señor, de este modo todo es magia fundamentalmente. —Exacto —dijo Klith—, y en este caso, como dije, lo que emplean es magia. Bien, ¿dónde está el prisionero? Grul abrió su boca y luego la cerró. Con voz ahogada respondió. —El prisionero se encuentra en el Bloque Central Celular, Nueva Andana, señor. —H-m-m-m —Klith hojeó el informe—. Ese tipo fue capturado al pie del Monte de la Daga. Al parecer, su vehículo funcionó mal y fue llevado al Laboratorio Tecnológico del Distrito para su examen. ¿Supongo sabrá usted, Grul, que nuestra ofensiva para destruir el nido principal de esas cobardes sabandijas extraterrestres ha sufrido una pequeña impedimenta? Las orejas de Grul se aguzaron.

—No, señor. Todo lo que sé es que nuestro bombardeo es.tan intenso que puede ser oído a enorme distancia. —Por desgracia mete tanto ruido cuando yerra, como cuando da en el blanco. —Pues su base está bien a la vista. —Pero hay una especie de coraza cristalina, espesa, elástica e invisible, entre nuestra artillería y su base. Grul meneó la cabeza disgustado. —Siempre hay algo. —El prisionero puede sernos muy útil. —¿Quiere usted decir que podemos interrogarle sobre esa barrera? —Exactamente. De hecho podemos interrogarle sobre todos sus dispositivos. Posiblemente podamos descubrir a qué han venido aquí. Eso sobre el goroniuk es evidentemente un simple pretexto. Grul asintió. —¿Quién querría tal material inútil? Simplemente, el caminar cerca del goroniuk pone a un hombre enfermo, y se le cae la piel a pedazos. ¿Debo subir al extraterrestre? —Juegue al "zango" con él durante un rato. Eso le pondrá en estado mental de cooperación, y si el Supremo Cuartel General manda a por él, estará indemne. Grul sonrió con una mueca, volviendo. a mostrar sus caninos. El "zango" se jugaba con doce piezas por cada lado. Los hombres se movían a saltos y los saltos eran largos. Hedding estaba sentado muy irritado en la celda, ojeando el mobiliario. El catre era demasiado corto, y su anchura sólo le permitía estar en él hecho un ovillo. Además se hallaba tan desvencijado que sólo parecía servir para limarse las uñas. En el rincón había una caja de arena, y en la pared trasera de la celda un agujero redondo, de un diámetro de unos veinte centímetros, cubierto por una tapa de hierro y cuyo objeto era un misterio para Hedding. Como alimento le habían traído un trocito de una mezcla de pescado y queso, llamado sznivtig, de penetrante olor. También le dieron un cuenco de agua. Hedding bebió el agua, examinó atentamente el alimento, lo enterró en la arena y se tendió de espaldas en el catre, colgándole los pies por el borde. Se fijó entonces en la opaca bombilla del techo, cuyo interior metálico sugería la fase de la ciencia en el planeta. Se le ocurrió a Hedding que debería haber allí alguna clase de oportunidad. ¿Pero cuál? Y en aquel mismo instante, hubo un traqueteo en la puerta. Una criatura de grandes pupilas redondas crispaba sus bigotes y le apuntaba con un arma, la cual tenia una bayoneta que se curvaba hacia abajo como una garra. Hedding, a pesar de su acondicionamiento, apenas pudo comprender la rasposa voz: —¿Ha comido ya? —Todavía no. No tenía hambre. —¿Tuvo pues buena suerte? Hedding miro de soslayo en torno a la celda. —¿Buena suerte? No, que yo sepa. El carcelero se encogió de hombros, con rostro inexpresivo, diciendo: —Coja su sznivtig y sígame. —¿A dónde? —Celda bloque C. ¡Ea!, deje la colchoneta y vámonos. Hedding siguió al carcelero a través de media milla de oscuros pasillos y acabó en el interior de una celda idéntica, con los mismos accesorios exactamente que la anterior. Quince minutos después hubo otro repiqueteo en la puerta, y una nueva voz dijo: —¡Eh, usted!¡Sígame! Refunfuñando para sus adentros, Hedding siguió al guardián durante diez minutos, bajando una escalera de caracol para volver a encontrarse en una celda semejante a las otras, y para que también, al cabo de unos veinte minutos rechinara la puerta y se oyera una nueva voz:

—¡Prisionero! ¡Atención!¡Sígame! —¿Qué diablos pasaba con esta celda? —¡Silencio! ¡No ha de hacer preguntas! ¡Sólo tiene que obedecer! Lanzando maldiciones para su capote, Hedding siguió al guardián, recorrió durante veinte minutos a lo largo de pasillos iluminados con mortecinas bombillas, luego fueron subiendo ambos una escalera circular, luego, otra escalera circular, y de nuevo por otro corredor hasta una nueva celda, cuya puerta se cerró tras él con seco sonido metálico, para que al cabo de otros cinco minutos una nueva voz dijera, jovialmente ahora: —¡Prisionero!¡Oído atento!¡Vamos a llevarle a una nueva celda! ¡Coja su sznivtig y sígame! El capitán de la guardia, Skeerig Klith, empujó el mensaje a través del escritorio al teniente primero Grul, quien leyó en voz alta: " Es imperativo que el prisionero sea interrogado por métodos científicos. Son contraindicados los sistemas de desmembramiento, hierros candentes, suspensión y similares, que deterioran la claridad de la mente. Únicamente se permite un interrogatorio preliminar en espera de mi llegada inminente. Queel Snnorriz, Psicólogo del Estado Mayor." —¡Ese zopenco! —comentó Klith—. Con toda seguridad va a mimar al extraterrestre. ¿Recuerda usted cuando pusieron al cretino al cargo de aquella pandilla de prisioneros "duros"? ¡Iba a " desatar los recuerdos subconscientes que causaban su conducta amoral y antisocial! —¿Quién podría olvidarlo? —asintió Grul—. Los prisioneros convirtieron la Central en una fortaleza, colgaron por el rabo a ese asno de Snnorriz y amenazaron con cortar en rodajas a los guardianes si no conseguían lo que querían. Klith asintió a su vez, sombríamente. —y entonces, cuando fue la División de Hierro para enderezar el jaleo, ese estúpido se quejó de que su terapia había sido interrumpida. —Lo debieran haber liquidado accidentalmente en la trifulca. Klith se encogió de hombros. —No hay que darle vueltas al hecho de que es primo del Emperador y también alto personaje en el Jerarcado Escolástico. Con respecto a lo cual —dijo Grul. me parecería lo más conveniente reunirlos a todos en un lugar, y darles un buen... —Chitón —dijo presuroso Klith, mirando nerviosamente en derredor—.Nada de eso. — Carraspeó, abandonó su banqueta y probó sus uñas en el más próximo lugar de afilado— .Nuestro problema inmediato es el prisionero. ¿Cómo se ha portado? Los labios de Grul se extendieron en una mueca. —Estuvo paciente en los cuatro o cinco... ah... movimientos del juego. Pero luego desarmó a un guardián, fue reducido por el oficial y ahora está en un estado mental bastante deplorable. Klith asintió. —Excepto por esa lucha —que la provocó él mismo— nada debe dejarle señales. Llévelo al piso más bajo de la Antigua Andana. Que dé un vistazo a donde podemos ponerle si se nos antoja. Yo voy a dar un sueñecito. Cuando despierte, quiero que me lo traigan aquí. Hedding, tocándose un chichón en su cabeza, siguió a la borrosa figura por el pasillo de mortecinos ecos, pasando ante las hileras de silenciosas celdas. Carraspeó e intentó recordar si su guardián era benévolo. Había habido tantos guardianes y tantas celdas, que unos y otras, comenzaban a darle vueltas en el cerebro. —Dígame —preguntó—, ¿están ocupadas esas celdas? Un eco rebotó de alguna parte, y luego otro más débil. —¿Eh? —dijo el guardián.

Hedding esperó a que los ecos se extinguieran y repitió la pregunta. El guardián gruñó: —La mayoría de las de este bloque están vacías. Cuidado con su cabeza. Vamos a bajar más. Fueron bajando por una escalera en espiral, espiral tras espiral llegaron a sumirse tanto en la lobreguez, que Hedding comenzó a sufrir la ilusión de que aquella escalera circulaba hacia arriba bajo sus pies y que cuanto hacia él, era mover las, piernas para permanecer en el mismo sitio. El guardián lanzó una tosecilla de excusa. —No necesitaba haber bajado su sznivtig. Ellos le seguirán en seguida. Hedding, aturdido por tantas vueltas, dijo estúpidamente: —¿Ah, sí? —Tan seguro como la muerte y los deméritos —dijo el guardián—. Vea de no dormirse. Atrape unos cuantos de ellos, retuérzales el cuello, y tírelos a los demás. Manténgalos ocupados. Si hay demasiados, trepe a donde sea y tome un respiro. Asegúrese bien, pues esos bichos pueden brincar. Algo de esto se filtró en la conciencia de Hedding, y se despabiló al notar el moho bajo sus pies, y el cambio en el ocasional sistema de iluminación. Allá abajo tenían lámparas de gas, con ondulantes llamas luminosas. De súbito hubo un ruido de correrías, el guardián se inclinó y se sintió un chirrido, un chasquido y un sordo baqueteo de precipitado correr y como de un multitudinario escurrirse. —Sólo unos pocos niveles más —dijo el guardián. De las escaleras de arriba estaban cayendo gotas, el aire era húmedo y las luces mostraban oscuras paredes rezumantes. —Cuidado con el siguiente peldaño —le previno el guardián. Hedding lo franqueó cautelosamente. De arriba provino el sonido de un portazo. Tras ellos seguía el compañero del guardián, por si Hedding intentaba algo. El guardián de delante dijo. —En el interior de esta hilera de celdas —lo que llamamos la Antigua Andana— las luces son de gas. Cuidado al andar. Dejaron la escalera con un chapoteo. Directamente delante en su camino, un bicho negro del tamaño de la mano de un hombre recorrió una especie de tela de araña. El guardián se apartó a un lado y lo indujo a entrar en una celda con agua en el suelo, un bicho muerto. cubierto con moho color naranja en el agua, y un catre desnudo y casi cuadrado con hongos en su maderamen y su cabezal apoyado contra la pared trasera. Brillaban ojos aquí y allá en la oscuridad. Una húmeda corriente de aire que olía a ajo sopló de la dirección por donde habían venido e hizo ondular las llamas de gas, y largas sombras revolotearon sobre las paredes y el suelo. Hedding miró incrédulamente en derredor. El guardián restregó una placa metálica sujeta a los barrotes y ojeó una tira de papel. Esta es en efecto la celda en cuestión. Pero también es la porquería mayor que he visto desde que Snnorriz tomó la dirección de la Prisión Central. El segundo guardián se hallaba ahora en el pasillo. —¡Ea, enciérralo y vámonos de aquí! —Mira esos stobclers con sus ojos brillando a la luz. —¿Qué crees que estoy mirando? —¿Qué quedará de él cuando volvamos, si lo dejamos aquí? —Ese es asunto suyo, y no nuestro. Nosotros no hacemos sino cumplir órdenes. Ponedlo en la Celda 6t 42e. Esta es la Celda 6t 42e, Antigua Andana. Las órdenes son órdenes. El primer guardián frunció el entrecejo y, de mala gana metió una llave grandota en la cerradura, haciéndola girar con rechinamiento de metal enmohecido.

Hedding estaba ahora completamente despabilado. Una rápida ojeada a los guardianes le mostró que únicamente podía esperar vencer a uno y que habría de luchar con desventaja con el otro, pues iban armados con largos cuchillos con los que no estaba familiarizado. La victoria le hubiese dejado en una prisión laberíntica, donde podía ser reconocido a simple vista. La fuga no parecía probable, pero acaso ayudase el hablar. —Seguro como la muerte y los deméritos —dijo razonablemente— que van a querer interrogarme más tarde. El segundo guardián tenía desenvainado su cuchillo y miraba nervioso en derredor. —Eso no es cosa nuestra. —¿No? —replicó Hedding—. Si quieren interrogarme y no pueden, ¿a quién habrán de achacárselo? Hubo un silencio caviloso, durante el cual pudo oírse el rasgar de muchas garras pequeñas. El guardián primero miró al segundo. —¿Qué hacemos? —Nos dieron órdenes. —Para encerrarlo y no para ejecutarle. —Si no lo hacemos, desobedeceremos las órdenes de encerrarlo. Hedding dijo: —Uno de ustedes puede quedarse aquí, e ir el otro a consultarlo con ellos. —Las ordenanzas dicen que debemos estar juntos. De otro modo usted podría acaso dominar a uno de nosotros, apoderarse de nuestro cuchillo y uniforme y salir afuera. —Yo soy un extraterrestre. No podría nunca conseguir franquear la guardia. —No importaría si fuese usted un cangrejo de dieciséis patas con ojos acechantes. Es lo que dicen las ordenanzas, y no se discuten las ordenanzas. —Las ordenanzas deben decir algo sobre poner a prisioneros en celdas que no están en condiciones de ser ocupadas y sobre matar a prisioneros a los que se desea interrogar. El primer guardián lanzó un juramento, empujó a Hedding al interior de la celda, comprobó la cerradura y se volvió al segundo guardián. —Ve y sube las escaleras. Tan pronto como se fue el segundo guardián, el primero gruñó; —¡Ah, estos stobclers están aquí por todas partes! Será mejor que mate a algunos para tener ocupados a los demás.—Desenvainó su largo cuchillo y blandiéndolo lo asestó aquí y allá, y luego gritó—: ¡Así hay que hacer!¡A por ellos! ¡Aquí vienen millones!. De hecho, los relucientes ojos estaban a casi la misma distancia que antes, aún cuando en número cada vez más creciente. Sin embargo, el cuchillo estaba ahora dentro de la celda de Hedding. El guardián atrancó la puerta. El repiqueteo en la escalera indicaba a Hedding que el otro guardián no se daba mucha prisa. Agradecido, tomó el cuchillo y miró en derredor. Con lentos movimientos, los bichos aquellos comenzaron a dirigirse hacia él. El capitán de la guardia Skeerig Klith mantuvo las manos planas sobre la mesa para que sus uñas no rasgasen la madera. —Sí— rezongó—. El prisionero es aproximadamente de nuestro tamaño y tiene la misma configuración general. El teniente primero Grul añadió. —Sus dedos son más largos y delgados, docto señor, y sin uñas retráctiles. Pero, de todos modos, parece manejar las cosas lo mismo. —Comprendo. —Su visitante se hallaba a horcajadas sobre la banqueta, sosteniendo un generador de gas encajado en una ancha cabilla de plata. Este generador era un

cilindro negro recubierto de cera, aproximadamente tan largo y grueso como el dedo primero de un hombre. Rodeando su exterior había tiras espirales de decorativo labrado de plata y oro, las cuales ardían lentamente a medida que sE consumía el generador y añadían su propia fragancia peculiar a la general fumigación. El capitán Klith apartó su banqueta echándola hacia atrás de la mesa y lanzó una ojeada a las ventanas, las cuales estaban abiertas, pero sin que hubiese el más leve asomo de brisa. Klith carraspeó. —Si prefiere usted solazarse con su generador allá afuera, junto al parapeto, psicólogo Snnorriz, proseguiremos la conversación más tarde. Snnorriz no respondió en seguida, sino que aplicó sus labios plegados al extremo del generador. Una expresión de exquisito refinamiento apareció en su rostro cuando el extremo opuesto resplandeció vivamente y se consumieron las tiras de plata y oro en nubes de humo gris. Klith miró en derredor, con desespero. La habitación tenía una chimenea ventiladora, que había sido dejada desde los días en que, al igual que las celdas, había tenido luz de acetileno y expulsaba los humos. Pero el ventilador tomaba la mayor parte de su corriente de un chorro de llama ardiendo en la chimenea. Y esta llama había de ser encendida. Klith tanteó con el pie bajo su mesa hasta dar con el polvoriento pedal impulsor, el cual, suponiendo que funcionase aún, habría de encender la llama del ventilador. En el ínterin, el psicólogo, con expresión de inefable sapiencia, exhaló una hirviente nube "verde gris" en dirección el capitán de la guardia. Klith apretó con fuerza el pedal. Se produjo un ruido seco, como el de un taponazo, seguido por un débil bramido. Mas nada sucedió. La válvula debía estar obturada, o lo que era peor, podía haberse abierto, pero fallado el gastado pedernal. Probó de nuevo con más fuerza. Se produjo un fogonazo. ¡BANG! La estancia pareció dar un brinco. Una nube de partículas de polvo mezcladas con trozos de piedra y migajas de mortero cayeron como una ducha, seguidas por un llameante nido del tamaño de los puños de un hombre, y lleno de singulares trocitos de antiguos anillos y relucientes monedas, y del cual huyó chillando al posarse en la ventana próxima un pequeño pájaro púrpura. Por un golpe de suprema buena fortuna, el nido ardiendo y su cargamento de cachivaches aterrizó sobre la cabeza del psicólogo. En el caos de los siguientes minutos, con Snnorriz dando saltos por la habitación como un loco, fue sencilla tarea para Klith el zafarse del generador, con cabilla y todo. Mientras se estaba felicitando a sí mismo, apareció un cabo en el dintel de la puerta, miró al chillón Snnorriz con asombro, y enfrentándose luego a Klith saludó. —Señor, tenemos a un par de guardianes en la antesala. Según dicen, ese brujo extraterrestre está abajo en la Antigua Andana a punto de ser devorado por hordas de stobclers. ¿Quiere que les dé su merecido por molestarle a usted sobre eso? Snnorriz dio una patada en el suelo y gritó: —¡Bárbaros!¡Reptiles prehistóricos!¡Traigan al prisionero indemne aquí arriba, o mi primo el Emperador sabrá de ello! Hedding se hallaba ahora a través de los barrotes, apoyándose en el travesaño del pesado marco, con su brazo izquierdo y ambas piernas enganchadas en las barras verticales, y el brazo derecho pendiente y armado del largo cuchillo, asestándolo contra los bichos y matando los suficientes para tener satisfechos a los demás. En alguna parte del exterior, lo sabía, la expedición dispondría de aparatos automáticos para su búsqueda. Un minúsculo transmisor en el interior de su cuerpo estaba emitiendo una débil señal que, más pronto o más tarde sería detectada.

Lo malo era que aún después de que lo encontrasen, habrían de llegar a donde se hallaba él. Si pudiera salir al exterior serían mucho mejores sus probabilidades de ser y recogido. Justamente entonces, voces de prevención y sonido de metal en el hueco de la escalera, le indicaron el cauteloso descenso de un considerable cuerpo de guardia. —¡Media vuelta!— ordenó una voz conocida— Vosotros, los cuatro de la retaguardia, mantened la entrada. ¡En aquella dirección! Avanzad a la celda sexta de la décima hilera, y.matad tantos de esos bichos como podáis y echadlos al pasillo. ¡En marcha!. El sonido metálico, el chapoteo y la especie de barullo se fueron acercando. Luego, escudriñando pasillo abajo, Hedding vio a los felinos guardianes al resplandor ondulante de las luces de gas. Le acometió el apremio de la fuga al ver a uno de los guardianes hacer una pausa para comer un gran stobcler. Los boquetes de las paredes de la celda le sirvieron de ayuda. —¡Está bien!—gritó la conocida voz—. ¡Bajad por ese pasillo! Hubo un áspero rechinar de llaves y un crujir de la puerta de la celda.. —¡Pero dónde diablos...! Hedding saltó al suelo. Sus entumecidos músculos casi le fallaron cuando devolvió su arma al guardián, diciendo. —Gracias por su cuchillo.. El guardián lanzó una rápida ojeada en derredor. —¡Vaya lugar!—murmuró, yendo adelante para cerrar una portezuela mohosa sobre un boquete, en el que relucían varios pares de ojos como abalorios—. ¡Aj! Basta para quitar el apetito a un hombre. Tantos a la vez hace estremecerse la piel—. ¡Eh. los del pasillo!¡A las escaleras de nuevo!¡En marcha!—. Tomó de un brazo a Hedding y le sacó de la celda, cerrando luego la puerta—. Está bien, compañeros, ya tenemos al prisionero y podemos salir de ésta sin un demérito ¡Pero que a nadie le entre el pánico en esos peldaños, o le voy a arreglar yo mismo las cuentas! ¡Andando! —Hedding miró con curiosidad hacia arriba. —¿Para qué sirven esas lámparas de gas? —Gas incandescente —respondía el guardián—. Lo traen en bidones de gas pobre, y los ingenieros los sumen en grandes tanques de agua, donde se produce la ebullición. Lo emplean para iluminar toda la prisi6n. ¡Eh, tú, el de delante! ¿Es que te has pegado a los peldaños? ¡Muévete! El desfile siguió serpenteando hacia el piso superior. En el despacho del capitán de la guardia, Queel Snnorriz se inflamó de ira. La propia Emperatriz me dio esa cabilla de platino. Va a sentirse afligida si aparezco sin ella. Desde luego, puedo decirle las circunst... El teniente Grul le atajó secamente. —Cuando dio usted un brinco, docto señor, me parece el generador y su cabilla se fueron juntos por la ventana. El capitán Klith estaba volviendo a respirar a pleno pulmón aire fresco, pero las sugerencias y amenazas de Snnorriz sobre la Corte Imperial le estaban comenzando a poner los nervios de punta. El psicólogo carraspeó. —Estuve en la Sala del Trono el otro día, en ocasión en que Su Majestad examinaba las listas de Eficacia Semi-Anual de los jefes de servicio. El emperador puso su dedo en uno de los nombres y me dijo. "¿Qué opinas de este individuo?" yo me volví hacia él y... Entró un cabo, lanzó una dudosa mirada al psicólogo y saludó a Klith. —Señor, han traído aquí a ese extraterrestre. —El Príncipe heredero —estaba diciendo Snnorriz— admiraba esa cabilla...

Klith, que normalmente era un patriota, jamás se había sentido tan anarquista. Se puso de pie malhumorado, miró a través de la ventana y señaló a un lugar diciendo: —En aquel parapeto de abajo está su preciosa cabilla. Voy a enviar a un guardia para.. —Klith parpadeó. La cabilla, con su labrada y destellante cabeza argentada, estaba oscurecida por un ligero empañado purpúreo. Sonó un triunfal graznido, y el parapeto se quedó vacío. —¿Dónde está? —restalló Snnorriz, acodado junto a Klith—. Usted dijo... —Un ave de presa acaba de salir volando con ella. ¿Puedo yo hacer algo contra eso? —¿No esperará que crea...? Al fondo, podía oírse al primer teniente Grul ordenando perentorio al cabo: —¡Tráigalo aquí en seguida! Klith y Snnorriz seguían aún dándose grandes voces. —Señores —anunció el cabo con voz comedida dirigida a un anfiteatro exterior—. Ahí está, bajo custodia el BRUJO EXTRANJERO. Snnorriz y Klith giraron sobre sus talones como sobre pivotes. Hedding estaba intentando deducir lo que sucedía, cuando los guardias le empujaron de pronto hacia adelante. —¡EL BRUJO EXTRANJERO —bramó una voz—.¡bajo custodia! Hedding fijó la mirada en un felino de aspecto malvado, con túnica de cuero, acompañado por un dandi de casta superior, con atuendo de terciopelo negro y blanca gorguera, que portaba una grácil daga de cincelado pomo al costado, y cuyos bigotes tenían los extremos puntiagudamente retorcidos y enhiestos. Hedding lanzó una ojeada a la estancia de varias ventanas, alzó la vista ante un débil bramido que emanaba del techo y estuvo a punto de hablar, cuando un sonido atronador pasó sobre sus cabezas. Hedding hubiese dado no sé qué por asomarse a la ventana, pero un guardia le sujetaba por cada brazo. El felino de malvado aspecto miró hacia la ventana. —¿Qué es ese ruido? Un guardia se presentó en la puerta. —El vigía del firmamento acaba de lanzar la alerta, señor. Hay arriba uno de los aparatos voladores de los extraterrestres describiendo círculos. El felino con la túnica de cuero dijo: —Di al vigía que nos comunique si desciende más. Ya ven, caballeros, los extraterrestres están buscando al aquí presente. El hecho de que estén describiendo círculos sobre nuestras cabezas, demuestra que saben exactamente donde está. Hemos de considerarlo así. —Es difícil señor —dijo un segundo felino vestido también de cuero, pero con distinta insignia—. El individuo no tiene herramientas, equipo o arma alguna. Ni siquiera tiene garras, señor. —Recuerde... es un brujo. Esta vez fue el felino de terciopelo quien habló, tras haber soltado una risita condescendiente. —Ustedes, los de la milicia, pueden luego emplear tal incorrecta terminología, si conviene a sus naturalezas. Nosotros los del Jerarcado Sacerdotal de la Sabiduría Científica, hablamos con más propiedad. —El enrarecimiento del ambiente que siguió a este pequeño discurso, pareció no ser notado por el orador, quien prosiguió —Todo lo que ellos tienen es, simplemente, nuestro conocimiento llevado un poco más allá. Sólo lo han refinado algo más. "Brujo". No hay en absoluto tal cosa. ¡"Brujo"! ¡Cómo, les apuesto a que este individuo tan vulgar como parece, podría encajar muy bien en uno de nuestros estamentos menores! Dígame, amigo, ¿a qué Gran Rama del Árbol Madre se une usted... Materia, Energía, Cuerpo o Mente? Hable ahora.

Hedding decidió que un ingeniero de minas estaba más próximo a la materia que a las Otras tres cosas, y dijo sumisamente. —A la materia, señor. —¿y cuál podría ser su especialidad? —La minería de goroniuk. El felino de terciopelo pareció indulgente. —Así dice usted. Pero, ¿para qué necesitaría alguien el goroniuk? Hubo un rumor muy en lo alto. Si Hedding pudiese atraer la atención, el controlador de a bordo podría hacer descender a un aparato observador, el cual disponía de un espacioso compartimento de pasaje, y llevaba alimentos, agua y armas. Mas primero tenía que llamar su atención. El felino de malvado aspecto y túnica de cuero, sacó una correa con tachones de acero en un extremo. —Va a ser usted interrogado, prisionero —dijo—. La pregunta fue: ¿Para que necesitaría alguien el goroniuk? —¡Ahórreme esa crudeza!—intervino el felino de terciopelo—. He venido dispuesto a tratar este asunto a mi manera. —No va a llegar a ninguna parte mimando a los prisioneros. Con unos cuantos latigazos escuchan más atentamente la siguiente vez que se les habla. —Tonterías. Con ese sistema se consolida su oposición o se les lleva bajo tierra. Mi método hace aflorar las resistencias sumergidas, a una superficie en la que podemos contender con ellos sicológicamente—. Lanzó una ojeada a Hedding—. ¿Qué método le parece más científico a usted? —El que usted menciona, incuestionablemente. El felino de cuero lanzó un desdeñoso bufido. El felino de terciopelo se volvió a Hedding, mostrando su dentadura con sonrisa fraternal. —Venga conmigo. Considéreme como amigo. El capitán de la guardia, Skeerig Klith, paso la hora siguiente sumido en un profundo aburrimiento. Mientras trabajaba en su escritorio, podía oír a Snnorriz llevando a cabo su interrogatorio en una habitación contigua. Aquel no se parecía en nada a los interrogatorios que efectuara Klith. En lugar de las tajantes preguntas Y respuestas, con los ocasionales chillidos del prisionero al aplicarle los medios oportunos para desliarle la lengua, ahora se oían risas de camaradería e interminable conversación. En una palabra, Snnorriz se mostraba mucho más amistoso con el prisionero que lo era con Klith. En un momento en que el teniente Grul estuvo con él, Klith comentó una estrepitosa risa en la otra habitación, diciendo: —Escuche eso. El pisaverde ese parece más contento con el extraterrestre que con nosotros. Grul gruñó asintiendo y miró a través de la puerta. —Ahora fuman en un chomizar. Klith echó un vistazo. En efecto, allá estaba el burbujeante recipiente de cristal con sus quince metros de tubería flexible, en rollos por toda la habitación. El psicólogo fumaba a través de una boquilla, y el extraterrestre admiraba el primor de otra. Klith rezongó: —Eso basta para revolver las tripas. Sin embargo, quiero admitir que está obteniendo alguna información. La voz del extraterrestre estaba diciendo: —.Sí, la atmósfera de este planeta es muy parecida a la del nuestro. Allí la composición es de aproximadamente veinte por ciento de oxígeno, setenta de nitrógeno, dos de amoníaco y el resto de anhídrido carbónico, vapor de agua y gases inertes. —Muy interesante —dijo una voz extraña— Nosotros no tenemos amoniaco libre.

Me pregunto por qué... Grul miró de soslayo. —¿Quién es ése? Klith fisgó en el interior de la habitación y vio a un individuo delgado de tez descolorida y una oreja chamuscada, que llevaba un ropón negro con estampado de blancos planetas, estrellas y cometas, y una cadena de plata en torno al cuello de la cual pendía un frasco de áureo chispear. Klith gruñó. —Es algún químico. Parece de elevada posición en el Jerarcado. El extraterrestre estaba diciendo: —Se desprende de las fisuras volcánicas. No sé la causa, yo soy tan sólo un ingeniero práctico en minería. —Sin embargo —replicó la voz del químico—, su testimonio puede ser interesante para nosotros. Por ejemplo, hemos sufrido deterioros de tejidos por un rastro de amoníaco. —Es extraño —manifestó el extraterrestre—. En nuestro planeta siempre llevamos botellas de él con nosotros para aspirarlo de cuando en cuando. Su ausencia hace que se sequen nuestras membranas mucosas. Por desgracia me quedé sin la mía cuando me capturaron. Oyóse arriba un ruido atronador. —¡Ese maldito aparato! —dijo Klith. —Señor —dijo una voz desde la puerta exterior—, el vigía informa que la máquina volante vuelve a describir círculos allá arriba. —Ya la oigo —respondió brevemente Klith. Se oyó la voz del químico, diciendo: —Me alegra que tuviese usted una botella consigo. Voy a enviar a buscarla. Klith asestó un manotazo a su banqueta, maldiciendo. —Escuche —restalló—. Ninguna botella de amoníaco va a ser llevada a ese extraterrestre. Puede cegarnos a una partida de nosotros con ella, saltar al exterior, y antes de que sepamos lo qué sucede emplear alguna brujería que haría bajar a ese artefacto volante. Snnorriz se puso en pie, enojado. —Estoy seguro de que jamás se le ocurriría tal cosa a un científico. Ya que lo ha mencionado usted, desde luego... —Pero... —clamó patéticamente el extraterrestre—. ¡Me secaré! ¡No podemos estar sin amoníaco! —Muy mala cosa —se mofó Klith. —Eso —se desató Snnorriz—, es inhumano, un ejemplo de la sicología militar que... —Oh —dijo Klith, sacando las uñas—. ¿Esas tenemos? Siguió un colosal alboroto, en el curso del cual se llegó, como fuese, a convenir que el extraterrestre podía tener una botella de amoníaco junto a su cama por la noche, pero que debía entregarla cada mañana al guardián. Tras la pelotera, Klith volvió a su asiento, desgarrando algo con las uñas. Grul se esfumó discretamente. De la otra estancia llegó la voz del desconocido diciendo: —...no puedo comprender cómo se excita usted tratando con una mente militar. ¡son tan suspicaces! Pero debo decir que han mostrado ustedes una gran perspicacia en combinar el sacerdocio y la mancomunidad científica en un sólido jerarcado... Klith se inclinó hacia adelante, asiendo la mesa con sus uñas, como si quisiera triturarla también. Sin embargo, la conversación derivó ahora a un oscuro apartado técnico, y Klith, aburrido, volvió a su trabajo Entró de pronto Grul, con aspecto serio. —Señor, acaban de llegar noticias del Laboratorio Tecnológico del Distrito. comenzaron a investigar el aparato volador del extraterrestre...

—¿Comenzaron? ¿Qué sucedió? —Que todo el aparato se desintegró en un montón de polvo negro. Klith sintió un escalofrío. —¡Oh —rezongó sarcásticamente— no son brujos! Todo cuanto han conseguido es ciencia, sólo que un poco más avanzada... ¡vaya! Doble la guardia al exterior de las puertas. Traiga una sección del pelotón de motines, y vea que estén siempre a mano cuando se encuentre aquí ese extranjero. Y cuando lo lleven abajo, téngalos en el piso sobre él. Entre él y nosotros. —Sí, señor. Pero está completamente desarmado, señor. —¿Cómo se puede desarmar a un brujo? Todavía tiene su conocimiento, ¿no es así? ¡Haga como le digo! —Sí, señor. De la otra habitación llegó la orgullosa voz de Snnorriz. —Eso fue ideado en los primeros días del Jerarcado. Los conductos están trazados de manera que los stobclers tengan fácil acceso a cada celda. Esos conductos se intercomunican de manera que la presa coge pronto el olor del sznivtig. Pero desde luego es sumamente problemático que un stobcler surja de un agujero particular. Esto les tiene a los prisioneros en tensión nerviosa, constantemente agazapados en los boquetes, esperando. Así no tienen tiempo de causar trastornos. —Un sistema muy ingenioso —dijo admirativo el extraterrestre—. A los... eh... stobclers de nuestras prisiones se les introduce de manera muy poco sistemática. —¡Ya ve usted pues que en algunas cosas les sobrepasamos a ustedes!¿Le gustan nuestros stobclers? ¿Congenian con su paladar? El extraterrestre vaciló, posiblemente remiso a ofender. —Al principio el sabor nos parece... ah... un tanto "pasado", pero añadiendo una buena dosis de "cáustico lunar" como sazonado... —¿"Cáustico lunar"? —dijo Snnorriz con voz perpleja—.Acaso lo conozcamos bajo otro nombre. —¿Cómo está compuesto? —preguntó el químico. —Tres átomos de oxígeno por uno de nitrógeno, y combinado con un átomo de plata. Espero que les he dado bien los nombres de los elementos. —Oh, sí. Veamos... ¡vaya!, lo que usted ha dicho es lo que nosotros llamamos "celidonato ardiente". ¿Está usted seguro que...? —Estoy casi seguro. —Entonces le procuraremos un poco de ello. Y como Klith se lanzara al dintel, Snnorriz exclamó. —¡Está bien!¡Solo en su celda!¿No querrá usted que se muera de inanición, no es así? Tras un violento cambio de palabras con Snnorriz, Klith obtuvo del prisionero su palabra de honor de que no arrojaría aquel "celidonato ardiente” a la cara de nadie, y de que pondría sus recipientes fuera de la celda por la mañana. Luego, el prisionero dijo con aire de embarazo que tenía algo que pedir. —¿Qué es ello? —rezong6 Klith. —Mis... eh... mis uñas, no son muy eficaces para atrapar a esos stobclers. —Podía usted cogerlos en su país, ¿no es así? Quiero decir a ellos o a bichos semejantes. —¡Pero lo que sucede es que los de aquí son tan rápidos! Generalmente nosotros empleamos algunos medios artificiales. —Lo que usted quiere es un cuchillo, ¿no es eso? ¡Nada que hacer!. Le pondremos en la Antigua Andana, donde son más gordos y lentos —Klith hizo un ademán con la mano para imponer silencio a Snnorriz—. No en el piso del fondo. Más arriba.

Lo cual satisfizo a todos, y, maldiciéndose a sí mismo, Klith salió, para toparse con Grul que entraba en el despacho. —La guardia extra se halla fuera, señor, Y una sección del pelotón de motines está en camino. —Bien —Klith barbotó un colérico epíteto—. ¡Escúcheles a esos! Están prácticamente como si dijéramos dándose la lengua. Las amigables voces salían de la habitación contigua: —Puesto que tanto le gusta el chomizar —decía Snnorriz—, puede llevárselo a su celda. Resulta sedante fumar mientras se encuentra uno agazapado ante la guardia de los stobcler. Nosotros los jerarcas, desde luego, no estamos limitados a ningún método semejante de alimentación consumidora de tiempo. Pero de cuando en cuando es saludable un poco de primitivismo. La voz del extraterrestre se elevó agradecida. —¡Es usted tan considerado!¿Hay algo que yo pueda hacer por usted? Snnorriz ronroneó: —Nos interesaría, puramente por... ah... razones industriales... que se nos respondiera a unas cuantas preguntas sobre esa... ah... pantalla de energía flexible que tienen ustedes al exterior de su base principal. Si usted pudiera... —Me alegrará decirle a usted lo que yo... —El extranjero hizo un raro ruido —.Dispénseme. Mis tejidos sufren por falta de amoniaco. Quizá si pudiese usted preparar una lista de preguntas... Después de que yo —se atragantó de nuevo —, después de un buen descanso y un sabroso stobcler sazonado con una buena cantidad de " celidonato ardiente..." —Desde luego —volvió a ronronear Snnorriz—. Lo comprendemos perfectamente. Le tendremos la lista preparada por la mañana. EI prisionero fue sacado al pasillo proclamando su gratitud. Snnorriz apareció a la puerta de Klith, retorciéndose los bigotes y con aire superior. —La sicología, amigo —dijo—. Sólo hay que hacernos los agradecidos. —Escuche —dijo Klith, ignorando a Snnorriz y asiendo por su ropón al químico —¿Hay algo que pueda hacer un extraterrestre con un chomizar, una botella de amoníaco y un "celidonato ardiente", o lo que sea? —Nada en absoluto —replicó el científico, posando una fulgurante mirada en la mano de Klith sobre su brazo Klith apretó el pedal bajo su mesa para cerrar el ventilador. —Si esta vez no resulta así —dijo— Snnorriz se hará cargo de la Prisión Central. Hedding estaba encantado de ver al propio Snnorriz acompañarle con los guardianes a la Antigua Andana. —¿Qué le parece esta celda, Hedding? —¿Podría tener una, más próxima a una lámpara? Mi visión nocturna... —Desde luego. ¿Qué le parece ésta? La lámpara de gas envía unos hacecillos gemelos, directamente al exterior de la puerta de la celda. —Magnifica. Se lo agradezco mucho. Snnorriz irradió satisfacción y luego esperó solícitamente a que llegasen, un cuenco de agua, el chomizar, una buena provisión de "celidonato ardiente”, y una gran botella de amoníaco herméticamente cerrada. Abrió la tapa de hierro sobre el conducto de los stobcler, e inspeccionó la colocación del sznivtig para proporcionar a Hedding una buena colocación e impulso contra aquéllos. Luego Snnorriz y Hedding se estrecharon emocionadamente las manos. Hedding tosió varias veces al cerrarse con metálico sonido la puerta, respiró profundamente y quitó el tapón de la botella de amoníaco. —Ah-h —murmuró.

Snnorriz y los guardias se fueron corriendo por el pasillo, ante el penetrante olor que se expandió. Hedding volvió a taponar presurosamente la botella, miró en derredor, y se fijó un momento en el chomizar con sus flexibles mangueritas. Tomó la botella ambarina de celidonato ardiente y desenroscó pensativamente su tapa. Klith se despertó tras una espasmódica noche de sueño, hizo unos cuantos ejercicios gimnásticos, se duchó y afeitó, desayunó, y seguidamente bajó a su despacho. Apenas se había instalado en él cuando apareció Grul. Klith. —¿Qué? —El mimado de Snnorrz —respondió Grul— fue hallado poniendo un aplique a la lámpara de la derecha de su celda. Había hecho una clavija con la tapa del chomizar y estaba disponiéndola como toma en el reductor del chorro. —¿Clavija? ¿Quiere usted decir que la sacó de la tapa del chomizar? ¿Con qué la cortó? —Rompiendo el extremo de una de las manillas de cristal y la empleó para cortar. Klith sintió que. le hormigueaba la pie. —¿y por qué hizo éso? —Pretende que la luz le molesta. —Tráigalo aquí. De prisa. —Ya está en camino. Klith sacó su correa. Entró Hedding con un par de curvas bayonetas apoyadas en sus costados para que se diera prisa. Arriba se oía constantemente un ronco zumbido circular. —¡Vaya!—gruñó Klith— ¿Usted hizo, qué? —Un sortilegio —respondió radiante el extraterrestre—. Y si las patas de esos bichos buscadores de sznivtig dieran en cruzar el secado polvo blanco formado en la oscuridad de la noche por la luz de una lámpara de carburo con la manguera de gas en ebullición de un chomizar, avivado con plata amoniacal lunar, entonces... Una súbita sacudida hizo temblar el edificio. Hubo un sonido como el de una boquilla de chomizar aplastada por el pie, y bruscamente la habitación se llenó de vapores amoniacales. Hedding se hallaba ya al otro lado de la ventana mientras los de dentro estaban aún ahogándose. Se situó junto al parapeto y agitó frenéticamente los brazos. El aparato de observación descendió quedando suspendido muy cerca. Hedding brincó a su interior. —¿Cómo logró hacer ésto? —dijo una voz a través de un pequeño micrófono. — Este lugar está construido como una fortaleza. No hable. Suba. —Me hice con material para componer una hornada de acetilo de plata... el acetileno hierve a través del nitrato de plata amoniacal. Ya sabe cuán sensible es la materia seca. Insuflé cierta cantidad en conductos cerrados, puse acetileno en su interior y metí una especie de cebo para que los bichos acudieran rápidamente. Por fortuna, yo estaba lejos de allá antes de que un bicho diera en el acetilo... —Ha causado usted una gran grieta en su muro. No le estimarán por esto. —Siga subiendo. No creo que usted lo haya apreciado..El acetileno es grande para muchos propósitos. Pero ahí lo tienen embutido en tuberías en una gran sección del edificio. —¿Ah, sí? —Esa explosión resquebrajará algunas de esas tuberías. —No lo capto todavía...

—Unas cuantas de esas luces deberían permanecer encendidas. Y el acetileno tiene una insólita propiedad. Mezclas del tres a ocho por ciento con el aire son explosivas. El observador aceleró bruscamente la subida. El capitán de la guardia, Skeerig Klith, gateó penosamente por entre la maraña de maderos, piedras y cascotes de yeso, y lanzó una penetrante mirada al primer teniente Grul, que parecía estar pasmado. Los del auxilio de emergencia estaban poniendo en cabestrillo el roto antebrazo izquierdo de Grul. Acá y allá había otros accidentados y heridos con caras despellejadas y vendajes. La mirada de Klith se tornó ahora funesta, y Grul, que se percató de ello, dijo con voz ronca: —¿Señor? Klith gruñó. —Eche un vistazo a este revoltijo y dígalo de nuevo. —¿Decir qué, Señor? —Que por muy avanzada que esté, la ciencia no es brujería. Grul abrió la boca. Pero no pudo lograr que salieran de ella las palabras.

PUNTO EVANESCENTE Jonathan Brand JONATHAN BRAND es otro de los nuevos valores de la Ciencia Ficción, y en este cuento que le sirve de presentación, nos narra una aventura interestelar, que lejos de parecerse a los clásicos y serios cuentos que a menudo terminan en melodrama, éste produce un especial placer al hallar que el relato es tan sencillo y encantador que podría servir para ser contado a un niño en el momento de acostarse. Y de hecho así acontece. I En el momento en que Bill Wheeler entró en el cuarto de baño, las dos niñas chillaron y saltaron de la bañera. Bill fue a atrapar a Hannah y su mujer a Tammy. Se le escapó a ella Tammy, y él sujetó a Hannah, pero ésta se zafó retorciéndose, dejándole con un puñado de espuma de jabón y lanzando otro al cuarto de recreo. Un momento después volvían ambas blandiendo rollos de láminas de dibujo. —¡Mira, papi!¡Mira lo que dibujé en la escuela! —dijo con estridente vocecilla, Tammy. —¡Yo también dibujé algo! —dijo a su vez, con igual tono de voz Hannah. —¡Mira, mira, mira, mira! Su madre hizo un gesto desesperado a través del vapor de agua, pero Bill rió. —Mira, papi. Deja de reír, papi. Mira nuestros dibujos. —Está bien, luego —dijo él—. Cada cosa a su tiempo, por amor de Dios. Colocaos en fila, ¿queréis? —Lo primero que tendrán que hacer es volver al baño —dijo Mrs. Wheeler, levantando firmemente a Hannah, que era la más próxima y pequeña, sobre el borde de la bañera, moviendo en el aire sus rosadas piernecitas enjabonadas. —Bueno, tú pareces tener los pies en el suelo —dijo Bill a su otra hijita. —¡Oh, vamos, papi —respondió ella, tendiéndole el dibujo. Tomó la lámina y, prolongando la incertidumbre, sacó lentamente de su bolsillo interior un estuche de cuero y de él sus gafas, calándoselas deliberadamente. Hannah estaba

resistiendo enérgicamente los esfuerzos de su madre para enjabonarle los brazos, y golpeaba la espalda de su padre con su enrollada lámina de dibujo. Mrs. Wheeler actuó como madre juiciosa y arrancó la lámina de la mano de su hijita, y envolvió a la otra en una toalla del tamaño de una mortaja. —Un poco de silencio —dijo Billy—. Me estoy concentrando con el dibujo de Tammy. Hubo un relativo silencio, cortado tan sólo por el apenas contenido lloriqueo de ambas niñas. —Veamos ahora. Delante de todo, hay aquí, de un tamaño mayor que todo lo demás, un hombre con una especie de bufanda al cuello. —No es una bufanda, papi —dijo Tammy desde el interior de su toalla—. Es una barba. —Y parece llevar una también especie de chaqueta de balandrista, cubierta de chapas como tapones de botella. —¡Qué tonto, papi! Es el uniforme de policía del espacio con sus hileras e hileras de medallas. —Ah, sí. Bien, un trecho detrás de él hay un crucero del espacio sobre sus patas traseras, y un par más de personajes con chaquetas de balandrista... —¡Oh, papi! —... alrededor de una pequeña fogata, y luego hay árboles y flores y así sucesivamente y una alcachofa monstruo... —Es un Murray, papi. Un Murray. Ahora lo veo, por las verrugas. Y luego hay tres árboles más, muy pequeños, en el fondo y, luego un hombrecillo muy pequeñín andando a lo lejos. —¡Mira ahora el mío!¡Mira el mío!—provino un grito de la corriente formada en el baño, y Hannah aporreó el brazo de su madre. —Toma, guárdame esto —dijo Bill a su hijita mayor, devolviéndole su dibujo—. Ahora he de mirar el de Hannah. —Tomó de la repisa de la ventana la otra lámina y la desenrolló—. Aquí hay un hombrón con una barba delante y luego los dos hombres de mediana estatura junto a la hoguera, y la alcachofa verrugosa... —¡Un Murray!—chilló Hannah enfadada, desde la bañera. —... y luego la hilera de árboles y el hombrecillo a lo lejos. —¡Ea, papi! ¡Adivina lo que representa, papi! —Realmente no puedo acertar —dijo el padre, con zumbona perplejidad—. ¿Algo sobre lo que leísteis en la escuela? —¡Qué estúpido te estás volviendo, papi! —dijo Hannah. Tammy se zafó de la toalla y la enrolló en las piernas de su padre. —Papi lo sabe, lo sabe —dijo despectiva—. Está sólo representando. —Pues no lo sé —dijo Bill. —Eres tú en el satélite de la Federación, papi. ¿Es que no lo ves? —dijo Hannah ansiosamente—. Aquí estás tú delante con las medallas, y detrás Levine y Matsuki, y allá detrás el viejo haciéndose cada vez más pequeño. ¿Lo ves ahora? —Bueno, ya que lo dices, veo a Levine y Matsuki, y también al viejo, aunque en este dibujo se ha hecho bastante más pequeño. Pero no me veo a mí mismo. A menos que quieras decir que ese mono barbudo de delante... pero no creo que se me parezca. —Pareces tan tonto a veces, papi... —dijo Tammy—. Pues claro que eres tú mismito. —Creo que ya terminaron de bañarse —dijo la mujer de Bill. —¡La hora de nuestra historia!¡La hora de nuestra historia! —Está bien, vayamos pues —dijo Bill. Esperó la resolución de una tripartita pugna desigual entre Hannah y su madre y el floreado camisón de Hannah, y cuando estuvieron listas las pequeñas, las tomó en brazos, desde donde ellas comenzaron al instante a tirarle de la barba.

—¡Orden en el puente! —dijo él llevándolas al cuarto de recreo en donde metió a una en la camita con edredón estampado de elefantes y a la otra en la de edredón con estampado de leones. II Muchísimo antes de que vosotras nacierais, una nave partió de Glenn Field, en Nuevo México, llevando a tres hombres, un Murray y un montón de papeles, fotografías y dibujos. El primer hombre era Levine, embajador de la Tierra en la Federación Galáctica; el segundo era Matsuki, capitán de la Policía Espacial; y el tercero era el ingeniero mecánico, un hombre tan estúpido, perezoso y barbudo como pudierais conocer. ("¡Papi!", gritaron Tammy y Hannah a la vez). No interrumpáis. La misión que tenían, era llevar a Levine y su montón de papeles y demás, a un lugar de reunión donde hablaría a componentes de la Federación. Levine estaba encargado de llevar a cabo las conversaciones; el Murray, como sabéis, sólo mantiene en funcionamiento la gravedad artificial; el ingeniero gobernaba la nave, y Matsuki estaba allí para dirigir a Murray y al ingeniero. Pero, cuando llegaron al lugar de reunión se encontraron con que no habían llegado los de la Federación. Habían dejado sin embargo, flotando allá una gran isla-disco... afortunadamente un buen lugar allá arriba, pues de lo contrario nos habríamos despistado. También dejaron un faro de señales que guió a la nave en su aterrizaje. El faro de señales anunciaba asimismo que debíamos esperar, pues los de la Federación llegarían dentro de unos cuatro días. El ingeniero miró a través de una portañola, y todo le pareció estar en orden; abrió el ventilador, y era bueno el aire que se respiraba. Por lo tanto, todos salieron a dar un paseo. Bien, vosotros los niños de ahora sabéis tanto de la Federación como yo, pero sólo diré que en aquella época nosotros conocíamos muy poco de sus habitantes. Nos suponíamos que eran buenos sujetos, pero a Levine tocaba el descubrir exactamente hasta qué punto lo eran. Así pues, todos los de la nave salieron. La nave se había posado en lo que parecía un claro en un bosque. En torno a ellos había árboles y arbustos de todas las variedades terrestres... más parecido realmente al Jardín Botánico que a un bosque natural. Y entre los árboles había esparcidas unas parcelas irregulares de vegetales y flores. Algunas parecían haber sido sembradas recientemente. Para ser exactos, entre los vegetales, había hileras de tomates, zanahorias, cebollas, apios y lechugas, así como también había manzanos, melocotoneros, limoneros, naranjos, moreras y vides. Los tres hombres se hicieron una deliciosa ensalada fresca, como la que habéis comido esta noche. Debo decir que estuvieron más que contentos en comerla, después de tres semanas de viaje por el espacio. (Miró seriamente a las chiquillas. Tammy reía con culpable picardía, y Hannah se retorcía con una picara risita también). Como el sol estaba muy alto, decidieron ver cómo era el resto de aquella región. Dejaron a la nave con el automático y se pusieron en marcha a través de lo que debía ser un sendero entre los árboles. El terreno se elevaba en cuesta ligera al principio, y luego más empinada, hasta que finalmente llegaron a un terraplén o loma, casi vertical, de unos cuatro metros de altura, que se curvaba al interior y en torno a ellos por ambos lados. En su cima había una hilera de abetos. Escalaron la loma y se encontraron contemplando un llano a sus pies, que se perdía en la lejanía. —Creo que es el cráter de un antiguo volcán —dijo Matsuki, que (como buen capitán), gustaba de hacer conclusiones tan seguras como era posible. —¿O tal vez el cráter de algún antiguo meteoro? —dijo Levine, quien (como buen diplomático), prefería las soluciones ambiguas. —Así lo supongo también —dijo el ingeniero, que (como buen ingeniero), era estúpido.

Más allá del anillo de árboles, pudieron ver un terreno muy semejante a un cuenco, con una especie de hojaldre con franjas de flores y vegetales, y sazonado con árboles frutales. El ingeniero creyó distinguir en algunos lugares sendas a través de los árboles, pero estaban tan desperdigadas y eran tan irregulares, que bien podrían haber sido marañas de hojas caídas, apiladas por el viento entre la arboleda. El sol brillaba arriba; la ligera brisa era fresca y seca; el metal de la nave destellaba tras ellos a través del boscaje. Pero el aire en el llano era caliginoso, y el horizonte se perdía en tenue bruma azul que lo ocultaba todo a más de cinco millas. El ingeniero, con su vista maravillosamente aguda, fue el primero en ver la figura que es el extraño héroe de esta historia. ("¡El viejo!¡El viejo!", gritaron las chiquillas alborozadamente). El viejo. Su rugosa figura estaba escalando lentamente por entre los árboles al borde del claro en el que se hallaban los terrestres. Vestía unos holgados pantalones azules de algodón y una camisa de tartán. En una mano llevaba un nudoso cayado de madera de haya y en la otra un bulto. El ingeniero dio un suave codazo a los otros dos terrestres y juntos se apostaron bajo los pinos y agitaron los brazos y dieron grandes voces para llamar la atención del viejo, quien se torció un poco, con tan mala gana como un manzano de cien años. ("¿Como el de nuestro huerto?", preguntó Tammy. "Muy parecido al de nuestro huerto", dijo Bill.) El viejo levantó su cayado en ademán cíe salutación, y lanzó un grito a los astronautas: —¡Ahora voy!¡Espérenme donde están! Momentos después, el viejo alcanzó la cima de la cuesta, resoplando y jadeando. ("Y escupiendo, papi" —dijo Hannah—. "Olvidaste escupiendo." E hizo una cabal imitación). —Pues sí. Es verdad. Escupía un poco. Pero esa no es razón para que lo hagas tú también—. Bill quedó silencioso durante un momento y luego carraspeó. Hannah culminó su exhibición en un paroxismo de sorber por las narices y sisear y luego volvió a recostarse en su almohada, sonriendo burlonamente. —Bien, cuando llegó a la cima, tendió su mano a Levine y dijo... —Bienvenido a la Federación, señor. Me llamo Gardner. Considérense en su casa, señor, usted y su compañía. Haré cuanto pueda para que estén cómodos, pero no hagan pregunta alguna, pues sólo trabajo aquí —dijo Tammy de un tirón, sin respirar. Así fue. Luego colocó su hatillo en el suelo y desenvolvió un trapo de franela a cuadros, sacando una liebre muerta y bien cebada. —La atrapé —dijo— entre las bayas del valle. Estaba ocupado con mis trampas y no les vi llegar hasta que casi estuvieron aquí. Haré mejor en darme prisa y hacer fuego, o no estará preparada para la cena. —Bien, no me cabe duda de que es muy amable de su parte, Mr. Gardner —dijo Levine—. Pero no creo que necesitemos una fogata. Tenemos una pequeña cocina en la máquina calorífica de nuestra nave. —Estará mucho mejor asada sobre leña, señor. Y ustedes necesitan algo de fuego por la noche. —Gracias, es usted de lo más hospitalario. —Espero que tengan cuanto deseen. Hay un manantial al sur de su nave, a no más de unos veinte metros. Pueden saber cuál es el sur, por el sol. Pensé encender la fogata entre el manantial y la nave. Verán que hay un par de árboles caídos, que creo les proporcionarán un cómodo asiento. —¡Parece como una vacación! —dijo Matsuki, arremangándose y aspirando intensamente el aire aromático de los pinos.

—Espero que lo sea, señor —dijo Gardner—. Voy allá a encenderles el fuego. ¿Por qué no echan un vistazo en derredor? Siento tener que pedirles que no vayan más allá de la loma, en torno a este declive. No podría encontrarles, y necesitarían un guía. —Sí, claro —dijo Levine—. De momento sólo daremos una pequeña vuelta por ahí. Cuando volvieron a la nave, encontraron que el viejo había elegido el lugar de acampada para ellos. Sentado sobre un tronco caído, revolvía el contenido de una olla que colgaba de un trípode de varas sobre un crepitante fuego. Todos se agruparon en torno a la olla. —Huele bien —dijo Matsuki, introduciendo groseramente un dedo en la olla—. Y tiene buen sabor también —añadió chupándoselo. —Es la liebre, señor —dijo el viejo—. En realidad le añadí un poco de jugo que hice el año pasado. Se cogen uvas, se las estruja, y dejándolas fermentar... —Es un notable procedimiento —dijo el ingeniero—. Quizás podría usted patentarlo. —¿Patentar? No conozco la palabra, señor. —No importa —dijo Matsuki, que era un glotón—. ¿Qué les parece si comemos, eh? — añadió mirando en derredor a los del grupo, con ojos de invitación y súplica. Así, el ingeniero fue enviado a buscar platos y cubiertos a la nave, y sentados todos en torno a la fogata se sirvieron de la olla. Para cuando acabaron su condumio, el sol se había ocultado. El viejo recogió platos y cubiertos y le oyeron limpiarlos en el manantial, en la oscuridad, más allá de la fogata. Al volver traía consigo un jarro de arcilla, taponado. —Tengo aquí algo más de ese jugo de que les hablé —dijo—. ¿Les gustaría beber un poco después de haber cenado? —Puede apostar que sí —dijo Matsuki, quien yendo a grandes zancadas hacia la nave trajo unos cubiletes. El viejo destapó el jarro y durante largo rato, los cuatro hombres quedaron sentados en torno a la fogata, en silencio interrumpido tan sólo por los roncos gorgoteos de la pipa del ingeniero, el saboreante chasquido de los labios de Matsuki, y el rasgueo del infatigable lápiz de Levine. —¿Qué está usted haciendo? —preguntó el viejo. —Estoy dibujando —dijo Levine—. Lo hago cuando no tengo otra cosa que hacer. —¿Me permite verlo? —Desde luego. Venga y siéntese ahí. El viejo se movió y el ingeniero le hizo sitio. —Ya veo —dijo—. ¡Pero esto es maravilloso! Está usted haciendo una imagen de nosotros. Ahí está delante la olla muy grande y más allá, con el resplandor de la fogata en su cara, el capitán Matsuki escarbándose los dientes. ¡Es maravilloso!—repitió—. ¿Podría usted dibujarme a mí también? —Claro que sí. Siéntese enfrente de mí, donde pueda verle sin que me deslumbre la claridad del fuego. El viejo fue a donde le señalaba Levine, quien dejó a un lado la lámina en la que había estado trabajando y tomó un largo carboncillo. El viejo contemplaba sus manos fascinado mientras Levine comenzaba a dibujar en otra lámina. —¿Quién es usted, Mr. Gardner? ¿Cómo llegó aquí? ¿Es usted humano? —¡Oh! Sí, señor —respondió orgullosamente el viejo—. Soy humano por entero. Sé por qué lo pregunta. He visto a algunos robots listos. Pero mis padres eran humanos también, sirvientes de colonos de El Pedregal. —Tiene usted un aspecto extraordinariamente bueno para su edad, si así puedo decirlo, Mr. Gardner —dijo Levine—. Diría que no han habido colonos en El Pedregal desde hace 70 u 80 años... desde que las emanaciones deletéreas alcanzaron al planeta. El viejo no respondió durante un rato. Contemplaba los cuidadosos movimientos de Levine.

—Oh, sí, ellas se llevaron a mis padres y a los amos de mis padres. Yo estaba en una cabina que los amos habían tenido para sus hijos, y que la cedieron a mis padres. Así, cuando se produjo aquello, escapé a sus efectos. —Resulta difícil de creer. —¿Por qué, señor? —Pues porque la Policía envió un censo tras la catástrofe. Siguieron la pista de cada colono que había estado inscrito antes, y los localizaron, y los enterraron también. Recuerdo haber leído un extracto del informe. Aún cuando sean colonias canceladas hemos de descubrir lo sucedido. Lamento que sea penoso, pero para la Tierra es importante lo que ocurre a los terrestres. —No me duele ni ofende. ¡Ha pasado ya tanto tiempo! Me enorgullezco que investigara, señor. La verdad es que yo nací después del último censo del planeta, luego ocurrió la catástrofe. Jamás supieron de mi existencia. —Comprendo. ¿Y qué sucedió después? —Es muy sencillo realmente. Cuando la Federación localizó las emanaciones deletéreas en El Pedregal, enviaron inmediatamente a un equipo de fumigación. Ahora que lo saben ustedes, espero hagan lo mismo. —Sí, así lo haremos. —Mire, El Pedregal es una de las más lejanas colonias de la Tierra. Pero también se halla en los lindes del territorio de la Federación. —Así lo supongo, desde luego. —Yo era el primer ser humano que jamás conoció la Federación, según me dijeron ellos. Tenía ocho años entonces. Bien, empezaron a examinar en seguida lo que me rodeaba... vieron una casa de labor con todos sus enseres y aperos, e instalaron en ella a un viejo granjero y su mujer, de El Toro, otra colonia próxima a El Pedregal. Ellos fueron mis padrastros. Murieron hace años. Yo he tenido la suerte de quedar con vida. —Es una extraña historia. ¿Cómo llegó usted aquí? —Me pusieron de celador en esta región que se llama Edén, el regalo de la Federación a la Tierra. Ellos pensaban que en este sector deberían tener ustedes algún paraje que pudiesen considerar como hogar patrio. —Es ciertamente como la Tierra. Es una obra magnífica. —Así lo creo. Pero únicamente es un remedo. Muy bello, desde luego, pero no es la Tierra. —Me lo supongo, Gardner. El propio hogar tiene siempre algo especial. —Desearía ir algún día a su patria, al hogar del Hombre. Me gustaría verlo una vez. ¿Espero que no les importará que se lo diga? ¡Sí, me gustaría tanto ir en una nave a la Tierra!... El hombre fijó la mirada en la fogata, Levine lanzó una ojeada a Matsuki, y éste miró interrogativamente al ingeniero, quien al sentir tocios los ojos posados en él, se encogió de hombros. —Hay sitio —dijo—. ¿Por qué no uno más? III Matsuki había estado tendido en la alta hierba justo en el límite de la loma del campamento. Deambuló de vuelta hacia la nave y halló a los demás tomando té en sus cubiletes. —¿Cómo diablos...? —preguntó. —No es quizás lo que usted acostumbra, señor —dijo Gardner, que estaba atareado llenando los cubiletes—. Hice lo que pude con el producto local. Encontré unas matas abajo en el valle y me tomé la libertad de arrancar algunas el año pasado y secarlas al sol.

—Vaya, esto se encuentra ya climatizado. El viejo Gardner nos consigue té, y mientras me hallaba yo tendido allá, vi volar un par de ánades, palomas y hasta un cisne... No he comido cisne desde un lugarejo de Normandía... Duele recordar aquellos días. Desearía que tuviésemos una pequeña carabina, sí señor. —Eso es más de lo que a mi tarea se concede, Matsuki —dijo Levine—. Ni siquiera un pequeño cañón atómico... Silenciosamente, el ingeniero tendió a Matsuki un palo ahorquillado que había estado tallando. —Creo que esto podría servir. Si se lo pide afablemente a Levine, podría abrir su cartera y darle algunas ligas de goma del gobierno. Y hasta algunos sujetapapeles como proyectiles. —Vaya, pues no es mala idea. Pero las piedras suelen hacer mejores proyectiles. ¿Qué le parece, embajador? ¿No perderá usted su empleo por algunas cuantas ligas de goma? —Me parece que no. Después del té se las daré. —Levine volvió a su dibujo. Sólo sabía dibujar de dos maneras. Unas veces, las cosas que le rodeaban en aquel momento, otras a su mujer, que era una jovial jamona; tenían varios pequeños, risueños y de ojos oscuros. Gardner asó erizos en arcilla para la cena. El día siguiente, Matsuki espantó a varías palomas y magullo a una becada. Levine dibujó a su mujer como una rubia alta y esbelta, pues su imaginación se iba a otra parte cuando estaba fuera del hogar. El ingeniero hizo a Matsuki una ballesta con mira telescópica, construida con algunas piezas de un explorador óptico, un perchero y tres cinturones de la policía del espacio. En el carbón de leña, Gardner asó una ristra de faisanes, luego lavó las camisas blancas de Levine. El otro día fue algo distinto. Sucede que aquel ingeniero era madrugador en el despertar. Como su hijita menor... pero no como su esposa y la gandula de su hija mayor (Tammy se retorció, en protesta). Eran las cinco o cinco y media, cuando despertó en la mañana siguiente. La niebla pendía entre los árboles del claro y las sombras de los troncos la sesgaban componiendo una red de listas azules. La barandilla de la escalera de la nave estaba mojada por el rocío matinal y al pasar un dedo por ella, barrió un chorrito de agua. El viejo se hallaba abajo, errando vagamente en derredor de la fogata. Un tenue penacho de humo se alzó ondulante hacia las copas de los árboles. —Hola, Gardner. ¿Cómo se encuentra esta mañana? —preguntó el ingeniero, ciñéndose su chaquetón de lana. —Buenos días, Mr. Wheeler —dijo el viejo—. Estoy encendiendo su fogata. Luego saldré y acaso encuentre algunos huevos para el desayuno. ¿Espero que les apetecerá eso? —Excelente. Iré con usted. —Bueno, a serle franco, señor, prefiero que no lo haga, si no importa que se lo diga, señor. Por lo general las gallinas están entre las matas de frambuesas que tengo y eso queda más allá del perímetro. —Bueno, en ese caso iré con usted hasta el linde de la arboleda. —Perfectamente, señor. Ambos se pusieron en marcha, arrancando el viejo con gran viveza las ortigas y zuzones que crecían entre la hierba y que herían su orgullo profesional. —¿Y por qué no puedo salir del claro? —No es que no "pueda", señor, si me comprende. Es sólo que esta parte ha sido dispuesta para ustedes y en cierto modo el resto no lo ha sido. Le mostraré lo que quiero decir, cuando lleguemos allá. En pocos minutos llegaron a la cima, al espacio entre los pinos, y se detuvieron.

—Yo voy a ir allí —dijo Gardner, apuntando a una franja verde a cosa de media milla—. Es donde están las frambuesas. Pero dudo que usted pudiera llegar. Se perdería. Ande unos pocos metros y verá lo que quiero decir. El ingeniero sonrió ante la desconfianza del viejo por su falta de orientación y descendió afablemente el declive con él. Inmediatamente sintió que el aire de la ladera era diferente por completo del de arriba. Debe ser tan vaporoso como él de la jungla, fue su primer pensamiento. Apenas podía ver al viejo que iba adelante, en aquella remolineante bruma. Siguió andando con inseguridad, entorpecido por el desigual terreno. Cuando alzó la vista, no se veía nada por parte alguna. Si aquello era niebla, era la más densa y compacta con que topara jamás. —¡Eh, Gardner!—voceó—. ¡Sáqueme de aquí! Nada sucedió. Hizo una prueba, poniendo su mano pegada a la cara. Al apartarla tan sólo un par de centímetros de los ojos, era tan visible como una oscura sombra. No solamente no podía ver nada, sino que, sobresaltado, descubrió que no podía tampoco oír otra cosa que el latido de su corazón y un silbido o siseo que lo mismo podía estar en sus oídos que en los árboles. —Está bien, Gardner, ya comprendo lo que quiso decir. Había querido hablar en voz alta, pero sus palabras fueron absorbidas y amortiguadas por aquel opresivo vacío, de manera que no supo si realmente había hablado. Pero, inmediatamente, sintió una mano sobre su hombro. Se irguió y la mano le guió a lo largo de un serpenteante sendero que conducía hacia arriba. Al cabo de pocos pasos comenzó a aclararse su visión, vio tomar forma a los árboles como saliendo de un baño turco, y pocos minutos después, ambos estaban sobre la loma, mirando hacia abajo, a la zona engañosamente invitadora. —Hay sólo un poco de niebla hoy, señor. El ingeniero asintió con un ademán de excusa. —Voy por los huevos. Usted quédese aquí arriba y estará muy bien. El ingeniero contempló marchar al viejo decididamente hacia su terreno de frambuesas, esquivando árboles y arbustos sin siquiera mirarlos. Cuando estuvo a unos cien metros abajo, el ingeniero se volvió y echó a correr hacia la nave. Subió los peldaños de la escalera de dos en dos y se deslizó por el interior de la nave hasta la cabina del capitán. Una vez en su interior, zarandeó a Matsuki para despertarle. —¿Qué ocurre? ¿Es que no puede usted dejar dormir a nadie? —Arriba, capitán —dijo el ingeniero, saludando torpemente—. Se necesita ayuda. Matsuki brincó al instante de su litera y fue a la puerta que conducía a la cámara de mando. El ingeniero puso su brazo a través de la puerta. —No hay apuro... aún. Tranquilícese. Traiga sólo una cuerda, ¿quiere? Y vístase. Vamos a salir afuera. El capitán suspiró. —Ya no voy a poder dormir más —dijo malhumoradamente—. Le acompaño. No tardaron ambos en estar sobre la hierba, el ingeniero con su chaquetón de lana y zapatillas, y el capitán con su zamarra de seda acolchada y sus sandalias de suela de madera. —Iremos por aquí —dijo el ingeniero, conduciendo a su jefe por el mismo camino por el que antes había ido él. Al llegar a la loma esperó a que el capitán acabase de bostezar y respirar profundamente, luego señaló el terreno de las frambuesas y el oscuro punto que en él indicaba a Gardner entregado a su faena. —Bueno, si eso es lo que le contenta por hoy, ¿hasta dónde cree que debo ir? —Usted mismo, por favor, patrón. No deseará usted ir muy lejos. Encogiéndose de hombros, el capitán dio al ingeniero el cabo de la cuerda y fue bajando el cerro zafándola. El ingeniero le vio andar con bastante firmeza, aminorar luego su paso e ir más cautamente, y después tropezar en un zarzal y caer. Al cabo de unos

instantes más, le oyó lanzar gruesas interjecciones y rudos comentarios sobre el ingeniero y las zarzas y matorrales. Luego volvió a ponerse en pie. Movía sus manos con precaución ante sí, y arrastraba vacilantemente los pies, tanteando el terreno para no tropezar y caer de nuevo. —¡Está bien, si es usted tan listo!—voceó el capitán—. ¿Qué debo haber ahora? —Salga de ahí —respondió el ingeniero. La cuerda se hallaba aún sujeta a la muñeca del capitán, por lo que el ingeniero dio un suave tirón—. Por aquí —añadió. Lenta y circunspectamente (es decir, con precaución y cuidado) el capitán trepó la loma. —¿Qué, había niebla abajo, eh? —preguntó el ingeniero cuando llegó arriba Matsuki. —¿Niebla? ¿Está usted bromeando? ¡Es absolutamente impenetrable!—Parecía exasperado. —¿Qué es lo que sucede? —Volvamos a la nave y se lo diré. —Ambos echaron a andar sobre las esponjosas agujas de los pinos, que alfombraban el suelo—. Primero, no hay niebla ahí abajo. Nada que se parezca a niebla o bruma. —Ya sé lo que quiere usted decir. No hay en absoluto humedad. —En segundo lugar, es ciertamente difícil ver. Como si todo estuviera desenfocado y toda la luminosidad absorbida. —Hummm. —Bien, ahora, cuando ambos estamos en Gleen Field y le visito a usted al atardecer, ¿qué es lo primero que siempre hago? —Besar a mi mujer, descarado baboso. —Bueno, lo segundo. —Veamos... Se toma un trago. No, no es eso. Va usted a la cabina climática y juguetea con el botón. —Exactamente. ¿Y cuál es el resultado? —Pues que se despeja algo la niebla. No sé cómo sucede. —Yo sí, pues soy ingeniero. Básicamente diría que ello impide que la luz corra en derredor en forma de partículas tan desorganizadas como una piara y las coloca en esmeradas hileras, como ondas. —Así me dijo usted una vez. Pero yo no veo ningún panel de control. —No, es cierto. Pero si entro en la nave creo que puedo dar con un artefacto que haría lo mismo con el paisaje. Espere usted aquí y voy a buscarlo. El ingeniero trepó por la escalera, revolvió por el interior y con seguridad, echó mano al objeto que deseaba, que era un artefacto con un asa o manubrio en un extremo y una especie de ojo oscuro en el otro. —Aquí está lo que buscaba. Ahora, uno de nosotros irá a echar un vistazo en derredor. El otro se quedará, observará y guardará la intensidad de energía del haz de este artilugio y cuidará de su Excelencia. —Su Excelencia sabe cuidar de sí misma —dijo Levine desde lo alto de la escalera. Estaba pulcramente vestido con impoluta camisa para el té y pantalones cortos cuidadosamente planchados. Por lo demás, cuidadosamente peinado e irreprochablemente afeitado y su dentadura relucía como un panel de control en caso de emergencia. —Buenos días, viejo embustero —voceó el capitán—. Esta mañana el entretenimiento lo procura la sala de máquinas. —Ya que estamos todos, voy a tener el gusto de asignar su puesto a cada cual —dijo el ingeniero, sin desconcertarse—. Levine se situará aquí para hacernos un poco de café. Si viene Gardner, le dirá que estamos recolectando algo de trigo en las plantaciones y que volvemos de un momento a otro. Yo he de quedarme en la sala de máquinas equilibrando la producción de energía del ondímetro que lleva el capitán, quien intrépidamente bajará al llano y observará lo que pueda. ¿Sabe cada cual su misión?

—¡Que me aspen si comprendo lo que pasa en este campamento, pero no me importa! —dijo Levine. El capitán accionó el aparato experimentalmente. —Sólo he de apretar este botón, ¿eh? —Exacto —respondió el ingeniero—. Y apunte el ondímetro a lo que desee ver. Deme un momento para efectuar la conexión con usted y luego comience a andar. Si no vuelve para dentro de mil horas, enviaremos a los sabuesos—. Se volvió y desapareció en el interior de la nave. Pocos momentos después oyeron el gemido de la energía auxiliar. El capitán se encogió de hombros y se encaminó hacia los pinos. Durante la hora siguiente, el ingeniero hizo lo que los ingenieros hacen en las salas de máquinas cuando están controlando manguitos de empalme... ("Antes dijiste aparato, papi") —observó Tammy—. Artilugio —dijo Hannah—. Chitón, dije ondímetro... y Levine hizo lo que hace cualquiera con el café. Diría que seguramente echó una cabezadita junto a la fogata. Finalmente el capitán vino corriendo por el borde de la loma, bajando al campamento. —¡Es la cosa más sobrenatural!—jadeó—. ¡La más fantástica!¡Eh, bola de grasa, salga de la nave!¡Tengo noticias para usted! Unos momentos después, el ingeniero bajó la escalera sonriendo plácidamente. —El ondímetro funcionó realmente. Estaba extrayendo alguna energía. —Claro que funcionó. Despejaba un área de unos siete metros delante y un poco de ambos lados y más allá... sólo una pared de bruma, como un telón. Bien, bajé del cerro durante... pongamos cien o doscientos metros, el terreno era como se esperaba... semejante a un declive terrestre, con algunas piedras, rocas y todos esos viejos árboles. Bueno, éstos seguían, pero gradualmente tuve la impresión de que la hierba se hacía más fina y los árboles se desmedrasen y se convirtiesen en arbustos. No tardé en llegar a donde no había nada que creciera por encima de la altura de la rodilla. Como árboles de juguete. O como un jardín japonés... los recuerdo de cuando fui niño. Y ahora viene lo misterioso, lo fantástico y sobrenatural. Seguí adelante, aquellos árboles se hicieron más y más enanos a medida que avanzaba, a cosa de cien metros no eran ya sino una pelusa en el suelo y más allá nada en absoluto. Absolutamente nada. Yo estaba caminando entre un manto de nieve y como sobre losas duras como el cemento. Es todo lo que hay allí. IV El ingeniero fue el primero en reaccionar. Se puso en pie y se dirigió hacia la loma. Los demás le siguieron. Cuando llegaron a la línea de pinos se detuvieron. El viejo estaba a medio camino de regreso del terreno de las frambuesas, su encorvada figura iba aumentando de tamaño a cada paso que daba. Al llegar junto a ellos, en la loma, abrió el bulto que traía y les mostró un montoncillo de huevos de cáscaras moteadas. —Ya veo que Mr. Matsuki y Mr. Levine se han levantado. Espero que hayan dormido bien. —Muy bien, gracias por su atención. Fueron en silencio al lugar del campamento. Levine vertió café en cuatro cubiletes. Gardner fue a buscar agua al manantial y puso a cocer los huevos. —Calculo que partirán ustedes dentro de pocos días —dijo. —Siento que así sea —asintió Levine—. Mañana de nuevo a la tarea. —¿No se olvidará de preguntar sí puedo volver con ustedes...? —Desde luego que no. Deberá usted ver la Tierra. La Tierra es algo que realmente merece la pena. El ingeniero había estado con la mirada fija en el fuego sin decir nada desde que empezó el desayuno. Ahora alzó la vista y profirió bruscamente:

—Mire, no estoy seguro de que pudiera usted venir con nosotros. No es tan sencillo como eso. —Empujó los rescoldos del fuego—. Creo que podría zanjar la cuestión si pudiéramos hacer algunas pruebas. —¿Qué desea usted que yo haga? —Bien, primero, cuando va usted más allá de la loma, ¿encuentra alguna dificultad para ver? —Sí, un poco. Pero no tanto como ustedes. Estoy más acostumbrado a ello. —Por ejemplo, cuando está usted fuera, donde estuvo esta mañana, ¿pudo mirar atrás y ver los pinos de nuestro campamento? —No. Estaban ocultos por la bruma. Los perdí de vista al cabo de andar sólo pocos minutos. —Bien, lo que me propongo hacer es colocar una especie de reflector que iluminará los árboles de la loma, de manera que puedan ser vistos desde el llano. Pero tiene usted que pensar en esto. Hay una probabilidad de que lo que vea pueda producirle una conmoción. Mas, por otra parte, no podemos llevarle a la Tierra sin hacer algún experimento como éste. Tiene que pensarlo. —Ya lo he pensado —respondió Gardner—. Quiero ir y haré cuanto sea necesario. No creo que haya nada por acá que pueda sorprenderme después de todos estos años. —De acuerdo, pues. He aquí lo que vamos a hacer. Voy a dar el ondímetro a Levine, usted y él saldrán del perímetro. Yo montaré un enlace de comunicación triple. Podremos oír lo que usted diga, si es que no va más allá de treinta millones de millas y usted oirá lo que nosotros digamos. Espere aquí mientras enlazo con usted. El ingeniero volvió a llenar el cubilete y se lo llevó consigo a la nave. Se produjo la energía secundaria y en un momento los tres hombres oyeron su voz, que zumbaba en los oídos con un leve gemido penetrante. Matsuki se dio cuenta de que el ingeniero debió haber sintonizado el circuito de salida para resonar los dientes de sus oyentes. —Ahora, si Levine y Gardner quieren ir hacia el perímetro... en cualquier dirección que sea... Matsuki los contempló ir hacia los pinos. En torno a él zumbaban algunos mosquitos atraídos por la fogata. Algunas hojas de postrimerías de estío flotaban cayendo de los limoneros. El vacío pote sobre el fuego repiqueteó entre la brisa. De pronto zumbó en su cabeza la voz de Levine. —Llegamos ya al perímetro. —Ahora quiero que ambos bajen unos veinte metros. —Bien. Ya lo hemos hecho. —Quiero que Levine coloque el aparato en el suelo, cara a los árboles de arriba. Apriételo contra el terreno; no lo averiará. Vaya y sitúese bajo los árboles, en el lugar a donde está apuntando. De ahora en adelante, Gardner debe ir solo. —Ya estoy bien acostumbrado a ello, no se preocupen —dijo Gardner. —Vaya cautamente, por favor. Sólo unos siete metros. Hubo una pausa. —Ya lo he hecho —dijo Gardner. —Ahora mire atrás. ¿Qué es lo que ve? —Pues la línea de pinos y bajo ellos a Mr. Levine. —Ahora, levante su mano y alce su dedo meñique y vea si él cubre a Levine. —Uhuh. Sí que lo hace... todo excepto la cabeza. —Está bien, ahora vaya abajo. Despacio. Sólo otros siete metros, ¿entendido? Mire ahora en derredor. ¿Qué ve? —Todo está muy brumoso aquí abajo, desde luego. Hay las tres palmas con las parras, como de costumbre. Me parece que podrían recogerse los racimos. Nada más.? —¿Parece todo de tamaño normal? —Seguro. Los racimos son muy grandes, creo. —Ahora mire atrás a Levine. ¿Ve algo?

—No. Hay demasiada bruma en este nivel. —Ahora viene la parte importante. Manténgase mirando hacia Levine. Voy a establecer la corriente del ondímetro. Recuerde... todo puede estar algo distorsionado. Hubo un silencio y de pronto una honda respiración del viejo. —¡Vaya sacudida que me dio! ¡Creí que Levine estaba justo sobre mí en un momento, y al siguiente a mi lado! Pero ya veo que sigue estando bajo los pinos. Sin embargo, parece de gran tamaño. —Ya supuse que éste sería el efecto. Levante su dedo como antes, e intente cubrirlo otra vez. —¡Vaya cosa tan chusca! Yo... veamos... sí, lo puedo, excepto su cabeza. —Hummm. Bueno, vaya un poco más lejos y probemos de nuevo. Hubo una larga espera. —¡No vaya tan lejos! —¡Pare el carro, joven!—replicó Gardner—. Hay algo que quiero hacer. —Lo siento —dijo el ingeniero—. Dígame cuando esté listo. Hubo un silencio mucho más prolongado, y Matsuki, al mirar a lo alto, se dio cuenta con un sobresalto que el sol del satélite estaba parado sobre los árboles. Su desayuno se había prolongado hasta el mediodía. De pronto, Gardner habló de nuevo. —Estoy listo para mirar otra vez si quiere usted establecer la corriente. —Vamos a ello, pues. Y al instante oyeron al viejo chillar histéricamente. —¡Oh... Dios... es como un...! La frase acabó en un gemido. Hubo un ruido rechinante, luego un porrazo, y después silencio. Matsuki se puso en pie de un salto, volcando el pote en el fuego donde silbó y barbotó. El ingeniero bajó volando de un salto a donde estaba él, gritando: —¡Que cada cual se quede donde está!¡Levine bajo los pinos!¡Matsuki, junto al fuego, haga más café y saque licor de la nave!¡Y, sobre todo, Levine, no baje de ahí! Y se precipitó hacia el perímetro a través de unas matas de delicadas azaleas rosas. V Bueno, no había nada que pudiera hacer. Levine dijo que después de que el viejo gritara al ingeniero que, "parase el carro", había ido mucho más lejos por el llano, hasta que él lo perdió de vista. De haber caído y resultado herido, probablemente nunca hubiésemos encontrado su cuerpo. Y si bajábamos hacia él y nos venía venir, ello sólo habría empeorado las cosas. Se quedaron juntos en el perímetro, cerca del lugar donde el viejo había dejado a Levine, y el ingeniero explicó qué era lo que el viejo había visto y por qué. Dejaron a Matsuki mirando si descubría al viejo, y los otros dos volvieron a la fogata. Cada dos minutos, Levine decía por el enlace telefónico: —¡Helio, Mr. Gardner!¿Puede oírme? Aquí Levine. Suba por favor al campamento y le explicaré. Finalmente, el viejo respondió: —Ya voy. Espérenme. Creo que debo haberme desmayado. Cuando llegó al terraplén, Matsuki le tomó del brazo y le ayudó a ir hasta la fogata, en donde los terrestres le dieron café y whisky del botiquín de urgencia. Al cabo de un rato, pareció menos pálido y finalmente dijo: —¡Fue el choque de ver a Mr. Levine... como un gigante en el horizonte, más alto que la nave de ustedes! —Le creo —dijo el ingeniero.

—Me parece que descubrió usted algo que necesitaría saber yo. —El ingeniero asintió displicentemente—. ¿Algo malo? —El ingeniero volvió a asentir—. ¿Puedo ir a la Tierra con ustedes? —Nadie habló—. Díganmelo, por favor. Matsuki miró a Levine. El ingeniero miró al fuego. Levine respiró hondamente. —Se lo diré —dijo. Se levantó y se situó frente a Gardner—. ¿Qué altura tengo? — preguntó. —Digamos alrededor de un metro ochenta. —Mantenga derecha su mano e intente cubrirme con el dedo meñique. ¿Lo puede? —No. —Bien, soy más grande que su dedo. —Se apartó varios pasos—. ¿Puede hacerlo ahora? —Casi. —A esta distancia soy casi más pequeño que su dedo. Salió del perímetro y anduvo de nuevo—. Pruebe ahora. —Ahora puedo cubrirlo fácilmente. Levine volvió a la fogata y tomó una lámina de dibujo, esbozando en ella una avenida de árboles, retrotrayéndose en la distancia y desapareciendo en el horizonte. Puso en la avenida a tres figuras, una en primer plano, otra en el del medio, y la tercera mucho más allá. —Este soy yo —dijo apuntando a la primera figura—, parezco grande. Y éste también, más lejos; y asimismo éste, mucho más lejos. Usted puede cubrirme con sólo la punta dedo. Bien, cuando realmente me mira, soy siempre del mismo tamaño... sólo parezco más pequeño o más grande. o esta imagen mía, la de delante, es realmente mayor que le detrás. ¿Lo ve? El viejo no miraba ya el dibujo de Levine, sino que tenía la vista infelizmente fija hacia la hilera de pinos de la loma. Asintió lentamente. Levine hizo una seña a los otros, y los tres terrestres volvieron con aire también desdichado a su nave. Al cabo de un rato, el ingeniero dijo mordazmente: —Hemos de agradecer a la Federación su hospitalidad. Fueron muy atentos al hacer que nos posáramos en una imagen de la Tierra. Y no tuvimos que andar por los alrededores para percatarnos que incluían también la imagen de un terrestre. —Eso no es todo —dijo Tammy tras un momento—. No has contado lo que hizo el viejo. —Esa es realmente la parte triste. No quería contaros una historia triste a la hora de dormir. —Lo sé, "papi", pero es parte de la historia, ¿no es así? —Así me lo parece. Bien, al cabo de un rato, el viejo fue a Le vine, que tenía su boceto en la mano, y dijo: —¿Y cuando ha terminado usted su dibujo lo coloca en esa carpeta? —Levine asintió. El viejo puso su moreno dedo en medio del horizonte del dibujo—. ¿Y qué sucede ahí detrás? —Lo llamamos punto evanescente. Se supone que todas las líneas del dibujo se encuentran ahí y se desvanecen. —Voy a ir por ese camino. "No puedo recordar sí hallamos algo que decir a esto. Se fue a hacer su trabajo como de costumbre, y volvió a la mañana siguiente con un pollo y un par de pinas. —Un presente de despedida —dijo—. Tengo allá un poco de cada cosa. No me faltará nada por el camino. "Así, un rato después del desayuno nos levantamos todos y fuimos a los pinos. Allí estrechamos todos la mano al viejo, él metió en su cinto su trapo a cuadros que le servía para sus envoltorios y se fue sendero abajo. Era un día fantásticamente claro y

despejado. Durante largo, largo tiempo, los tres, Matsuki, Levine y el ingeniero le contemplaron yéndose y haciéndose cada vez más y más pequeño. "Y esto es todo." Durante unos momentos no habló ninguna de las chiquillas. Luego, Tammy abrió los ojos. —La maestra dijo que mi dibujo estaba muy adelantado por la manera cómo hacía yo más pequeñas a las personas del fondo. Dijo que la mayoría de los niños no lo hacen así, porque no les parece real. Pues no. Yo sólo lo dibujé como tú me dijiste que sucedió. ¿No es así? —Se recogió más bajo las sábanas. —Pues claro que lo hiciste, tontuela. —Al cabo de un rato dijo—: Eh, eh, por qué no os dormís ya? Y como ninguna de las pequeñas respondiera, soltó la mano del húmedo puñito de Hannah, besó a ambas en sus cabecitas, salió de puntillas al pasillo, dejando la puerta entreabierta y bajando la escalera fue a reunirse con su mujer.

PLANETA DEL OLVIDO James H. Shmitz JAMES H. SHMITZ se hizo famoso en Norteamérica por su serie de historias sobre la joven telépata Telzey Amberden en "The Universe Against Her", pero su imaginación rehúsa circunscribirse a los límites de un serial popular, como lo demuestra en este cuento en el que expone un conflicto entre civilizaciones estelares y que nosotros nos complacemos en presentar. I A lo sumo, decidió el comandante, lanzando a la puntera de sus enfangadas botas una inquisitiva mirada con el entrecejo fruncido, la amnesia sería una molesta experiencia. Pero hallarse uno, tal como estaba él ahora, sentado en la rocosa ladera del cerro de un mundo poco familiar, que no mostraba señal alguna de morada humana, con el cerebro y el pensamiento en perfecto estado de funcionamiento, pero sin idea alguna de cómo había llegado allí, eso era ya más que molesto. Hasta podía ser fatal. La situación inmediata no parecía demasiado peligrosa. Quizá había contraído alguna espantosa dolencia local, que ahora se manifestaba; pero no era probable. Ya que un agente del servicio exterior de información militar secreta terrestre, estaba inmunizado contra cualquier posible forma de infección maligna. Por lo demás, tenía a la vista una variedad de extrañas formas de vida cada una dirigiéndose a su mesa. Algunas parecían lo bastante grandes como para comerse a un ser humano, y lo hubieran hecho de haberlo visto. Pero el arma que Colgrave llevaba en la cadena sería adecuada para desbaratar tales ideas de los voraces que se acercasen demasiado. Automáticamente, había descubierto pocos minutos antes que era portador de un arma militar, de tipo corriente, fabricada por más de una decena de colonias y ex-colonias terrestres. No llevaba inscripción o marca alguna que revelara su origen, pero por el momento era más importante el hecho de que su indicador registraba que contenía una carga completa. ¿Qué podía haber ocurrido para verse en la situación en que se encontraba ahora? No obstante, la amnesia que había contraído, presentaba una forma singular. No planteaba cuestión alguna sobre su identidad. Sabía quién era. Además, hasta cierto

punto —de hecho, prácticamente hasta un definitivo segundo de su vida—, su memoria parecía normal. Estuvo en la Tierra, se le comunicó que se presentase inmediatamente al despacho de Jerry Redman, su superior. Y estaba atravesando una antesala del piso dieciocho del edificio del cuartel general, cuando a no más de diez metros de la puerta del despacho de Redman se paralizaba su memoria pura y simplemente. No podía recordar nada entre aquel momento y éste en que se encontraba sentado. Era de suponer que Redman le había asignado una nueva tarea y, por ende, que se le envió para su cumplimiento. Si pudiese extender su memoria siquiera a treinta minutos después del instante en que se acercó a la puerta, podría tender una serie de pistas sobre lo que había hecho durante el intervalo. No sería cuestión de muchos años en que su memoria se aniquilaría; si la tenía gastada por vieja, tampoco podría afirmarlo. Sin embargo, podría haberse desvanecido fácilmente algunos meses, o hasta, quizá dos o tres años... ¿Le había dado alguien una memoria parcialmente efectiva y anulada, dejándole abandonado allí? No era muy probable. Buen número de personas se alegrarían indudablemente de ver a Información privado de sus talentos, pero no recurrirían a tales métodos indirectos. Un balazo en la cabeza era más expeditivo. Parecía más lógico el pensamiento de que hubiese estado en una astronave que se hubiera estrellado en su intento de aterrizaje en aquel planeta, dejándole trastornado en el accidente. Podía haber sido el único superviviente y haber logrado apartarse a trancas y barrancas del pecio, con sus sentidos completamente perturbados. De ser así el desastre debió haber ocurrido muy recientemente. Estaba sediento, hambriento, sucio y necesitaba afeitarse. Pero ni él ni su atuendo sugerían que fuese un mero náufrago que vivía en un planeta salvaje desde largo tiempo. Tenía la ropa manchada de lodo y material vegetal, pero en general en buen estado. Podía haber caído en un hoyo fangoso del pantano que comenzaba al pie de los cerros debajo de él, y que se extendían a la derecha, y luego haber trepado allí, permaneciendo tendido hasta secarse. De hecho tenía la borrosa impresión de haber permanecido en aquel lugar cosa de una hora, mirando con ojos entornados y velados el paisaje, antes de percatarse de su propia existencia y de las circunstancias que le rodeaban. La mirada de Colgrave recorrió lentamente el panorama, intentando descubrir una nave caída, o señales de actividad humana. No tenía objeto alguno moverse hasta que pudiera decidir en qué dirección convenía ir. Era una versión extraordinaria de un mundo más bien poco notable. El amarillo disco solar tenía un diámetro algo mayor que el del Sol. Lanzándole una ojeada, había tenido la sensación de que había estado más alto sobre el horizonte cuando se fijó en él por primera vez, lo cual supondría que ahora, en aquella zona, era la tarde. Aquel Sol daba calor, pero no resultaba desagradable, y al pensar ahora en ello, se dijo que su cuerpo no tendría tampoco motivos de queja respecto a las condiciones atmosféricas y de gravedad que allí reinaban. Nada vio que tuviese para él gran interés. Enfrente, y a la izquierda, se extendía una árida llanura desde la base de los cerros al horizonte. En la tierra baja y pantanosa de la derecha, se veían ocasionalmente charcas de agua oscura, a través de la espesa vegetación. Más arriba, pardos líquenes formaban un bosque que se extendía a lo largo de las crestas de los cerros, hasta un cuarto de milla de donde él se hallaba. La ladera de roca en su derredor, mostraba sólo franjas de matorrales surgiendo del acantilado. La abundante vida animal que se extendía ante los ojos de Colgrave era de tamaño y forma diversa y más bien vulgar. Abajo, y al borde del pantano, se mezclaban pacíficamente rebaños de diversas especies, mientras pacían en la verde vegetación. Una extraña y voluminosa criatura, de un color verde, semejante a un vegetal errante y de la altura de un hombre, movíase lentamente sobre sus patas traseras, empleando los miembros delanteros para atiborrar sus fauces con hojas y plantas enteras. La mayoría de los demás anímales eran cuadrúpedos. Sólo uno, del tipo de los carnívoros, se mostraba

activo... una bestia del tamaño de un perro, con un estrecho palo por cuerpo y un largo y flexible cuello rematado por una redonda cabeza gatuna. Una manada de animales de este género se hallaba apostada en el herbazal entre el pantano y la llanura, en actitud expectante, evidentemente al acecho de la captura de caza menor. Los otros rapaces que Colgrave podía ver, estaban sin duda esperando la caída de la noche en que pudieran obtener algo para su sustento. Media docena de salvajes bestias leoninas se hallaba tendida en amor y compañía en la llanura abierta, tomando evidentemente un baño de sol. Algo mucho más grande y oscuro se agazapaba a la sombra de un árbol en el extremo opuesto del pantano, contemplando las manadas de rumiantes que pacían, pero no haciendo ningún movimiento para aproximárseles. Las únicas formas de vida de tamaño superior a un lagarto, eran unos pequeños saltamontes pardos, que se movían con nerviosos espasmos entre los matorrales. Parecían ser tiernos especímenes de la colina, y de tamaños diversos, desde treinta centímetros a un metro de altura. Eran más activos que los mayores; de cuando en cuando dos o tres de ellos cabrioleaban en torno a una mata, como cachorrillos retozones volviendo luego a la tarea de desgajar voraces las hojas verdes para introducirlas en las honduras de su estómago insaciable. Uno de ellos, comiendo constantemente, llegó a unos seis metros cerca de él, pero no mostró el menor interés por el visitante de la Tierra. Por mucho que considerase la cuestión, Colgrave no acertaba a comprender que hubiese andado errante por aquel mundo durante más de quince horas. Y no podía imaginarse circunstancia alguna por la cual pudiera haber sido deliberadamente abandonado allí. Por lo tanto, a quince horas de camino debería haber algo de una nave, un puesto de Información, un campamento del cual debiera haber partido. Si era una nave, podría ser un pecio. Pero aún un pecio podía procurar cobijo, alimento, y acaso un medio de enviar un SOS al espacio. Y tal vez pudiera haber en él alguien Don vida. De ser así, el examen de los restos de la nave le proporcionaría muchas indicaciones de lo que había sucedido, y del por que se encontraba allí ahora. Fuese lo que fuese lo que hubiera de encontrar, había que volver a su punto de partida... Colgrave se irguió luego, lanzó un juramento, se relajó ligeramente, y quedóse inmóvil, con una expresión de intensa concentración en su rostro. Sigilosa e inadvertidamente, mientras fijaba su atención en el problema inmediato, volvían a su imaginación sus perdidos recuerdos, centrándose en el instante en que estaba yendo a través de la antesala hacia el despacho de Redman, discurriendo durante varios meses, y cesando de nuevo de la misma manera completa e intransigente de antes. No sabía aún por qué estaba en aquel mundo. Pero intuía que se hallaba próximo a la respuesta; a su parecer... quizá muy cerca. II Los mundos Lorn, Rala Imperial —el Archivo Sigma. Rala Imperial, la creadora de trastornos, hace dos siglos, la más remota de las desperdigadas colonias primitivas terrestres, y ahora una compacta civilización de poderosa industria, había hecho en otro tiempo sus pinitos de suplantación en la Tierra como potencia rectora interastral. Había absorbido buen número de otras colonias de menor categoría, y vuelto su atención a; los próximos Mundos Lorn, como su primer objetivo de conquista. Colgrave había sido destinado algunos años antes a los Mundos Lorn. Por esa época, los lorneses habían estado intentando aplacar a Rala, y negándose a toda asistencia de las agencias de Información de la Tierra. Redman le había llamado aquel día al despacho para informarle que se había producido un cambio fundamental en la política lornesa y en consecuencia él iba a ser

enviado allí de nuevo. Se estaba gestando una invasión en gran escala por parte de Rala Imperial, y los Mundos Lorn habían solicitado ayuda. Las fuerzas militares terrestres no podían ser desplegadas de manera potencial suficiente en aquella lejana zona, a tiempo para contener o atajar la esperada invasión... Cuando ésta se produjese, los Mundos Lorn librarían una acción dilatoria, cediendo terreno tan lentamente como fuese posible, hasta que llegase la ayuda. Y hasta que ésta llegara, permanecerían desconectados casi por completo con la Tierra, debido a la superior fuerza de Rala. Colgrave trabajó durante casi tres meses con los componentes del servicio de la Información Lornesa, estableciendo el Archivo Sigma, el cual contenía en clave todos los datos anteriormente obtenidos que pudieran ser utilizados contra Rala. Durante décadas, los lorneses habían estado preocupados casi exclusivamente con las actividades de su amenazante vecino, y con sus propios planes de defensa. El archivo sería de inmensa importancia en la determinación de la inmediata estrategia de la Tierra. Y para Rala, su posesión sería de igual importancia. Colgrave partió finalmente con él, de vuelta a la Tierra en un correo lornés. Era este correo una aeronave muy rápida y pequeña, que podía fiar sólo en su velocidad para escapar a cualquier intento de ataque o ser interceptada... Y, como precaución adicional, seguiría una ruta trazada para mantenerla más allá del alcance de las patrullas de Rala. Una semana después, algo le sucedió. Pero Colgrave no sabía precisamente qué era. Con él iban tres hombres a bordo: los dos pilotos navegantes y un oficial mecánico. Eran hombres escogidos, y Colgrave no tenía la menor duda sobre su competencia. No sabía si ellos estaban al corriente de la naturaleza de su misión, pues no se suscitó el tema. Debería haber sido un viaje rápido y tranquilo. Cuando uno de los pilotos lorneses llamó a Colgrave a la cabina de mando para decirle que el correo era seguido por otra nave, no mostró una seria preocupación. Podía ser identificada su procedencia en la pantalla; era un corsario lornés, de la clase Talada, de un tonelaje diez veces mayor que el del correo, pero no podía lograr nada semejante a la velocidad del crucero. Sin embargo, a Colgrave no le gustó en modo alguno la situación. Se le había asegurado que las contingencias de toparse con naves de Rala en aquella zona del espacio eran, según cálculo matemático, tan mínimas que podía afianzarse la improbabilidad. Por naturaleza y adiestramiento, desconfiaba de las coincidencias. No obstante, el asunto no estaba en su mano. Los pilotos se estaban ya preparando para impulsar la nave a la velocidad de emergencia pues lisa y llanamente nada más había que hacer por el momento. Allí se instaló Colgrave para contemplar la maniobra. Uno de los pilotos estaba hablando al oficial mecánico sobre la intercomunicación; el otro manipulaba los mandos. De pronto, éste lanzó, sobresaltado, un grito estentóreo. Y, casi en el mismo instante, la nave pareció ladearse violentamente hacia la izquierda. Colgrave salió despedido de su asiento, dándose cuenta de que nada podía hacer para no proyectarse contra un mamparo de la cabina. Y, en este momento, sus recuerdos se apagaron de nuevo. "¡Fleegle!" —se oía gritar a alguien estridentemente—. "¡Fleegle! ¡Fleegle!" Colgrave, sobresaltado, miró en derredor. Un pequeño bípedo verde próximo a él era quien profería aquellos gritos. Se había vuelto hacia él y le miraba de frente. Probablemente, acababa de darse cuenta de su presencia y expresaba su alarma con aquel griterío, mientras que con sus grotescas patas andaba excitado de un lado a otro. Varios de sus congéneres se le unieron en la parte inferior de la ladera, en un corear silbante de "¡Fleegle!". Otros, sin embargo, permanecieron callados y alertas. Probablemente tenían los ojos en alguna parte de sus rugosas cabezas: de cualquier modo, todos ellos parecían estar con la mirada fija clavada en él. "¡Fleegle!" "¡Fleegle!" ¡Fleegle!".

Toda la parte baja de la ladera pareció de pronto viva con aquellas chillonas voces y ondeantes miembros de aquellos extraños seres. Colgrave se volvió en redondo, lanzando una ojeada a la parte superior de la ladera, aprestándose a la defensa. Estaba sacando un arma de la funda en tanto que, ojo avizor, contemplaba el espectáculo que se le ofrecía. El ser que se dirigía hacia él, se había detenido a medio trayecto, uno frente a otro: pocos metros de distancia les separaban. Era también un bípedo, de una especie distinta, con manchas de color pardo-negruzco, y de aspecto singularmente desagradable. De unos dos metros y medio de altura, tenía las extremidades largas, delgadas y con garras en las puntas, y por contraste un cuerpo pequeño y abotargado. La cabeza redonda y negra sobre el cuerpo estaba casi descarnada, con agudos dientes marfileños completamente visibles, como los de una calavera. Dos ojos amarillos y redondos situados a pocos milímetros encima de la dentadura, miraban fijamente a Colgrave, quien sintió un escalofrío, a la vez que repugnancia y asco. Aquella criatura era evidentemente carnívora, y podía haber resultado peligrosa para él de no haber sido advertido por el clamor de la manada de "fleegles". A pesar del aspecto descarnado y larguirucho de la bestia, debía pesar alrededor de ciento veinticinco kilos, por lo que con los apéndices de sus extremidades, provistos de garras, le hacían un atacante formidable y peligroso. Quizás había venido acechante y sigiloso del bosque, para atrapar a alguno de los vocingleros fleegles, no habiéndose dado cuenta de la presencia de Colgrave hasta que éste se levantó. Pero ahora tenía puesta toda su atención en él. Colgrave esperó, inmóvil, con su arma en la mano, no demasiado preocupado —un par de ráfagas bastarían para reducir a pingajos a aquel pulposo cuerpo, pero aguardando que al fin se decidiera a dejarle tranquilo. Aquella criatura era una pesadilla andante; un lío con desconocidas formas de vida implica siempre cierto grado de riesgo. Prefería Colgrave no tener que ver nada con aquella bestia. El barullo de los "fleegles" se había atenuado un tanto. Pero ahora, el dentado bípedo dio un paso largo y deslizante hacia él, e inmediatamente volvió a producirse aquel ensordecedor estrépito. Quizás a la bestia no le gustara aquel vociferar, o bien se hallaba primordialmente interesado en Colgrave; entonces, abriendo la boca, como exhalando un aburrido bostezo, giró gruñendo hacia la derecha, moviéndose horizontalmente a lo largo de la ladera, con largas y remisas zancadas de araña, con los ojos fijos aún en Colgrave. Los chillidos de los "fleegles" se fueron de nuevo atenuando a medida que se retiraba el enemigo. Y en las laderas reinaba el silencio cuando se hubo alejado de allí como un centenar de metros. Seguidamente, el bípedo comenzó a descender la colina por entre los cantos rodados, como una torpe ave zancuda. Pero Colgrave sabía ya que iba tras él, y que aquellas largas patas podían distenderse con pasmosa facilidad cuando decidiera atacar. Apretó con el pulgar el seguro de su arma. Con los "fleegles" silenciosos, pudo oír los roncos alaridos que emitía la bestia cuando abría la boca, cuya extraña voz parecía ser la versión de un gruñido. Infundiéndose valor, pensó Colgrave que debería habérselas con aquella criatura con la que había topado. Al llegar a su nivel, en la ladera, seguía gruñendo el animal constantemente. De pronto, se volvió, enfrentándose a Colgrave, alzando las patas delanteras, provistas de garras, en una posición extrañamente semejante a la de un boxeador. Vaciló un momento hasta que, decidido, se lanzó con rapidez hacía adelante. Un nuevo clamor de chillidos de los "fleegle" estalló, más que brotó, recorriendo la ladera de espaldas a Colgrave, cuando éste alzó el arma. Había dejado cubrir a la bestia una media distancia entre ellos para acertarle mejor su disparo...

Casi al par de su pensamiento, vio al gran bípedo moverse a trompicones a través de unas rocas, aullando de sobrecogimiento y ondeando sus miembros anteriores en un intento de mantener el equilibrio hasta caer finalmente de bruces con pesado golpe. Por un instante hubo un silencio en la ladera. Al parecer, los "fleegles" estaban contemplando tan atentamente la escena como Colgrave. El bípedo se incorporó lentamente. Parecía aturdido. Meneó su fea cabeza y gimió plañideramente, mirando de soslayo en torno a la ladera. Sus ojos se posaron de pronto en Colgrave. Al instante, el bípedo se puso en pie de un brinco, y Colgrave apretó rápidamente su arma. Pero la bestia no pretendía repetir el ataque, sino que, girando marchó precipitadamente ladera arriba, lanzando de cuando en cuando el mismo lastimero aullido que al tropezar profiriera. Parecía hallarse por completo presa del pánico. Con la mirada fija en la pistola, Colgrave se rascó pensativo la mandíbula con su mano libre, y, al cabo de un momento volvió a enfundar el arma echándosela a la espalda. Se sintió aliviado, presa de un total desconcierto. A buen seguro, aquel bípedo no era una especie de bestia tímida. Debía poseer cierto grado de innata ferocidad hasta tal punto, que le impulsara a atacar a una criatura cuya habilidad combativa desconocía en absoluto. ¿Por qué entonces, aquella súbita y así ridícula huida? Podía abrigar la duda de que su adversario le derribaría de alguna manera cuando se abalanzó hacia él; pero aún así, ¿por qué atacarle? Colgrave se encogió de hombros. Después de todo, ello no tenía importancia. El bípedo había ya alcanzado para entonces el declive del monte y estaba dirigiéndose a la izquierda para internarse en el pardo bosque de líquenes, a unos cien metros en dirección al Norte. Su andar se había aminorado notablemente. Colgrave, por fin, se había zafado de aquella bestia. De pronto, al resbalar a lo largo del pedregal de la cima del cerro, pareció como si su mente se esclareciera, como si despertara la vivencia de un hecho semirecordado. Con el entrecejo fruncido, quedóse con la mirada fija, abstraídamente. ¿Había algo conocido en aquella línea del horizonte? Algo que él debiera... Lanzó una ahogada exclamación, y un instante después se hallaba trepando por el pedregoso montículo, presa a su vez de algo semejante al pánico. Más allá de aquella cresta, ahora lo recordaba, el terreno descendía hasta un sonriente valle. Y en este valle —¿hace cuántas horas?— había aterrizado con un salvavidas de la nave que conducía a bordo el Archivo Sigma. Cada minuto que había vagado por aquella zona, aturdido e inconsciente, le había llevado más cerca de una segura recuperación... III Había sido proyectado contra el mamparo del correo lomes con suficiente violencia como para dejarle atontado. Cuando recobró los sentidos, estaba prisionero bajo custodia en el Talada, tendido en una litera a la cual se hallaba sujeto de manera que estuviese lo más cómodo posible. Los accesorios de la cabina indicaban que pertenecía a uno de los oficiales de la nave. Ello mostraba a Colgrave, entre otras cosas, que sabían quién era él. Los corsarios de la clase Talada tenían un gran compartimiento en sus bodegas, en el cual podían ser alojados cientos de seres humanos a la vez, como sardinas en lata, y mantenidos con vida y semiinconscientes hasta que la nave volviese a puerto. Un prisionero corriente hubiese sido simplemente echado en aquella especie de tanque. Sus sospechas no tardaron en confirmarse. Un atezado caballero, entró en la cabina, dirigiéndose a Colgrave por su nombre y presentándose como coronel Ajoran, agente de información de Rala Imperial. Despidió con un ademán de la mano al guardián, ofreció a Colgrave un pitillo, y le expuso brevemente su situación.

Rala había obtenido informes sobre su misión en los Mundos Lorn, y se había dispuesto que el correo que lo trasladase a la Tierra con el Archivo Sigma fuese interceptado a lo largo de cualquiera de las diversas rutas que pudiese tomar. El oficial mecánico del correo era un agente de Rala que había bloqueado el mecanismo impulsor de emergencia para impedir la escapatoria, y luego, como medida adicional, había desprendido un gas paralizante para mantener imposibilitados a Colgrave y los pilotos lorneses, hasta que el correo pudiera ser abordado. Colgrave había sido ya puesto fuera de combate por la sacudida experimentada por la nave en el bloqueo de su propulsión, pero los pilotos habían aún dispuesto de unos segundos. Uno de ellos prefirió suicidarse, pegarse un tiro antes de caer prisionero de Rala. El otro había disparado contra el oficial mecánico, matándolo, y, capturado con Colgrave, estaba siendo ahora sometido a tortura mortal, en desquite a su desconsiderado asesinato de un agente ralanés. El coronel Ajoran ofreció a Colgrave otro pitillo, hizo unas cuantas consideraciones filosóficas sobre los azares de la guerra, y expuso su proposición. Quería que Colgrave ayudara a descifrar y transcribir el Archivo Sigma inmediatamente. En compensación, proveería a que cuando llegasen a Rala Imperial, Colgrave fuese tratado como hombre razonable que comprendía que el único camino a él abierto era el de servir los intereses de Rala tan eficazmente como antes había servido los de Tierra. En este caso podría ver, le aseguró Ajoran, cómo Rala era generosa con quienes le servían. Dando a entender que su conversación proseguiría después de cenar, el coronel se excusó, llamando al guardián, y abandonó la cabina. Durante la hora siguiente a la entrevista, Colgrave se sumió en hondas cavilaciones. Hizo una observación que en el presente podía serle de gran utilidad. Por el momento pensaba, no le cabía más que esperar. El plan del coronel era audaz, pero tenía sentido. Evidentemente ocupaba una elevada posición en los cuadros de la información de Rala. Un conocedor profundo del Archivo Sigma, se convertiría inmediatamente en hombre importante para rivalizar con los grupos gubernamentales, para los cuales no sería en ningún modo utilizable la información. Y así podría de un solo golpe mejorar en muchos aspectos su posición. Al cabo de una hora fue servida a Colgrave la cena en la cabina, por una mujer que era quizá más bella, y de manera extraordinaria, que cualquiera de las que había visto. Era muy grácil, con tez de singular albura, tenía el cabello corto, y sus ojos eran de un azul tan delicado, que en cualquier otro tipo de fémina hubiesen parecido completamente incoloros. Daba su porte una inmediata impresión de vitalidad y energía contenida. Dijo a Colgrave que su nombre era Hace, que era la compañera de Ajoran, y que había sido encargada de que le proporcionasen todas las comodidades convenientes mientras consideraba la proposición del coronel. Siguió hablando agradablemente hasta que Colgrave acabó su cena en la litera, tras lo cual se unió a ellos Ajoran, para tomar el café. La discusión prosiguió de manera indirecta, pero Colgrave tuvo ahora la impresión de que le era ofrecida por Ajoran una alianza. El era uno de los principales agentes militares de la Tierra, y poseía una información única que el corone] podía hacer que fuese de extrema utilidad para Rala. Colgrave permanecería en la plana mayor de Ajoran y recibiría toda la consideración debida a un valioso asociado. Colgrave dedujo que una de las inmediatas compensaciones que le eran ofrecidas a bordo por su cooperación, era la compañera del coronel. Cuando se retiró la pareja, alegando Ajoran que había comenzado el período de reposo en el Talada, la cosa estaba ya bastante clara. No reapareció ninguno de los dos guardianes asignados a Colgrave en la cabina —que formaba parte de la "suite" de Ajoran a bordo—, y la puerta permaneció cerrada. Probablemente le dejarían entregado a sus reflexiones, sin molestarle durante las próximas siete horas.

Colgrave no permaneció despierto mucho tiempo. Tenía una apreciación personal sobre el valor del descanso cuando estaba sometido a una tensión; y estimaba su situación tan cabalmente como era necesario, habida cuenta de las circunstancias. Tenía un objetivo primordial —la destrucción del Archivo Sigma— y había observado algo indicador de que el tal objetivo podría ser cumplido si esperaba circunstancias propicias. Además, tenía una serie de datos secretos para él, que podían facilitar su tarea. También estos datos, hasta ahora habían sido por él suficientemente considerados y por el momento no había nada más que tuviera que pensar ni en qué ocuparse. Por lo tanto, intentando olvidar todo, se tendió en su litera y se quedó dormido casi al instante. Al despertarse algún tiempo después, con una neuralgia punzándole en la base del cráneo, creyó por un momento estar soñando en lo que no se había ocupado en pensar nunca. Había luz a su derecha y unos hilos de voz... exhalaciones espectrales susurradas por una garganta suspirante que había perdido la fuerza para gritar. Colgrave ladeó la cabeza a la derecha, atento a lo que vería. Parte de la pared, a un lado de la puerta, mostraba ahora como una pantalla; la luz, los susurros y suspiros provenían de allí. Colgrave se dijo que estaba viendo una grabación, en que el piloto lomes capturado con él habría muerto hacía horas. El coronel Ajoran era un hombre práctico que habría llevado la cuestión a término sin excesiva demora, para poder consagrarse plenamente a Colgrave, en sus tratados de mayor importancia; y los detalles mostrados en las pantallas indicaban que el piloto no podía hallarse lejos de la muerte. Volvió a oscurecerse lentamente la luz del proyector y cesaron los susurros. Colgrave se enjugó el sudor del rostro y se volvió de lado. Nada en absoluto podía haber hecho por el piloto. Sencillamente, se le había mostrado la otra cara de la proposición de Ajoran. Pocos minutos después, estaba dormido de nuevo. Al despertar la siguiente vez, la cabina estaba iluminada, y en ella se encontraban sus dos guardianes, disponiendo uno de ellos el desayuno del prisionero, en una mesa de pared, a través de la litera, y el otro sencillamente de espaldas a la puerta, con un arma en la mano y sin quitar ojo a Colgrave. Ropa limpia, que éste reconoció como suya propia, había sido colocada en una silla. Aparecía apartada del mamparo que cerraba el pequeño cuarto de baño, adjunto a la cabina. El primer guardián completó su quehacer y se dirigió a Colgrave con aire de impertinente deferencia. El coronel Ajoran, manifestó, esperaba en la otra sección de la "suite", y deseaba ver al comandante Colgrave una vez se hubiese vestido y desayunado. Tras de comunicarle el mensaje, el guardián procedió a desatar a Colgrave de la litera, situándose su compañero en posición desde la cual podía seguir vigilando atentamente al prisionero. Seguidamente, ambos se retiraron de la cabina, siguiéndoles la mirada cavilosa de Colgrave. Se duchó, afeitándose, después se vistió, y desayunó sin prisa. Podía suponer que Ajoran estimara que había pasado ya el tiempo de las promesas y amenazas indirectas, y que ahora iría inmediatamente al grano. Al salir Colgrave de la cabina, treinta minutos después, halló su suposición plenamente confirmada. Aquella sección de la "suite" era considerablemente más amplía que la cabina; el coronel y Hace se hallaban apostados ante una puerta cerrada, situada un poco a la izquierda de la parte central. Probablemente, aquella puerta se abría a uno de los pasillos del Talada. El guardián volvía a tener el arma en la mano, y otra de la misma clase, estaba sobre una mesita junto a Ajoran. Hace se encontraba al lado de un aparato registrador, poco más allá del coronel. Evidentemente, cuando la ocasión se presentaba, hacía de secretaria. En el centro de la estancia, en una mesa tan grande como para servir de escritorio, había material al efecto, un magnetofón, y, a la izquierda, el Archivo Sigma por abrir.

Colgrave advirtió las dificultades de la situación al entrar en aquella sala. Los tres estaban tensos, y las armas allí presentes eran una inquietante incógnita. No le herirían, pero le podían dejar dolorosamente inválido durante varios minutos u horas... Se le había indicado que sus acciones habían de demostrar que merecía la confianza de Ajoran. Casi simultáneamente le asaltó la idea de tener a mano las circunstancias favorables que había esperado. Fue a la mesa y miró curiosamente el Archivo Sigma. Era del tamaño y forma aproximadamente de una cartera. Colgrave, lanzando una ojeada a Ajoran dijo: —Doy por seguro que habrá usted quitado la carga de destrucción. —Naturalmente. Puesto que ya no tiene objeto, la he mandado quitar. Colgrave le hizo una inclinación irónica, y seguidamente, rápida su mano izquierda, asestó contra el Archivo un enérgico golpe, y lo lanzó volcándolo hacia la esquina de la mesa. Lo mismo podría haber asestado un navajazo a los tres circunstantes. Una caída al suelo no causaría ningún daño al archivo, pero ellos estaban demasiado excitados para dominar sus reacciones. Ajoran se puso en pie como impulsado por un resorte y lanzando una gruesa interjección, y Hace casi salió también despedida de su butaca. En cuanto al guardia, se movió más cauto y, apartándose de la pared, se inclinó sin dejar de empuñar el arma, cogió con la otra el archivo cuando precisamente iba a caer al suelo, y lo volvió a colocar sobre la mesa. Colgrave se situó rápidamente tras él. En la parte trasera de las guerreras de los guardianes había visto un bulto prominente cerca de la cadera, lo que indicaba que llevaban una segunda arma, que podía suponerse sería del tipo de energía corriente. Su mano izquierda asió al guardia por el hombro, y metiendo la derecha en la pistolera trasera, sacó el arma haciendo al instante dos silbantes disparos que dejaron tendido al guardia. Ajoran se detuvo en seco, abrió luego la puerta de la cabina-dormitorio y entró en ella cerrándola violentamente. A través de la estancia, Hace que estaba cerca de la otra puerta, se detuvo también cuando Colgrave se volvió hacia ella. Se miraron durante un momento y, seguidamente, Colgrave, dando la vuelta al cuerpo caído del guardia, se le acercó apuntándola con aquella arma. Al hallarse a tres pasos, Hace cerró los ojos y quedóse en espera, con los brazos caídos y trémula. El puño izquierdo de Colgrave se asestó contra la mandíbula de Hace, que cayó como una muñeca de trapo. Colgrave miró hacia atrás. El guardia se estaba retorciendo en el suelo. Su cara parecía la de un cadáver, pero pasaría uno o dos minutos antes de que la carga del arma se agotara en su cuerpo. La compañera del coronel no podría moverse durante un buen rato de donde yacía. En cuanto a Ajoran... Colgrave pensativo lanzó una mirada a la puerta de la cabina. Colgrave pensó que el coronel podría estar acechando la nave desde allí, aun cuando no observase él ningún aparato de comunicación. O podría haber tomado un arma más poderosa que la de fibra y se dispondría a salir de nuevo. De todos modos, eran muchas las probabilidades de que permanecería encerrado allí hasta que alguien fuese a anunciar al coronel que el frenético prisionero había sido abatido ya que no era considerado buen proceder en los rangos superiores de Rala el tomar riesgos personales que podían ser delegados en subordinados. Sucediera lo que sucediese, se dijo Colgrave, podía cumplir su objetivo mínimo en cualquier momento que quisiera. Un simple disparo de chorro de energía explosiva a través del Archivo Sigma, lo incendiaría. Y su destrucción, suponía arrancarlo de las manos de Rala y era lo que dada la situación podía esperar razonablemente. Volvió a lanzar una ojeada a la cabina y a la puerta que debería dar acceso a uno de los pasillos del Talada, y creyó ahora que no era lo más conveniente hacer lo que había pensado. Tomó el Archivo Sigma de la mesa, lo llevó a la puerta del pasillo y lo depositó en el suelo adosado a la pared. Había esperado ver al segundo guardián —el que se hallaba

apostado frente a la puerta— en cuanto comenzó el jaleo. El hecho de que no lo hiciera así, indicaba que había sido enviado a otra parte, o que las habitaciones de Ajoran eran insonoras. Probablemente era esto último. Colgrave alzó el arma, asió el picaporte con su mano izquierda, lo hizo girar súbitamente y abrió la puerta de par en par. El segundo guardia se hallaba apostado allí, pero no le quedó mucho tiempo para mirar ansioso y con ojos dilatados a Colgrave, quien seguidamente marchó rápido a lo largo del pasillo, con el Archivo Sigma en una mano y el arma presta de nuevo a disparar en la otra. Ahora, pasado el incidente con tanto valor afrontado, se sentía un tanto estremecido. Según las reglas, y dadas las circunstancias, debería contentarse con realizar su objetivo principal destruyendo el archivo antes de correr el riesgo de otro encuentro con un hombre armado. Si ahora le mataban, el archivo quedaría intacto para su posible descifrado por los agentes de Rala. Pero también los otros objetivos parecían ahora cuando menos, posibles, y no podía decidirse a lanzar un chorro destructor contra el archivo antes de que se hiciera evidente que había hecho cuanto cabía para salvarlo. Se movió más cautelosamente al aproximarse a la esquina del pasillo. Aquella era la zona de la oficialidad, y sus planes se basaron en una impresión general que recordaba la manera en que estaba construida por los corsarios Talada. El pasillo, más allá de la esquina, tenía una anchura triple que ésta... pudiera ser el principal que buscaba. Lanzó una ojeada a su alrededor y se echó prestamente hacia atrás. A unos diez metros, al otro lado del pasillo, había un amplio espacio con una puerta por la que penetraban dos hombres con uniforme oficial, en el momento en que él miraba. Colgrave respiró profundamente. Intuyó, que no parecía hallarse muy lejos de alcanzar la meta que perseguía. Esperó unos segundos atento al menor ruido. Ahora estaba libre el pasillo. Con precaución, dio por él la vuelta, y corrió hacia la puerta que buscaba. Vio entonces que su suposición había sido correcta, pues daba acceso a una escalinata que conducía a la cámara de mando del Talada. Mirando y disparando... El arma en sus manos silbaba como un gato furioso aunque pasaron varios segundos antes de que la media docena de hombres que allí estaban se diesen cuenta de lo que sucedía. Para entonces, dos ya estaban sin vida, acribillados por haberse encontrado en la trayectoria precisa del disparo del arma. Los paneles de control de propulsión que eran el blanco, se hicieron trizas de uno a otro extremo. Colgrave apuntó el arma a un transmisor que había en un ángulo, y en aquel momento alguien le descubrió: El hombre hizo lo que procedía; extendió su mano, impeliendo ante él uno de los conmutadores. Una plancha blindada de acero se deslizó a través del espacio de la puerta, separando e incomunicando la cámara de mando con el pasillo, por el cual echó a correr Colgrave, mientras sonaba la sirena de alarma. El Talada lanzó un monstruoso alarido, como una bestia herida, dando enormes bandazos. Colgrave se encontró de pronto en otro corredor, oyó gritos delante suyo, volvió atrás, dio un traspié en una esquina y fue a parar tambaleándose y sin aliento a una escalera estrecha y empinada. En su extremo superior vio cómo en una escena de sueño a dos hombres de la dotación, con la cara blanca, que, bamboleándose como borrachos en la cubierta, se esforzaban por alzar una pesada caja. Colgrave, rugiendo fue hacia ellos, con ojos fieros y blandiendo el arma. Los hombres miraron en derredor, se volvieron y emprendieron la huida.

El hombre en los mandos del salvavidas del Talada murió antes de darse cuenta de que alguien subía tras él. Colgrave arrojó el Archivo Sigma al interior de aquel aparato auxiliar, retiró el cadáver de su asiento, se deslizó dentro, y... Transcurrieron varios minutos de vuelo en el inhabilitado corsario, antes de que se diera cuenta de que estaba riendo como un loco. Se había zafado. Y ahora, los hados estaban decididamente a su favor. La cuestión era el tiempo que tardarían los de la astronave en reparar las averías y emprender su persecución. A buen seguro les acometería un violento respingo al no poder saber el rumbo que él había tomado por lo que se hacía insignificante la probabilidad de que lo atraparan antes de que llegase al alcance de la zona que protegían las patrullas de Tierra. Mas ante todo, había el problema del combustible para el largo trayecto. El aparato empleaba hierro, el medio corriente, y, según el cálculo de Colgrave, disponía de él para unas quince horas de vuelo. Si el viento era favorable podría olvidar el peligro y llegar sano y salvo. Con todo, hubiese sido mejor que hubiera dado tiempo a los dos hombres de la tripulación a que embarcasen otras cuantas cajas de lingotes antes del despegue. Pero un examen de la velocidad estelar mostraba a dos planetas a siete y ocho horas respectivamente, indicaciones que permitirían al astronauta una breve estancia allí sin gran incomodidad ni daño. La astronave llevaba a bordo el adecuado equipo de colocación y refinamiento del hierro. Unas cuantas horas en cualquiera de aquellos mundos le bastarían para transmitir aquél y en condiciones para ser empleado como combustible. Tras arrojar al espacio el cadáver del piloto ralanés estimó que le procuraba una ligera ventaja en el recorrido previsto de siete horas. En cuanto el Talada se pusiera en movimiento, tenía suficiente radio de acción para detenerse en ambos mundos sin extraordinaria pérdida de tiempo. Podían agotar su combustible, lo mismo que él, y detenerse por ello igualmente. Y si llegaban antes de que él acabase con su repostaje para partir de nuevo, era casi seguro que los dispositivos de detección y vigilancia le localizarían dondequiera que intentara ocultarse. Las probabilidades parecían muy buenas, si simplemente no llegasen ellos allí con antelación. Pero el objetivo a alcanzar subsistía como factor. Colgrave decidió esconder el Archivo Sigma en algún lugar fácilmente identíficable en cuanto tocase tierra, llevar su nave a otro sector del planeta para proceder a la operación de su reportamiento, y volver en busca del archivo cuando estuviese preparado para, de nuevo reemprender el vuelo. Ello reduciría totalmente el riesgo de que fuese sorprendido con él. IV ¿Cuántas horas habían transcurrido desde entonces? Abriéndose paso hacia arriba, a través de cantos rodados y matorrales, o resbalando en terreno blando, Colgrave lanzó una ojeada atrás, hacia el sol, el cual era perceptible más bajo en el firmamento, pareciendo descender casi visiblemente por el horizonte. Esto le hizo recordar ahora el aterrizaje...: había sido a la luz del día y había descendido para esconder el Archivo Sigma... lo había escondido, le corrigió de súbito la memoria. Y luego, durante las próximas seis o diez, o catorce horas parecía que había simplemente esperado por allá, sumido en alguna bruma mental, a que llegase el Talada accionando sus ardientes retropropulsores de frenaje. El corsario podría llegar en cualquier momento. A menos que... Colgrave desechó el resto de este pensamiento. La ladera comenzaba a nivelarse cuando se aproximaba a la cima; cubrió el último tramo de la carrera, jadeando, con los pulmones ávidos de aire... Gateó presurosamente a través de una mellada hendidura, y desde allí pudo contemplar a sus pies el pequeño valle.

Fue una conmoción, pero se daba cuenta de que, en parte, ya cabía haber esperado aquello. Tras unos segundos de duda, trepó cautelosamente al abrigo de una roca, desde donde podía contemplar sin exponerse lo que en el valle ocurría. El Talada se había posado a unos cien metros del salvavidas, acaso no hacía más de media hora. La cámara intermedia de la nave estaba abierta, y un hombre salía de ella seguido de otros dos. El último cerró la puerta y se dirigieron todos de nuevo hacia el corsario, del cual iban surgiendo otros hombres. Ajoran había ordenado, primero, el registro del salvavidas para asegurarse de que no se encontraba en su interior el Archivo Sigma. Sin aquella demora, le habrían sorprendido mientras estaba aún escalando la ladera... El grupo que salía ahora del Talada era una partida de caza, la mayoría de ellos llevaban en bandolera rifles de tiro rápido. Se alinearon junto a la nave, mientras era sacado de la cámara intermedia un artefacto en forma de cuña, el cual quedó flotando a poca distancia sobre el suelo, cerca de la cabeza de la fila; tenía unos siete metros de longitud por otros cuatro aproximadamente en su punto más ancho. Colgrave ya había visto antes tales artilugios. Se trataba de un rastreador de hombres, de un modelo regularmente usado en las expediciones de Rala contra las colonias de otros planetas. Su grupo de energía e instrumentos se hallaban colocados en el estrecho ángulo de la cuña, la mayor parte de su espacio era simplemente un envase lleno del mismo fluido entumecedor preservativo que llevaban los tanques de prisioneros en las naves de Talada. Podía estar dispuesto para capturar, tanto a seres específicos como animales, o seres humanos a su alcance; o bien matarlos cuando aquéllos eran peligrosos, o ser atrapados con sus garfios extensibles depositándoles después indemnes en el envase o tanque. Pensó Colgrave que podrían usar aquel artefacto para perseguirle a él ahora; la ropa que había dejado en la nave les daría todas las indicaciones necesarias para reconocer y seguir su pista. Otros hombres habían salido ahora, situándose tras de aquel aparato, incluyendo a uno vestido con un traje espacial. Al parecer, casi toda la dotación del Talada al mando del coronel Ajoran, estaba destinada a la búsqueda de Colgrave y del Archivo Sigma. Colgrave creyó haber visto ya bastante. Si hubiese sido observado en la ladera cuando descendía el Talada, habrían ido inmediatamente tras él. Ahora, llevarían a su rastreador sobre el cerro y al pantano donde pastaban las manadas de animales nativos, lo cual le procuraría un poco de tiempo. Cuando de nuevo, se internó unos cuantos metros en la angosta hendidura, saliendo a través de ella al otro lado del cerro, a lo lejos de la llanura, el sol estaba casi tocando el horizonte, y a pocos cientos de metros a su derecha comenzaba la parda floresta a la cual se había retirado el bípedo. Allí tendría un refugio mejor que entre los cantos rodados del cerro. Fue a paso largo hacia allá, manteniéndose en la línea de la cresta. Su mirada se desvió en una ocasión hacia el pantano, donde se alzaba un gran árbol, atalayando la vegetación en torno desde la considerable altura en que se encontraba ahora. El archivo Sigma estaba profundamente enterrado entre las raíces del coloso, a pocos centímetros bajo el agua. Había visto el árbol desde el aire; posado el salvavidas en el pequeño valle fue aprisa al pantano. Veinte minutos después estaba enterrado el archivo, y volvió luego rodeando el pequeño lago. Pero aún no sabía lo que sucedió entre aquel momento y el instante en que se encontró sentado en la ladera del cerro. Llegó al bosque y por entre los árboles volvió otra vez a la cima del cerro, hasta ver de nuevo el valle. Durante los minutos transcurridos, las sombras del atardecer se habían extendido hasta la mitad del terreno bajo. Sería posible que cuando sus perseguidores se diesen cuenta de lo próxima que estaba la caída de la noche, aplazaran su captura hasta la mañana siguiente. Pero Ajoran no parecía querer retraso alguno. El hombre con el traje espacial se hallaba aún junto a la cámara intermedia abierta de la nave, pero la partida de hombres que iniciaban su búsqueda iban ya a través del valle, detrás de la máquina rastreadora, en dirección a

un punto del cerro que estaba aproximadamente a un cuarto de milla de distancia de Colgrave. Llevaban linternas por si fuese necesario proseguir toda la noche la tarea. El plan de caza era sencillo, pero eficaz; un divertimiento estratégico. Si el rastreador no lo había localizado antes de la mañana, el Talada embarcaría el salvavidas, emprenderían el vuelo tras la búsqueda y se posaría de nuevo. Podrían operar así en relevos durante todo el día siguiente, quedando la mitad en descanso y de guardia en la nave, hasta dar con él. El Archivo Sigma estaba totalmente seguro en el lugar donde lo había dejado. El rastreador podía husmear su pista a través del estancado pantano extrayendo señales de la vegetación que había hollado o agarrado al paso, y hasta las huellas dejadas en el mismo fango del agua. Y aun bien pudiera detectar el archivo bajo la superficie. Pero —de manera irónica, considerando el propósito de Ajoran—, el descubrimiento no tendría para la máquina más significado que el de que el hombre que buscaba había simplemente estado allí. Lo peor que podría intentar en un momento dado, pensó Colgrave, sería bajar al pantano anticipándose a los buscadores, y destruir el archivo. Casi con toda seguridad sería visto en los calveros de la ladera, bajo el bosque, por lo que el rastreador, o el hombre del traje espacial, podrían estar sobre él, en pocos instantes. La mirada de Colgrave volvió a posarse en la figura vestida con el traje espacial. Tendría que estar alerta a aquel individuo. Su cometido inmediato era probablemente el actuar de enlace entre la nave y los cazadores, complementando los informes que Ajoran obtendría por el transmisor-receptor sobre los progresos de la búsqueda. Pero estaba armado con un rifle; y si Colgrave era visto, podía aquél sembrar el área en torno al fugitivo de balas de gas aturdidor, quedando por su parte fuera del limitado alcance de un arma de mano. Por un momento, había flotado de nuevo alrededor, a la cámara intermedia del Talada y ahora lo hacía en dirección al cerro, a unos quince metros sobre el suelo. No era una operación fácil. El maniobrar con un traje destinado al servicio de ingravidez en el espacio, cerca de la superficie de un planeta, nunca lo era. Pero aquel individuo era de una habilidad extrema, pensó Colgrave. Llegó arriba del cerro cuando la tropa comenzó a desfilar a través del pantano, revoloteó sobre ella durante unos segundos y luego péndulo a la izquierda, apartándose en una serie de lentos y desmañados botes sobre la ladera. Parecía estar sosteniendo algo ante su casco, y Colgrave supuso que estaba escudriñando la zona con unos potentes gemelos. Al cabo de unos minutos volvió a su lugar de procedencia. Colgrave había atravesado el cerro para seguir oteando la marcha de la columna, la cual había girado a la derecha en dirección al pantano, a lo largo del camino que él había tomado llevando el Archivo. Estuvo atento, mordiéndose los labios. Si ocurría que el rastreador humano cruzara su camino de vuelta, podría encontrarse inmediatamente en un grave aprieto. El hombre del traje espacial seguía ahora tras la partida exploradora, sobre la cual pasó a unos sesenta metros de altura, permaneciendo luego suspendido y casi inmóvil. El sol había desaparecido en el horizonte; su tenue halo dorado se desvaneció. La noche se extendía con rapidez, pero hasta el momento no veía Colgrave qué ventaja podía reportarle la oscuridad. El hombre del traje espacial volvía de nuevo al cerro. Evolucionó durante un momento y se dirigió hacia un roquedal de lisa superficie, posóse en ella con inseguridad y se enderezó, tras lo cual, volviéndose hacia la llanura y el pantano, alzó de nuevo frente al casco lo que parecían unos anteojos. Evidentemente, parecía ya estar harto, de las excentricidades volanderas que se veía obligado a realizar. De pronto, a Colgrave se le hizo un nudo en la garganta. Aquel individuo estaba a menos de doscientos metros de distancia. Su mirada se dirigió hacia unos matorrales cerca del linde del bosque. Y, segundos después se encontraba allí, examinando la franja

de terreno frontal. Había allí rocas, lo suficientemente grandes como para poder agazaparse tras ellas... pero no le cubrirían en absoluto si, por la razón que fuese, el individuo aquel decidiera remontarse al aire. La evanescente luminosidad no le serviría de ayuda, pues los anteojos que empleaba el observador eran espaciales, diseñados expresamente para procurar una clara visión, aun cuando hubiesen de absorber tan sólo el fulgor de las remotas estrellas. Pero acaso, se dijo Colgrave, el hombre del traje espacial no se decidiera volver al aire. De cualquier modo, no era posible ninguna otra aproximación. El extremo opuesto del cerro estaba controlado por los faros del Talada, los cuales deberían ya estar proyectando sus barredores haces luminosos. Se movió nervioso en la espera, se reconcentró haciendo conjeturas. El del traje espacial estaba dirigiendo la mayor parte de su atención cerro abajo, pero de cuando en cuando se volvía para echar un vistazo a lo largo en ambas direcciones. Quizá, a medida que oscurecía, estaban poniéndose tensos los nervios por la proximidad del bosque de donde provenían escalofriantes rugidos guturales y prolongados aullidos. Las bestias carnívoras despertaban ululando hambrientas en la oscuridad, a la vez que otras voces breves y salvajes se oían llegar en dirección al pantano. Colgrave supuso que la partida que procedía a su búsqueda había topado con algún gran carnívoro que nunca había sabido de rifles de energía. Cuando cesó el rugido, convertido en alarido monstruoso, estuvo seguro de ello. El había reducido casi a la mitad la distancia que le separaba del hombre del traje espacial, cuando éste remontó de un tirón el vuelo desde aquella cima. Pero no se elevó más que unos cuatro metros, y volvió a descender con un sesgo que lo situó tras un canto rodado. El hombre había cambiado simplemente de posición, y esta otra que había escogido le dejaba totalmente fuera de la vista del perseguido. Al instante se puso en pie Colgrave, corriendo adelante, hacia donde la superficie estaba erosionada por el tiempo. Se deslizó en una de las hendiduras, y sacando su pistola prosiguió agazapado. Un momento después, había alcanzado el lado próximo al lugar donde había estado el del traje espacial. ¿Dónde estaba ahora? Colgrave quedóse a la escucha y oyó un ligero zumbido, más bien un crepitar, que cesó durante unos segundos; se reprodujo brevemente otra vez y cesó de nuevo. El transmisor..., el hombre debía haberse quitado el casco, pues de lo contrario no habría sido audible aquel sonido... No podía, por lo tanto, hallarse lejos. Colgrave andando a rastras llegó a la cima de un promontorio y bordeó el canto. Desde allí podía ver la ladera del cerro. En la llanura se estaba tendiendo la noche, borrándose los límites entre el terreno abierto y el pantano. Pero una moviente cadena de lucecillas mostraba que los de la partida debían estar atravesándolo. Se reanudaron de nuevo los sonidos del transmisor, ahora en un punto que al parecer no estaba a más de cinco metros al otro lado de la otra vertiente. Estaban tan cerca como podían. Era importante que el hombre del traje espacial muriese en seguida, lo cual suponía un disparo a la cabeza. Colgrave se puso en pie y dio un rodeo, queda y sigilosamente, apuntando su arma. El hombre se hallaba enfrente, con el casco echado sobre los hombros. En el último instante, al precisar Colgrave la puntería, ya el dedo en el gatillo, la cabeza se volvió, y con enorme sorpresa vio que era el coronel Ajoran. Al punto lanzó también su detonante silbido el arma. La cabeza de Ajoran se sacudió ligeramente, ladeándose, y sus ojos se cerraron. El traje espacial le mantuvo durante unos segundos erguido, antes de que se desplomara. Colgrave estaba ya allí, hurgando el cuello en busca de uno de los cables conductores del transmisor. Lo halló y retorciéndolo, sintió cómo restallaba al ser arrancado. V

En el Talada, el hombre de servicio de los focos exploradores de la noche, vio aparecer el traje espacial del coronel Ajoran sobre el cerro y volver a la nave. Informó a la cabina de mando y al encargado de la cámara intermedia. La puerta exterior de ésta se abrió cuando el del traje espacial llegaba a ella, y Colgrave efectuó un deslizante aterrizaje en el interior. Su actuación con el traje no la habría mejorado el mismo Ajoran. Cerró la llave impelente del mismo y fue a la puerta interior, con la mano izquierda levantada a través de la delantera del casco, hurgando la espita de oxígeno, pues quería ocultar durante un momento su rostro a quien estuviese al otro lado de la puerta; previsor, tenía en la diestra su arma. Abrióse la puerta. El encargado estaba en posición de firmes, rígido, ante el panel de control, a dos metros, con su rifle en el suelo y la vista enfrente. Bendiciendo mentalmente la disciplina de Rala, Colgrave fue a su lado, tomó el arma del suelo y asestó con la culata un fuerte golpe en la parte posterior del cráneo del hombre. Cuando éste volvió a abrir sus ojos, pocos minutos después, le dolía la cabeza y tenía una mordaza en la boca, las manos atadas a la espalda, en tanto que Colgrave vestía su uniforme. Colgrave le ayudó a ponerse en pie, y empujándole con la boca de la pistola, ordenó perentorio. —A la cámara de mando. El hombre echó a andar y Colgrave le siguió, con el gorro del uniforme bajado para ocultar su cara. Al cinto llevaba la pistola de Ajoran y un aturdidor que había quitado a su prisionero. El rifle de energía de éste y el que iba sujeto al traje espacial los había escondido en un gabinete anexo a la cámara intermedia. Había reunido casi un arsenal. Cuando llegaron al ancho pasillo principal del nivel superior de la nave, detuvo al hombre y volvieron sus pasos a la última puerta ante la que habían pasado. Colgrave la abrió. Un despacho de una extraña especie... Empujó al hombre adentro y le siguió, cerrando la puerta. Salió pocos segundos después, metióse nuevamente el aturdidor en el cinto y se quedó a la escucha. El Talada parecía sumido en un silencio casi espectral. No era sorprendente, pensó. El número de hombres que le seguían, indicaba que a bordo sólo permanecían aquellos de la tripulación, necesarios para coordinar la captura y mantener las medidas de seguridad planetaria de la nave. Podrían ser diez o doce, a lo más, y cada uno de ellos ocuparía su puesto en aquel momento. Colgrave se dirigió al pasillo principal, andando por él quedamente. Ahora pudo oír un intermitente murmullo de voces procedentes de la cabina de mando. Una de las voces parecía ser de mujer, pero no estaba seguro. Llegado a aquel punto nada se ganaba con vacilar. La cámara de mando era el centro nervioso de la nave, pero podían haber más de cuatro o cinco personas en ella. Colgrave tenía en cada mano un arma cuando llegó al espacio abierto ante la puerta. La atravesó y bajó sin prisa la escalinata de alfombrados peldaños que conducían a la cámara de mando, reteniendo en su vista y en su mente los detalles de la escena que en ella se desarrollaba. La compañera de Ajoran era la más próxima, y se hallaba sentada ante una mesita, con la atención puesta en el hombre del transmisor-receptor instalado en una esquina de la izquierda, quien estaba vuelto de espaldas y llevaba un arma al cinto. Más allá, había otro hombre frente al pasillo, pero inclinado sobre algún instrumento colocado en la mesa, el cual le escudaba casi por completo, lo que le hacía ser el más peligroso de los tres. Nadie más estaba a la vista, pero no quería esto decir que no hubiese allí alguien oculto. Hace reparó en su presencia cuando llegó al pie de la escalerilla; movió la cabeza bruscamente y pareció a punto de hablar, pero sus ojos se dilataron de par en par al reconocerle.

Colgrave tendría que alcanzar al hombre de la mesa en el instante en que ella chillara. Pero no gritó, sino que alzó la mano derecha, y con dos dedos separados señaló con vehemente ademán de la cabeza al operador comunicante y luego al hombre de la mesa. ¿Sólo dos? Bien, probablemente era verdad. Pero mejor sería emplear el aturdidor con Hace antes de intentar contender con los dos hombres armados. En aquel momento, el operador miró en torno. Era joven, y su reacción fue tan rápida como la de Hace. Se echó a un lado de su silla con un grito de prevención, y rodó por el suelo requiriendo al par su arma. El hombre tras la mesa, no tuvo oportunidad alguna, pues al incorporarse, sobresaltado, un disparo de energía le alcanzó en la cabeza. Tampoco la tuvo realmente el operador, pues Colgrave giró rápido el arma a la izquierda, y al ver unos ojos rezumando odio clavados en él y una mano a punto de alzar el arma, disparó de nuevo. Esperó luego varios segundos, alerta a cualquier movimiento ulterior. Pero la cámara de mando permanecía tranquila. Así pues, la compañera de Ajoran no había mentido. Permanecía aún donde antes estaba, inmóvil hasta que Colgrave se volvió hacia ella. Entonces dijo quedamente, con expresión incrédula: —¡Parece cosa de magia! ¿Cómo pudo usted entrar en la nave? Colgrave miró el negro y feo verdugón que su puño había causado en la mandíbula de Hace, y respondió. —Con el traje espacial de Ajoran, desde luego. Hace, vacilando, dijo: —¿Ha muerto? —Por completo —respondió irónicamente Colgrave. —Hubiese deseado matarlo yo misma. Lo habría hecho finalmente, creo... —Vaciló de nuevo—. Ahora no importa ya. ¿Qué puedo hacer para ayudarle a usted? Andan en apuros allá en el pantano. —¿Qué clase de apuros? —No resulta claro. Ignoramos lo que ocurre pues no hemos podido obtener ningún informe inteligible de los dos comunicantes. Estaban excitados, gritaban... algo casi irracional. Colgrave frunció el entrecejo y movió luego la cabeza. —Vamos a limpiar primero la nave. ¿Cuántos hay a bordo? —Nueve, además de estos dos... y yo. —El de la cámara intermedia está ya a buen recaudo —dijo Colgrave—. Ocho, pues. ¿Y en el salvavidas? —Nadie. Ajoran había preparado una trampa allí para usted en caso de que volviese antes de que lo atraparan. Usted habría llegado a su interior, pero no hubiese podido poner en marcha los motores y por lo tanto sin poder volver a salir luego. Colgrave gruñó: —¿Puede usted hacer que los hombres de la tripulación vengan individualmente a la cámara de mando? —Sí, creo que puedo conseguirlo. —Quiero ante todo que preste atención a las armas. —Desde luego —Hace sonrió levemente y se puso en pie—. ¿Por qué confía usted en mí? —No sabría decirlo. Los tripulantes fueron entrando uno por uno, sin sospechar nada; de espaldas también, con el aturdidor, uno por uno los fue dejando fuera de combate. Poco después, un transportador de carga iba al tanque de Talada. Hace permaneció apartada, mientras Colgrave abría la plancha de la profunda cavidad, echándola hacia atrás. De aquella especie de bodega brotó un denso hedor. Colgrave miró un momento al aceitoso líquido flotando tres metros abajo; luego arrastró por turno a los ocho hombres que iban en el transportador, fue metiéndolos en el tanque y, finalmente, volvió a cerrar la tapa.

Una voz de hombre balbuceaba palabras sollozando. Otra chillaba como presa de súbito espanto; luego se oía una rápida y jadeante respiración mezclada de pánico con los sollozos. Colgrave cerró el transmisor-receptor y miró a Hace. —¿Es así como fue antes? —¿No es eso ya locura? —Su voz era titubeante—. Ambos son totalmente incapaces de responder. ¿Qué puede haber ocurrido en ese pantano para haberlos aterrorizado a tal extremo? Cuando menos algunos deberían haber vuelto a la nave... —Hizo una pausa—. Colgrave, ¿por qué nos quedamos aquí? Usted sabe cómo son... ¿por qué preocuparse por ellos? No necesita a ninguno para manejar la nave. Una persona puede llevarla a la Tierra en caso necesario. En el pálido y bello rostro de Hace fulguró rápida una mirada de enojo. —¡Yo no soy de Rala! Fui raptada en una incursión a Beristeen cuando tenía doce años. Desde aquel día, nunca deseé otra cosa sino escapar de Rala. Colgrave rezongó y se frotó la mandíbula. —Comprendo... Bien, no podemos partir ahora. Sencillamente, porque dejé el Archivo Sigma en ese pantano. Hace le miró con fijeza. —¿No lo ha destruido usted? —No. No llegó la cosa hasta ese extremo. —Ella rió brevemente. —¡Colgrave, es usted magnífico! Ajoran estaba convencido de que el archivo estaba perdido, y que la única probabilidad de salvar su pellejo era capturarle a usted vivo para descubrir lo que había sabido de los Mundos Lorn. No, no puede usted abandonar el archivo, desde luego. Lo comprendo. ¿Pero por qué no elevamos la nave a la atmósfera hasta mañana? —Y señalando con un ademán de la cabeza al transmisor-receptor dijo—: Ese trastorno, cualquiera que haya sido lo ocurrido allí, deberá haber cesado para entonces. El pantano volverá a la calma. Y entonces podría usted buscar un medio para recuperar el archivo sin demasiado peligro. Colgrave meneó la cabeza y se puso en pie. No, no sería necesario. El rastreador humano era dirigido desde la nave, ¿no es así? ¿Dónde está el aparato de control? Hace indicó la mesa, a seis metros de ella, ante la que había estado sentado el hombre cuando Colgrave penetró en la cámara de mando. —Ahí encima. Eso es lo que él estaba haciendo. —Echémosle un vistazo —dijo Colgrave—. Quiero que el rastreador vuelva a la nave. —Fue en dirección a la mesa. Hace se puso en pie y le siguió. —Siento no poder decirle cómo funciona —observó. —Yo seré capaz de hacerlo —repuso Colgrave—. En una ocasión jugueteé unas cuantas horas con un rastreador humano capturado que había sido embarcado en Tierra. Este parece ser de un modelo muy similar. Miró las oscuras manchas en la pantalla que formaban el centro del aparato de control, y apretó un botón a un lado del mismo—. Vamos a ver lo que está haciendo ahora, antes de que lo vuelva a la nave. La pantalla se aclaró súbitamente. La escena era aún oscura, pero los detalles de la máquina, distintos. Una ondulante capa de hierba se deslizó lentamente bajo el rastreador, aproximándose cada vez más a una frondosa maleza, la cual se cerró a su alrededor. Hace dijo: —El operador estaba intentando descubrir a través del rastreador lo que estaba sucediendo a los hombres, pero salió fuera del radio de sus linternas casi tan pronto como empezó el disturbio. Al parecer, esos artefactos no se paran una vez puestos en movimiento. —No, a menos que uno conozca el mecanismo de detención —convino Colgrave—. El teleguía los pone en marcha y observa lo que están haciendo. Y ellos prosiguen, y acabada su tarea vuelven al punto de partida. Todavía está siguiendo mi pista. Ahora... —¿Qué es esa luz? —preguntó inquieta Hace—. Parece como el reflejo de un incendio.

El rastreador había surgido de la espesura, girando a la izquierda, y estaba deslizándose sobre una franja de agua, e internándose en ella. En la superficie de enfrente había pálidos resplandores anaranjados. Colgrave los examinó, y dijo: —A mi parecer, eso significa que hay una luna en el firmamento. —Pulsó otro botón del aparato, se desvaneció la escena y prosiguió—: Esto borra las últimas instrucciones que le dieron. Regresará a la nave dentro de pocos minutos. Hace le miró. —¿Qué es lo que usted pretende? —Voy a montar en él para volver al pantano. —¡Ahora no! Por la mañana usted... —No creo que pueda correr ningún peligro. Y ahora, busquemos un lugar seguro donde pueda permanecer usted encerrada hasta mi regreso. Como usted misma dijo, basta una persona para remontar esta nave y marcharse con la música a otra parte... VI A ciento cincuenta metros sobre el suelo, sentarse en el sillín del rastreador no era cosa tranquilizadora. Pero la máquina resultaba considerablemente más fácil de maniobrar que lo hubiese sido el traje espacial, y la ruta directa por aire al árbol gigantesco en el cual había escondido el Archivo Sigma, era la más corta y rápida. Colgrave estaba casi seguro de que nada había sucedido al archivo, pero no lo sabría con toda certeza hasta que lo volviera a tener en sus manos. La luna anaranjada que había remontado el horizonte era grande, de un diámetro aparentemente doble del sol. Colgrave estaba manteniendo una marcha descendente en dirección al rastreador. Pero no pasaron sino pocos minutos antes de que descubriese el gran árbol a la tenue luz, enfrente y un tanto a la derecha. Guió la máquina sobre él, dio dos lentas vueltas en torno a su copa, mirando hacia el enmarañado sistema de raíces del gigante. Apretó Colgrave el botón de cierre, y permaneció en el sillín durante unos momentos, mirando en derredor y a la escucha. En el pantano reinaba un pandemónium de chirridos, gorjeos, suaves ululares y débiles gritos. Un silbido penetrante se oyó tres veces sobre la copa del árbol. Tras él, no muy lejos, se percibía un lento y pesado chapoteo que se atenuaba gradualmente. Al propio tiempo, le pareció a Colgrave oír algo así como extrañas palabras. Podrían ser voces humanas, débiles por la distancia, o simplemente producto de su imaginación. Nada se movía en la proximidad, y Colgrave sacó el aparato de control, se deslizó del sillín al suelo, y se posó sobre la masa de las raíces del árbol. Fue más allá, encontró un lugar seco y colocó en él el aparato de control fuera de la vista, tras lo cual fue rodeando cautelosamente el enorme tronco, resbalando diversas veces el fango de la viscosa maraña de raíces... Allí era donde había escondido el Archivo Sigma, una especie de cala pequeña se extendía casi hasta el tronco, con una profundidad de metro y medio. Colgrave se metió en ella. Se movió al extremo de la calita, hizo una profunda inspiración, se agachó, y un agua caliente le cubrió la cabeza. Tanteó entre las enrejadas raíces, tocó el archivo, lo empuñó por el asa, lo sacó afuera, y saliendo del agua, empezó a dar un rodeo alrededor del árbol. Colgrave se detuvo. Se trataba casi de una repetición exacta de lo que había sucedido después de que llevara a ocultar allí el Archivo Sigma. Entonces era de día, y lo que ahora veía, como una voluminosa forma antropoide a la sombra del árbol, ya había sido claramente visible en aquella ocasión. Era un monstruo verdoso, grande como un gorila, con una inmensa cabeza redonda de bruscos movimientos, que no mostraba en absoluto rasgo alguno a través de sus frondosos apéndices. Era más voluminoso de lo que le

había parecido a distancia desde la ladera del cerro, y de una altura aproximadamente de dos metros y medio. La primera vez, la bestia había estado sólo a poca distancia, cuando la vio moviéndose en su dirección en torno al árbol. Su reacción instantánea había sido entonces sacar el arma de su funda... Ahora permaneció quieto, mirándola. Sentía los acelerados latidos de su corazón. Pero, se dijo a sí mismo, aquél era un monstruo esencialmente vegetariano, y era pacífico, porque disponía de medios completamente eficaces de defensa. Podía sentir el impulso de atacar a un carnívoro que se le acercase y hacer que abandonara sus propósitos de agredirle. Colgrave siguió adelante. No tenía intención ni debía causar daño alguno a aquel desmesurado "fleegle" se dijo a sí mismo. Ya que tampoco éste tenía la intención de causárselo a él. La bestia no se apartó de su sitio al ir él hacia ella, sino que se volvió lentamente para estar frente a él cuando dio otros pasos para acercársele. Colgrave miró hacia atrás pero nada observó, ni oyó ningún movimiento a su espalda. Vio al rastreador humano flotando inmóvil sobre el fuego, puso en el suelo el archivo y sacó el aparato de control del rastreador de donde lo había dejado. Minutos después, se hallaba de nuevo en el sillín de la máquina, a la luz de la luna, apartado del árbol gigante, y con el Archivo Sigma sujeto al cinto. Marcó una serie de instrucciones en el aparato de control, las comprobó cuidadosamente y luego de colocarlas en el marco lo conectó de nuevo. El rastreador humano giró decididamente y fue deslizándose a través del pantano. A unos cien metros había tres "fleegles", de tamaño un tanto menor que el que estuviera debajo del árbol, vadeando lentamente por el fango que les cubría las piernas. Se detuvieron al aparecer la máquina, y Colgrave experimentó un sentimiento de amistosidad y de admiración por aquellos seres, hasta que quedaron ya muy atrás. Poco después el rastreador humano se detuvo en el aire sobre el primer componente de la tripulación extraviada del Talada. El hombre se había arrastrado a una espesura y estaba llorando lastimeramente; y cuando dos garfios de la máquina penetraron en la espesura y lo prendieron, aulló de terror. Colgrave miró curioso, deseando contemplar la escena. Recogido el hombre tras abrirse el tanque preservativo por un momento se le llenaron las ventanas de la nariz con el hedor del líquido. Hubo luego un chapoteo y cesó bruscamente aquel aullar. Y se oyó de nuevo el ruido de la puerta del tanque al cerrarse. El rastreador humano funcionó otra vez girando a un nuevo punto. Sus instrucciones eran ahora recoger a todo ser humano que se encontrara por allí en su radio de acción. Habían estado con los nervios de punta desde el principio, se dijo Colgrave. Sus rifles habían abatido ya a una bestia que, rugiendo monstruosamente y en la oscuridad se dirigía hacia ellos. Probablemente, los rifles podían dar buena cuenta de cualquier otra que pudieran tocar. Pero no les había gustado el aspecto del pantano por el que les estaba conduciendo el rastreador humano. Vadeando baches, resbalando en el fango y proyectando sus linternas en derredor a cada sombra amenazante, seguían a la máquina, maldiciendo entre sí la orden que les había enviado en persecución del agente de información de la Tierra, en aquella hora en que estaba cayendo la noche. De pronto, un gran ogro verde había aparecido en uno de los haces de luz... Y al ir a tomar una decisión, comenzaron a olvidar... Progresivamente iba invadiéndoles una extraña amnesia. Los hombres llevando rifles, olvidaban que los llevaban. Hasta que volvieron a ver "fleegles"... Las pocas horas pasadas se habían borrado de su memoria, de su cerebro. Se hallaban de noche en un pantano sin saber cómo o por qué estaban allí. Pero tenían rifles en sus manos y una especie de ogro los contemplaba. Meses olvidados, ahora... El "fleegle" podía mantenerse firme.

Y hacia ese momento comenzó la desbandada de los hombres, desperdigándose a través del pantano. Pero los "fleegles" estaban por doquier, y tan pronto como se alzaba un arma a impulsos del pánico, se iba otro pedazo de su memoria. Hasta que fue abatida la última arma. El rastreador humano no seguía ya a los hombres, sino a niños de cuerpos desarrollados, ocultándose en tropel en la noche húmeda y oscura de un mundo de pesadilla, aturdidos y sin comprender lo qué ocurría, incapaces de hacer otra cosa sino gemir y lamentarse, chillando cuando los garfios de la máquina los asía y eran metidos en el tanque. VII Colgrave salió del compartimiento en el que se encontraba el rastreador humano, cerró la puerta y desconectó el aparato de control. —No ha cerrado aún el tanque —observó Hace. —Lo sé. Volvamos. —Todavía no veo claro lo que ha ocurrido —prosiguió ella mientras caminaba a su lado por el pasillo—. ¿Dijo usted que perdieron al memoria? —Sí. Es una cosa temporal. Yo sufrí la misma experiencia al llegar aquí, aunque no creo que fuera tan dura como lo ha sido para la mayoría de ellos. Si no estuviesen flotando ahora en ese líquido, dentro de unas horas comenzarían a recordar... Abrió la compuerta que daba al tanque y empujó hacia ella a Hace, quien arrugó la nariz en automática repugnancia ante el olor del líquido preservativo, diciendo: —Es una cosa muy rara. ¿Cómo podría cualquier ser viviente afectar de tal manera a una mente humana? —No lo sé —respondió Colgrave—. Pero no es eso lo importante ahora. —Siguió a Hace, cerró la puerta tras sí, y añadió—: Ahora la cosa será más bien desagradable, pero aun así vamos a zanjarla. Ella le dirigió una mirada ansiosa. —¿Zanjar qué, Colgrave? —Usted irá a la Tierra, como dijo que deseaba, pero lo hará con la tripulación que está ahí abajo. Hace se volvió en redondo para mirarle de frente, con ojos llenos de terror. —¡Ah... no! ¡Colgrave... yo... usted no podría...! —No la quiero a usted en la nave —replicó él—. Sin embargo, podría haber pensado en otro medio para que no fuese usted un problema... de no haber muerto, como lo hizo, mi piloto. —¿Qué tiene eso que ver conmigo? —Su voz era estridente—. ¿No le ayudé a usted en la cabina de control? —Usted fue muy lista allí —dijo Colgrave—. Pero usted habría ido al tanque con el primer grupo, de no haber pensado que yo le sería útil en cierto modo. —¿Pero por qué? ¿Es que tengo yo la culpa de lo que Ajoran hizo? Colgrave se encogió de hombros. —No lamento lo que le ocurrió a Ajoran. Pero no soy lo bastante estúpido como para pensar que un agente de información de Rala saliera con un traje espacial para ayudar a mi búsqueda, dejando la nave a cargo de un par de oficiales agregados. Ajoran salió afuera porque se le ordenó que lo hiciera. Y había además, otras cosas. Lo que lleva a la conclusión, mi estimada dama, que usted es el agente principal de esta operación. Y que le vendría de perlas el volver a Rala con el Archivo Sigma, no dejando a nadie con vida para decir cómo se le escapó de las manos. Hace se humedeció los labios, sus ojos lanzaban salvajes miradas al rostro de Colgrave.

—Colgrave, yo... —comenzó, suplicando. —No —atajó Colgrave. Puso la palma de la mano sobre el pecho de la mujer, dándole un fuerte empujón que hizo tambalear a Hace ante la compuerta ahora abierta del tanque. Se oyó un chillido agudo y un chapoteo. Colgrave miró abajo. La aceitosa superficie estaba lisa de nuevo. Con rostro severo bajó la compuerta, la atrancó, y abandonó aquel lugar. Transcurrieron unas dos horas. El Talada, suspendido en el espacio, cerca del borde del sistema solar que contenía al mundo de los "fleegles". Colgrave había completado sus estudios del sistema de navegación de la nave. Había un dispositivo corriente para las naves de largo radio de acción, de auto-localización y dirección automática. Una vez se trazaba el rumbo a la aeronave, no tenía otra cosa que hacer el nauta sino esperar tranquilamente la llegada al lugar de destino en el punto y hora previsto. Pero había algo más en qué ocuparse antes de la partida, y de lo cual no se había atrevido a pensar en el planeta. Los computadores del Talada sabían dónde estaba de nuevo, pero no habían registrado el hecho. Para la mayor parte de las rutas de navegación, ello no tenía importancia. Únicamente había de saberse a dónde se deseaba ir. El establecer una comprobación localizadora era una operación aparte, que le llevaría cuando menos otra hora. Poco antes de su retorno a la nave, mientras el rastreador estaba recogiendo a un hombre que había ido más lejos que los demás, allá, en otro extremo del pantano, se fijó de pronto en el resplandor de verde luminiscencia a su izquierda. Volvió entonces a su sillín para mirarlo con los prismáticos. Había un amplio calvero en la boscosa ladera del cerro, sobre el nivel del pantano. Colgrave había estado con la mirada fija en él, con una sensación de temor casi supersticioso. Un grupo de "fleegles" estaba metiéndose lentamente allí, y otros varios surgieron del mismo. Daba aquello una impresión de algo ordenado y dispuesto, extendiéndose muy allá de la verde y opaca luz bajo el cerro. "El equivalente de seres humanos", se dijo. Más allá pudo percibir unas vagas y verdes figuras descomunales más altas que aquéllas, moviéndose en derredor. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo cuando el rastreador depositó su último cautivo en el tanque. Girando la máquina se deslizó hacia el centro del pantano. Colgrave tenía la firme convicción de que no debería hacer nada que llamase la atención sobre su persona. Pero cuando la máquina Ileso sobre una densa espesura eme debería haberle ocultado la visión, miró hacia allí. El calvero había desaparecido. Una civilización subterránea de alguna clase, una inteligencia... En todo el tiempo que el hombre había estado en el espacio no había ningún recuerdo ni registro precedente de haberse establecido contacto con otra raza inteligente. Quizá nunca dedicamos tiempo a saber realmente de su existencia, pensó Colgrave. Nuestra ocupación principal parece haber sido el habernos estado combatiendo mutuamente. La próxima e inminente guerra con Rala impediría cualquier acción inmediata, a tenor de lo que el informe establecía. Pero algún día, una expedición científica partiendo de la Tierra iría a instalarse en el Mundo Fleegle, y establecer contacto con aquel mundo hasta ahora desconocido. Colgrave se inclinó hacia adelante en su asiento, tiró hacia él el localizador del Talada, manipuló la palanca del sistema conmutador, y apoyó su mano sobre el dispositivo de activación, acelerando la velocidad de la aeronave. Siguió luego callado, con la cabeza levantada, un tanto inclinada a un lado, en actitud de escucha. De alguna parte, desde muy lejos, una profunda y serena voz le estaba dirigiendo un mensaje. "¡OLVÍDELO!", decía.

Colgrave lanzó una perpleja mirada al localizador, lo desconectó, se puso en pie y seguidamente examinó, brevemente el mapa para orientarse y accionó la palanca de impulso. El Talada comenzó a moverse. Colgrave desde su asiento, contemplaba en la pantalla un sol amarillo cuyo disco veía deslizarse lentamente, apartándose de él. Experimentó una momentánea sensación, de que algo estaba ocurriéndole... era como si se nublara su cerebro, algo muy importante, pues podía ahora quedar perdido para siempre. Pero seguidamente lo olvidó. Paralizada su memoria, se hallaba desconectado de sí mismo... Seguía olvidándolo todo.

LA VISITA DEL DR. RELOJ Ron Goulart RON GOULART, autor de esta narración, es un hombre relativamente joven cuya profesión es la de redactor publicitario en una compañía de San Francisco, California. En sus horas libres se dedica a escribir novelas de Ciencia-Ficción, destacando en todas ellas, aparte de sus indudables dotes como escritor, un fino humor satírico que hace que sus narraciones provoquen en muchos casos verdaderas carcajadas al lector. En esta graciosa novela nos presenta un hospital del futuro, en el que el automatismo juega el papel principal de la obra. Arnold Vesper oprimió con la palma de la mano el resorte necesario para que la máquina expendedora de flores arrojara una fina lluvia de confeti y pétalos amarillos. A continuación dio un golpecito a la máquina y su tarjeta de crédito salió por la ranura de devoluciones. Recogiéndola, Vesper se volvió con un pequeño gesto de desagrado, y se dirigió hacia las escaleras mecánicas que le conducirían hasta la entrada de visitantes del hospital. En realidad, él no conocía personalmente al Sr. Keasby. Por lo tanto, no habrían sido necesarias las flores a no ser por el hecho de que su padre hubiera insistido sobre este particular. Bueno, la verdad es que él siempre había hecho demasiado caso de los caprichos del anciano. Este vivía en una Residencia para Ancianos del tipo Sun Tower en el Sector Laguna, del Gran Los Ángeles. Su padre se había enterado de que su viejo camarada Keasby estaba enfermo en un Hospital Urbano de Caridad y pidió a su hijo que le hiciera una visita en su nombre. Aquí teníamos, por tanto, al pobre Vesper, haciendo encargos para su padre, a los treinta años de edad. Bueno, en realidad habría podido prescindir de las flores. El Hospital Urbano de Caridad número 14 era un edificio de color amarillo pálido y daba la impresión de que toda su fachada fuera de consistencia un tanto pegajosa. La verdad es que el amigo de su padre podría haber ahorrado un poco más de dinero de su salario todos los meses y de esta forma habría tenido derecho a un buen seguro de enfermedad y no habría tenido que ir a parar a un Hospital de Caridad como éste. Vesper deseaba de corazón que el pobre viejo no fuera de aquellos que gustaban de interminables historias acerca de la organización de los centros de alimentación allá por el año de 1990. Bastante tenía con escuchárselas a su padre de vez en cuando. El portero automático era de los del tipo gordo y rosado. Tan pronto como le vio entrar, comenzó a decir: —Las visitas terminan siempre a las ocho en punto. Asegúrese de que está fuera del hospital a esa hora y no me obligue a echarle de una forma menos cordial, ¿entendido? —De acuerdo —dijo Vesper—. ¿Dónde está la Sala 77?

—Vaya hacia la derecha y a continuación hacia la izquierda hasta el corredor cuatro, ascensor G. Suba al tercer piso, al salir tuerza a la izquierda y después a la derecha. Váyase ahora. Vesper se fue hacia la derecha tal y como le había indicado el robot-portero y al final del pasillo torció a la izquierda. Observó entonces que todos los corredores que partían de éste ostentaban letras y no números. Continuó andando, disminuyendo el paso. De pronto, en frente de él se empezó a abrir una porción del piso, al tiempo que comenzaba a sonar un timbre en algún lugar del techo. Una camilla con ruedas y mandos automáticos apareció entonces delante de él, transportando a un individuo robusto, de mediana edad, que no dejaba de prorrumpir en gemidos. La camilla emitió un pequeño ruido y comenzó a moverse hacia delante. El timbre dejó de sonar entonces. Vesper se hizo a un lado y se quedó quieto para dejar pasar la camilla, pero entonces se dio cuenta de que ésta comenzaba a hacer eses, como si hubiera perdido algún tipo de control. El pobre hombre que iba en la camilla dio por fin con sus huesos en el suelo, al tiempo que comenzaba a sonar nuevamente el timbre. Vesper corrió en su ayuda, pero al llegar a su lado se lió los pies con la sábana, una sábana grisácea y llena de manchas, teniendo que arrodillarse para no caer de bruces al suelo. Al dirigir su mirada hacia el paciente se dio cuenta de que el pecho de éste estaba lleno de sangre. Su estómago comenzó a encogérsele poco a poco, al tiempo que hacía unos enormes esfuerzos por tragar saliva. Comenzaron a dolerle los oídos y al tratar de levantarse para no mirar aquel cuerpo ensangrentado, se le doblaron las rodillas y cayó desvanecido al lado de aquel hombre. El doctor que estaba a su lado cuando recobró el conocimiento era un humano. Tenía la cabeza ligeramente puntiaguda y el cabello le caía sobre la frente en un solo mechón que más bien parecía un cepillo de plástico. Lo más peculiar de su persona era que no tenía barbilla. —Me imagino que no se encuentra usted muy bien —dijo a Vesper. Aquello parecía ser una sala del hospital, con cinco camas orientadas todas ellas en la misma dirección. Vesper, desnudo a excepción de una chaqueta de pijama que alguien había usado anteriormente, se hallaba en una de las cinco. Las restantes estaban vacías. Mirando a través de un ventanuco que había en la parte superior de la pared contraria, pudo darse cuenta de que ya era de noche. —¿Cómo está aquel pobre hombre? El doctor le hizo un gesto de silencio con los labios. —Será mejor que no hablemos de él. Me pone la carne de gallina su sola mención. He de confesarle con toda sinceridad que la sangre también a mí me revuelve el estómago. —Bien, ¿y cómo estoy yo? Me consta que me encuentro perfectamente. El médico estaba sentado en una silla, al lado de la cama de Vesper. —A propósito, soy el doctor William F. Norgran y desearía que me diera toda la información relativa a su caso. —Me he desmayado, simplemente, ¿no ha sido así? —Vesper se movió un poco hacia atrás para sentarse ligeramente en la cama y prosiguió: —Mire usted, yo he venido a visitar al Sr. Keasby. Es un viejo amigo de mi padre que está hospitalizado aquí, en la sala 77. Mi padre ya no está para hacer visitas. Además, vive lejos de aquí, en una residencia para Ancianos del tipo Sun Tower, en el Sector Laguna, del Gran Los Ángeles. —Los viejos me crispan los nervios —dijo el doctor Norgran haciendo un gesto de asco. —Lo que yo deseo ahora es que me devuelvan mi ropa para poder marcharme —dijo Vesper. —Déjeme que le aclare algunas cosas, señor... —Vesper, Arnold Vesper.

—Señor Vesper, sepa usted que cuando alguien queda internado en el Hospital Urbano de Caridad número 14, ha de pasar por un reconocimiento completo. No podemos hacer las cosas a medias. Es nuestra obligación principal para con el público usuario. —Pero yo tengo derecho a los servicios Multimédicos. Si estuviera enfermo no tendría que acudir a un Hospital Urbano de Caridad. Trabajo para una de las más importantes compañías de Investigaciones Motivacionales, en la sección de Margarinas, y ello me da derecho, como ya le he dicho, a las prestaciones del Seguro Multimédico. —Entiendo —dijo el doctor Norgran al tiempo que carraspeaba—. Es posible que le hayan ¡retenido algunas cantidades de su sueldo para poder disfrutar de esos privilegios, pero nosotros no podemos hacer demasiado caso de esta circunstancia, teniendo en cuenta su estado. Ahora dígame por favor: ¿Ese trabajo de Investigaciones Motivacionales a que usted se dedica, es en realidad tan divertido como dicen? Le pregunto esto porque mis padres no me dejaron que me graduara en esta técnica y en cambio me obligaron a que me graduara en Medicina. Y aquí me tiene usted, sin vocación alguna, metido en un hospital de caridad. Cuando estuve como interno del Hospital Cinematográfico de Hollywood me pasaba todo el tiempo desmayándome y con unos tremendos dolores de cabeza. Quizás es por eso por lo que me metieron en este hospital. —Es muy difícil abordar un tema sobre Investigaciones Motivacionales sin estar graduado en la materia —dijo Vesper mirando a su alrededor. No parecía haber armarios ni cuarto de baño en toda la habitación—. ¿Dónde está metida mi ropa? —Uno de los ordenanzas automáticos la ha guardado en lugar seguro. Francamente, señor Vesper, es infernal esto de ser un médico humano en un lugar como éste. No existe ni una sola probabilidad de sobresalir, máxime teniendo en cuenta las náuseas que me provoca la sola visión de la sangre. No sé si usted sabe que los Directores de la mayoría de este tipo de hospitales son casi siempre robots. Aquí, el director es un tal Doctor "Reloj" y créame si le digo que no es muy agradable ni nada fácil trabajar bajo sus órdenes. —¿Ha dicho usted Doctor "Reloj"? —preguntó Vesper asombrado. —Rueño, al menos así es como nosotros le llamamos. Los pocos humanos que conservamos el suficiente sentido del humor, le hemos puesto este sobrenombre a causa de los ruidos que produce. Unos sonidos graciosísimos que brotan a veces de su cuerpo metálico. Su nombre oficial es el de Doctor Autómata A—12 número 675 RHLW. Un viejo endiablado, créame usted. Vesper asintió sin hacer comentarios, y dijo: —Deseo irme tan pronto como me haya reconocido. Comprenderá perfectamente, sintiendo como siente usted esa repulsión hacia la sangre, que lo que a mí me ha sucedido ha sido un simple desmayo, sin más consecuencias. A propósito, ¿murió aquel pobre hombre? El doctor Norgran hizo un gesto negativo con su mano, diciendo: —Dejemos ese tema a un lado. Ahora, señor Vesper, desearía pedirle que me hiciera usted un gran favor. He de confesarle algo, aunque estoy seguro de que es algo pasajero, y, ello es que he cobrado un espantoso terror a tocar a la gente. Claro que esto no tiene nada que ver con usted. Es simplemente una manía que me ha cogido. —Me parece que no acabo de comprenderle. —Bueno, lo que quiero decir es que preferiría que fuera el mismo Doctor "Reloj" el que le examinara. Es que yo últimamente me pongo tremendamente nervioso si tengo que examinar a alguien. Es una tontería de mi parte, ¿verdad? —Entonces, ¿por qué no deja usted que me vaya de una vez? El doctor meneó la cabeza, como si Vesper le hubiera propuesto cualquier desatino. —Imposible. ¡No, no! Usted ya está siendo sometido a tratamiento y si es cierto que tiene derecho a las prestaciones del servicio Multimédico, seguramente a estas horas ya

estará su tarjeta de identidad siendo comprobada por los robots-oficinistas, que no dudo la habrán hallado entre sus efectos. —¿Ha dicho usted efectos? Yo creía que solamente se empleaba esta palabra para designar las pertenencias de personas ya fallecidas... —Perdóneme usted —dijo el doctor sonrojándose—. No tiene usted por qué preocuparse, señor Vesper. El personal de Multímedical y nuestros propios jefes están al tanto de todo lo que sucede. Usted procure dormirse profundamente ahora, ya que el Doctor "Reloj" no podrá verle hasta mañana por la mañana. Se pasa las noches enteras arriba, en la Sala de Insolación número 3. —Pero, ¿y mi trabajo? —El hospital notificará lo sucedido a sus jefes. De todas formas, es probable que salga usted de aquí antes del primer café de la mañana. ¿Tiene usted familia? —Estoy divorciado y vivo en un rancho elevado, en Gower, en el sector de Hollywood. Tengo un apartamento con dos habitaciones. —Es usted afortunado —dijo el Doctor Norgran al tiempo que introducía su mano debajo de la cama haciendo funcionar un dispositivo para que éste le hiciera acostarse correctamente de nuevo, poniéndole una inyección en la nalga izquierda. —Es sólo para ayudarle a dormir. Hasta mañana. Confío en que a nadie se le ocurra ponerse mal esta noche, pues estaré de guardia hasta el amanecer. —Espere... —comenzó a decir Vesper, mientras caía profundamente dormido. Un chirrido le despertó, junto con la visión enfrente de sí de un robot de anchos hombros tocado con una impecable bata blanca, que le observaba detenidamente. El robot tenía una mandíbula cuadrada y una muy convincente cabeza con cabello gris peinado hacia atrás. Cerca de los ojos y de la boca le habían trazado unas arrugas para que pareciera estar siempre de buen humor. —¿Cómo estamos? —preguntó el robot con una voz agradablemente familiar—. Soy el Médico Autómata A-12 número 675 RHLW, aunque mis jóvenes colegas me llaman Doctor "Reloj". —Guiñando un ojo a Vesper, continuó—: La verdad es que creen que no estoy al tanto de ello. —El guiño del ojo continuaba extrañamente y entonces el Doctor "Reloj" produjo un extraño sonido, al tiempo que ese globo ocular de su ojo derecho salía disparado de su cuenca. —Hay que ver las cosas que tenemos que soportar los viejos modelos —dijo suspirando, al tiempo que se agachaba metiéndose debajo de la cama. —Ya lo tengo —se le oyó decir al cabo de un rato. —Doctor "Reloj" —dijo Vesper sentándose en la cama, al tiempo que el robot, de nuevo con sus dos ojos en su sitio, se levantaba del suelo a su lado—. Me encuentro en perfecto estado. Lo único que me ha sucedido es que anoche me desmayé cuando iba a visitar a un viejo amigo de mi padre. Un tal Sr, Keasby que está en la sala 77. Sólo deseo que me devuelvan mi ropa para poder irme. —Abra su boca un momentito. Está bien. —El robot dio un pequeño pellizco cariñoso en la mandíbula a Vesper—. Todo es sumamente complejo en la profesión médica. Esto es algo que he aprendido a costa de muchos años de trabajo y de que se me considere un médico anticuado. —Seguramente llegaré tarde a mi trabajo. —La ventana indicaba que ya era media mañana por lo menos. —Trabajo, trabajo... —dijo el Dr. "Reloj"—. Todos nos pasamos el día corriendo de un lado para otro. Bien, ahora —comenzó dando unos golpecitos en el pecho de Vesper—, inspire profundamente a través. Ya veo, ya veo. —Mi padre trabajó en el Servicio de Investigación Culinaria durante treinta y nueve años, hasta su retiro —dijo Vesper mientras llevaba a cabo sus inhalaciones de aire—. Según tengo entendido, él y el señor Keasby trabajaron juntos durante algunas décadas.

—Póngase boca abajo ahora. —Parece como si nadie supiera dónde está mi ropa —dijo Vesper al obedecer las instrucciones del robot. —Nada pasa desapercibido para mí dentro del Hospital Urbano de Caridad número 14 —contestó el Doctor "Reloj"—. Tan pronto como sus ropas hayan de serle entregadas, el viejo Doctor "Reloj" se encargará de que así se haga. ¿Ha habido muchos casos de desvanecimientos en su familia? —preguntóle, al tiempo que le pasaba un dedo por la espina dorsal. —No lo sé a ciencia cierta. Yo me desmayé al ver toda aquella sangre. ¿Consiguió salvarse aquel hombre? —preguntó, mirando al doctor por encima del hombro. —Bien, bien —dijo por toda respuesta el Doctor "Reloj", dando un pellizco en la nalga derecha a Vesper—. ¿Se desmaya a menudo? —No con mucha frecuencia. —¿Cuál es su idea de lo que es frecuente, jovencito? —Tres veces en toda mi vida. —Entiendo —dijo el robot, al tiempo que emitía un sonido diferente a los anteriores—. Dígale a su enfermera que le dé como almuerzo "puche" y leche desnatada. Más tarde tendré que hacerle unos análisis en la Sala de Investigación número 4. —Pero si yo deseo irme. —No en el estado en que se encuentra usted. —¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Vesper sobresaltado. —No se olvide usted del "puche". Ahora procure descansar. Una vez dicho esto, el Doctor "Reloj" se dirigió hacia la puerta de la sala. Cuando apenas había dado unos pasos, comenzó a cojear ostensiblemente y tan pronto como hubo traspasado el umbral se vio cómo se balanceaba, cayendo fuera del alcance de la vista de Vesper, acompañado de un ruido estrepitoso. La cama no le permitió a Vesper que se levantara a ayudarle. Empezó entonces a buscar a su alrededor, hasta que vio un interruptor sobre el que podía leerse la palabra enfermera. Alargó un poco el brazo y consiguió oprimirlo. Al cabo de unos minutos se oyó una voz femenina que decía: —La sala 23 debería estar vacía. ¿Quién es el que ha llamado? —Eso es lo de menos ahora —contestó Vesper—, el doctor "Reloj" acaba de caerse en el pasillo. —No tiene importancia. Suele caerse muy a menudo. Ahora tenga la bondad de decirme quién es usted. —Mi nombre es Arnold Vesper y lo único que deseo es salir de aquí inmediatamente. Un absoluto silencio fue todo lo que Vesper obtuvo como respuesta a sus palabras. El doctor Rex Willow movió su labio inferior hasta conseguir que el cigarrillo de color naranja que estaba fumando se desplazara hasta un ángulo más próximo a su nariz. Parecía ser humano y estaba sentado en el borde de la cama de Vesper cuando éste despertó de su forzada siesta. El doctor Willow le explicó que él era el médico enviado por la compañía de seguros Multimédicos a la que pertenecía Vesper, y una vez que hubo preguntado a éste acerca de su estado, le dijo: —Sus compañeros de oficina le estiman a usted de verdad. Aquí tiene esto —de uno de los bolsillos interiores de su chaqueta sacó una pequeña caja de cartón y se la tendió a Vesper. La cajita en cuestión sólo contenía tarjetas enviadas por sus compañeros de trabajo, en las que le deseaban un pronto restablecimiento. "Al menos —pensó Vesper—, podrían haber mandado tarjetas diferentes", al darse cuenta de que todas ellas eran exactamente iguales. Vesper cogió la caja al tiempo que le decía al doctor:

—Hoy me han dejado sin comer. Parece como si se hubiera estropeado el sistema de comunicaciones y la enfermera no me contesta. Me hubiera dado usted un alegrón si me hubiera traído algún alimento en esta cajita. Bueno, en realidad lo único que deseo es que me saque usted de aquí cuanto antes. —Ya nos ocuparemos de eso a su debido tiempo, Arnold. —Son todas iguales —dijo Vesper, dejando la cajita en la mesita de noche. —Cuando los sentimientos son similares, las formas de demostrarlos pueden parecer iguales —dijo el doctor Willow levantándose de la cama—. Me alegro de haberle visto, Arnold. Haga el favor de firmarme estas fichas perforadas. Todavía tengo que girar una inspección a los grandes hospitales de pago de otras zonas más pudientes. —A la vez que decía esto, entregaba a Vesper un manojo de fichas perforadas similares a las que se usan en los computadores electrónicos. —¿Cómo se explica que esté usted aquí? Yo creía que éste era un Hospital de Caridad... —El Seguro Multimédico va a todas partes. Bueno, en realidad éste no es un mal hospital si sólo es para un par de días, o para un caso de urgencia como el suyo, Arnold. Firme ahora sobre esa línea roja. Después firme sobre la línea azul en los impresos azules. —Mi pluma se la han llevado con la ropa —dijo Vesper. —Use usted la mía. La pluma de Willow tenía grabado el nombre de Seguro Multimédico y, además, una frase que decía: Le deseamos un pronto restablecimiento. Vesper volvió a insistir: —¿No podría arreglárselas para sacarme de este sitio? —No, sin la completa aquiescencia del director del centro —aseguró el doctor Willow. —Si al menos pudiera disponer de un teléfono... ¿No podría conseguir que me pusieran uno? Es lo menos que se puede pedir... —Este es un centro benéfico, Arnold, no un hospital de pago. Tan pronto como pueda levantarse y le permitan dar unas vueltas por ahí, puede usted dedicarse a buscar uno. Me parece haber visto un teléfono en la sala de espera de las visitas. Ahora hágame el favor de firmar de una vez estas fichas. —Al menos habrá hablado usted con los médicos que me atienden, ¿verdad? — preguntó Vesper al tiempo que firmaba. —Naturalmente. El doctor Norgran es una buena persona. El médico Autómata A—12 número 675 RHLW es el mejor robot de todos los que trabajan en hospitales de caridad. —Esta mañana, cuando vino a examinarme, uno de sus ojos se le cayó al suelo... —Bueno, los defectos físicos de un hombre no siempre son reflejo de sus virtudes o conocimientos. —Pero él no es un hombre, sino una máquina... —Si no termina de firmar de una vez me obligará a aumentar la cantidad que he anotado en mi tarjeta de crédito, en concepto de aparcamiento. Ya sabe usted lo estricto que debemos ser en ese respecto. —De acuerdo —dijo Arnold, terminando de rellenar todos los espacios de los impresos, a excepción de uno en el que se le preguntaba cuáles eran los entretenimientos de su madre. Willow dijo que no era una pregunta a la que hubiera de contestar necesariamente y cuando ya se iba hacia la puerta, Vesper le preguntó: —¿No va a decirles que me den algo de comer? —Todo a su debido tiempo —contestó Willow sin volver la cabeza. Ya comenzaba a anochecer cuando dos robots entraron en la sala con una camilla en la que llevaban a un hombre llamado Skeeman, al que pusieron en una cama, dejando una vacía entre él y Vesper. Este supo del nombre de su vecino porque el tal Skeeman, un individuo bajito, viejo y amarillento, no dejaba de decirles a los robots:

—Llamen al doctor Wollter y díganle que Milto Skeeman ha vuelto a tener lo mismo. Los robots asintieron con una sonrisa, al tiempo que manipulaban el resorte necesario para que la cama hiciera dormir al paciente. —¿A qué hora es la cena? —preguntó Vesper. —No exija usted nada, que al fin y al cabo no paga ni un céntimo —contestó uno de ellos. —Los pacientes inteligentes son los peores —dijo el otro—. Sólo piensan en comer, comer constantemente... —También deseo levantarme para ir al cuarto de baño. —No se preocupe por eso. Su grande y lujosa cama ya sabe lo que tiene que hacer en estos casos. Y efectivamente, tan pronto como se hubieron ido los robots, la cama demostró que sabía lo que tenía que hacer... Vesper calculó que serían las siete u ocho de la tarde cuando vio entrar un poco de luz a través del ventanuco. Se oyó un ruido en la puerta, ésta se abrió, y apareció el Doctor "Reloj". —¿Cómo nos encontramos? —le preguntó a Vesper. —¿Por qué va usted sentado en esa silla —preguntó Vesper asombrado. El Doctor "Reloj" manipuló la silla de ruedas para acercarse al borde de la cama de Vesper y le contestó: —Mis problemas carecen de importancia como para que hablemos de ellos. Hablemos de usted ahora. Hummm... Parece como si el "puche" que le he prescrito no hubiera dado el resultado apetecido. —Hoy todavía no me han dado de comer. Me muero de hambre. Además, cuando no como, me suelen dar unos dolores de cabeza terribles y se me revuelve el estómago. El Doctor "Reloj" levantó el brazo y se acarició su grueso cabello gris, como si estuviera meditando. —Terribles dolores de cabeza, náuseas... Ya me lo imaginaba... Hijo mío, déjeme que le diga algo: Desde que hemos entrado en el siglo XXI, la Guerra Fría se ha intensificado. Es razonable que sea así, toda vez que no podemos confiar en la mentalidad oriental. Aunque aparentemente no haya armas sobre la superficie del globo, tenga usted por bien seguro que el guante de acero esconde un puño de terciopelo. —Según creo recordar, no ha empleado muy correctamente el símil —corrigió Vesper. —Bueno, lo único que quiero hacer resaltar es que durante todo este tiempo los orientales han estado usando armas sutiles contra nuestro país —dijo el Doctor "Reloj" riéndose—. Usted no se imaginaría jamás que una de las más temibles armas jamás conocidas por la humanidad, ha sido descubierta por un humilde médico, en el interior de un humilde hospital de caridad. Claro que la inmensa mayoría de los mártires han tenido casi siempre unos antecedentes humildes. Y quiero que sepa que también han existido algunos mártires felices entre nosotros, los robots. Puede que yo no sea humano, pero amo profundamente a nuestro viejo país y hago todo lo posible por combatir a nuestros enemigos, dentro y fuera de nuestras fronteras. En aras de ese sentimiento, he trabajado intensamente hasta descubrir el Germen de Contagio DDW. —¿Qué germen es ese? —preguntó Vesper profundamente intrigado. —El Germen de Contagio DDW —dijo el robot con voz temblorosa por la emoción—, es la más temible de sus armas. Los orientales nos lo envían para debilitar a nuestros ciudadanos. Arriba, en la Sala de Insolación número 3, tengo en tratamiento a docenas de pobres víctimas. Nadie, absolutamente nadie fuera de este hospital, ha podido determinar la existencia del Germen de Contagio DDW. Nadie sabe tampoco que yo he estado dedicado exclusivamente al descubrimiento del mismo. Algún día lo sabrán y entonces

quizá se les ocurra erigir una estatua en mi honor. La primera de las estatuas erigidas en memoria de un robot. —Mi enhorabuena, doctor, pero dígame: ¿cuándo me será permitido salir de este hospital? —Nadie puede decirlo —contestó el Doctor "Reloj"—. Lamento profundamente tener que comunicarle que usted es una de las víctimas del Germen de Contagio DDW. Vesper volvió a ponerse la mano sobre la frente. La enfermera automática nunca le había dicho cuál era su temperatura, pero él sospechaba que había tenido fiebre desde hacía varios días. Debía haber algún mecanismo estropeado en la unidad calorífica de la sala de insolación en la que se encontraba ahora. El termostato estaba empañado haciendo difícil el asegurarse de que la habitación estuviera o no demasiado caliente en ocasiones. A veces, cuando paseaba de un lado a otro de la habitación, tenía que echar mano del pañuelo que le habían puesto en el bolsillo del pijama, para secarse el sudor que le inundaba todo el rostro. También su pecho se hallaba siempre bañado en sudor. Pensó que el servicio de esta sala era francamente mejor que el de la sala que había ocupado anteriormente. Aquí en la Sala de Insolación número 3, le daban de comer bastante bien y además le permitían hacer una hora de ejercicio por la habitación todos los días. De pronto, le pareció sentir que alguien llamaba con los nudillos en la ventana de vidrio de su habitación. Al volverse hacia ella, pudo ver que se trataba del doctor William F. Norgran. El doctor humano, desde fuera, le habló por medio de un megáfono: —Le ruego que me excuse por no haber venido a verle antes. Estas terribles enfermedades me descomponen. Vesper estuvo a punto de decirle que en realidad no tenía enfermedad alguna, pero se contuvo. En realidad no se encontraba nada bien, con aquella fiebre que le hacía sudar intensamente... El Doctor "Reloj" parecía estar al tanto, de todo lo relativo al Germen de Contagio DDW, aunque no hubiera dado a Vesper una explicación muy completa relativa a la naturaleza del mismo. —Le comprendo perfectamente —contestó al doctor Norgran. —Considerando todo lo que le ha sucedido —dijo el médico— parece como si se encontrara usted un poco mejor. —El Doctor "Reloj" me ha dicho que estoy recuperándome lentamente. La cara del doctor Norgran comenzó a ponerse pálida en forma súbita. —Demasiado — dijo— ya he visto demasiado de usted. Lo lamento, pero he de irme. Ya volveré a visitarle en otro momento. Vesper observó cómo se alejaba, al tiempo que la cama le ordenaba que volviera a acostarse. Al cabo de unos días, Vesper renunció a sus paseos por el interior de la habitación y la cama no volvió a insistirle sobre el particular. Sabía que estaba luchando contra el Germen de Contagio DDW, pero esta lucha le fatigaba más y más cada día. Además, la habitación se olvidaba a veces de darle de comer y la unidad de calor parecía estar descompuesta totalmente, ya que con frecuencia se despertaba presa de un calor infernal y en cambio, la temperatura bajaba a temperaturas polares en otras ocasiones. Todo esto hacía que el pobre Vesper se encontrara francamente deshecho. A veces se tomaba el pulso a sí mismo, de la misma forma que se lo había visto hacer al Doctor "Reloj". Sus compañeros de oficina habían dejado de enviarle tarjetas deseándole una pronta recuperación. Bueno, de todas formas, la Unión de trabajadores le garantizaba su empleo mientras se hallara enfermo. Además, el seguro debía abonarle 52 dólares por cada día de enfermedad. El doctor Rex Willow no había vuelto a visitarle, ya que le estaba

prohibido entrar en la Sala de Insolación número 3... Sí, eran exactamente 52 dólares la cantidad que el seguro tendría que abonarle por cada día de enfermedad... —¿Cómo se encuentra mi joven paciente? —entró preguntando el Doctor "Reloj", todavía acomodado en su silla de ruedas. —Creo que me encuentro un poco mejor —respondió Vesper. —Hummm. Los síntomas se están haciendo más palpables cada día que pasa. Realmente insidioso. Presiento que no está lejano el día en que abunden sanatorios en todo el país, dedicados a esta lucha contra el Germen de Contagio DDW. Quizás dediquen una isla entera a este propósito. Me pregunto si algún día también llegarán a canonizar a un robot. No importa. La idea debería estar en los corazones y mentes del pueblo. No se puede sancionar esa falta de una forma oficial, en cualquier caso. Permítame que le eche una ojeada a su lengua. —¡Ahhh! —dijo Vesper, demasiado fatigado para incorporarse en el lecho. —Bien, bien —dijo el robot. —¿Algo anormal? —Vamos haciendo progresos, no tema. —Doctor "Reloj", quiero que sepa que al principio no supe apreciarle a usted en todo su valor. Ahora, por el contrario, he de decirle que le estoy agradecidísimo, por haber diagnosticado esta terrible enfermedad y por haberme ayudado a combatirla. —Haga el favor de darse vuelta; tengo que ponerle una inyección. —Además, doctor, creo que he llegado a confiar plenamente en usted. —Sí, no hay duda; todos me llaman Doctor "Reloj" a mis espaldas pero saben que pueden confiar en mí plenamente—. Al mismo tiempo que le ponía la inyección a Vesper, el robot comenzó a rechinar de una forma diferente a las anteriores. —Deben confiar en mí. —Yo también lo creo ahora —dijo Vesper. —Deben confiar en mí, deben confiar en mí, deben confiar en mí, deben confiar en mí, deben confiar en mí, deben confiar en mí, deben confiar en mí, deben confiar en mí... Vesper, al cabo de un largo rato cayó profundamente dormido, sin que el Doctor "Reloj" hubiera terminado su parlamento...

CREADORES DE DECISIONES Joseph Green JOSEPH GREEN es un autor americano que ha cosechado innumerables éxitos con una serie de historias aparecidas, en las revistas de habla inglesa de ciencia ficcion, en las que explora las más amplias posibilidades de las formas de vida y cultura desconocidas. En este relato —uno de los primeros—, destaca por una imaginación brillante y plena de colorido. I El-que-toma-las-decisiones nadaba lentamente a poca distancia de la superficie escuchando el vasto latido que era la vida de su pueblo. Había pasado algún tiempo desde su última comida y sus ojos, atentos a este imperativo primordial, estaban alerta para atrapar la presa. Pero el azar de la caza no perturbaba las funciones puramente mentales que moraban en la parte colectiva de su cerebro. Se remontó a la superficie en busca de aire, y lanzó una ojeada al Lugar-de-Reunión de los humanos, mientras tenía la cabeza fuera del agua. Los redondos edificios grises se

amontonaban a modo de enormes hongos a lo largo de la rocosa orilla a unos cien cuerpos de distancia, apenas entrevistos en medio de la tormenta de nieve que el viento había traído de las montañas. Al sumergirse de nuevo, tuvo una momentánea visión de algo oscuro y pulido a su izquierda. El pez le vio e intentó huir, pero lo hizo demasiado tarde. De una sola dentellada, el que-toma-las-decisiones le arrancó la cabeza cuando aún estaba en movimiento, se la tragó y, luego, asió su cuerpo con sus membranosos dedos y acabó con él, de dos nuevas dentelladas. El-pez-que-vuela viene, Aquel-que-toma-las-decisiones, dijo algo que venía proyectado con fuerza desde el Sur. Era una voz proveniente de varios individuos, que venía, acompañada de la clara imagen de una pequeña nave alada. Nadó otra vez a la superficie y dirigió la vista al cielo, hacia el Sur. La nave era demasiado pequeña para ser vista pero la localizó por el brillo de sus fulgurantes retrocohetes. Más tarde, la llamarada se fue tornando trémula e imprecisa a medida que se sumergía en el horizonte. Pidió refuerzo a todos los que estaban en su zona; lo recibió y se proyectó hacia adelante. En su acelerada progresión no tardó en dar con la nave que avanzaba ahora rápidamente en su dirección. Y efectivamente, El-que-toma-las-decisiones entre los humanos se hallaba en su interior. —He hecho que nos situemos en una órbita polar, Conciencia Odegaard —dijo el piloto del transbordador a su único pasajero—. El control de tierra anuncia que la ventisca se despejará cuando demos una vuelta. Voy a despolarizar la placa visora del suelo para que pueda usted echar una ojeada a Sister mientras esperamos. Pulsó un mando y el piso, entre sus asientos, se tornó primero de un tono y luego transparente. Penetró en el interior la intensa luz de Capella G. Bajo ellos, extendiéndose de forma interminable hacia el horizonte, se hallaban millas y millas de agua de un color azul intenso. Alian Odegaard contempló con un interés más bien hastiado, el acuoso paisaje. Estaban moviéndose hacia el polo norte del planeta y no tardaron en descubrir el relieve de un continente. Distinguió una estrecha franja de hielo atalayando una orilla baja y rocosa. —La base se encuentra allá abajo —dijo el piloto, señalando con el índice. Alian echó una ojeada hacia donde indicaba con el dedo, pero sólo vio las nubes, que a causa de la ventisca, estaban teñidas de blanco. Al moverse hacia el interior, las nubes quedaron atrás y entonces avistó grandes montañas de cimas escarpadas, en una inmensa formación anular, característica ésta, la más destacada del Continente. Una ligera capa de hielo cubría la mayor parte de las tierras bajas entre los picos, que brillaba y centelleaba a la luz del sol. "Igual que un diamante tallado en el escaparate de una joyería", pensó Alian. Y luego volvieron a encontrarse encima del mar. Allí se ven los primeros picos de Atlantis —dijo el piloto, señalando de nuevo con el dedo. Alian vio tres pequeñas islas flotando como esmeraldas en el agua azul, curvándose las dos últimas agudamente hacia la izquierda. Después, el paisaje se hizo monótono hasta que alcanzaron el continente austral, donde las montañas parecían más elevadas y la capa de hielo todavía más tenue. Alian se recostó en su asiento, relajándose. Sabía que había visto toda la zona terrestre del planeta. Sister, o Capella G. Ocho, como era más conocido, era de apariencia menos interesante que la mayoría de los planetas, y ahora, el más hermoso de ellos le parecía enojoso después de permanecer tanto tiempo fuera de casa. Tras su misión, insistiría en volver a la Tierra, aunque sólo fuese de vacaciones. Un "Filósofo Práctico" no podía permitirse el lujo de perder el contacto con el pueblo al que representaba.

El piloto era bueno y al posar el aparato apenas rozó la pista. Un hombretón sonriente, con ropa adecuada para combatir el frío, esperaba a Alian y le ayudó a quitarse el casco. El viento era tan helado y cortante que casi sofocó sus primeras aspiraciones. —Soy el jefe de la base, Zip Murdock —se presentó el hombretón, con voz cordial—. Esta es Phyllis Roen, nuestra bióloga. —Siento ser la responsable de haberle traído aquí, Conciencia Odegaard. Zip y los demás no creen que exista la menor dificultad —dijo la mujercita menuda que se hallaba junto al hombrón. Murdock echó una ojeada hacia arriba, a la escotilla de la nave, donde el piloto estaba ya accionando la pequeña grúa. —No nos necesitan para la descarga —dijo—. Vayamos adentro para que pueda instalarse. Luego Phyllis le pondrá al corriente de nuestro problema en el supuesto de que tengamos alguno. El sol se había ocultado tras una hoya entre las escarpadas montañas del Oeste y densas sombras inundaban el terreno. Alian se encaminó en compañía de ellos hacia los edificios de esponjoso caucho que se agolpaban en la base de un cerro rocoso, unos doscientos metros hacia el interior. Desde el cerro al mar, el terreno había sido despejado de roca desprendida, formándose a los lados dos largas pilas de cantos rodados. La mitad de la zona despejada más próxima a la playa era utilizada como campo de aterrizaje. Habían adelantado sólo unos pasos cuando tras ellos se oyó un potente grito de advertencia. Alian se volvió, viendo que la escena había cambiado súbita y espectacularmente. Desde detrás de las paredes rocosas próximas al agua, y desde el mismo océano, volaban en dirección a los terrestres, guijarros del tamaño de un puño. —¡Son los becerros marinos! —dijo Phyllis, con el espanto reflejado en la voz. Murdock había sacado ya una pistola láser, que brillaba a la luz evanescente. No se veía atacante alguno; sólo aquellos pedruscos que no parecían surgir de ninguna parte y volaban hacia ellos. Tras unos instantes, al no saber que hacer disparó en dirección a un montón de rocas próximo. La peña alcanzada centelleó un segundo, absorbiendo el calor, mas no toda la luz. Otros haces comenzaron a relampaguear cuando el equipo de descarga entró en acción y la pequeña zona de aterrizaje se convirtió en una fantástica mezcolanza de luminarias multicolores. Como resultado se produjo una temblorosa, pero suficiente, iluminación. Alian descubrió un primer animal con alguna claridad, cuando abandonaba el abrigo de las rocas y corría hacia el agua, arrastrando a un compañero herido. Eran criaturas muy menudas, sólo de la mitad de su propia estatura que se movían con un extraño y ridículo balanceo de una a otra pierna, con un andar de apariencia muy torpe, pero, que en verdad, era pasmosamente rápido. Murdock los vio también y les apuntó con su arma, pero el rayo de su disparo fue a hacer impacto en el lugar en el que estuviera el animal al zambullirse en el mar. Y, de improviso, las criaturas habían desaparecido. Todo volvía a estar tranquilo y la oscuridad se extendía rápidamente sobre la pequeña playa. —Esos pequeños diablos se están volviendo más audaces cada vez —dijo Murdock, enfundando su arma—. Este es el primer ataque a la luz del día en tierra firme. Alian se detuvo y tornó uno de los pedruscos que les habían arrojado. Era una piedra, en apariencia de obsidiana, y había sido labrada a mano hasta formar varias agudas aristas, que tenían fuerza suficiente para penetrar en un traje espacial. Era un arma primitiva... pero mortal. —¿Cómo pudieron lanzarlos a tanta distancia? —le preguntó a Phyllis, y antes de que éste pudiera responder, una voz excitada gritó: —¡Miss Roen! ¡Miss Roen! ¡He encontrado a un muerto entre las rocas!¿Quiere usted ver el cadáver? Alian advirtió que vacilaba de modo evidente antes de responder. —Sí, por favor, llévelo al laboratorio.

—Será mejor que me quede aquí para comprobar el daño que pueden haber causado —dijo Murdock, yendo hacia un hombre que yacía en el suelo cogiéndose un brazo ensangrentado—. Si quiere usted acompañar a Phyllis, Conciencia Odegard... Al aproximarse a los edificios, Alian vio a dos centinelas, de pie sobre las alturas rocosas, desde donde podían dominar toda la zona. Grandes reflectores iluminaban con su resplandor el terreno próximo a los edificios. Era evidente, que aquel grupo de civiles había aprendido a refugiarse en una disciplina poco menos que militar en Capella G. Ocho. No había cámara intermedia de presión, pero el personal de la base había construido una antesala en la que colgaban trajes espaciales y ropas idóneas para soportar el crudo clima. Alian se quitó el traje espacial con un suspiro de alivio. Al volverse pudo comprobar que Phyllis Roen se había despojado de su ropa de abrigo y le estaba esperando. La mujercilla era, sin duda, eurasiática, de cabello muy negro veteado cíe gris y facciones regulares, sin llegar a bellas. Estimó su edad en unos treinta y cinco años. Pensó que aún tenía muy buena apariencia, lo cual era otro síntoma alarmante de que había estado demasiado tiempo ausente de la Tierra. —¿Le gusta lo que ve, Conciencia Odegaard? —preguntó Phyllis, no sin un asomo de ironía en la voz, pese a su apariencia sonriente. El comprendió que se había quedado mirándola como embobado y respondió rápidamente. —Lo siento. Y, por favor, llámeme Alian. Hizo una pausa, no deseando explicar que Conciencia era más bien una denominación populachera que un título auténtico y que ya estaba harto de oírla. Su título de doctor en filosofía, era su calificación principal, pero para obtener la nominación de Filósofo Práctico se requerían licenciaturas en Ciencias Políticas, Psicología Extranjera, Sociología y Biología. El pueblo, al enterarse de las responsabilidades excepcionales que se exigían a los Filósofos Prácticos, los había bautizado en seguida con el apelativo de "Conciencias de la Humanidad". Y el nombre había hecho fortuna. La humanidad necesitaba una conciencia en los tiempos que corrían. Su rápida expansión y la colonización de la galaxia, la estaba poniendo en contacto con docenas de formas de vida completamente nuevas y con, al parecer, ilimitadas variantes de las ya conocidas. De modo reiterado, se había planeado la cuestión de si las criaturas extrañas de los mundos habitados eran animales o seres racionales y habían sido tomadas algunas decisiones erróneas anteriores a la creación del Cuerpo de los F. P. La exhaustiva rutina académica desanimaba a todos excepto a los más intrépidos y había en la actualidad menos de una docena de "Conciencias", aunque ellos habían logrado, en cierto modo, reducir a términos conocidos el problema. Por lo menos, los románticos Capitanes del Servicio Espacial no declaraban ya que un planeta no era idóneo para la colonización, debido a que sus hormigas, de tamaño desmesurado, tenían instintos insólitamente desarrollados. Esta vez, la sonrisa de ella fue más sincera. —Está bien, Alian; estamos a la recíproca. Ahora, si quiere venir conmigo, le llevaré a dar una vuelta. Después de la cena echaremos un vistazo al becerro marino muerto. II El cuerpo de Aquel-que-toma-las-decisiones se hallaba relajado en un estado de perezosa somnolencia, que era lo más parecido al sueño. No obstante, su mente colectiva se hallaba aún en actividad. Al moverse de manera automática hacia la oscura superficie para aspirar el aire, volvió a considerar el tema de la existencia de uno de su clase entre los humanos, decidiendo, por último, que en la actualidad, había excesivas incógnitas por resolver. Era incapaz, de llevar a cabo la misión para la que había sido creado.

Podía (y así lo hizo) llegar a una conclusión y comunicarla a los individuos cuya conciencia se sumaba en su mente, lo que hacía de él uno de Aquellos-que-toman-lasdecisiones. Y aquella conclusión era la de que, por el momento, su pueblo no llevase a cabo más ataques. El paso siguiente había de corresponder a los humanos. En la cena, Alian trabó conocimiento con casi la mitad de los cuarenta científicos de la base, comprobando que predominaba un ambiente de placentero optimismo. En algunas bases menores de mundos encarnizadamente hostiles, había visto que el aislamiento y la soledad socavaban y enturbiaban las relaciones personales hasta tal punto que todos los componentes de la base estaban dispuestos al asesinato. Al citarle Phyllis nombres y profesiones, le sorprendió que en el grupo predominaran los meteorólogos, y expertos en glaciares. Lo más corriente es que fuesen químicos, biólogos, y los recién creados "Ajustadores ambientales". Zip Murdock no se presentó a cenar. Al parecer, se hallaba ocupado en el exterior con el equipo de descarga. El estruendo que los cohetes de las naves hacían al partir se dejaba notar a través de las paredes refrigeradas mientras Phyllis conducía a Alian al laboratorio. El vítulo yacía sobre la mesa en la fría estancia ventilada por la atmósfera exterior. Phyllis sacó ropa ligera pero de abrigo para ambos. Luego entraron. Alian examinó la forma postrada sobre la mesa, con su lisa piel desgarrada por un profundo y chamuscado boquete en el cuello. Era la cabeza lo que llamaba más intensamente la atención en el animal. En la cara lucía una nariz negra y chata, largos bigotes y una frente redondeada que se alzaba, bruscamente, sobre la faz. Pero su cuerpo desvanecía cualquier impresión primera. La parte inferior del abdomen estaba rematado por dos cortas piernas que a su vez concluían en grandes pezuñas planas. Los miembros superiores, aunque también cortos, disponían de una sección unida y sus extremidades estaban formadas por dedos cartilaginosos, con una tenue membrana intermedia. Alian recorrió con sus expertos dedos la musculatura de una de las piernas. Los anchos músculos anteriores y posteriores eran de igual tamaño. Y si bien resultaban muy apropiados para la natación, apenas servían para caminar. Sin embargo, había visto a dos de aquellos seres correr a gran velocidad cuando se retiraron después del rápido ataque al campo de aterrizaje. Preguntó a Phyllis cómo se las componían aquellos seres. Ella sonrió con un pícaro mohín de su carita. —Se burlan de nosotros, Alian. Son más adaptables al medio de lo que parecen. Alzó una de las pezuñas, separándola de la mesa, y sostuvo la pata con la otra mano haciendo que se moviera lentamente. La pata se levantó hasta quedar perpendicular al cuerpo y pudo comprobar que se hallaba encajada en un alvéolo óseo muy flexible. Phyllis dejó la pezuña, puso de costado a la criatura y dio la vuelta a la otra pezuña en dirección opuesta. También describía el mismo movimiento perpendicular. —Una pata anterior y otra posterior. Un dispositivo muy estable —observó Phyllis—. Se mueven con relativa facilidad en tierra firme, aunque parezcan torpes. Además ya vio cómo arrojaban piedras con los brazos. —No son los brazos. Mire lo que encontraron junto a este individuo. Alian fue hacia otra mesa y cogió de ella un fragmento de piel lisa, que Phyllis no había visto, y la plegó por sus extremos. Una amplia sección del centro se ahuecaba formando una especie de bolsa. —¡Una honda!¡Además, están armados con eso! En la voz de Phyllis se advertía un acento de terror. —Bien, esto debería convencer a Zip, si es que necesita convencerse. —¿De que los becerros marinos son inteligentes? Lo dudo. Los animales han usado anteriormente instrumentos de este tipo.

—Sí, pero... éstos han podido evolucionar de esa manera. Llevan un existencia reducida casi al medio acuático y los únicos artefactos que hemos visto han sido lanzas de basalto aguzado. Esta es un arma de tierra firme. La acaban de inventar para emplearla contra nosotros. —Aunque todo ello es muy interesante, no constituye aún prueba suficiente. Según tengo entendido, este continente que están ustedes intentando colonizar, ha sido tierra firme varias veces anteriormente. Es muy posible que esas criaturas hayan usado en otro tiempo la honda, y retenido en su instinto la manera de fabricarla. —Una explicación mucho más razonable que la de su posible inteligencia —intervino una nueva voz. Alian se volvió y vio a Murdock entrar en la fría estancia, proveniente del exterior. El hombrón sacudió los pies contra el suelo para quitarse la nieve adherida a las botas, y avanzó hacia la mesa. —Hum... Estaba bien cebadito. Tomémoslo en la cena de mañana, nena. —¡Zip, por favor!¡Ya he sufrido bastante pensando que nos hemos comido más de uno! —Y tenían un ligero sabor a pescado, y nada desagradable por cierto —adujo en tono jovial Murdock—. Es mejor que las conservas y los concentrados, sin lugar a dudas. Voy a mudarme, y luego a comer. Y usted, Conciencia Odegaard, no deje que esta aturdida mujercita le llene la cabeza de tonterías. —No saco conclusiones prematuras —dijo Alian con prudencia. Murdock y la mayoría de los científicos de aquel lugar eran funcionarios universitarios, enviados a aquel lugar como representantes de sus sociedades educativas respectivas para elaborar juicios concluyentes sobre las posibilidades de colonización. Tenían casi desbancadas ya las sociedades particulares y el gobierno se había visto obligado a tomar cartas en el asunto para el establecimiento de los oportunos contratos. Los citados tenían, por tanto, un gran interés personal en que su decisión fuera contraria a los animales, pues al establecerse el servicio de información se admitió como norma política que se abandonaría el planeta a sus nativos propietarios, cuando éstos tuvieran vida inteligente. —Magnífico; la nena tiene raros prejuicios sobre la cuestión. Así pues, hasta la noche. Después de que cerrara la puerta tras de sí, Alian se volvió hacia la mujercita y le preguntó: —¿No le habla con demasiada familiaridad, incluso tratándose de un grupo civil, y no militar como es el suyo? Ella le dirigió una fría mirada. —Quizá, pero se debe a que tiene derecho a ello. Hemos firmado un contrato matrimonial de prueba, y pensamos contraer matrimonio en toda regla cuando volvamos a la Tierra. —Ali, ya comprendo. Es extraño, no habría creído jamás que fuesen ustedes de caracteres compatibles el uno con el otro. Ella se encogió de hombros. —¿Y quién dice que lo seamos? Acaso se trate sólo del impulso sexual y de la promiscuidad en que vivimos. Pero, en cualquier caso, vivimos juntos y hemos sido absolutamente felices hasta que comenzamos a discutir sobre los becerros marinos. Tuve que insistirle para que le trajeran aquí, y pasará mucho tiempo antes de que me lo perdone. Alian empezó a desear de todo corazón no haberse aventurado por terreno tan personal. Era una presunción por su parte y su respuesta le había hecho sentirse más solo que nunca, dándole a tascar de nuevo el freno de la amargura. Kay se había divorciado de él en cuanto supo que iba a trasladarse al espacio; no quería ser una "viuda" virtual eternamente a la espera. Se había vuelto a casar antes de que él terminara sus estudios y había abandonado la Tierra y, cuando fue a ver a sus pequeños, su hija estaba ya llamando papá a otro hombre.

La vida de un hombre que vivía en el espacio era bastante dura, pero, por lo menos, retornaba a la Tierra, aproximadamente, una vez cada dos años. Alian no había vuelto en ocho años. Un planeta tras otro, ese era el mundo en que se movía un Filósofo Práctico, solicitado en uno tras otro de los mismos para que resolviera sus problemas. Y era tan vasta la red de exploración que tenía montada la raza que los nuevos mundos aparecían con mayor rapidez con que los Filósofos Prácticos podían tomar sus decisiones. A no ser que se rebelase, podía muy bien pasarse el resto de su existencia saltando de mundo a mundo, sin poseer jamás una auténtica vida privada. Alian se batió en rápida retirada. —Me gustaría ver sus apuntes. Usted ya ha practicado una disección —dijo, mientras se dirigía hacia la puerta—. Mañana llevaré a cabo yo mismo la de este ser. —Desde luego —respondió Phyllis, cambiando también de tema—. Hice varias, y jamás vi un cuerpo mejor adaptado para la natación y para la locomoción terrestre, pero su cerebro es... muy extraño. Tiene usted que verlo por sí mismo. La mujer le acompañó hasta su aposento y, acto seguido le abandonó diciendo que lo vería más tarde en la sala. Alian encontró su equipaje sobre la litera y, una hora más tarde, duchado, afeitado y con una muda limpia, se dirigió al encuentro de los demás. En la sala se encontraba casi todo el personal de la base libre de servicio, incluyendo a Murdock. —¡Venga a sentarse a mi lado, Alian!—le gritó el hombretón—. Tomemos una copa juntos. Murdock estaba bebiendo maquella, un brebaje de escasa concentración alcohólica de Centaurus Cuadro, que no producía resaca alguna. Alian aceptó un vaso y tomó asiento. —¿Qué opina de cómo van las cosas hasta el momento? —preguntó en tono amable Murdock. —Apenas conozco los pormenores suficientes para poder opinar. ¿Podría darme una idea general de cuáles son sus planes? Me ha sorprendido observar que Phyllis es el único biólogo de la base. Y es sin embargo, la primera vez que he topado con un equipo de evaluación con tan elevado porcentaje de expertos en glaciares. —Podría hablarle del tema toda la noche —intervino Phyllis, que se hallaba sentada al otro lado de Murdock—. Pero la razón básica es la de que Sister es tan parecido a la Tierra, que no se precisan en realidad, químicos ni biólogos. El único problema auténtico que se nos plantea es promover la colonización de Atlantis y la opinión general es la de que puede llevarse a cabo con un simple cambio en el clima. —Sí, todo lo que se requiere es una nueva era glacial —dijo Murdock con una risita—. Pero para darle a usted alguna referencia, le diré que la temperatura media de Sister es algo más elevada de lo que los humanos desearían, y es casi inexistente la superficie de tierra firme. A primera vista el aspecto es muy poco prometedor. Pero este planeta posee una peculiaridad muy interesante. Las tres masas principales de terreno, los dos polos y Atlantis, tienen una característica en común: un gran círculo de montañas volcánicas rodeando una zona de tierras más bajas. Atlantis es la mayor y más baja de las tres zonas y se halla sumergida casi por completo. Nuestra intención no es elevar el continente, sino hacer que descienda el nivel del océano. El medio para llevar a caso nuestro propósito es, hasta cierto punto, sencillo. Sister —a pesar de su elevada concentración de vapor de agua en el aire— apenas tiene un nivel de precipitaciones apreciable. La atmósfera es excepcionalmente pura, debido a la reducida superficie de terreno que no se halla bajo las aguas y a la exigua actividad volcánica. Hay además, muy poco polvo que sirve de núcleo de sublimación para los gotas de lluvia. Las precipitaciones dependen casi por completo de los núcleos gigantes de condensamiento que son de un índice muy escaso también a causa de que los océanos poseen un grado de salinidad muy bajo y debido a que hay muy poco cloruro de sodio en el aire. En

resumen, nos proponemos activar el grado de precipitación haciendo estallar la más pequeña de las cuatro lunas, de modo que la mayor parte de su materia se convierta en polvo. Reduciremos su velocidad orbital por medio de las explosiones y formaremos en la atmósfera superior una lluvia de polvo que persistirá durante años. Y entonces la precipitación se elevará en varios millares por ciento por encima de lo normal. Esta caerá sobre ambas regiones polares en forma de nieve y su rápida acumulación en los dos continentes irá haciendo que aumenten los bancos de hielo mientras se halle en el interior de los misinos un porcentaje considerable del agua del planeta. El nivel oceánico descenderá en más de cien metros, según nuestro cálculo aproximado, y ello hará que se eleve sobre la superficie todo el anillo de montañas y, más o menos, la mitad de la zona interior de Atlantis. Además, la temperatura descenderá a límites soportables y ya será posible el establecimiento de colonos. —Parece todo demasiado sencillo —dijo Alian, en tono de sorpresa. —Esta no es más que la explicación en términos muy generales. Hemos de determinar todavía unos cuantos detalles importantes, como son, por ejemplo, los grandes espejos solarse que hemos de colocar en cada polo para estimular artificialmente las tierras firmes ya existentes, y convertir la nieve en hielo mediante una continua fusión y nueva congelación subsiguiente; el problema de los cuatro espejos que pensamos colocar sobre los que serán los mayores lagos del continente con el objeto de secarlos y estimular el grado de precipitación acuosa; el curso de los ríos que deberá ser trazado cuando el nivel inferior del océano comience a hacerlos fluir; y por último, otros mil detalles menores, algunos de los cuales ni siquiera podemos anticipar ahora. Será éste el primer intento de "terraformizar" un planeta entero por medio del control climatológico. Pero si el plan da buen resultado, en un plazo de cien años habrá veintenas de Atlantis en donde crezca la hierba, y no olvide que se trata de una zona de terreno de casi ocho millones de kilómetros cuadrados. Las actividades agrícolas de los colonos mantendrían a un nivel elevado el volumen de polvo y harían que perdurase indefinidamente el nuevo régimen de precipitaciones. —Es una empresa ingente, pero todos confiamos en poder llevarla a término — manifestó seriamente Phyllis—. Si se compara esta gran superficie a las reducidas áreas de algunos de los nuevos planetas, en los que cada pie cuadrado de terreno ha de ser tratado y vuelto a tratar antes de que se puedan cultivar en ellos plantas terrestres, puede juzgarse la magnífica oportunidad que esta empresa nos depara. —Sí, hemos extraído no menos de doscientos núcleos de las áreas más elevadas de Atlantis —prosiguió por su parte Murdock—, lo que nos ha permitido cerciorarnos de que se han elevado e inundado tres veces en los pasados cien mil años, sin duda como resultado de una actividad volcánica que ha motivado un aumento temporal en el nivel de polvo. La flora era más extensa con el reflujo de las aguas y contamos con una espesa capa de suelo rico en humus, sobre el que es fácil asentar toda una economía. En el mar es muy abundante tanto la flora como la fauna, incluyendo diversas especies, como la de los becerros marinos, que son animales anfibios. Creo que Sister, de aquí a doscientos años, estará en condiciones de sustentar a un millón de personas. —El control del clima no es todavía una ciencia exacta, ni tan siquiera en la Tierra. ¿Pueden estar ustedes, en realidad, tan seguros de la manera en que su polvo y sus espejos afectarán a la vida de este planeta? —No. Pero sí, tenemos la suficiente confianza como para recomendar que sigamos adelante en la empresa, una vez que hayamos concluido la tarea de apreciación de la capacidad portadora de hielo de este polo. A fin de cuentas, no hay seres racionales a los que hayamos de perjudicar si estamos en un error. Phyllis miró con enojo a Murdock, pero no respondió a sus palabras con toda la burla que en ellas iba implícita. La mayoría de los asistentes había ido marchándose mientras

ellos hablaban, después de ocultar más de un bostezo. La menuda eurasiática se levantó, dio las buenas noches a Alian y salió de la estancia. —Estoy dispuesto a prestarle toda la asistencia que esté en mi mano —dijo Murdock, poniéndose a su vez en pie—. No tiene más que decirme lo que necesita. —Gracias. Es muy probable que recurra a usted. Phyllis y yo vamos a hacer la autopsia de ese becerro marino por la mañana y veremos qué podemos averiguar. Averiguaron muy poco más de lo que no supiera ya Phyllis. Alian se retiró de la mesa después de cuatro horas de intensa labor y cerró el magnetofón en el que al mismo tiempo había estado grabando algunos comentarios. El vítulo era, en su aspecto básico, una variante de sus lejanos primos de la Tierra. No había nada de excepcional interés en su metabolismo, salvo aquel desconcertante cerebro. El cerebro era pequeño y el cráneo estrecho, de un tamaño inferior a la cuarta parte del humano. Pero no se asemejaba a nada de lo que él hubiera visto anteriormente. Se asearon y fueron a comer. Phyllis se había mostrado como una auxiliar competente, aunque no en exceso brillante, y las notas que tomara de lo poco que había observado sobre las características del vítulo, no servían de nada. Su creencia de que aquellas criaturas eran inteligentes, se basaba más, por lo visto, en la intuición femenina que en los datos acumulados. —Creo que hemos averiguado tanto como era posible de un ejemplar muerto —dijo Alian después del almuerzo—. Lo que necesitamos es un becerro marino vivo. ¿Cómo podríamos conseguirlo? —Eso es difícil. Siempre se llevan consigo a sus heridos después de un ataque y resulta casi imposible cazarlos en el agua. Algunos lo intentaron, cuando los comíamos — dijo la mujer, mientras hacía una mueca de asco. —Trataré el asunto con Murdock esta noche —dijo Alian. "¡Yo debería ser el elegido!—afirmó El-que-toma-las-decisiones, proyectando esta idea hacia la noche, dominando por una vez su individualidad a la conciencia colectiva, y hablando con sinceridad—. ¡Como el riesgo es mío, mío ha de ser el cuerpo!"... Pero las quedas e insistentes voces que abarcaban la memoria de la raza clamaron: "¡No!¡No!¡No!¡No!¡No debe ser así!¡No ha de haber el menor peligro para El-que-tomalas-decisiones!¡El menor peligro! Y él se avino, dejando que se desvaneciera de su mente el deseo de ofrecerse para la trampa que los humanos estaban tendiendo. Con su aprobación, se impuso la necesidad de adoptar medidas al efecto. Los humanos estaban montando un campamento de trabajo junto a la orilla del agua, en el que pensaban proseguir la tarea hasta después de anochecido en la creencia de que así provocarían un ataque de los becerros marinos. Hombres con armas apropiadas para hacer perder el conocimiento se hallaban ocultos entre las rocas y también habían sido disimulados tres grandes proyectores en puntos elevados que dominaban toda la zona. Los movimientos de los vítulos debían estar planeados de forma que los humanos capturasen sólo a un individuo del grupo escogido. Por otra parte, el ataque debería parecer real, simular que se lanzaban a la lucha en un contingente mayor, pero cuidando de no exponer más que a un pequeño número de los suyos. La palabra "táctica" surgió en su mente y casi en seguida experimentó un latido como respuesta. Uno de los nuevos portadores de memoria, que contenía todo el conocimiento humano, investigó y examinó minuciosamente la palabra y sus inherentes significados, y corrió rápido a otros tres componentes del grupo, en busca de sugerencias y datos... Y así urdió su plan. Uno de los humanos había sido gran aficionado a un juego que se practicaba en la Tierra y que consistía en engañosos movimientos de los cuerpos y concertados despliegues de un objeto llamado pelota a un determinado sector del campo en el que desarrollaba tal ejercicio. Determinó los pormenores que precisaba y los comunicó con presteza a los componentes ya seleccionados del pueblo.

III Alian se ocultaba, agazapado, entre las rocas, sin perder de vista el agua. Las dos lunas mayores atravesaban lentamente el despejado firmamento y su claridad se proyectaba sobre la playa. Apartó la vista para restregarse los ojos y, cuando volvió a mirar, la playa estaba llena de un enjambre de figuras de baja estatura. Parecía como si, al mirar él a otro lado, hubiesen recibido la señal de ataque. Los vítulos salían del agua a la carrera, deslizándose tras las dos paredes de roca al tiempo que movían sus piernas de manera rígida, pero atravesando velozmente el área despejada. Desde su ventajosa posición, Alian pudo ver a los jefes comenzando a voltear sus hondas. Empuñó su pistola láser y disparó un fulgurante haz de color rojo hacia el cielo. Al instante, se encendieron los reflectores, iluminando brillantemente toda la zona que se hallaba tras las rocas, donde se estaban agrupando los vítulos. La partida de trabajadores abandonó sus herramientas y empuñó las armas paralizadoras. Los hombres ocultos entre las rocas se pusieron en pie, buscando blancos contra los que disparar. El intempestivo ataque quedó frenado en seco. Los vítulos corrieron de vuelta al mar, huyendo de lo que sin lugar a dudas, era una emboscada. Alian vio cómo la apresurada hilera de lisas formas se zambullía en el agua y algo le hizo restregarse incrédulo los ojos. Hubiese jurado que antes eran más de las que ahora aparecían ante su vista. —¡Cogí a uno!—advirtió alguien con un potente grito. —¡Yo también!—repuso otra voz triunfal. Pero la atención de Alian se vio inopinadamente distraída. Un vítulo había surgido de súbito a su vista a menos de siete metros, blandiendo una honda y mirándole fijamente. Apuntó rápidamente su arma e hizo un disparo. Pero erró el blanco y se maldijo por su inexperiencia como tirador. Abrió fuego de nuevo y vio cómo se desplomaba el animal. El proyectil de agudas aristas fue a estrellarse en la roca, a los pies de Alian. De improviso, se apagaron los reflectores. Se produjo un griterío salvaje cuando los humanos, intentando adaptar su vista a la pálida luz lunar, se vieron momentáneamente cegados. Alian fue tanteando el camino hasta donde había abatido al vítulo y se inclinó sobre su cuerpo. Seguramente habían cogido varios prisioneros, pero recordando la costumbre de aquellas criaturas de llevarse a sus heridos, no se atrevían a afirmarlo. Al cabo de algún tiempo, dieron con el enchufe del cable que había quedado desconectado y se encendieron de nuevo las luces. Habían cesado los ruidos del combate, y Alian pudo comprobar que no había ningún atacante a la vista. —¡Eh!¡Mi becerro marino se ha escapado!—gritó el primer hombre que había notificado su captura, como si apenas pudiese creerlo. —¡El mío también!—clamó otra voz. Y otros hombres comenzaron a trepar por las rocas en busca de vítulos que estaban seguros de haber visto caer. Cuando cesó la confusión, Alian descubrió que sólo había un cautivo: el suyo. La pequeña criatura, encerrada en la jaula, erizó sus largos bigotes, se movió y, al cabo de un momento alzó la cabeza. Parpadeó y Alian se vio ante la fija mirada de un par de ojos dorados y ligeramente protuberantes. El animal abrió sus gruesos labios negros en un bostezo casi humano, mostrando los largos incisivos de una dentición evidentemente propia de un carnívoro. Cerró sus fauces con un perceptible entrechocar de dientes, y la extraña criatura se movió hacia los barrotes que la separaban de los humanos. —Visto de cerca, hasta parece inteligente —dijo Phyllis en voz baja. El ser cautivo la miró con sus ojos dorados. Estaban solos en la fría estancia. "No soy inteligente en la forma en que emplean ustedes los humanos el término —dijo una voz clara, perceptible en ambas mentes humanas y en perfecto inglés—. Como entidad individual soy más que un animal, dirigido primordialmente por instintos

heredados. Pero soy miembro de una raza poseedora de una mente colectiva, y los centros motores combinados que se fusionan en mi cerebro constituyen una verdadera inteligencia." Los dos humanos se miraron el uno al otro, comprendiendo al punto ambos que habían captado el mensaje. Siguió un breve silencio mientras asimilaban aquella singular revelación y, de pronto, la voz de Phyllis estalló estridente de su roja boca: —¡Ya se lo dije! ¡Oh, qué necia cabezota! ¡Se lo dije! ¡Se lo dije! Su entusiasmo era contagioso, pero Alian procuró aparentar serenidad. También notaba una sensación de excitación creciente y su respiración se volvió entrecortada (aquellos inesperados descubrimientos eran de lo más gratificante que encontraba en su tarea), pero no había tiempo para emociones personales. Se advertía una singular cualidad en aquella voz mental. Daba la firme impresión dé un grupo que se expresara a coro, pero en el que un acento individual, dominaba a las demás voces. —¿Cuál sería la mejor manera de que yo pudiese comunicarme con usted? —preguntó en voz alta. "Como lo está haciendo ahora. Sus pensamientos inmediatos son borrosos cuando no vocaliza." —Entonces desearía, antes que nada, saber —en su mente se enlazaron de forma coherente muchos acontecimientos de las pasadas horas— por qué simularon un ataque a la partida de trabajo y permitieron deliberadamente que lo capturásemos. "Porque deseamos establecer una comunicación directa con ustedes. Según hemos entendido, usted es quien ha de decidir si estos humanos han de marcharse o quedarse y recibir el refuerzo de otros muchos de su raza." —Me incumbe, en efecto, esa responsabilidad. Pero ¿por qué se interesa por mi decisión? Siguió un breve silencio. Allan sintió que la mano de Phyllis apretaba con fuerza su brazo y clavó la mirada en sus ojos fijos que no se atrevían siquiera a parpadear, en espera de su respuesta. La criatura respondió por fin: "Sería mejor que me acompañase al lugar de reunión. Yo sólo soy un enviado. El-que-toma-las-decisiones quiere verle a usted en persona en presencia de toda nuestra memoria completa." Allan se volvió para mirar a Phyllis, la cual, por su parte, tenía los ojos dilatados y fijos en él. Su expresión parecía preguntar: "¿Será una celada?". Allan movió la cabeza y se volvió hacia el vítulo, que había cerrado la boca mordiéndose con los agudos dientes sus gruesos labios. Por primera vez vio Allan hasta que punto sus grandes ojos saltones, la curva en descenso de la boca, y los salientes bigotes, daban un aspecto tragicómico al vítulo, semejante al de los melancólicos payasos de un antiguo circo. —Iré con usted —dijo en voz alta. —¡Yo soy responsable de su seguridad mientras esté usted aquí! —dijo Murdock con acento iracundo—. ¡No me sería posible permitirlo! —No tiene usted medio alguno de impedírmelo —replicó Allan, haciendo un gran esfuerzo para hablar con tono contenido. A pesar de la cordialidad aparente de Murdock, había desconfiado de él desde el primer momento y su inesperada oposición de ahora resultaba demasiado extemporánea para no tomarse por otra cosa que no fuera un propósito de obstrucción deliberada. —Dispongo de suficiente autoridad para asumir el mando de ésta u otra base a cargo de civiles y le destituiré a usted de su puesto, si es necesario. Murdock se puso en pie de un salto, dominando con su corpulenta humanidad a su antagonista, de menor estatura. Mostraba la faz encendida y los puños cerrados. Allan se preguntó si Murdock sería, en realidad, lo bastante necio como para pegarle.

—¡Destituirme de mi cargo, puede no resultar tan fácil como usted cree! —bramó el hombretón. Estaban ambos a solas en su despacho particular y el sonido de su voz resultó casi ensordecedor. —No sea niño. El personal de la base está por completo al tanto de la autoridad de un Filósofo Práctico. No van a exponerse a una sentencia de prisión por apoyarle a usted. —¡Habla demasiado alto para ser tan pequeño! —Por favor... ¿Quiere limitarse a proveerme del equipo necesario, sin más discusión? Murdock facilitó lo que le pedían y, una hora después del amanecer, Allan y el vítulo nadaban en las azules aguas de aquel mar, a unos siete metros bajo la superficie, en dirección noroeste a todo lo largo del banco de hielo. El equipo submarino del personal de la base era un traje espacial con un conductor propulsor montado en la espalda y un sencillo control, de velocidad variable, instalado entre los primeros dedos de la mano derecha. Podía desplazarse a una velocidad máxima no superior a las diez millas por hora y hacía fatigoso su uso el tener que mantener la cabeza ladeada para ver en derredor, y extender con rigidez los brazos para conservar la dilección de avance. A su alrededor, pero manteniéndose a respetable distancia, veíanse vítulos combatientes, portadores todos ellos de lanzas de basalto. Phyllis le había asegurado haber visto a un grupo de vítulos matar a un gigantesco pez, con sus armas de piedra pulimentada, en aquel océano de agua dulce. Pasó otra larga y aburrida hora antes de que su escolta proyectara mentalmente: "Muévase hacia el hielo y desciendo ligeramente. Reduzca la velocidad". Obedeció y, al poco rato, vio una sombra oscura en la blanca pared de hielo; sombra que se fue haciendo mayor rápidamente. Avanzó con lentitud hacia ella y resultó ser un túnel excavado en la roca. El vítulo iba adelante para servirle de guía. Al cabo de unos metros comenzó a ceder el techo y pudo nadar hacia arriba hasta salir a la superficie, hallándose en un lugar de exótica, pero impresionante, belleza. Era una amplia gruta, excavada en el hielo, en la punta de un glaciar que había alcanzado la orilla y perdido su fuerza arrolladora deteniéndose allí de la forma más singular o quizá mejor como alumbrando aquel gran hueco, cuyos lados habían vuelto a unirse de nuevo por su parte superior. El techo era de poco espesor y la luz se filtraba a su interior por varias grietas en aquellos puntos en los que la unión ño era perfecta. Amarillos haces herían una pared de hielo y rebotaban en un delirio de fantasmagóricos y abigarrados colores, que saltaban de superficie en superficie en un juego de resplandores alucinantes, que ocultaban más que revelaban. Las macizas paredes eran ásperas y melladas, con muchas salientes y aristas. Era un palacio de cristal y vidrio de cuento de hadas habitado por espléndidos reflejos y suaves penumbras. Alian Odegaard pensó que era el paraje más bello que jamás había visto en su vida. En la pequeña playa, y contemplándole con fijeza le aguardaban una treintena de seres adultos. Al salir del agua, Alian vio que formaban un semicírculo, y que en su centro se hallaba aquel que sólo podía ser El-que-toma-las-decisiones. IV Se encararon el uno con el otro, clavándose la mirada de los dorados ojos del vítulo en los pardos del pequeño terrestre. Alian bajó la vista para consultar su indicador ambiental y, luego, se quitó el casco. El aire olía ligeramente a pescado, pero era sutil y frío. "Le damos la bienvenida al lugar de reunión —manifestó una proyección fuerte e imperativa, que volvía a estar compuesta de nuevo por muchas mentes, si bien la personalidad predominante era la de El-que-toma-las-decisiones. Le trajimos a usted aquí para demostrar que dentro de los límites de lo que ustedes entienden por «raza» e

«inteligente», somos una raza inteligente. Deseamos que declare que este planeta está ilegalmente ocupado por terrestres, y que ordene a los actuales terrícolas que se marchen y que permanezcan alejados todos los demás. —No puedo dejar de admitir que, como raza, son seres inteligentes —respondió en tono mesurado, Alian—. Pero esa facultad mental la ejerce una mente colectiva y como individuos no pueden resistir la comparación con su valor como grupo; por esta razón, constituyen una forma de vida única, que exige un ulterior estudio del problema. Pero, de momento, me gustaría saber por qué desean que abandonemos el planeta. "Sabemos lo que los otros terrestres (esos que entienden de los estados del viento, del agua y del hielo) tratan de hacer aquí. Tres veces desde el año en que nuestra memoria racial brotó a la existencia, ha crecido el hielo y ha descendido el nivel del agua, convirtiéndose el área que ustedes llaman Atlantis, mitad en tierra y mitad en agua. El suelo se ha tornado verde con cosas que crecen. Por tres veces según nuestra memoria, nuestro pueblo se ha trasladado en gran número a tierra firme, sólo para ser arrojado de nuevo al mar cuando el hielo volvía a fundirse una vez más. Hemos comprobado, por el conocimiento hallado en las mentes de los terrestres, lo que ya notamos ser cierto: que nosotros como raza no podemos progresar hasta que nos hayamos emancipado del medio ambiente marino. En otras ocho mil de nuestras estaciones comenzará a formarse el hielo, como lo ha hecho antes. Queremos establecernos en tierra firme, como antes lo hicimos. Pero esta vez aplicaremos lo que hemos tomado de las mentes de sus compañeros y almacenado en nuestra memoria; dominaremos las ciencias físicas, desarrollaremos la tecnología necesaria y aprenderemos a controlar el tiempo como ustedes lo hacen. No habrá más inundaciones en nuestras tierras." Escuchando la serena e implacable manera con que se iban formando las palabras y se introducían en los canales del sistema nervioso de su cerebro, Alian reconoció para sí el hecho de que aquel pueblo podía hacer exactamente lo que decía. —¿Han absorbido ustedes los conocimientos de todos los humanos que aquí se encuentran y los han almacenado en su memoria racial? "De todos, excepto el suyo. Este lo tendremos en pocas noches más." —Puesto que pueden ustedes leer en mi mente, ya saben que tengo que tomar una decisión difícil. Me servirá de gran ayuda el conocer lo qué es su "memoria racial" y cómo se origina. También me gustaría conocer sus objetivos como grupo racial, una vez se hallen en tierra firme y, además, la forma en que proyectan llevarlos a término. "Esas cuestiones tienen fácil respuesta. Nuestra memoria colectiva es una masa acumulada de conocimientos que se halla impresa en el área de la memoria de todos los individuos al nacer, o por lo menos en tres por cada segmento de memoria. Somos una raza de vida breve, pues fallecemos por causas naturales, al octavo de nuestros años. Cuando cada individuo que lleva en sí una porción de memoria siente aproximarse su última hora, transfiere su legado a una criatura recién nacida y, de este modo, el conocimiento es transmitido sin cesar, de generación en generación. "Por lo que respecta a nuestros objetivos, son similares a los de ustedes. Hemos logrado —hubo una breve pausa— un gran desarrollo económico. No tenemos ninguno de los conflictos entre diferentes individuos que caracterizan a su sociedad. Pero esto no basta. Intentamos mejorar la vida del individuo en el seno de la raza y ello exige un incremento del natural lapso existencial, eliminando enemigos, perfeccionando una ciencia médica (que es un concepto nuevo para nosotros) y disponiendo de la facultad del placer, que sabemos falta en nuestras vidas. Todo esto lo podemos realizar mediante el conocimiento almacenado en nuestras memorias, una vez que la tierra firme sea nuestra de nuevo." "El terrestre ha corrompido a otra raza inocente", pensó Alian con amargura. "Podemos leer sus pensamientos cuando los proyecta con intensidad. Usted define la «corrupción» como un conocimiento acrecentado de los caminos elegibles a un ser

inteligente y una inclinación a optar por aquellas elecciones que conducen hacia un mayor placer vital. ¿Por qué considera esto como una cualidad negativa?" —Me temo que sería demasiado complicado explicarlo y quizá no llegaría a entender ni yo mismo —respondió con enojo Alian—. Por el momento, basta saber que he de tomar una decisión que afectará vitalmente a su futuro y, con franqueza, admito que me va a ser muy difícil tomarla. "Puesto que usted manifiesta que somos una raza inteligente, no debería de haber obstáculos en su camino. Si se halla dispuesto ya, uno de los nuestros le conducirá a su base. Si toman la decisión de permanecer aquí, les hostigaremos y combatiremos con todos los medios y de todas las formas de que seamos capaces." Alian volvió a ponerse, lentamente, el casco y se dirigió hacia el agua. Se sentía como un hombre que ha comido demasiado y sólo anhela tenderse en un rincón mientras digiere. Pero, este hartazgo había sido mental y podría hallarse largo tiempo en estado de embotamiento antes de que comprendiese con exactitud todo lo que había averiguado. El viaje de retorno fue tranquilo y, a mediodía se encontraba en el despacho de Murdock, en presencia únicamente del jefe de la base y de Phyllis. Hizo un breve informe y vio que el rostro de Murdock mostraba incredulidad. También Phyllis parecía algo perpleja. —¿Debo entender que ha resuelto usted definitivamente que un vítulo individualmente considerado no es inteligente? —preguntó Murdock, cuando recobró su habitual compostura. —No he tomado decisión alguna. Esa facultad de agrupar mentes es nueva para nosotros y requiere algún estudio. —El que su inteligencia colectiva sea un fenómeno único no es un motivo para considerar a cada individuo del grupo como si fueran débiles mentales —opinó con vehemencia Phyllis. —Probablemente desearé hablar con usted de nuevo más tarde. —La voz de Murdock era en extremo inexpresiva. —¿Por qué no come algo mientras tanto? ¿Puedes quedarte un momento, Phyllis? Alian comprendió que le daban a entender que les dejara a solas y se puso en pie. Tenía hambre, pero cuando tomó asiento para comer, le parecieron de una extraña insipidez los alimentos concentrados. Pensaba en el estimulante frescor del aire de la gruta, en la belleza del sol sobre el brillante hielo, en la rara y antigua sabiduría que había hallado en un grupo de vítulos. Resultaba singular que, como raza, hubiesen alcanzado las metas que habían dominado durante años el pensamiento de los mejores filósofos terrestres, y llegado, luego, a la convicción de que las necesidades del individuo eran tan importantes como las de la propia raza. Había aún planificadores sociales en la Tierra que eran incapaces de pensar en el pueblo en otros términos que no fuese de "grupos" o "masas". Tras la comida se vistió con ropas especiales contra el frío y salió. Toda la tarde anduvo por las playas, odiando su responsabilidad y la necesidad que había de tomar una decisión en uno u otro sentido. Cuando volvió a la base, al oscurecer, su reflexión había degenerado en incoherentes pensamientos; fragmentos sueltos, impresiones y recuerdos parciales remolineaban en su mente... Hemos logrado un gran desarrollo económico, pero esto no basta... La corrupción es un conocimiento acrecentado de los caminos por los que puede optar un ser inteligente... Los hostigaremos con todos los medios y maneras de que dispongamos. Recordaba la sangre brotada del cuerpo mordido de un pez antes de que el vítulo se lo tragara sin masticar siquiera, las melancólicas caras de payasos y la predominante inclinación que sentía al pensar en ellos como amables animalitos domésticos. ¿Qué es lo que sería el compartir los pensamientos, emociones y deseos con sus congéneres, formar un conjunto que fuese más grande que la suma de sus partes? Había una clara y razonadora potencia en El-que-toma-las-decisiones, un intelecto de rara

magnitud. Cuando franqueó la puerta, un ordenanza estaba anunciando su nombre. Se dirigió al despacho de Murdock, tal como se le había solicitado. —Siéntese, Alian. Había prescindido de toda falsa cordialidad, de todo fingimiento en su desenvuelta actitud amistosa, como si el hombre supiera que todo ello no servía ya a ningún propósito. Su voz era viva e impersonal. —Voy a darle alguna información sobre Sister, que no hallará en las relaciones ordinarias. Todo componente del personal que se ha enterado de este particular, ha jurado guardarlo en el más estricto secreto. Desde luego, ello no es necesario en su caso. —Gracias —dijo con énfasis, Alian. —Usted sabrá, estoy seguro, que las reservas de uranio de la Tierra están casi agotadas. En la excitación, creada por ese nuevo método de difusión de la luz solar, de generación y propagación de energía, el público ha tendido a olvidar las miles de diferentes aplicaciones industriales y médicas de la ciencia atómica. Piensan que una energía virtualmente ilimitada disponible en cualquier sitio y momento, soluciona todos los problemas. En realidad, la necesidad de uranio aumenta cada día y no ha sido fácil hallarlo en cantidades comercialmente interesantes. Sister es un planeta sumamente rico. Los núcleos que hemos extraído de Atlantis señalan la existencia de vastos depósitos de uranio y davidita, así como de alguna pechblenda, carnotita y tobernita. Tal concentración primaria de davidita se encuentra en una especie de altiplanicie en la que en cinco años pensamos instalar una planta de refinación que embarcará mineral para la Tierra. No se necesita recalcar la importancia del hecho. —Es una información interesante, pero no veo la relación... Estoy seguro de que no desconoce usted que las consideraciones económicas no desempeñan nunca papel alguno en la decisión de un Filósofo Práctico. —¡Oh, prescinda de eso!¡Esa necesidad sobre la "conciencia de la Humanidad" no me la trago! Cuando lleguen a ciertos oídos de la Tierra noticias sobre la existencia de estos depósitos, le retirarán sus credenciales en un minuto si nos ocasiona molestias. —¿Lo cree usted realmente así? —preguntó Alian, con voz suave y casi amable. —Estoy seguro. El idealismo es necesario, pero no puede ser obstáculo a una auténtica necesidad. —¿Relacionaría de algún modo esta falta de confianza en la autoridad de un Filósofo Práctico, con los beneficios que su universidad perdería si dictamino en contra de sus deseos? El rostro de Murdock enrojeció de ira y se puso en pie. —¿No puede usted comprender que estoy pensando en el bien de toda la humanidad? Alian suspiró con cansancio. —Es posible. Y las necesidades de toda la humanidad influyen en mí de un modo que usted pudiera no entender. Pero su informe ha llegado demasiado tarde. Ya he tomado mi decisión. Y volveré a necesitar el traje submarino para mañana por la mañana. Al hallarse en su aposento, a solas, después de cenar rompió a hablar en voz alta. —dijo usted que podía oírme. Demuestre que así es. Sintió como si una descarga eléctrica le advirtiera de que había sido oído, como si alguien hubiese tomado un teléfono y le llamara sin querer hablar por el auricular. Aguardó y, al cabo de un momento, la sosegada voz colectiva preguntó: "¿Cuál es su deseo?" —Quisiera volver a hablar con el que toma las decisiones, personalmente. ¿Harían el favor de enviarme a alguien al amanecer, para conducirme al lugar de reunión? Siguió otro breve silencio y pudo casi oír agitarse el éter a causa de la apresurada conferencia que vino a continuación. Luego, la voz dijo: "Así se hará."

La maravillosa gruta parecía no haber variado, a no ser por la presencia de varios guerreros más, portadores de lanzas. Desconfiaban de él, lo cual indicaba que sus facultades de adivinación del pensamiento eran limitadas. El humano no había tramado ninguna traición. El-que-toma-las-decisiones le miró con sus dorados ojos, melancólicos, desde el centro del grupo que constituía la memoria de la raza. "Esta vez ha sido usted quien nos ha convocado." Alian inspiró profundamente el frío aire y se paseó de un lado a otro de la pequeña playa a la vez que hablaba, sin mirar a los vítulos. —Dijeron ustedes que no tenían idea alguna de la ciencia de la medicina hasta nuestra llegada. ¿Comprenden ustedes el sentido de la expresión "especular"? Porque yo estoy especulando con el futuro de ustedes y no puedo saber con certeza lo que será de él. Permítanme exponerles mis razones y, luego, mi decisión, que ya ha sido transmitida a la Tierra. Los guardianes que estaban próximos a él se le acercaron más, alzando ligeramente sus lanzas. Experimentó una sensación de amenaza en el recinto y se preguntó si no había cometido un error en acudir allí en persona. Sería absurdo morir en aquel palacio de hielo, cuando muchas veces se había sentido en mayor peligro y, sin embargo, lograba escapar con vida. —Si se quedan solos, pasarán ocho mil años antes de que un vítulo vuelva a poder andar por tierra firme, pero entonces será de manera segura y cierta(*). Sí, no se engañen a este respecto; en tal caso serán ustedes exterminados. El hombre es un enemigo bien preparado, despiadado e implacable y, si se obstina en destruirles, lo logrará. Sus cuerpos abastecerán nuestra mesa, y no le importará lo más mínimo que los cerebros que devore posean una memoria racial que alcance a un pasado más remoto que el suyo. "Soy incapaz de soportar la idea de que otras mil generaciones de vuestra especie sigan la tortuosa senda del mar, obteniendo nada más que el sustento cotidiano. Tampoco deseo la guerra entre nosotros. Mi decisión ha sido informar que son ustedes, sin duda alguna, una raza inteligente... Pero que recomiendo completar la «terraformación» y comenzar el asentamiento de nuestros colonos." Se produjo una agitación momentánea entre los vítulos y un silencioso cambio de posición cuando los guardias más próximos a su persona parecieron aprestarse a traspasarle con sus armas. Dirigió una ojeada a los guerreros que aguardaban expectantes y, luego, El-que-toma-las-decisiones, comprendió que su vida dependía de sus siguientes palabras. No había sabido cómo reaccionarían y sus escasos conocimientos de mentes grupales no bastaban para sacar conjeturas, pero nunca había creído que fueran a tomar una venganza inmediata y personal. —Soy un terrestre —dijo con tono claro y pausado. A veces me he sentido orgulloso de mi pueblo y otras avergonzado. Pero la especulación mía está basada en un conocimiento de mi pueblo y de otras razas, de ustedes mismos y también en la certeza de que ustedes no pueden contender con nosotros ni siquiera con sus grandes memorias colectivas. Si los coloniales quieren seguir mi recomendación (cooperar con ustedes, ayudarles en tierra firme y ser, a cambio de ello, ayudados en el mar), en tal caso no hay motivo para que dos razas no puedan progresar unidas. A pesar de nuestra historia pasada, tengo suficiente fe en el hombre como para pensar que cumplirá su parte en el compromiso. ¿Quieren ustedes compartir mi fe y contribuir a que su raza colabore con la mía? El-que-toma-las-decisiones le miró cara a cara, en silencio y Alian experimentó un movimiento de simpatía hacia un individuo que debía decidir el porvenir de toda su raza. El silencio se hizo general, pero los guardias que permanecían a su lado no bajaron las lanzas.

El terrestre aguardó la palabra que decidiría su destino personal. La resolución de que las dos razas podían cooperar en una tarea común, había sido alcanzada por deducción razonable y la había expuesto a los vítulos, personalmente y de improviso. Ahora sabría cuál era la verdad definitiva de las dos razas.

SEGREGACIÓN Vernor Vinge Antropología y arqueología... la búsqueda de antiguas civilizaciones... esto ha formado el fondo de tantos relatos llenos de color en la ficción científica, desde las leyendas de la Atlántida a las de olvidadas razas extrañas en las galaxias. Aquí, un nuevo escritor ofrece una diferente clase de investigación en una muy distinta civilización perdida. —... ¡PERO VIO UNA LUZ! En la costa. ¿Puede comprender lo que esto significa? Diego Ribera y Rodríguez se inclinó sobre el pequeño escritorio de madera para recalcar su insinuación. Su interlocutor se hallaba sentado en la sombra y evitaba el débil resplandor de la lámpara de aceite de ballena que colgaba del techo del camarote. Durante la momentánea pausa en la discusión, Diego oyó silbar agudamente el viento entre los mástiles y jarcias. Se sintió súbita y penosamente consciente del balanceo del puente y del lento columpiar de la lámpara. Pero continuó con la mirada fija en el hombre que frente a él estaba, en espera de una respuesta. Finalmente, el capitán Manuel Delgado inclinó su cabeza sacándola de las sombras, y sonrió desagradablemente. Su enjuto rostro y el negro bigote pronunciado le daban el aspecto de lo que era: un ejecutor de poder... político, militar y personal. —Significa gente —respondió—. ¿Y qué? —Eso es. Gente. En la península Palmer. El continente Antártico está habitado. ¡Vaya, el hallar seres humanos en Europa no podía ser ya más fantástico! —Mire(*), señor. Me doy vagamente cuenta de la importancia de lo que usted dice. — Sonrió otra vez con aquella peculiar manera—. Pero el Vigilancia... Diego probó de nuevo. —Hemos de desembarcar sencillamente e investigar la luz. Considere sólo la importancia científica de todo ello... —El antropólogo había dicho una inconveniencia. La cínica indiferencia de Delgado dio paso, en su cara joven y de acusados rasgos marcados por la experiencia, a una expresión fiera. —¡Importancia científica! Si esos babosos australianos amigos suyos quisieran, podrían darnos todo el conocimiento científico jamás conocido. Pero ellos tienen a sus "simpatizantes" —apuntó con un dedo a Ribera— recorriendo todo el Hemisferio Sur, haciendo una labor de "búsqueda" que debe haber sido efectuada diez veces hace más de doscientos años. Los puercos ni siquiera emplean el conocimiento en su propio beneficio. —Esta era la mayor condena que Delgado podía pronunciar. Ribera contuvo a duras penas una réplica mordaz, pues ya era más que bastante un error aquella noche. Podía comprender, aunque no aprobar, el encono de Delgado contra una nación que había tenido la suficiente cordura (o suerte), para no incendiar sus bibliotecas durante los alborotos y desórdenes que siguieron a la Guerra Mundial del Norte. Los australianos tienen el conocimiento, muy bien, pensó Ribera, pero también tienen el buen criterio de saber que deben efectuarse algunos cambios en la sociedad humana antes de que ese conocimiento pueda ser reinstaurado, o de lo contrario nos veríamos

envueltos en una Guerra Mundial Sur y acabaríamos con la raza humana. Esto era lo que Delgado y muchos otros se negaban a aceptar. Pero, realmente, señor capitán, estamos haciendo una investigación original. Las corrientes y poblaciones del Océano cambian en el curso de los años. Nuestros datos son a menudo muy diferentes de los que sabemos fueron recogidos antes. Esa luz que Juárez vio esta noche es la evidencia más firme de que las cosas son distintas. Y para Diego Ribera, ello era especialmente importante. Como antropólogo no había tenido nada que hacer durante el viaje, excepto marearse. Mil veces se había preguntado por qué había sido él quien organizara la inclusión de ecólogos y oceanógrafos en el buque; ahora lo sabía. Si tan sólo pudiese convencer a este intolerante marino... Delgado pareció relajado de nuevo. —Y además, señor profesor, debe usted recordar que sus "científicos" son realmente superfluos en esta expedición. Tuvo usted suerte en meterse a bordo. Era verdad. El Presidente Imperial(*) era aún más hostil que Delgado para con la Universidad de Melbourne. A Ribera no le gustaba pensar en toda la suma de pelotilleos y triquiñuelas que había sido necesaria para incluir a aquella gente en la expedición. La réplica del antropólogo al último comentario del capitán brotó respetuosa, casi humildemente. —Sí, ya sé que está usted haciendo algo verdaderamente importante aquí. —Hizo una pausa. ¡Al diablo!, pensó, asqueado de pronto ante su propia actitud congraciadora. Este estúpido no escuchará a la lógica o al halago—. Sí, verdaderamente importante — repitió—. Allá en Buenos Aires, el astrólogo mayor del presidente imperial consultó su bola de cristal, o lo que fuese, y dijo a Alfredo IV, con tono sepulcral: "Señor Presidente, las estrellas han hablado. Todos los secretos del goce y la riqueza se hallan en la isla flotante Coney. Enviad a vuestros hombres en dirección al sur para hallarla." Y así usted, el comandante-piloto del Vigilancia, y la mitad de los deficientes mentales de Sudamérica, se hallan andorreando en torno a la costa antártica en busca de la Isla Coney. Ribera expelió aliento y sátira al mismo tiempo. Sabía que su temperamento, durante tanto tiempo enjaulado, no había sino arruinado todos sus planes y quizá puesto en peligro su vida. La cara de Delgado pareció helarse. Su mirada revoloteó por encima del hombro de Ribera, posándose en un espejo estratégicamente situado en el espacio comprendido entre el marco de la puerta del camarote y su umbral. Luego volvió a mirar al antropólogo. —Si yo no fuese un hombre razonable, sería usted pasto de las oreas antes de mañana por la mañana. —Luego sonrió con mueca sinceramente amistosa—. Además, tiene usted razón. Esos imbéciles de Buenos Aires no son aptos para gobernar una pocilga y mucho menos el Imperio Sudamericano. Alfredo I era un nombre, un superhombre. Antes de que los trastornos de la guerra se hubiesen apagado, unió un continente entero en un solo puño, un continente que nadie había sido capaz de unificar con aviones a chorro y armas automáticas. Pero sus sucesores, especialmente el de ahora, son vagabundos supersticiosos. Francamente por eso no puedo desembarcar en la costa. El astrólogo imperial, ese tal Jones y Urrutia, pretendería, a nuestro regreso, que yo había provisto de lo necesario a sus simpatizantes australianos, y el presidente le creería, y probablemente yo sería expedido con un billete de ida sólo al hemisferio norte. Ribera quedó silencioso durante un segundo, intentando aceptar la súbita amistosidad de Delgado. Finalmente se aventuró a decir: —Yo habría pensado que, aunque usted aprecia a los astrólogos, parece tenernos bastante aversión a los científicos. —Está usted empleando marbetes, Ribera. No tengo nada contra las calificaciones. El éxito gana mi atención y el fracaso mi odio. Pudo existir algún tiempo pasado, en el que un grupo, cuyos componentes se denominaron a sí mismos astrólogos, obtuviera resultados. No lo sé, ni me interesa la cuestión, porque vivo en el presente. En nuestro

tiempo, los hombres que actúan bajo el nombre de astrólogos son incapaces de obtener resultados; son impostores conscientes. Pero no presuma usted, que los suyos también han conseguido condenadamente escasos resultados. Y si resultara alguna vez que los astrólogos tuviesen éxito, aceptaría sus artes sin vacilación, y les denunciaría a ustedes y a su método científico como supersticiones... pues eso es lo que sería frente a un método de mayor rentabilidad. El sumo pragmático, pensó Ribera. Al menos aquí hay una forma de persuasión que servirá. —Comprendo lo que quiere usted decir, capitán. Y, en cuanto al éxito, hay un medio para que pueda desembarcar impunemente. En el curso de los siglos suelen suceder muchas cosas. —Medio a hurtadillas prosiguió—. Lo que fuera antaño una isla flotante puede que se asentara en la orilla del continente. Si se les pudiese convencer de la idea a los astrólogos... —Dejó en suspenso la frase. Delgado meditó, mas no por mucho tiempo. —¡Vaya, esa es una idea! Y personalmente me gustaría descubrir la especie de criatura que prefiera esta nevera al resto del Mundo Sur... Muy bien, lo intentaré. Ahora, salga. Tengo que hacer aparecer esto como ocurrencia de los astrólogos y usted puede estropear la ilusión si está presente cuando les hable. Ribera se levantó de su silla, tambaleándose por el balanceo y la brusquedad de su despedida. No cabía duda alguna de que Delgado era el más insólito oficial que jamás conociera. —Muchísimas gracias, señor capitán. —Se volvió y atravesó con inseguros pasos la puerta, pasó ante el fanal que estaba junto a la entrada, y se sumió en la oscuridad azotada por el viento de la breve noche antártica. A los astrólogos les gustó la idea, y a las dos treinta de la madrugada (poco después del orto) la Vigilancia, Nave del Presidente, cambió de rumbo y viró hacia la zona de la costa donde había aparecido la luz. Antes de que el sol estuviera seis horas en el firmamento, se arriaron los botes que pusieron proa a la costa. En su avidez, Diego Rivera y Rodríguez logró meterse en el primero, sin percatarse de que los astrólogos se aprovecharon de su favorecida situación, para comandar la embarcación de cabeza. Era un día despejado, pero el viento agitaba el mar y fría agua salada salpicaba a los tripulantes de la frágil embarcación que se agitaba alzándose y cayendo, con una monotonía que presagiaba el mareo a Ribera. —¡Vaya, por fin se toma usted interés por nuestra búsqueda! —dijo una voz aguda, interrumpiendo sus pensamientos. Ribera se volvió para encararse con quien hablaba, reconociendo a Juan Jones y Urrutia, ayudante del astrólogo mayor del Presidente Imperial. Sin duda alguna, el insípido joven místico creía a pies juntillas en las leyendas de la Isla Coney, pues de lo contrario se las habría apañado para quedarse en Buenos Aires con el resto de los hedonistas de la corte de Alfredo. Junto al astrólogo se sentaba el capitán Delgado, quien debió haber efectuado un tremendo trabajo de persuasión, pues Jones parecía considerar la idea de visitar la costa como salida de su propio caletre. Ribera se esforzó por sonreír. —Bueno, sí,... ejem... Jones insistió: —Dígame, ¿hubiese sospechado siquiera que existía vida aquí, usted que no se preocupó en consultar los Fundamentos de la Verdad? Ribera gimió. Se fijó en que Delgado sonreía ante su malestar. Si la embarcación sufría otro altibajo, Ribera pensó que chillaría; la nave lo hizo, él no. —Creo que no podíamos haberlo supuesto, en efecto —respondió, pegado al costado de la embarcación, maldiciéndose por haber mostrado tanto anhelo en montar en la primera.

Su mirada erró por el horizonte... cualquier cosa con tal de apartarse de la vacua y presuntuosa expresión de la cara de Jones. La costa era gris, pelada, cubierta por grandes cantos rodados. Los rompientes que la azotaban parecían amarillentas o rojizas donde no eran blanca espuma... coloreadas probablemente por algas y diatomáceas; los de ecología lo sabrían. —¡Humo a proa!—La voz provenía, atenuada, de la segunda embarcación. Ribera entornó los ojos examinando minuciosamente la costa. ¡Allí! Apenas reconocible como humo, la calina, agitada por el, viento, se alzaba de algún punto oculto por los bajos cerros costeros. ¿Y si resultara que fuese algún tardío volcán activo? Este pensamiento desalentador no se le había ocurrido antes. Los geólogos se divertirían, mas, en cuanto a él concernía, supondría un fracaso... En todo caso, dentro de pocos momentos sabría lo que era. El capitán Delgado evaluó la situación y dio luego breves órdenes a los remeros, cuya cadencia aumentó, girando la embarcación noventa grados para moverse paralelamente a la costa y a las rompientes, a unos quinientos metros. Las barcas que seguían imitaron la maniobra. No tardó en plegarse la costa hacia el interior, revelando una ensenada larga y angosta. La noche anterior, el Vigilancia debió haber estado directamente en línea con el canal, para que Juárez hubiese podido ver la luz. Las tres embarcaciones remontaron el estrecho. Pronto cesó el viento. Todo cuanto podía oírse de él era un desapacible silbido al barrer los cerros que bordeaban el canal. Las olas eran mucho más suaves ahora y el agua helada no salpicaba ya el interior de las barcas, aunque las zamarras con capucha de los hombres estaban ya encostradas de salitre. Antes, el agua había parecido ligeramente amarilla; ahora anaranjada y hasta roja, especialmente más arriba de la ensenada. La brillante contaminación bacterial contrastaba agudamente con los romos cerros, que no mostraban vegetación alguna. En vez de elementos de la flora, grises cantos rodados de todos los tamaños cubrían uniformemente el paisaje. No había nieve por ninguna parte; llegaría con el invierno, que estaba aún a cinco meses de distancia. Mas para Ribera, aquel "paisaje" estival era muchísimo más áspero que el panorama del más crudo invierno en Sudamérica. Agua roja, pardos cerros. Las únicas cosas que hasta parecían débilmente normales eran el brillante cielo azul y el sol que proyectaba largas sombras en el sumido valle; un sol que parecía constantemente a punto de ponerse, aunque apenas se había alzado. La atención de Ribera se dirigió canal arriba. Olvidó el marco, el agua sangrienta y la tierra muerta. Pudo verlos; no un fulgor ambiguo en la noche, ¡sino gente! Vio sus cabañas, al parecer hechas de piedra y pieles, y hundidas en parte en el suelo. Vio lo que parecían ser barcas o kayaks de cascos de cuero y, entre ellas, una embarcación mayor, blanca (¿qué podría ser?), alineadas todas en el terreno ante el poblado. ¡Veía personas! No distinguía las expresiones de sus caras, ni tampoco el tipo exacto de su ropaje, pero las veía y eso bastaba de momento. Allí había algo verdaderamente nuevo; algo que los hacía tiempo desaparecidos eruditos de Oxford, Cambridge y UCLA no habían sabido nunca, ni habían podido saberlo. ¡Allí había algo que la humanidad estaba contemplando por vez primera! ¿Qué trajo aquí a esta gente?, se preguntó Ribera. De los varios libros sobre culturas polares que había leído en la Universidad de Melbourne, sabía que por lo general hay pueblos forzados a trasladarse a las regiones polares por presión de otros competidores. ¿Cuáles eran las fuerzas que había tras esta migración? ¿Quiénes eran esos pueblos? Las barcas surcaron rápidamente el agua en calma, y Ribera no tardó en notar cómo la quilla de la suya rozaba el fondo. El y Delgado saltaron al agua roja y ayudaron a los remeros a arrastrar la embarcación a la playa. Ribera esperó impacientemente a que llegaran las otras dos barcas que transportaban a los científicos y, en el ínterin, concentró su atención en los nativos, intentando comprender en seguida cada detalle de sus vidas.

Ninguno de los aborígenes se movió; ninguno corrió; ninguno atacó. Permanecieron, donde estaban cuando los vio por primera vez. No fruncieron el ceño ni blandieron armas, pero Ribera se daba buena cuenta de que no se mostraban amistosos. No aparecían, en ellos ni sonrisas, ni muecas y gestos de bienvenida. Parecían ser gente orgullosa. Los adultos eran de elevada estatura y sus caras tan mugrientas, curtidas y marchitas, que sólo un antropólogo podría adivinar su raza. Por lo hundido de sus labios dedujo que a la mayoría de ellos le faltaba la dentadura. La chiquillería nativa fisgaba tras las piernas de sus madres, mujeres que parecían lo bastante viejas como para ser bisabuelas. De haber sido sudamericanas hubiese estimado su edad en sesenta o setenta años, pero sabía que no podían tener más de veinte o veinticinco. Por los tejidos adiposos de sus caras, Ribera pensó que se podía deducir la evidencia de la adaptación al frío; tal vez fuesen esquimales, aunque habría sido físicamente imposible para aquella raza emigrar de un polo al otro mientras estaba en pleno apogeo la guerra del Hemisferio Norte. Tanto sus zamarras como sus "kayaks" parecían estar hechos con piel de foca. Pero sus zamarras eran de mal corte y mucho más abultadas que las de los esquimales que había visto en fotografías. Y los arpones que llevaban mucho menos ingeniosos que los que recordaba. Si aquella gente procedía de la supuestamente extinta raza esquimal, se trataba, a buen seguro, de una rama en extremo primitiva. Además, eran demasiado peludos para ser indios o esquimales de pura sangre. Con mediana atención se fijó en el vistazo de los astrólogos al poblado y les dejó hacer. Ellos andaban tras la Isla Coney y no de algunos apestosos aborígenes. Ribera sonrió mordazmente; ¿cuál sería la reacción de Jones, si el astrólogo se enteraba de que Coney había sido antaño un parque de atracciones americano? Muchas leyendas habían brotado en la postguerra y la de la Isla Coney era una de las más fantásticas. Jones condujo a sus hombres a uno de los cerros más próximos, evidentemente para conseguir una vista mejor de la zona. El capitán Delgado despachó presurosamente a doce tripulantes para que acompañasen a los místicos. El buen marino reconocía evidentemente la situación en que se encontraría si alguno de los astrólogos llegaba a perderse. La atención de Ribera volvió a centrarse en el enigma. ¿De dónde venía aquella gente? —¡Cómo había llegado allí? Quizás era éste el mejor enfoque del problema, pues las personas no brotan del suelo. Los miserables "kayaks" —no eran auténticos "kayaks", porque no encerraban la parte inferior del cuerpo de sus tripulantes— apenas podían transportar a una persona en diez kilómetros de mar abierto. ¿Y aquella embarcación blanca, allá en la playa? Parecía mucho más compleja que los "kayaks" de piel curtida y hueso. La examinó detenidamente desde lejos... hasta podría estar hecha de fibra de vidrio, un material de construcción de la anteguerra. Tal vez debería examinarla más de cerca. Una voz llamó la atención de Ribera y se volvió. La segunda embarcación que transportaba a la mayoría de los científicos había varado en la rocosa playa. Corrió a ella y expuso la esencia de sus conclusiones a los que desembarcaban. Tras explicar la situación, Ribera eligió a Enrique Cardona y Ari Juárez, ambos ecólogos, para que le acompañasen a parlamentar con los nativos, y los tres se acercaron al grupo mayor, cuyos componentes les contemplaban como si fuesen piedras. Los sudamericanos se detuvieron varios pasos ante los silenciosos indígenas. Ribera alzó las manos en ademán de paz. —Amigos, ¿podríamos echar un vistazo a vuestra magnífica embarcación de allá? No le causaremos ningún daño. No hubo respuesta alguna, aunque Ribera sintió una mayor tensión entre los nativos. Intentó de nuevo, solicitándolo en portugués y luego en inglés. Cardona probó en zulú y Juárez en chapurreado francés. Nada aún, pero los arpones parecieron estremecerse y

hubo un movimiento general, aunque casi imperceptible, de las manos hacia los cuchillos de hueso. —Bueno, al diablo con ellos —estalló al fin Cardona—. Ven, Diego, vamos a echarle un vistazo. —El irritable ecólogo se volvió y comenzó a andar en dirección a la misteriosa embarcación blanca. Esta vez no hubo una hostilidad dudosa, pues se alzaron los arpones y se empuñaron los cuchillos. —¡Espera, Enrique!—apremió Ribera. Cardona se detuvo. Ribera estaba seguro de que si el ecólogo hubiese dado un paso más, habría sido acribillado—. Espera... Tenemos mucho tiempo por delante. Además, sería una locura apresurar el desenlace. —Señaló a las armas de los nativos. Cardona se fijó en ellas. —Está bien. Contemporizaremos por el momento. —Parecía considerar a los arpones más como un estorbo que como una amenaza. Los tres se retiraron de la confrontación. Ribera reparó en que los hombres de Delgado tenían medio desenfundadas sus pistolas. La expedición había evitado por los pelos un derramamiento de sangre. Los científicos hubieron de contentarse con una inspección periférica del poblado. En cierto modo, era más agradable que un examen directo, pues el suelo en torno a las cabañas estaba cubierto de inmundicias. En cosa de un siglo aquella zona tendría los sedimentos de una tierra vegetal. —Sí —respondió Delgado. Comprendía lo que había visto, y por primera vez parecía un tanto sojuzgado—. Bueno, volvamos. Esta tierra no es apta para... no es apta... Los seis hombres comenzaron a desandar lo andado. Aunque los oficiales habían tenido también la oportunidad de emplear los prismáticos, no parecían comprender exactamente lo que habían visto, y probablemente tampoco los astrólogos se percataban de la importancia del descubrimiento. Ello reducía a tres, Juárez, Ribera y Delgado, el número de los que conocían el secreto del origen de los nativos. Ribera estaba seguro de que si las noticias se extendían mucho, podría producirse una catástrofe. Tenían ahora el viento a la espalda, pero ello no hacía que aumentase su velocidad. Tardaron casi un cuarto de hora en alcanzar la cima del cerro que dominaba el poblado y el agua roja. Abajo pudo ver Ribera a los varones adultos nativos arracimados en apretado grupo. A menos de cuatro metros de ellos se encontraban todos los científicos y tripulantes. Entre los dos grupos estaba uno de los sudamericanos. Ribera entornó los ojos y vio que era Enrique Cardona. El ecólogo estaba haciendo gestos y ademanes vehementes y enojados. —¡Oh, no!—clamó Ribera, lanzándose cerro abajo, seguido muy de cerca por Delgado y los demás. El antropólogo se movía más rápidamente aún que los astrólogos una hora antes, y casi con doble velocidad de la que se hubiese creído humanamente posible. Las pequeñas avalanchas que sus pisadas producían eran lentas comparadas con su celeridad. Y hasta al volar, por decirlo así, ladera abajo, Ribera se sentía despegado, examinando analíticamente la escena ante sí. Cardona estaba vociferando, como si quisiera hacer comprender a los nativos lo que decía por puro volumen de voz. Tras él estaban los ecólogos y biólogos, impacientes por inspeccionar el poblado y la embarcación de los nativos. Ante él se encontraba un indígena magro y de elevada estatura, que podía tener unos cuarenta años. Hasta desde esta distancia, su actitud revelaba una cólera intensa y contenida. El atuendo que portaba era el más poco práctico de cuantos viera Ribera; juraría que se trataba de una piel de foca en burda imitación de la zamarra de dos cuerpos. Casi chillando, Cardona decía: —¡Maldita sea!¿Por qué no podemos echar un vistazo a vuestra embarcación? Ribera dio un último impulso a su carrera y voceó a Cardona que cesara en su provocación. Pero era ya demasiado tarde. Justamente en el momento en que llegó al

escenario de disputa, el nativo de la rara zamarra se irguió en toda su estatura, y apuntando a todos los sudamericanos gruñó (tanto como pudo registrar la mente pensando en español de Ribera):... in di nam niutranfals mos vulisterf... Fueron arrojados los arpones semialzados. Cardona cayó al instante, atravesado por tres de ellos. Varios hombres más fueron alcanzados y derribados también. Los nativos sacaron sus cuchillos y atacaron aprovechándose de la confusión creada por los arpones. Un penoso silbido pasó junto al oído derecho de Ribera, al disparar Delgado su pistola, abatiendo al jefe de los nativos. Los tripulantes se recobraron de su sorpresa y comenzaron asimismo a disparar. Ribera hizo lo propio. Pero, vaciadas las cargas de sus pistolas, científicos y tripulantes se vieron obligados a recurrir a los cuchillos. Los siguientes segundos fueron de caos total. Los cuchillos se alzaban y se abatían, brillando más rojos que el agua en la caleta. El antropólogo cayó casi, tropezando en cuerpo retorciéndose. El aire estaba colmado de roncos gemidos y sonidos de esfuerzos de los contendientes. Los grupos eran segados por igual. En alguna parte aún serena de su mente, Ribera captó el retorno de las barcas de los astrólogos, y lanzó una ojeada a sus tripulantes que apuntaban sus mosquetes en espera de un claro para disparar sobre seguro contra los primitivos. La turbulencia de la refriega le hizo remolinear sacándole de la parte más enconada de la misma. Tenían que despegarse; otros cuantos minutos, y no quedaría ni uno de los diez de la playa. Ribera avisó a gritos a Delgado. Milagrosamente, éste le oyó y convino en que la retirada era lo único cuerdo a hacer. Los sudamericanos corrieron a su embarcación, con los nativos pisándoles los talones. Del agua provinieron sonidos crujientes. Los tripulantes de las otras barcas estaban aprovechándose de la dispersión entre persecutores y perseguidos. Los sudamericanos llegaron a su embarcación y comenzaron a empujarla en el agua. Ribera y otros varios se volvieron para enfrentarse a los nativos. El fuego de fusilería había obligado a la mayoría de los nativos a retroceder, pero vinos cuantos corrían aún hacia la playa, blandiendo sus cuchillos. Ribera se agachó, cogió un guijarro del suelo y, empleándolo con toda la habilidad de su "apacible" niñez, contrajo el brazo, lo extendió, y el guijarro salió disparado, para ir a dar, con agudo chasquido, entre los ojos de un nativo, que cayó de bruces, quedando tendido inmóvil. Ribera se volvió y corrió al agua somera tras la embarcación, siendo seguido por el resto de la retaguardia. Ansiosas manos se tendieron para meterle a bordo de la embarcación. Unos cuantos centímetros más, y estaría a salvo. El golpe le envió girando hacia adelante. Al caer vio con mudo horror el arpón escarlata que había surgido de la zamarra poco más abajo del bolsillo del lado derecho. ¿Es que han de cometerse siempre y reiteradamente los mismos desatinos? Ribera no tuvo tiempo de extrañarse por este fugaz pensamiento incongruente, pues un velo rojo se extendió ante su vista. Una suave brisa portadora de los alegres sonidos de reuniones lejanas penetraba a través de las amplias ventanas del "bungalow", acariciando su interior. Era una noche fresca de postrimerías del verano. Los primeros aires suaves del otoño hacían a la oscuridad agradable e invitadora. La casa campestre estaba situada en la pequeña serranía que marcaba la antigua línea costera de La Plata; los céspedes y setos del exterior descendían poco a poco hacia el llano general de la ciudad. La débil aunque delicada luz de las lámparas de petróleo definía la rectangular disposición de las calles y mostraba sus edificios, uniformemente de uno o dos pisos. Más allá, las luces de la ciudad cesaban bruscamente en el terreno ribereño. Pero aún después se veían las móviles y amarillas de las barcas y buques navegando por La Plata. Al extremo izquierdo ardían las brillantes luminarias que rodeaban el Recinto Naval, donde el Gobierno elaboraba algún arma secreta, posiblemente un buque de guerra movido a vapor.

Era una escena pacífica y una velada feliz; los preparativos estaban casi completos. Su escritorio se hallaba atiborrado por las respuestas alentadoras a sus proposiciones. Había sido una ardua tarea, pero también muy entretenida al mismo tiempo. Y Buenos Aires había sido la base ideal de operaciones. Alfredo IV estaba recorriendo las provincias occidentales. Para ser más precisos, el Presidente Imperial y su corte estaban visitando los lugares de placer de Santiago (como si Alfredo no hubiese empleado bastante talento en el propio Buenos Aires). La Guardia Imperial y la Policía Secreta se arracimaban en torno al monarca (Alfredo tenía más miedo a un complot cortesano que a cualquier otra cosa), de manera que Buenos Aires estaba más relajada que lo había estado en muchos años. Sí, dos meses de ardua tarea. Hubo de informarse, confidencialmente además, a muchas personas importantes. Pero las respuestas habían sido uniformemente entusiastas, y parecía que el proyecto no era conocido por quienes querían destruir su objetivo; no obstante, desde luego, el simple hecho de que tantas personas tuvieran que conocerlo, aumentaba las probabilidades de su revelación. Pero era un riesgo necesario. Y, pensó Diego Ribera, han pasado dos meses desde la batalla de Cala Sangrienta (el nombre de la ensenada había nacido casi espontáneamente). Esperaba que la tribu no hubiese sido espantada de aquel paraje, o, infinitamente peor, llevada al extremo de la inanición por la matanza. Si aquel estúpido de Enrique Cardona hubiese tan sólo mantenido cerrada la boca, ambas partes se habrían separado pacífica (si no amistosamente), y algunos hombres estarían aún con vida. Ribera se rascó el costado pensativo. Unos milímetros más y no hubiese salido de aquélla. Si el arpón se le hubiese clavado un poco más arriba... El rápido pensamiento de alguien había favorecido su inicial buena suerte. Aquel alguien había cortado la cuerda atada al arpón; de no haber sido efectuada la operación, hubiese sido retirada la cuerda, y empotrada la púa. Tan milagroso era también que hubiese sobrevivido al cercado y a las pobres condiciones médicas a bordo del Vigilancia. Físicamente, todo el daño quedaba ya reducido a un par de apreciables cicatrices circulares. Todo ello bastaba para darle a uno religión, o a la inversa, terror al infierno. Al llegar el próximo enero volvería con la expedición secreta que había estado organizando tan activamente. Nueve meses eran largo plazo de espera, pero decididamente no podían hacer nada hasta la llegada de ese invierno, y realmente se necesitaba tiempo para reunir el material y equipo necesarios. Diego fue arrancado de estos pensamientos por varios sordos golpes en la puerta. (Aquella casita en el sector más tranquilo de la ciudad era testimonio del aliento que ya había recibido de algunas personas muy importantes.) Ribera no tenía la menor idea de quien pudiera ser el visitante, pero albergaba razones para esperar que las noticias que trajese fueran buenas. Fue a la puerta y abrió. —¡Mkambwe Lunama! El zulú aparecía encuadrado en el marco de la puerta, con su negro rostro como fundido en el negro firmamento. El visitante tenía más de dos metros de estatura y pesaba cien kilos; era el vivo retrato de un "superhombre". Por entonces, el gobierno de Zululandia tenía el especial prurito de emplear el tipo de súper-raza en sus tratos con otras naciones. El procedimiento indudablemente le privaba de algunos magníficos talentos, pero en Sudamérica se mantenía firme el mito de que un zulú valía por tres guerreros de cualquier otra nacionalidad. Tras su primer arranque, Ribera se quedó por un momento en horrorizada perplejidad. Conocía a Lunama vagamente como Superior de la Veracidad —propaganda— en la embajada de Zululandia en Buenos Aires. El Superior había hecho numerosos intentos para congraciarse con el claustro académico de la Universidad de Buenos Aires. Los esfuerzos estaban probablemente dirigidos a reclutar simpatizantes para la ocasión en

que el desacuerdo entre el Imperio Sudamericano y los Territorios de Zululandia provocase un conflicto abierto. Esperando ansiosamente que la visita fuese sólo una desafortunada coincidencia, Ribera se recobró. Intentó una desarmante sonrisa y dijo: —Pase Mkambwe. Hace mucho tiempo que no le veía. El zulú sonrió a su vez, formando sus blanquísimos dientes un deslumbrante contraste con el resto de su cara, y entró con paso ligero en la habitación. Su atuendo era de tejido de fibras de brillantes colores rojo, azul y verde, en desafío a los más sombríos tonos a las vestimentas formalistas sudamericanas. De su cadera pendía en su funda un revólver Mawimbelamake de 20 mm. Los zulúes tenían sus propias ideas peculiares sobre el protocolo diplomático. Mkambwe atravesó con elástico paso la habitación y se instaló en una butaca. Ribera se apresuró a sentarse tras su escritorio, intentando ocultar discretamente las cartas que estaban a la vista del zulú. Si el visitante veía y comprendía una de ellas, la partida habría acabado. Ribera trató de aparecer relajado. —Lo siento, no puedo ofrecerle una bebida, Mkambwe, pero la casa está tan seca como un desierto —se excusó, pues si se levantaba, casi seguramente echaría el zulú un vistazo a la correspondencia. Diego prosiguió jovialmente, intentando a la desesperada evocar recuerdos ("Recuerde los tiempos en que sus muchachos se blanqueaban las caras e iban a la Casa Rosada, armando la zapatiesta con...") Lunama sonrió. —Francamente, viejo, ésta es una visita de negocios. —El zulú hablaba con un acento rebuscado, seudo-castellano, que sin duda consideraba aristocrático. —¡Oh!—respondió Ribera. —Oí que participó usted en una pequeña expedición a la península Palmer este enero pasado. —Sí —respondió Ribera, inexpresivamente. Quizá había aún una casualidad; quizá Lunama no sabía toda la verdad—. Y se suponía ser secreta. Si el Presidente Imperial descubriese que el Gobierno de usted está enterado... —Vamos, vamos, Diego. No es en el secreto en lo que está usted pensando. Sé que usted descubrió lo que les sucedió al Hendrik Venvoerd y al Nación. —¡Oh!—volvió a exclamar Ribera—. ¿Y sólo lo sabe usted? —preguntó insulsamente. —Usted habló con demasiada gente, Diego —respondió con vago ademán Mkambwe—. Seguramente no pensaba que todos en absoluto conservaran su secreto. Y tampoco a buen seguro que pudiera ocultárnoslo a nosotros. —Miró más allá del antropólogo, y su tono cambió—. Durante trescientos años vivimos bajo las botas de esos diablos blancos. Luego vino el Justo Castigo en el Norte y... ¡Vaya curioso término que empleaban los zulúes para la Guerra del Hemisferio Norte! Había sido una contienda en la que se emplearon todos los medios destructivos... nucleares, biológicos y químicos. Los simples residuos de la inmolación de China habían arrasado a Indonesia y a la India. Méjico y la América Central habían desaparecido con los Estados Unidos y el Canadá. Y el África del Norte había sido borrada con Europa, Los más suaves coletazos de aquel monstruo apocalíptico habían no más que acariciado el Hemisferio Sur, casi emponzoñándolo. Unos cuantos megatones más, con su secuela de plagas, y la guerra habría quedado innominada, pues no hubiese habido nadie para hacer su crónica. Tal fue el Justo Castigo del Norte al que se refería Lunama. —...y los diablos no tuvieron ya la protección de sus amigos de aquí. Luego vino la Lucha de los Sesenta Días por la Libertad. Hubo tantos diablos negros corno diablos blancos en aquellos sesenta días.. y santos de todos los colores, hombres buenos y valerosos pugnando desesperadamente por impedir el genocidio. Pero los años de esclavitud eran demasiados, y los santos perdieron, no por primera vez.

—Al comienzo del Alzamiento combatimos a ametralladoras y aviones a chorro con rifles y cuchillos —prosiguió Lunama, casi auto-hipnotizado—. Morimos a decenas de millares. Pero al paso de los días, el número de ellos se redujo también. Para el día cincuenta nosotros teníamos las ametralladoras y ellos los cuchillos y rifles. Expulsamos al último de ellos de Kapa y Durb (empleó los términos zulúes para designar la Ciudad del Cabo y Durban), y los arrojamos al mar. Literalmente, añadió Ribera para sí mismo. Los últimos que quedaban en África Blanca fueron empujados físicamente de los muelles y soleadas playas del océano. Los zulúes habían logrado exterminar a los blancos, y pensaron que conseguirían borrar del continente la cultura "afrikaner". Desde luego se equivocaron. Los "afrikaners" habían dejado una huella imperecedera, evidente para cualquier observador imparcial. El mismo nombre de zulú, que los actuales africanos apreciaban fanáticamente, era en parte una corrupción del inglés. —Para el sexagésimo día pudimos decir que ni un blanco vivía en el continente. Hasta donde sabemos, sólo un pequeño grupo escapó a la venganza. Algunos de los funcionarios "afrikaners" del más elevado grado, quizás hasta el primer ministro, embarcaron a bordo de dos paquebotes de lujo, el SR Hendrik Werwoerd y el Nación, que zarparon varias horas antes del ataque final de liberación de Kapa. Cinco mil hombres desesperados, mujeres y niños, hacinados en dos buques de lujo. Estas naves habían atravesado el Atlántico Sur, buscando refugio en Argentina. Pero el Gobierno de la Argentina tenía dificultades propias, y dos de sus patrulleros averiaron al "Nación antes de que los "afrikaners" se convencieran de que Sudamérica no ofrecía refugio. Los dos buques habían puesto proa al sur, posiblemente con la intención de contornear la Tierra de Fuego y alcanzar Australia. Eso fue lo último que alguien oyera de ellos durante más de doscientos años... hasta la exploración del Vigilancia a la Península Palmer. Ribera sabía que una llamada a la compasión no disuadiría a los zulúes para que no se ordenase la destrucción de la lastimosa colonia. Intentó una política diferente. —Lo que usted dice es verdad, Mkanbwe. Pero por favor, por favor, no destruyan a esos descendientes de sus enemigos. La tribu de la Península Palmer es la única cultura polar que queda en la Tierra. Hasta al pronunciar sus palabras Ribera se daba cuenta de cuan débil era el argumento; éste únicamente podía producir efecto en un antropólogo como él mismo. El zulú pareció sorprendido, y con visible esfuerzo dejó a un lado la terrible historia de su continente. —¿Destruirlos? Querido amigo, ¿a santo de qué lo haríamos? Únicamente vine aquí para preguntarle si podíamos enviar en su expedición a algunos observadores del Ministerio de la Veracidad. Para que el informe sea más cabal, ya sabe. Creo que Alfredo puede ser probablemente convencido, si se le presenta el asunto lo bastante persuasivamente... ¿Destruirlos? —repitió—. ¡No diga tonterías! Ellos son la prueba de la destrucción. ¿Así que llaman a un pedazo de tierra y roca Nieutransvaal(*)—Rió—. Y hasta tienen un primer ministro, un viejo desdentado que blande su arpón contra los sudamericanos. —Al parecer, el informe de Lunama había estado realmente sobre el terreno—. Y son aún más primitivos que los esquimales. En una palabra, son salvajes viviendo de grasa de foca. No hablaba ya con afectada jovialidad. Sus ojos fulguraban con viejo y ancestral odio, un odio que estaba llevando a Zululandia a la grandeza, y que pudiera eventualmente llevar al mundo a otra guerra hemisférica (a menos que los científicos sociales australianos atinaran con algunas respuestas desesperadamente necesarias). La brisa en la habitación no parecía ya tan fresca, ni suave. Era ya fría y el viento provenía del vacío de la muerte apilada a través de siglos de miseria humana.

—Sería un placer para nosotros ver cómo disfrutan de su superioridad —dijo Lunama inclinándose hacia adelante más intensamente aún—. Por fin tienen la segregación que los de su especie desearon siempre. Que se pudran en ella...

SOBRE EL RÍO Y A TRAVÉS DEL BOSQUE Clifford D. Simak Clifford D. Simak, el decano de la ciencia ficción, es bien conocido por todos los lectores del género. Ganador de varios Premios Hugo, este autor de ciencia ficción siempre logra impresionarnos con cada uno de sus relatos. I Los dos niños bajaron dificultosamente por el sendero, en la época de la conserva, cuando las primeras espigas silvestres adquirían el tono dorado y las jarillas presentaban sus prístinos capullos. Cuando los vio por primera vez, desde la ventana de la cocina, parecían dos niños que volviesen a casa del colegio, porque cada uno llevaba una bolsa en la que posiblemente irían los libros. Como Charles y James, pensó, como Alice y Maggie... pero la época en que aquellos cuatro recorrieron el camino en sus viajes diarios al colegio quedaba en el lejano pasado. Ahora ya tenían hijos, quienes a su vez marchaban diariamente a la escuela. Ella regresó al fogón, para remover las manzanas que se estaban cociendo, a las que esperaban los tarros de amplia boca dispuestos sobre la mesa; luego, miró una vez más por la ventana de la cocina. Los dos niños estaban ahora más cerca y podía advertir que el muchacho era mayor... diez años, quizás, y que la niña no tendría más de ocho. Es posible que pasasen de largo, pensó, aunque no parecía muy probable, porque el sendero conducía hacia esta granja a ninguna parte más. Se apartaron del camino antes de llegar al establo y bajaron decididos por el senderito que conducía a la casa. No se les veía la menor duda; sabían adonde iban. Salió hasta la puerta de la cocina, apartando la persiana, mientras la parejita llegaba al porche y se detenía a la entrada y se plantaba allí, mirándola. El muchacho dijo: —Tú eres nuestra abuela. Papá dijo que inmediatamente sabríamos que eras nuestra abuela. —Pero eso no es... —comenzó ella y se interrumpió. Estuvo a punto de decir que era imposible, que no era su abuela. Y, al mirar a aquellos rostros infantiles y serios, se alegró de haber cortado la frase por la mitad. —Soy Ellen —dijo la niña con voz aguda. —Oh, es raro —comentó la mujer—. Yo también me llamo así. —Mi nombre es Paul —anunció el muchacho. La mujer abrió la puerta para que entrasen y los niños obedecieron, plantándose silenciosos en la cocina, mirando a su alrededor como si jamás hubiesen visto una pieza semejante. —Es igual que papá dijo —comentó Ellen—. Ahí está el fogón y la mantequera y... El muchacho la interrumpió. —Nuestro apellido es Forbes —dijo. Esta vez la mujer no pudo contenerse. —Oh, esto es imposible —exclamó—. También es nuestro apellido. El chico asintió solemne. —Sí, lo sabíamos.

—Quizás —dijo la mujer—, quizás os gustaría un poco de leche y pasteles. —¡Pasteles!—gritó Ellen con delicia. —No queremos causar ninguna molestia —murmuró el muchacho—. Papá dijo que no molestáramos. —dijo que deberíamos portarnos bien —corroboró con su vocecita Ellen. —Estoy segura de que lo haréis —contestó la mujer—, y no me causáis molestia. Dentro de poco rato, pensó, todo quedará aclarado. Se acercó al fogón y colocó una cafetera, apartando las manzanas a un lado en donde pudiesen enfriarse despacio. —Sentaos a la mesa —dijo—. Os traeré leche y pasteles. Consultó el reloj, que tictaqueaba desde la estantería. Las cuatro, casi. Dentro de un ratito los hombres regresarían a casa procedentes del campo. Jackson Forbes sabría cómo resolver esto; siempre tenía remedio para todo. Los niños se encaramaron en dos sillas y permanecieron sentados, solemnes, mirando con fijeza a cuanto les rodeaba, al reloj de la cocina, al fogón de leña, con el resplandor del fuego mostrándose a través del tiro, la madera apilada en la leñera, el batidor de manteca plantado en un rincón. Dejaron sus bolsas en el suelo, junto a ellos y parecían unas carteras extrañas, según advirtió la mujer. Estaban hechas de una tela gruesa o lona, pero carecían de correas o de asas para sujetarlas. Y estaban cerradas, según vio, a pesar de que no advertía cerradura, ni solapa, ni cierre alguno. —¿Tienes sellos? —preguntó Ellen. —¿Sellos? —exclamó la señora de Forbes. —No le hagas caso —dijo Paul— no debería habértelo preguntado. Pregunta a todo el mundo y mamá le ha dicho que no lo haga. —¿Pero sellos? —Los colecciona. Va siempre apoderándose de las cartas que reciben las personas. Por los sellos que tienen, ya sabes. —Bueno, pues... —murmuró la señora Forbes—, quizás hay algunas cartas viejas. Más tarde las buscaremos. Entró en la despensa y sacó un jarro con leche, llenó un plato con pastelillos y regresó. Los niños seguían sentados tranquilos, aguardando a que les sirvieran. —Nos quedaremos aquí una temporada —dijo Paul—. Serán unas breves vacaciones. Luego nuestra familia vendrá por nosotros y se nos volverá a llevar. Ellen asintió cuidadosamente, con la cabeza. —Eso nos dijeron cuando nos fuimos. Porque yo tenía miedo de marcharme. —¿Tenías miedo de irte? —Sí. Era todo tan extraño. —Había poquísimo tiempo —aclaró Paul—. Casi nada en absoluto. Era preciso que nos fuésemos de prisa. —¿Y de dónde venís? —preguntó la señora de Forbes. —Oh —exclamó el niño—, de sólo poca distancia de aquí. Caminamos un poquito pero, claro, teníamos el mapa. Papá nos lo dio y nos acompañó un ratito, dándonos instrucciones detalladas... —¿Seguro que os apellidáis Forbes? Ellen dijo que sí con la cabeza. —Pues claro —exclamó. —Qué raro —murmuró la señora de Forbes. Y lo que era más extraño, no había otros Forbes en la vecindad, excepto sus hijos y sus nietos, y estos dos, no importa cuanto dijesen, eran desconocidos.

Los niños estaban atareados con la leche y los pastelitos y ella volvió a la cocina y puso la marmita con las manzanas en el fogón principal, removiendo las frutas con una cuchara de madera. —¿Dónde está el abuelo? —preguntó Ellen. —El abuelo está en el campo. No tardará en venir. ¿Habéis acabado con los pastelillos? —Los acabamos todos —contestó la niña. —Entonces tendremos que poner la mesa y empezar a hacer la cena. Quizás os gustaría ayudarme. Ellen bajó de la silla de un salto. —Yo te ayudaré —dijo. —Y yo —corroboró Paul—, traeré un poco de leña. Papá dijo que fuese servicial. Dijo que podría traer leña y dar de comer a los pollos y recoger los huevos y... —Paul —le interrumpió la señora de Forbes—, sería una gran ayuda si me dijeses a qué se dedica tu padre. —Papá —contestó el niño—, es un ingeniero temporal. II Los dos jornaleros se sentaron ante la mesa de la cocina, teniendo entre sí el tablero de ajedrez. Las dos personas mayores se encontraban en la sala de estar. —Jamás vi cosa por el estilo —dijo la señora de Forbes—. Había una pieza de metal y si tirabas de ella corría a lo largo de otra tira metálica y la bolsa se abría. Pero si tirabas en dirección contraria, la bolsa se cerraba. —Algo nuevo —comentó Jackson Forbes—. Hay muchas novedades de las que no hemos oído hablar, aquí en el campo. Los inventores no dejan de idear cosas nuevas. —Y el chico —dijo ella—, tiene lo mismo en sus pantalones. Los recogí del suelo, donde los había dejado caer cuando se fue a la cama. Los plegué y los puse en la silla. Y vi esta tira de metal, los bordes dentados. Y las ropas que llevan. Los pantalones del niño le quedan por encima de la rodilla y el vestido de la nena es muy corto... —Hablaban de aviones —murmuró Jackson Forbes—, pero no de los aviones que conocemos, de los vencejos. Algo que se usa, en apariencia, para que la gente viaje. Y cohetes... como si tuviesen cohetes cada día, y no el Cuatro de Julio. —No podíamos interrogarlos, claro —dijo la señora de Forbes—. Había algo en ellos que me impresionó. Su marido asintió. —También estaban asustados. —¿Tienes tú miedo, Jackson? —No lo sé —dijo—, pero no hay otros Forbes. Es decir, no tan cerca. Charlie es el más próximo y se encuentra a unos ocho kilómetros de distancia. Sin embargo, los niños dijeron que habían caminado un poquito. —¿Qué vamos a hacer? —preguntó ella—. ¿Qué podemos hacer? —No lo sé —contestó el anciano—. Iré en el coche hasta la sede del condado y hablaré con el sheriff, quizá. Estos niños han debido perderse. Alguien habrá buscándoles. —Pues no actúan como si estuviesen perdidos —le contestó ella—. Sabían que venían aquí. Sabían que estaríamos aquí. Me dijeron que yo era su abuela y preguntaron por ti y te llamaron abuelo. Se les ve muy seguros. No actúan como si fuésemos desconocidos. Se les ha hablado de nosotros. Dicen que se quedarían una temporadita y así se comportan. Como si vinieran de visita. —Creo —dijo Jackson Forbes— que engancharé a "Nellie" en el carro después del desayuno y daré una vuelta por la vecindad y haré unas cuantas preguntas. Quizás alguien pueda decirme algo.

—El muchacho dijo que su padre era ingeniero temporal. Esto no tiene sentido. Temporal significa poder mundial y autoridad y... —Quizá fuese una broma —le contestó su marido—. Algo que les dijo su padre en plan de chanza y que el niño aceptó como verdad. —Creo —anunció la señora Forbes—, que subiré y veré si están dormidos. Dejé sus lámparas rebajadas un poco. Son tan pequeños y la casa les es desconocida. Si están dormidos, apagaré las lámparas. Jackson Forbes expresó su aprobación con un gruñido. —Es peligroso —dijo—, mantener las luces encendidas todas la noche. Se corre el riesgo de incendio. III El muchacho estaba dormido, boca arriba... con el sueño profundo y saludable de los niños. Había dejado caer sus ropas en el suelo al desnudarse para irse a la cama, pero ahora estaban aseadamente plegadas en la silla, en donde ella las colocó cuando entró en el cuarto para darle las buenas noches. La bolsa permanecía junto a la silla y estaba abierta, las dos filas de metal dentado con un, brillo apagado bajo la suave luz de la lámpara. Dentro de su oscuro interior se veían las formas oscuras de un montón de objetos diversos y desordenados, de manera impropia a la que debe existir en una cartera colegial. Ella se agachó y recogió la bolsa y la puso sobre la silla y extendió una mano para coger la tirita de metal y cerrarla. Por lo menos, se dijo a sí misma, debería estar cerrada y no abierta. Cogió la piececita y la hizo deslizarse suavemente a lo largo de las guías metálicas y entonces se detuvo, su curso obstruido por un objeto sobresaliente. Vio que era un libro y trató de ordenarlo para cerrar la bolsa. Al hacerlo así, distinguió el título en las descoloridas letras doradas del lomo... Sagrada Biblia. Con los dedos tocó el libro, dudó un momento, luego lo sacó despacio. Estaba encuadernado en cuero negro lujoso, con la pátina de los años. Los bordes se veían rajados y hendidos y el cuero gastado por el largo uso. El borde dorado de las hojas estaba también descolorido. Dudosa, lo abrió y allí, en la primera página, con una tinta antigua e imprecisa, se veía la inscripción: "A mi hermana Ellen, de Amelia 30-Oct.-1896 Muchas felicidades en este día" Notó cómo se le debilitaban las rodillas y se dejó caer con cuidado hasta el suelo, y allí, acurrucada junto a la silla, volvió a leer la inscripción. 30-Oct.-1896... seguro, era su cumpleaños, pero todavía no había llegado, porque se encontraban únicamente a principios de septiembre de 1896. Y la Biblia ¡cuan vieja era esta Biblia que tenía entre las manos! Un centenar de años, quizás más de un siglo. Una Biblia, pensó... exactamente la clase de regalo que Amelia le haría. Pero un regalo que todavía no se había efectuado, uno que aún no poseía, porque, poco más o menos, la inscripción de la primera página estaba redactada dentro de un mes en el futuro. Claro, no podía ser. Resultaba una especie de broma estúpida, o algún error. O quizás una coincidencia. De cualquier forma, había otra persona llamada Ellen y también tenía una hermana con el nombre de Amelia y la fecha estaba equivocada... alguien se equivocó al poner el año. Era una cosa que podía suceder con facilidad.

Pero no estaba convencida. Los niños habían dicho que se apellidaban Forbes y habían venido derecho aquí y Paul habló de un mapa para que encontrasen el camino. Quizás había otras cosas dentro de la bolsa. La miró y sacudió la cabeza. No debía fisgonear. Ya había cometido un error al sacar la Biblia. El 30 de octubre cumpliría cincuenta y nueve... era una vieja esposa de granjero, con hijos casados e hijas, con nietos que venían a visitarles los fines de semana y durante las vacaciones. Y una hermana Amelia, que en este año de 1896, le entregaría, como regalo de cumpleaños, una Biblia. Le temblaban las manos cuando alzó el libro y lo volvió a meter dentro de la bolsa. Hablaría con Jackson cuando bajase. Quizá se le ocurriese algo referente al asunto y, de todas maneras, sabría qué hacer. Volvió a meter por completo la Biblia en la bolsa y cerró la cremallera. La dejó de nuevo en el suelo y miró al muchacho que estaba en la cama. Seguía bien dormido, así que apagó la luz. En la habitación contigua la pequeña Ellen dormía, como una criatura, boca abajo. La llama reducida de la lámpara cabrilleaba en la brisa que entraba a través de la ventana abierta. La bolsa de Ellen estaba cerrada y colocada de manera perfecta contra la silla, con un sentido innato del orden. La mujer la miró y dudó durante un momento, luego rodeó la cama hacia donde estaba la lámpara sobre la mesita de noche. La niña dormía y todo iba bien y así apagaría la luz y bajaría y hablaría con Jackson y quizá no hubiera necesidad de que enganchase a "Nellie" por la mañana y diese una vuelta haciendo preguntas a los vecinos. Mientras se inclinaba para apagar la lámpara de un soplido, vio el sobre en la mesa, con los dos sellos grandes, de muchos colores, pegados en la esquina superior derecha. Jamás vi, pensó, sellos tan lindos. Se inclinó más para mirarlos con detalle y vio el nombre de la nación: Israel. Pero no existía un país llamado Israel. Era un nombre bíblico, pero no existía tal país. Y si no existía este país, ¿cómo podría haber sellos? Cogió el sobre y estudió los rectangulitos de colores, asegurándose de que no se equivocaba. ¡Qué sello más bonito! Paul había dicho que su hermana los coleccionaba. Siempre iba recogiendo cartas que pertenecían a otras personas. El sobre tenía un matasellos y presumiblemente una fecha, pero estaba borrosa y deformada por una impresión apresurada, así que no pudo distinguirla. El borde de una carta sobresalía un centímetro de donde se rompe el sobre y la sacó, jadeando en su prisa por verla, mientras como una mano helada le aferraba el corazón. Era, según vio, sólo el fin de una carta, la última página, y estaba escrita con una letra parecida a la que se veía en los periódicos o en los libros. Quizás uno de estos chismes que poseían en las grandes oficinas de la ciudad, pensó, de los que había oído hablar o leído en los periódicos. ¿No se les llamaba máquinas de escribir? No creas, decía aquella única página, tu plan es factible. No hay tiempo. Los seres extraños se ciernen ya y no nos darán tiempo. Y está, para mayor consideración, la ética del asunto, aun cuando pudiera hacerse. No podemos, con la mano puesta en el corazón, escabullimos en el pasado y agobiar con nuestros problemas a la gente de hace un siglo. Piensa en las dificultades que les originaríamos, en la confusión económica y en el efecto psicológico. Si crees que debes, por lo menos, enviar a los niños, piensa un momento en la pena que causarás a estas dos buenas almas cuando comprendan la verdad. El suyo es un mundo cómodo y sólido... y sano, salvo y rotundo. Los conceptos de este siglo loco destruirán todo cuanto tienen, todo cuanto creen. "Pero supongo que no puedo

aconsejarte. He hecho lo que me pediste. Te he escrito cuanto sé de nuestros antepasados en aquella granja de Wisconsin. Como historiador de la familia, estoy seguro de que mis hechos son ciertos. Utilízalos como creas conveniente y que Dios tenga compasión de todos nosotros. Tu querido hermano, Jackson. P. S. Una sugerencia, si has de enviar a los niños, envía también una provisión generosa de la nueva droga que cura el cáncer. La tatarabuela Forbes murió en 1904 de una enfermedad que me sospecho fue cáncer. Con esos comprimidos podría sobrevivir otros diez o veinte años. Y, te pregunto yo, hermano, ¿qué significaría en este confuso futuro? Yo no pretendo saberlo. Puede que nos salvara. Puede que nos matase más pronto. Puede no tener ningún efecto. Te dejo a ti el problema para que lo resuelvas. Si puedo acabar el trabajo aquí y marcharme, estaré contigo en el fin. Mecánicamente volvió a meter la carta en el sobre y lo puso sobre la mesa junto a la lámpara encendida. Despacio, avanzó hacia la ventana y miró al vacío camino. Vendrán por nosotros, había dicho Paul. ¿Pero vendrán? ¿Podrán venir alguna vez? Se encontró deseando que lo hiciesen. Aquellas pobres personas, aquellos pobres niños asustados, atrapados tan lejos en el tiempo. Sangre de mi sangre, pensó, carne de mi carne, a tantos años de distancia. Pero seguían siendo carne y sangre, no importaba la lejanía. No sólo aquellos dos que estaban bajo este techo en la presente noche, sino todos los demás que todavía no habían nacido, que todavía no habían venido hasta ella. La carta citaba el año 1904 y el cáncer y esto quedaba a dieciocho años de distancia... ella sería una vieja, una mujer muy vieja entonces. Y en la firma aparecía el nombre de Jackson... un viejo nombre familiar, se maravilló ella, que pasaba de generación en generación, formando una larga cadena de personas que llevaban el nombre de Jackson Forbes. Estaba ahora rígida y enervada, lo sabía. Más tarde tendría miedo. Más tarde desearía no haber leído la carta, desearía no saber. Pero ahora tenía que volver a bajar la escalera y decirle a Jackson lo que ocurría, de la mejor manera posible. Cruzó la habitación y apagó la luz de un soplido y salió al descansillo. Una voz llamó desde la puerta abierta que quedaba más allá. —¿Eres tú, abuela? —Sí, Paul —contestó—. ¿Quieres algo? En el umbral le vio agazapado junto a la silla, a la luz de la luna que se vertía a través de la ventana, buscando en la bolsa. —Se me olvidó —dijo—, hay algo que papá me ordenó que te diese en seguida. FIN

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