ÍNDICE DEL TRAMO III-DOS: ORGANISTA DE LA CATEDRAL DE ZAMORA

ÍNDICE DEL TRAMO III-DOS: ORGANISTA DE LA CATEDRAL DE ZAMORA Titular del instrumento que siempre había admirado: p. 1 El oficio de un organista en la

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ÍNDICE DEL TRAMO III-DOS: ORGANISTA DE LA CATEDRAL DE ZAMORA Titular del instrumento que siempre había admirado: p. 1 El oficio de un organista en la Catedral: p. 2 El canto de la misa y del oficio: p. 3 Excursus sobre la misa y el oficio: p. 3 Monjes y curas, rezos y misas: p. 4 Las catedrales: símbolos de culto y también de poderío: p. 5 Canónigos, beneficiados y criados: p. 6 Problemas de convivencia p. 6 La Catedral de Zamora: una institución modesta: p. 7 Algunos personajes con renombre: p. 8 Un torneo entre desiguales, ganado por la ‘clase baja’: p. 9 Cartas van, cartas vienen: p. 10 La Capilla de la catedral y sus obligaciones musicales: p. 12 Maestro de Capilla, Tenor, Contralto, Sochantre, Bajo y Organista: p. 12 Calendario de grandes fiestas: p. 15 Los espacios para la música de órgano, repertorios y obras: p. 16 Una asistencia muy escasa de fieles: p. 19 El cese del Maestro Arabaolaza y otras adversidades por él sufridas, hasta su fallecimiento: p. 20 Un choque de competencias y una decisión del Maestro: p. 21 El Congreso Eucarístico de Zamora: una conmemoración solemnísima, carente de fundamento histórico: p. 22 Una composición de Arabaolaza, minusvalorada por el Obispo: p. 25 ¿El archivo del maestro Arabaolaza? Incógnita no resuelta: p. 26 Probable final del archivo del Maestro: p. 27 Algunas obras del Maestro: 27 Gaspar de Arabaolaza, compositor ilustre y renombrado dentro de su gremio, hoy escasamente conocido hasta en su tierra: p. 29 Otros músicos de la Capilla de Zamora: 30 Se me concede una ausencia provisional de mi cargo, por estudios: p. 31

TRAMO III [2] ORGANISTA DE LA CATEDRAL DE ZAMORA

Como he dicho, este tercer tramo de mi vida de músico consta de dos apartados, no seguidos, sino simultáneos, de una duración de 7 años. Lo que he contado en el apartado anterior se fue entrecruzando constantemente con lo que en este voy a relatar, pues los siete primeros años de mi vida de organista de la catedral de Zamora, desde que en el año 1957 aprobé la oposición a la que me presenté por mandato de mi Obispo, coincidieron con el tiempo que pasé en mi otro oficio simultáneo: Prefecto de Música del seminario mayor y responsable de la disciplina de los estudiantes de Filosofía del mismo centro. Dejo ahora el seminario y me centro en la catedral, donde ejercía simultáneamente el oficio de organista. Como ya he dejado escrito, la oposición me convirtió en titular del instrumento que siempre había admirado. Esta fue la parte positiva del cargo: disponer del instrumento que desde niño había escuchado, siempre con la intensa emoción que me proporcionaba el sonido del órgano en aquel ámbito adecuado a su potencia y variedad tímbrica, la Catedral de Zamora. En este templo románico, cuya bizantina cúpula de media esfera, única en España, le ha dado su renombre, se escucha desde el susurro más leve y lejano del II teclado, hasta el tutti que mantiene su potencia con el recinto lleno de gente, pasando por el sonido pleno y denso del principal, ese registro noble y potente del flautado de base. El órgano es el más logrado ingenio que se ha inventado para llenar con sus sonidos recintos como este, y para sostener, amparar y dar unidad y cohesión a una multitud que canta al unísono y a un coro que se abre en polifonías. Un músico perteneciente a la cultura occidental que no haya tenido ni buscado la ocasión de escuchar un órgano, solo o acompañando la voz humana carece de una experiencia que sin duda alguna causa una privación, como afirmó Schumann. El poderío sonoro de un órgano bien construido resonando en un recinto adecuado a su tamaño, su variedad tímbrica, la sensación de plenitud, continuidad y serenidad que produce en quien escucha, aun prescindiendo de las significaciones y contenidos de las músicas que se han compuesto para él, siempre será una experiencia singular y única, completamente diferente a la que produce cualquier otro instrumento o conjunto instrumental. Valga este corto preludio en recuerdo del instrumento del que fui titular durante 14 años, y del que quizá lo hubiera seguido siendo si una serie de torpezas de mis superiores jerárquicos y unos cambios que la pesada estructura de la Iglesia se resistió y todavía hoy se sigue resistiendo a aceptar no me hubieran

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forzado a dimitir de un oficio que no es incompatible con ninguna profesión ni forma de vida normal.

Consola del órgano en su emplazamiento actual, una vez que fue trasladada de la cadereta.

El oficio de un organista en la Catedral Después de lo que acabo de escribir cualquiera puede pensar que mi oficio de organista me había catapultado al séptimo cielo. Nada de eso. Conocía bien desde hacía años quiénes y cuáles eran los habitantes del recinto al que había accedido. Los había visto muchas veces desde que canté como niño de coro actuando como ‘profesionales del culto’. Y todavía con mucha más frecuencia en mis últimos años de estudio, pues el Obispo dispuso, desde que me envió al primer curso de canto gregoriano, que en todas las ocasiones en que él celebrara misa pontifical (en las grandes fiestas del año litúrgico), la schola cantorum del seminario fuera la encargada de interpretar el canto gregoriano, sustituyendo a los ya casi ancianos profesionales que actuaban como salmistas, a los cuales generalmente denominábamos “los cabras”, a causa de sus voces temblorosas. Conocía yo también, además de la ‘vida y milagros’ de los señores canónigos, sus criterios y su forma de pensar, su estilo de canto acelerado y confuso. Varios de ellos habían sido mis profesores en las principales asignaturas: Teología Dogmática, Teología Moral, Sagrada Escritura, Derecho Canónico, Liturgia, Historia de la Iglesia… En un tiempo en que el pensamiento se estaba renovando en la Iglesia entera y empezaban a soplar los aires que preparaban el Vaticano II, en las clases de este colectivo de (de)formadores de nuestras mentes seguían zumbando los vetustos aires tridentinos. Como ya he indicado, saber que yo iba a tener que formar parte de aquel colectivo desde que mi Obispo me ordenó hacer la oposición a organista no me daba demasiados ánimos para la parte más gratificante del oficio que me esperaba. Pero no estoy contando mi vida de cura, sino de músico. Dejo, pues, este breve preludio y voy al grano de mi relato, centrándolo en la música.

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El canto de la misa y del oficio El contexto de la música que se interpretaba en una catedral de aquella época preconciliar en la que yo ejercí como organista era la celebración oficial del culto, es decir, de los rezos, de las oraciones, de las ceremonias litúrgicas. Estas se estructuraban en dos actos principales, la misa y el oficio, que se celebraban diariamente. El culto en la catedral, según el Derecho Canónico, tiene el valor de ser representativo de toda la diócesis a la que pertenece el templo. Por ello es obligatorio que revista la mayor solemnidad y decoro, para que sea ejemplo y modelo a todos los templos de la diócesis. Y como la mayor solemnidad es la cantada, era obligatorio que los cultos de la catedral expresaran esa cualidad por medio del canto. Por tanto la institución catedralicia tenía que disponer de los medios humanos necesarios para que el culto se desarrollara con toda solemnidad. En consecuencia todos los miembros que estaban adscritos por oficio y por beneficio a una catedral tenían (¿y todavía tienen?, lo dudo mucho) como primera y principal misión tomar parte en el culto (misa y oficio, recuérdese) en la forma solemne que está descrita en los libros litúrgicos.

Excursus sobre la misa y el oficio Aunque la misa es un acto de culto muy conocido, y en el aspecto básico es una ceremonia religiosa ritual con cerca de 20 siglos de vigencia, la forma en que hoy se celebra, promulgada por el Concilio Vaticano II, difiere en muchos detalles de la forma en que se celebraba hasta el año 1960. Pero en el aspecto más importante del rito, la misa sigue siendo idéntica desde los primeros siglos de la Iglesia, y la gente normal, al menos por estas tierras, conoce la forma en que se celebra, aunque sólo sea porque de vez en cuanto tiene que cumplir con algún compromiso de asistencia a una misa, por múltiples razones. Pero el oficio, ese conjunto de oraciones que diariamente tienen que rezar los curas y frailes y algunas monjas, es mucho más complicado. Está integrado por las distintas plegarias y lecturas que todo clérigo tiene que recitar durante una jornada entera, que en su forma primitiva son (o por lo menos lo eran en la época a que me estoy refiriendo, no sé si lo siguen siendo) los siguientes: maitines, hacia las 4 de la mañana; laudes, hacia las 6; prima, a la hora del alba; tercia, tres horas después; sexta, otras tres horas después, hacia el mediodía; nona, otras tres horas después, a media tarde; vísperas, al caer el día, hacia la puesta del sol, y completas, inmediatamente antes de ir a dormir. En cuanto a la duración, en un recitado pausado los maitines duraban cerca de una hora; los laudes y las vísperas un poco más de media hora; y las cuatro horas menores y las completas unos 20 minutos. Cuando la celebración era cantada casi se duplicaba el tiempo. Y si era leída en privado, la duración de los rezos dependía de la velocidad y de la rutina, porque como la base de la oración son los 150 salmos, que se repiten cada semana, se llegan a aprender de memoria en no mucho tiempo, y se pueden pronunciar ‘a toda pastilla’. El rezo correspondiente a cada día tenía que estar finalizado antes de las 12 de la noche. Si el rezo se hace mecánicamente, sin pensar en lo que se dice y a quién va dirigido, se puede ‘despachar’ en poco tiempo, y en la práctica siempre hubo dos tipos de ‘rezadores’. (Un ejemplo que presencié retrata bien claramente a un rezador acelerado: ciertas reuniones de curas terminaban con un juego de cartas, en especial el tresillo, en el que había varios con fama de muy expertos. Uno de ellos, hacia las 11’30 de la noche, dice a los compañeros de la partida: ‘Esperadme media hora, que sólo he rezado maitines y laudes. Luego continuamos’.) Un aspecto importante hablando del oficio es la distinción entre el clero secular (los curas) y el clero regular (los frailes, para entendernos). Como éstos precisamente se meten frailes para hacer vida de oración, en principio debían cantar

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o recitar lentamente los rezos a su hora y con solemnidad, con calma, y con algunas partes cantadas. Pero esto sólo lo llevan (o llevaban, no lo sé) a cabo órdenes religiosas muy severas, como los Trapenses, los Cartujos, los Camaldulenses, los Jerónimos, y en general los denominados Cistercienses, algunos de ellos Benedictinos, y también las respectivas órdenes femeninas. Pero las denominadas órdenes de vida activa, como los Dominicos, los Franciscanos, los Agustinos, etc., desde hace siglos están dispensados de hacer a su hora las oraciones que corresponden a la noche (maitines y laudes), que pueden acumular en un solo rezo al amanecer (lo del amanecer es relativo, dependiendo del decurso anual). Y también, si un quehacer o deber lo exige, pueden acumular los rezos de las horas menores, y las vísperas junto con las completas. Y en cuanto a las congregaciones religiosas de fundación más reciente, como los Jesuitas, los Paúles, los Claretianos, las decenas y decenas de congregaciones religiosas de frailes y monjas que nacieron para fines distintos de la vida retirada y contemplativa, todos gozan de la dispensa de entrelazar los rezos del oficio entre los tiempos que les dejan libres los deberes para los que fueron fundados. Y ahora vamos al clero secular: los curas en general, los párrocos, los capellanes, los coadjutores, etc. Este clero también tiene la obligación de celebrar diariamente una misa y de rezar el oficio cada día, que cada uno va intercalando en privado de acuerdo con sus quehaceres. O lo hace en dos bloques, o lo deja en gran parte para última hora, como el del jugador-rezador al que me he referido. ¿Y dónde colocamos a los canónigos y los beneficiados de las catedrales? Pues en su origen, en algunas iglesias estuvieron muy cercanos a las órdenes regulares, a los frailes, incluso algunos vivían en común. Y tenían aproximadamente las mismas obligaciones y los mismos horarios que los monjes. Se les llamaba canónigos regulares (no seculares). Pero con el tiempo se debieron de ir ‘secularizando’ cada vez más, hasta que se quedaron simplemente en canónigos, es decir un tipo de curas que, al pertenecer al clero más selecto, que ayudaba al obispo al gobierno de la diócesis, siempre han sido considerados como de una categoría superior a los simples curas. Las razones históricas son varias, unas de orden ocupacional (muchos de los canónigos eran a la vez profesores o catedráticos, predicadores de sermones, estudiosos especialistas, etc.), y otras, que percibían un sueldo escaso, sobre todo desde que las propiedades de las iglesias fueron desamortizadas, y se les compensaba con una cátedra retribuida, con una capellanía en algún convento de monjas, con una coadjutoría en una parroquia, o funciones parecidas. Esto era lo que ocurría durante la época en que yo estuve de organista en la catedral. Como en mi caso yo tenía alojamiento y manutención en el internado en que ejercía como prefecto de disciplina y de música nunca tuve problemas económicos, aunque la nómina era escasa.

Fotos del facistol y letra capital de la festividad de Santiago Apóstol

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La prolija explicación del recuadro anterior es prescindible, pero viene bien para entender el desarrollo del culto en la catedral, del que la música formó siempre parte muy importante. Veamos en qué forma se hacían las cosas. Téngase en cuenta que en la descripción que voy a hacer me voy a referir a los años 60 del pasado siglo. Ignoro qué obligaciones de rezo y de culto tienen los curas de hoy. Respecto de la misa, que es el acto principal del culto, nunca hubo la menor duda: en la Catedral se celebraba todos los días cantada en gregoriano, con un celebrante y dos asistentes, diácono y subdiácono. Y todos los días, para mi suerte, con acompañamiento de órgano. En cuanto al oficio, aunque en sus orígenes, hacia el siglo XIII, los miembros del clero catedralicio, al menos en algunas catedrales, tuvieran la obligación de asistir a la misa y al oficio completo, desde hace siglos, los únicos rezos de asistencia obligatoria, aparte de la misa, que es el principal, han sido: en los días no festivos, el rezo de prima y tercia antes de la misa y el de sexta y nona después; en los domingos, además de los anteriores, las vísperas y las completas; en cuanto a los maitines y laudes, eran obligatorios sólo cuatro días al año: el día de Navidad (se celebraban en la noche anterior, para terminar con la misa a las 12 de la noche), y los tres días anteriores a la Pascua de Resurrección, en los que se celebraban al atardecer del día anterior. Todos los demás rezos se podían recitar en privado y a domicilio, y había dispensa de acudir a la catedral para hacerlos. En cuanto a la música, la misa siempre era cantada. Las horas menores eran recitadas, excepto la tercia, que también era cantada en los días de fiesta solemne, cinco o seis al año. Y las vísperas y completas eran obligatorias únicamente en los domingos y grandes festividades. A fin de cuentas, sólo era obligatoria la tercera parte de los rezos, incluyendo la misa. Además teníamos derecho a 90 días de vacaciones al año, a tomar cada uno cuando quisiera, excepto los días en que estaba obligado a asistir por turno del oficio que tenía que ejercer (por ejemplo: yo podía ausentarme un domingo si alguien se comprometía a sustituirme). Como se puede deducir, el culto en la catedral era un trabajo bien llevadero. En cuanto a los aspectos sociales, las Catedrales fueron siempre un ejemplo vivo de la distinción entre categorías, niveles, estamentos, rangos e incluso castas, tanto en relación con las ciudades en que estaban implantadas como en su régimen interno. Ya en el conjunto de los edificios de la ciudad suelen ser muestra de un inmenso poder económico en la época en que la mayoría de ellas fueron edificadas. Pero además, en su mayor parte tenían que organizarse a la vez como empresas económicas, a causa de la gran cantidad de bienes, muebles e inmuebles, que fueron acumulando a lo largo de casi diez siglos. Las donaciones, las fundaciones, los donativos, las herencias que en el transcurso del tiempo acopiaron las convertían con frecuencia en instituciones ricas, poderosas, socialmente significadas. El hecho de que la realeza y la nobleza estuviesen tan estrechamente vinculadas al alto clero (obispos y cardenales), hizo posible que las catedrales, al igual que la mayoría de las iglesias de villas grandes y monasterios antiguos, se erigiesen por todas partes. Por poner algunos ejemplos de nuestro país, podemos citar como catedrales extraordinariamente ricas las de Toledo (sede del Primado de Las Españas), Sevilla (punto de partida y llegada de todo el tráfico naval hacia las Américas), Burgos (ciudad exportadora de toda la lana de las merindades hacia Europa), Valencia y Barcelona (puertos de mar abiertos a

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Oriente), Santiago de Compostela (centro de peregrinación desde toda Europa, Salamanca (ciudad universitaria), Zaragoza (con dos templos inmensos, una catedral y un santuario cuya joya más valiosa fue el soporte material del aterrizaje ¡nada menos que de la Virgen María apareciéndose al apóstol Santiago!), etc. etc., Las catedrales situadas en estas ciudades, al igual que otras muchas, formaban todo un mundillo abierto a la vida social del entorno, pero también cerrado en sí mismo, un colectivo regido por estatutos en los que las diferencias de categoría estaban marcadas por normas muy estrictas. Redactadas en forma de estatutos, se desplegaban en un articulado minucioso que protegía a los ‘señores’ (los canónigos, también situados en diferentes grados de dignidad, distinción y poder, ostensibles en la indumentaria, en las preferencias y presidencias, en los sitiales dentro del coro, etc.); los servidores o asistentes que ejercían un oficio (se nos llamaba beneficiados o racioneros, incluidos los que formaban la capilla musical, los seises o pequeños cantores –pequeños o mayores, pues no hay que olvidar a los castrati– y los ministriles (instrumentistas), ya fuesen fijos o eventuales); los criados (salmistas, sacristanes, porteros, pertigueros, campaneros, cereros, encargados de limpieza, ayudantes de archivo, copistas de música, escribientes, secretarios…), y hasta los mendigos y menesterosos, muchos de los cuales también tenían un lugar propio junto a las puertas del templo. Por esta razón las catedrales fueron un destino casi siempre terminal para los canónigos que gozaban de una dignidad, a la que ascendían por designación (generalmente de los herederos de una fundación que habían hecho una donación notable a la catedral), o a dedo (por recomendación o por decreto del obispo); o para la que se preparaban estudiando para superar una prueba siempre difícil que consistía en defender una tesis de Teología, Moral, Sagrada Escritura o Derecho. Por ello, dentro del estamento clerical, los que habían estudiado en alguna Universidad de la Iglesia, a las que sólo podían acceder los alumnos de familias bien acomodadas, o alguno de los alumnos más brillantes, que la diócesis enviaba a estudiar a la Gregoriana de Roma, tenían ventaja sobre cualquier otro que por propia iniciativa se preparase estudiando por su cuenta, pues el nivel de la enseñanza en un seminario diocesano era el mínimo que se exigía para llegar a párroco sin peligro de decir herejías o cometer irregularidades en la administración de los sacramentos. Raramente un canónigo cambiaba de catedral, una vez que había llegado a lo más alto a que podía aspirar. Mientras que un puesto fijo, aunque fuera de por vida si había sido ganado por oposición, era muy a menudo eventual para los beneficiados racioneros que ejercían un oficio, sobre todo como músicos, pues en muchos casos itineraban de una catedral a otra buscando ser mejor pagados o quitarse de encima esas situaciones molestas que casi siempre se generan en colectivos en los que una persona con una responsabilidad tiene que lidiar con súbditos o con colegas difíciles, insurrectos o sinvergüenzas. Traslado aquí como ejemplo de la tensión a la que podían llegar las relaciones entre colegas un fragmento de la introducción que con el título Alonso de Tejeda, un maestro de capilla del S. XVI, (en Zamora lo fue desde 1601 hasta 1604 y de 1623 a 1618) redacté para el disco Alonso de Tejeda, de la Colección de autores e intérpretes zamoranos (C. A. P. de Zamora, 1984), piezas transcritas por Dionisio Preciado). He aquí el texto:

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“Si el trabajo musical de un maestro era en ocasiones agotador, el trato ordinario y cotidiano con los músicos causaba un desgaste psicológico que ponía a prueba al más animoso. Aunque los cantores y ministriles fueran en general gentes que vivían de acuerdo con su oficio y su estado clerical (si eran clérigos), nunca faltaban algunas de esas personas difíciles que amargan la vida a cuantos están a su alrededor, especialmente si tienen responsabilidad sobre ellos. Alonso de Tejeda, espíritu delicado con alma de artista, bondadoso y paciente, tuvo que soportar a lo largo de su vida de maestro a no pocos de estos personajes que le hicieron sufrir. Las actas capitulares son bien claras a la hora de narrar estos episodios desagradables. De ellas se puede deducir que nuestro maestro tenía paciencia y aguante, pero nunca se dejó pisar en su dignidad, y se mantuvo en su puesto frente a otros espíritus ruines. Ya en sus años jóvenes de magisterio en Salamanca tuvo que mantener su autoridad frente a dos racioneros que tuvieron discrepancia con él, y a los que el Cabildo castiga con multas pecuniarias. Lo mismo le sucedió en Zamora con su primer magisterio, y el cabildo impone al racionero díscolo, llamado José Álvarez, una multa de 10 ducados y 15 días sin empleo y sueldo. Años más tarde, también las actas de Zamora recogen el hecho de un despido de dos ministriles “porque se habían desvergonzado con el maestro de capilla y le quisieron matar”. Ocupaba entonces el cargo Diego de Bruceña, anterior al segundo magisterio de Tejeda. En las actas de la catedral palentina, por los años en que ésta pretendió a Alonso de Tejeda como maestro, se narra un hecho que puede dar idea de la calidad de algunas personas que por entonces formaban parte de los colectivos musicales catedralicios, poniendo a prueba la paciencia del maestro de capilla, que en este caso salió también mal parado por haber perdido su dignidad y compostura. Transcribo el relato contado con todo lujo de detalles, tal como lo recoge Dionisio Preciado en la introducción a su obra: “Hoy, día del glorioso mártir San Sebastián, estando diciendo la misa mayor, acabando de decir el evangelio de ella, Juan Vidal de Arce, maestro de capilla de esta santa iglesia, y Francisco Ruiz, ministril de ella, se habían encontrado en palabras sobre si había de quitar el libro de los ministriles que había puesto en el facistol del canto de órgano, para tañer los ministriles en él el ofertorio o no. Y de unas en otras habían llegado a decírselas tales, que por su fealdad ni se debían decir ni escribir, de modo que forzaron al dicho ministril a que con una corneta con que se halló en las manos diese con ella al dicho maestro, el cual se fue luego contra el dicho ministril, que retirándose y haciendo ademanes de defenderse, llegaron el uno tras el otro hasta salir por la puerta principal del coro al crucero con mucho ruido, escándalo, turbación y alboroto del oficio divino y de los que estaban en el coro y fuera de él, sin advertir el lugar a donde estaban ni el hábito con que dicho maestro se hallaba.” (o.c., p. 66, nota 26). Ambos camorristas fueron despedidos por acuerdo del cabildo “nemine discrepante”. La catedral de Zamora, comparada con otras, ocupaba por el tiempo en que yo desempeñé el cargo de organista un lugar modesto en el conjunto de las españolas. Limitada en sus recursos, situada en el ‘lejano Oeste’ de España, modesta de fábrica y tamaño, aunque singular por su cúpula de estilo bizantino, y con escasos bienes fundacionales, era considerada más bien como una institución ’de entrada’, no ‘de ascenso’, y menos ‘de término’, por los profesionales del gremio de los canónigos. Ello no obstante, hubo figuras de gran valía entre su colectivo que se afincaron en los sitiales catedralicios de Zamora durante toda su vida profesional, atraídos seguramente por la tranquilidad de una ciudad fronteriza y de pequeño tamaño, a pesar de que les habría sido fácil conseguir prebendas

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de mayor categoría. Destacaron entre los componentes del Cabildo durante el pasado siglo, D. Amando Gómez, correspondiente de la Real Academia de la Historia, que terminó sus días como deán, el Maestro Arabaolaza y el Magistral Romero. Los tres eran requeridos desde aquí para obras muy significadas, como Gómez para su especialidad histórica, Arabaolaza como compositor de obras de encargo como el oratorio Job y Las Siete Palabras de Cristo en la Cruz, y triunfador en varios concursos nacionales hasta el final de su carrera, y como lo fuera también Romero, brillante orador de amplio renombre e incesante actividad como conferenciante y como predicador (dentro del viejo estilo que ya iba decayendo desde mediados de la década de 1950, desplazado por la nueva oratoria espiritualista y litúrgica, sencilla y nada ampulosa), para sermones de aquellos que llamaban “de campanillas”, que declamó en numerosos templos de la geografía religiosa. Corría la especie entre el gremio eclesiástico de que don Francisco Romero ganaba todo el dinero que quería con sus sermones, que cobraba en razón de la gran calidad de su oratoria. De hecho pudo edificarse una especie de ‘protochalet’ en Fresno de la Ribera, que ostentaba el rótulo MAGISTRALÍA encima de la puerta; y de él se decía que había logrado compilar la mejor biblioteca literaria privada de Zamora. Fallecido en el año 1964, su sepelio escandalizó e indignó a no pocos fieles, pues al coincidir en hora y tiempo con un gran partido de fútbol internacional transmitido por televisión en una tarde lluviosa del otoño de 1964, su acompañamiento quedó reducido a un corto número de acompañantes. Sic transit gloria mundi, le escuché decir a alguien que iba delante de mi fila en la comitiva fúnebre, no sé si con lástima o con disimulada indiferencia, ¿o acaso con esperanza de ascenso? La diferencia de dignidad y de categoría entre los dos bloques sociales, Cabildo y Beneficiados, en los 14 años que habité la Catedral que yo conocí fue menguando considerablemente, y ya venía de unos años más atrás. En la práctica se reducía a poco más que la obligación de subir al sitial por una escalera diferente de la reservada a los canónigos, la de ser asistentes y nunca celebrantes de la misa conventual, la de no disponer ni de un pequeño recinto o sala para poder Nave lateral izquierda estar, esperar o hablar (a diferencia de los sres. canónigos, que tenían la sala capitular), y la obligación de estar siempre presentes al canto o recitación de las horas y la celebración de la misa, ‘trabajos’ de los cuales tenían dispensa los canónigos, que se ausentaban de misa para ejercer su oficio durante ella, a pesar de que ese era en teoría el espacio principal de todo el tiempo obligatorio. En virtud de este ‘privilegio’, durante la misa el deán siempre usaba de su permiso de decano para dar un repaso a los problemas, al estado de la comunidad…;

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el penitenciario se encerraba en el confesionario por si un alma perdida lo requería para confesión, sobre todo de pecados muy graves; el ‘fabriquero’ se daba una vuelta por todo el recinto, para inspeccionar el edificio material, constatar arreglos necesarios, detectar goteras, bancos o sillas en mal estado, atuendos y ornamentos, existencias de material (cera, velas, incienso, ropajes de los monaguillos, obleas para consagrar, etc.); el contador salía para entregarse a su oficio de calcular las multas a los ausentes y repartir proporcionalmente las distribuciones entre los presentes (tarea complicadísima y delicada, y todavía ¡sin ayuda informática!), el magistral para preparar su sermón del domingo siguiente, el secretario para redactar actas y comunicados, etc. etc. Para Hidalgo y para mí, formados con una mentalidad muy diferente en la misión de un cura en la sociedad, guardar las normas vigentes y respetar a los mayores no nos impedía tener el convencimiento de que no podíamos repetir el estilo de vida de los que pertenecían al alto clero (canónigos) y colegas (los beneficiados o racioneros). Además, también constatábamos que éstos, a veces abiertamente, manifestaban indiferencia, y a veces una descarda falta de respeto a nuestros ‘superiores’, aunque siempre por motivos que tenían que ver sobre todo con el resquemor de pertenecer a una clase inferior dentro del clero catedralicio. Termino refiriendo un episodio ocurrido con motivo de la festividad del Corpus Christi que desvela claramente en qué situación estaban por entonces las relaciones entre ambos colectivos. LAS CARTAS BOCA ARRIBA: UN TORNEO ENTRE DESIGUALES GANADO POR LOS DÉBILES Corría el año 1967… (así iniciaba a menudo el Magistral Romero sus peroratas). Se acercaba la fiesta del Corpus Christi, como es bien sabido, una de las más brillantes de todo el año. En la solemnísima procesión vespertina en que el Santísimo es llevado por las calles de las ciudades y pueblos en lujosos ostensorios o custodias o carros triunfantes, como el que posee la Catedral de Zamora, célebre por su hechura y sus preciosos materiales, era preceptivo que los ministros del altar, todos los que en cada ciudad, villa o pueblo ejercían como tales, se unieran a la comitiva sagrada revestidos con los ornamentos más preciosos y valiosos que guardaran los cajones y armarios de las sacristías. En la de la Catedral de Zamora se guardan 30 capas pluviales bordadas en hilo de oro, que siempre se sacaron en la procesión del Corpus, llevadas por los 16 canónigos, y en los dos años anteriores al que alude este escrito, también por los 12 beneficiados, para dar la mayor solemnidad y brillantez al acto. Pues bien, aquel año, pocos días antes de la fiesta, corrió la voz de que el nuevo ‘fabriquero’ (canónigo encargado de los aspectos materiales) había propuesto al Cabildo que los beneficiados no salieran a la procesión vestidos con las capas bordadas en oro, sino con otras normales, de baja calidad, de tela sin adornos, de uso diario. La razón que proponía, y que el Cabildo aceptó, era evitar el deterioro de tan preciosos atavíos, que durante la procesión estarían expuestos al sol y a algún posible chaparrón. Llegó a oídos de alguno de los beneficiados la propuesta, nos la comunicó a todos citándonos a una reunión a puerta cerrada en nuestro vestuario, y en seguida cundió la opinión de que se trataba de una venganza, pues ya el fabriquero, al que se conocían algunos detalles de tacañería, había tenido alguna trifulca muy sonada, con voces fuertes, con alguno de los racioneros. Después de hechas las consideraciones oportunas, y oídas las opiniones de todos los que quisimos hablar, decidimos responder a la orden del Cabildo, que no tardó en llegarnos por vía oral, con un plante sonado: sin decir ni palabra hasta el día de la fiesta, saldríamos a la procesión sin la capa ordinaria, vestidos simplemente con el traje de coro. (Este uniforme estaba diseñado con una estética

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fea y cutre: sotana, roquete, manteo y muceta, prenda ésta última que por la espalda terminaba en una especie de minicola que nos llegaba a media pierna, y por la parte delantera en una especie de largo babero que llegaba a la cintura. Con decir que familiarmente la llamábamos ‘la cebadera’, por la semejanza que tenía con el saco que a los mulos se le colgaba al cuello para que pudieran comer, es suficiente para comprender que aquel invento no era, ni de lejos, un ‘traje de calle’.) Y así lo hicimos. En algún momento, al no vernos aparecer por la sacristía a vestir la capa, se debió de armar cierto alboroto, y por algún intermediario nos llegó la orden de vestir las capas dispuestas en la sacristía. Pero ya era tarde, porque la comitiva estaba en marcha y ya los racioneros habíamos entrado en ella, comenzando a salir por la puerta de la Catedral. Los canónigos contuvieron la indignación y todo siguió adelante sin más incidentes, salvo las caras de contenida indignación que veíamos cuando de reojo mirábamos a nuestros ‘superiores’. Terminada la procesión, nadie dijo nada a nadie, pero supimos que a puerta cerrada se había comentado el caso en la sala capitular. Por comentarios que nos llegaron en los días siguientes supimos que nuestro acto se consideraba como una insurrección y se nos iba a reprender y castigar como el caso lo exigía. Y efectivamente, a la semana siguiente nos llegó una carta colectiva del Cabildo, de la que conservo copia, que literalmente así rezaba: Cumpliendo la voluntad del Cabildo Catedral, siento muchísimo dirigirme a los Sres. Beneficiados de esta S. I. Catedral para comunicarles que el Cabildo, en fecha uno de los corrientes hizo constar en acta su disgusto por la conducta de los Sres. Beneficiados en el día del Corpus, al negarse de común acuerdo a llevar las capas en la procesión. El mismo Sr. Obispo se dio cuenta de esta anomalía y se interesó por el caso, manifestando su desaprobación. Por ello el Cabildo acordó darles a conocer que no considera presentes en dicha procesión para efectos de distribuciones a los Sres. Beneficiados que no llevaron la capa como era obligatorio. Al mismo tiempo, y por voluntad del Cabildo les amonesto a que tengan el mejor cuidado de cumplir los estatutos y Regla de Coro y que nuestra convivencia sea de lealtad, de humildad y de armonía. También desea el Cabildo que Vdes. expongan las deficiencias, necesidades o cosas que queden ser susceptibles de mejora en cuanto del Cabildo dependa. Dios guarde a Vdes. muchos años. Zamora, 15 de junio de 1967. EL DEÁN, David de las Heras. Como cualquiera puede comprender, este escrito nos ponía todas las cartas en la mano para ganar aquella batalla, dejando en ridículo al Cabildo con argumentos muy simples. Nos reunimos de nuevo, comentamos el escrito, nos carcajeamos al conocer que íbamos a ser penados con una multa de... unas 10 pesetas cada uno, dimos nuestras opiniones sobre la conveniencia de responder, opinamos sobre los puntos que debía tocar el contenido y los argumentos que había que esgrimir, nombramos una comisión de tres para redactar la respuesta a partir de lo dicho en nuestra reunión, y al cabo de dos días quedó redactada, aprobada por unanimidad y enviada al Cabildo nuestra respuesta en los siguientes términos: Los Sres. Beneficiados de la S. I. C. de Zamora afectados por el reciente comunicado del Cabildo, accediendo al ruego de proceder con lealtad, caridad, humildad y armonía en los asuntos que rigen la convivencia entre las personas, y pensando que esta lealtad y caridad que se nos exige ha de basarse en un juicio imparcial de los hechos, y no en una visión unilateral que puede torcer su interpretación, nos hemos reunido para estudiar la comunicación recibida del Cabildo con fecha 15-6-1967 y hemos resuelto manifestar también por escrito nuestra respuesta a dicho documento, puntualizando bien los detalles del hecho a que allí se alude, a fin de que la verdad de lo sucedido sea la base de la lealtad, humildad y caridad a la que se nos exhorta. Por todo ello hemos decidido hacer las siguientes declaraciones. 1. Que consideramos una falta de lealtad y una parcialidad por parte del Cabildo el hecho de que éste haya tomado la decisión de multarnos y de hacer constar en

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acta su desacuerdo con la conducta de los Sres. Beneficiados con motivo de la procesión del Corpus, por no haber tenido la oportunidad de ser escuchados oficialmente acerca de las razones que nos impulsaron a tomar la decisión de salir en procesión sin vestir la capa pluvial que se nos había asignado. Pensamos que esta actitud del Cabildo conculca ciertos derechos fundamentales que tiene toda persona humana, como son: a) El derecho a ser escuchado antes de ser castigado con una pena, admitido en el Código de Derecho Canónico (c. 2217, párrafo 2; c. 2233, párrafos 1 y 2). b) La defensa legítima de los derechos y el debido respeto a la persona, también admitidos en la práctica y proclamados por la encíclica ‘Pacem in terris’, (núms. 12 y 27). Por ello juzgamos que la actitud del Cabildo es arbitraria, injusta y muy poco pastoral, nada de acuerdo con la recomendación que el Código hace a los constituidos en autoridad, en el c. 2214, párrafo 2. Al mismo tiempo lamentamos una actitud que puede ser un mal ejemplo para los seglares, exhortados a conceder y a defender unos derechos que los propios eclesiásticos no respetan en los asuntos que regulan su vida. 2) En segundo lugar los Sres. Beneficiados afectados deciden hacer por escrito un relato claro de los hechos, ya que no se les ha dado la oportunidad de hacerlo de palabra a su debido tiempo. a) Ante la proximidad de la festividad del Corpus, los Sres. Beneficiados hablaron de la conveniencia de manifestar a los representantes del Cabildo (Sr. Deán y Sr. Fabriquero para los asuntos de material) su voluntad de vestir en la procesión las capas pluviales buenas. A esto les movieron las siguientes razones. En primer lugar, que en su conocimiento estaba que había un número suficiente de capas buenas para vestir a Canónigos y Beneficiados, como se venía haciendo en años anteriores. En segundo lugar, que las capas designadas antiguamente (y en esta ocasión, de nuevo) a los Sres. Beneficiados se hallan en un estado que desdice de la solemnidad y la brillantez que debe revestir la procesión. En tercer lugar, que piensan que la distinción entre Beneficiados y Canónigos debe ceder ante el esplendor y solemnidad de la ceremonia. Por último, el hecho de que en los dos años anteriores a éste también los Beneficiados vistieron las capas buenas. b) Ante la negativa del Sr. Deán y del Sr. Fabriquero, los Sres. Beneficiados trataron de buscar por su cuenta unas capas más decentes para salir en la procesión. c) Sólo ante la imposibilidad de encontrar capas para todos se tomó a última hora la decisión conjunta de salir en procesión con el simple traje coral. Dicha decisión se tomó como último recurso para manifestar nuestro desacuerdo con la decisión de los Sres. Deán y Fabriquero. Los Sres. Beneficiados lamentarían que el motivo de no concederles las capas buenas haya sido la voluntad de mantener una distinción de clases entre el clero catedralicio que, si es oportuna en ciertos casos, sería indamisible en éste, por preferirse tal distinción a la solemnidad y brillantez de la procesión del Corpus, y además por ir en contra del espíritu de unidad y fraternidad a que la Iglesia exhorta a los presbíteros en el momento presente (Decreto del Concilio Vaticano II sobre la vida y el ministerio de los presbíteros, núms. 8, 17 y 20.) 3. Los Sres. Beneficiados lamentan que la información recibida por el Sr. Obispo acerca del citado hecho haya sido también unilateral y haya tenido como consecuencia la desaprobación de éste. Por ello manifiestan su decisión de informarle objetivamente a fin de evitar interpretaciones erróneas. 4. Asimismo declaran los Sres. Beneficiados que la intención de este escrito no es en absoluto una reclamación de sus derechos o una revocación de la decisión del Cabildo, pues consideran que el daño económico y la pérdida de la buena fama ante el Cabildo es de muy poca importancia, comparada con el deber que sienten como sacerdotes de manifestar su desacuerdo con una decisión que fue en perjuicio de la solemnidad y brillantez de un acto litúrgico y en contra del testimonio de unidad que debe dar el clero catedralicio. Así pues, se sienten muy satisfechos de que tales extremos consten en las actas del Cabildo Catedral. 5. En cuanto a la amonestación que se les hace por voluntad expresa del Cabildo, de cumplir los estatutos y Regla de Coro, los Sres. Beneficiados declaran

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que su conciencia no les acusa del incumplimiento de las obligaciones fundamentales de sus oficios respectivos, y que los detalles de menor importancia deben juzgarse en razón de lo esencial, que el culto ‘en espíritu y en verdad’. Por ello aceptan voluntariamente cualquier observación oportuna y fundada en hechos verdaderos, rogando al tiempo que estas observaciones se hagan extensivas a los que no cumplan bien, sean Beneficiados o Canónigos. No admiten en absoluto que se les haga únicos responsables de deficiencias debidas a unas actitudes comunes a todos o a la mayor parte de los asistentes al oficio coral. Por ello, invocando precisamente la lealtad, caridad, humildad y armonía a que alude la comunicación del Cabildo, los Sres. Beneficiados aprovechan esta oportunidad para expresar su desacuerdo con la actitud habitual del Cabildo, de tratarlos como menores de edad y de no darles nunca la oportunidad de tratar en común los asuntos y los intereses comunes a todos. Sabido es de todos que esta actitud crea ciertas tensiones y animosidades que tendrían muy fácil remedio con una conducta más leal por parte de todos, siempre que se dé ocasión a ella con un diálogo directo, evitando en cuanto sea posible las alusiones personales, los comunicados oficiales y los comentarios a espaldas de los interesados, tan poco conformes con la caridad cristiana, y resolviendo las situaciones delicadas conforme a las reglas de la corrección fraterna, reservando las penas y castigos para los casos de rebelión y contumacia. 6. Como consecuencia de esto, los Sres. Beneficiados declaran, por último, que no les parece oportuno exponer en este momento, según se les invita a hacerlo, las “deficiencias, necesidades o cosas que puedan ser susceptibles de mejora”, y manifiestan que lo harán de muy buena voluntad el día que estén seguros de que sus observaciones y sugerencias serán tomadas en serio para su discusión en común y para su aplicación en la práctica. Dios guarde a Vdes. muchos años. Zamora, 19 de junio de 1966.

Como era de esperar, no hubo respuesta escrita a esta carta, que había puesto en nuestras manos argumentos para dejar en ridículo al Cabildo, invocando precisamente las razones que ellos manifestaron para reprendernos y multarnos. Y claro, por filtraciones inevitables, supimos, con gran regocijo y regodeo, que la carta había sentado muy mal a sus Ilustrísimas, que la comentaron con caras de circunstancias, y que al final pensaron que era mejor ‘no meneallo’ y decidieron dar carpetazo a este asunto. La capilla de la catedral y sus obligaciones musicales La capilla catedralicia de Zamora, como la de la mayor parte de las catedrales de tipo medio, estaba formada, en los 14 años en que yo formaba parte de ella (de 1957 a 1970), por los siguientes músicos: El Maestro de Capilla, Fabriciano Martín Avedillo. Era el director del coro cuando se cantaba polifonía, y también era responsable, al menos en la época a que me estoy refiriendo, del buen decoro del canto gregoriano. Ya he dicho en su lugar que era profesor de Gregoriano en el seminario. Apadrinado por el Obispo, cuya estima se había ganado con algunos ‘conciertos’ muy preparados durante su estancia en los primeros años del seminario menor de Toro como prefecto de música, tuvo que exprimir después las modestas dotes musicales que le dio naturaleza y llegó hasta donde pudo. Con él se llegaron a cantar dos de las misas pontificales de Perosi (a 3 v. gr.), la misa Hoc est corpus meum, para 3 voces de hombre, que ya se venía cantando desde los tiempos de Arabaolaza, y la Prima

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pontificalis, a 3 voces mixtas; y en el ápice (modesto) de su actividad, la Misa en honor de la Inmaculada Concepción, a 3 voces de hombre, de Vicente Goicoechea, un tanto complicada, que llegó a sonar decentemente alguna vez. Y poco más, pues en los otros días de solemnidad media, no pontifical (sin asistencia del obispo), casi siempre escogía misas fáciles y más bien breves, como las de M. Haller y O. Ravanello, o la Te Deum laudamus, también de Perosi. Se atrevió también Avedillo con algún motete de Salazar, antiguo maestro de capilla de Zamora, cuya obra está en el archivo. Y esto fue todo. En todas estas interpretaciones yo era el organista. Y la verdad es que no me supuso mucho trabajo, pues Perosi siempre escribió para ser interpretado con facilidad, mediante el aprendizaje de algunos pasajes un poco complicados. Pero tengo que agradecer siempre a Martín Avedillo que en mis primeros años como miembro del coro del seminario me admitiese como ayudante, y sobre todo me prestara las llaves del armonium y de los dos pianos. Sin esta oportunidad que me dio, a lo mejor yo habría ido a parar a un pueblo cualquiera, a enseñar Trascoro cánticos a mis paisanos. Y seguro que, además, podría haber sido un buen tamborilero o dulzainero. ¡Qué le voy a hacer! No se puede ser todo en la vida. El Tenor, Jerónimo Aguado. Lo vengo nombrando desde el primer tramo de este relato autobiográfico. Ejercía su papel con seguridad, gracias a su buenísimo oído. A él debo haber aprendido de adolescente melodías que desde entonces hasta hoy tengo en mi memoria. Quién me iba a decir que al paso del tiempo íbamos a ser compañeros, no de fatigas, pues el ‘trabajo’ en la catedral era muy llevadero. Manejaba un poco el teclado del armonium, y a mí me hizo muchas veces el favor de sustituirme en alguna ocasión en que tomaba alguno de los 90 días de vacaciones a que teníamos derecho cada año (con posibilidad de escoger las fechas, siempre que algún compañero se hiciese cargo de la sustitución en el oficio, como ya he dicho). Desde estas líneas se lo agradezco. Meticuloso, escrupuloso y cumplidor hasta el extremo, tenía una costumbre (quizás manía) que todos le conocíamos: si en alguna ocasión se distraía durante el rezo y omitía algunas palabras, retomaba desde atrás el texto y a toda velocidad pronunciaba lo que había suprimido, hasta alcanzar al coro colectivo que le había dejado para atrás. En la semblanza que más atrás he dejado escrita, creo que he hecho un retrato cariñoso de este hombre, músico bien dotado pero, creo yo, con las pocas oportunidades de progresar que Zamora ofrecía. Sólo en los dos últimos decenios de su vida

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hizo una labor musical meritoria, a base de gran esfuerzo, fundando el Coro Sacro, que dirigió hasta su deceso, dedicándolo básicamente a cantar en actos de culto y en algunos conciertos, en los que repetía incesantemente las piezas del maestro Arabaolaza que él mismo había cantado, y de las que conservaba la partitura. El contralto, Alberto Benéitez. Más que contralto, era un tenor agudo, con muy buen oído y buena memoria. Seguramente esto fue lo que le abrió las puertas de la catedral, pues tenía grandes dificultades para la lectura. Nacido en un pueblo de Sayago, junto a la raya de Portugal, conservó siempre cierta rudeza de carácter, propensa a las malas pulgas. Él, junto con su predecesor en el cargo, D. Miguel Franco, eran los que más trataban de forzar la aceleración en el recitado del oficio. Más atrás he referido una anécdota de la que de la Capilla, espacio desde donde se fueron protagonistas, que Corillo cantaban las músicas polifónicas presencié cuando actuaba como niño de coro. Ejercía sobre todo como virtuoso del tresillo, juego de cartas en el que ejercía como uno de los campeones dentro del gremio clerical. El sochantre, Juan Manuel Hidalgo. Ya he venido haciendo alusiones a este condiscípulo, amigo y compañero de oficio en la catedral, también por mandato del Obispo. Con él, el canto gregoriano cobró una dignidad que nunca había tenido, al haber estado durante siglos en boca de los salmistas (los ‘cabras’, como he recordado). De voz potente y buen oído, de estatura muy alta y de complexión fuerte, Juan Manuel logró imponer su autoridad y frenar las prisas de los aceleradores de la recitación. Ambos, él cantado y yo acompañándolo al órgano en la misa diaria, disfrutábamos de las sonoridades del gregoriano, que se cantaba íntegro todos los días. Y de las partes fijas de la misa, sonaron casi todas las piezas del Kyriale. Cuando escribo esto, todavía Hidalgo sigue siendo el único que permanece presente a diario en la Catedral durante buena parte de la mañana. Es él quien se ha preocupado de que el edificio, no sólo no haya seguido sufriendo deterioro material, sino de que todo lo que estaba abandonado, sucio y destartalado se haya reparado y haya vuelto a brillar, gracias a la buena administración y aplicación de las ayudas, y gracias a la

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organización del museo catedralicio. Desde esta página, al hacer memoria de su empeño musical, le deseo larga vida. De vez en cuando nos reunimos él y yo con otro par de buenos amigos (uno de ellos Benito Peláez, al que he aludido varias veces en el tramo anterior) en mi casa para charlar, repasar nuestros recuerdos y tomar una pinta de vino compartiendo una meriendilla que mi mujer nos prepara. La soledad en que algunos curas han quedado (no éstos precisamente) en estos tiempos es un problema humano que muy poca gente comprende, al haberse ganado a pulso la Iglesia la indiferencia o el rechazo de gran parte de la sociedad, por causas bien conocidas, unas sobrevenidas y otras consecuencia de mirar hacia atrás. Perdón por esta breve digresión a la que me han llevado mis amigos. El bajo, Enrique Rodríguez Cobreros. También ganó las oposiciones a la plaza el mismo año que nosotros. Procedía de Astorga. El órgano en su emplazamiento frente al corillo Cumplía su tarea discretamente, colaborando (por obligación) en el canto gregoriano e interpretando, junto con Hidalgo, la voz baja de las obras polifónicas. Nunca tuvimos un roce con él, quizá porque era poco dado a hablar y porque se sintió un tanto aislado lejos de su tierra de procedencia. Mi tarea de organista. La parte más gratificante de mi ‘trabajo’ siempre fue la del acompañamiento del canto gregoriano, que me terminó de meter la armonía diatónica entre los dedos, y que me dio oportunidad para las improvisaciones que pedían los breves intermedios que dejaban libres los celebrantes de la misa. No presumo si digo que en cuanto pongo las manos en el teclado, todavía hoy se me ocurre algo, recurso mitad nativo mitad adquirido, que me viene muy bien cuando invento los arreglos armónicos e instrumentales de las obras que he compuesto. Los días en que el órgano podía sonar con un poco más de calma eran solamente los de las grandes fiestas en las que el Obispo presidía la celebración de la misa y daba la ‘bendición papal’, que al llevar aneja la indulgencia plenaria atraía a una multitud de gente que llenaba todo el espacio destinado a los fieles, y a veces parte de las naves. Eran los días de Cristo Rey, fiesta de la Inmaculada, fiesta de Todos los Santos,

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Navidad, Año Nuevo, Epifanía (día de los Reyes), Pascua de Resurrección, Ascensión, Pentecostés, Corpus Christi, Trinidad, fiesta del Corazón de Jesús, San Pedro, Santiago Apóstol, Asunción y Transfiguración (fiesta titular de la Catedral). Esos 16 días festivos eran los que me permitían, en primer lugar acompañar a la Capilla en una misa polifónica e interpretar durante ella un repertorio extra. Primero una pieza solemne de entrada (al Obispo le gustaba hacer esta ceremonia con toda lentitud, accediendo por la puerta sur y dando toda la vuelta por el trascoro, con la cola de su capisayo color púrpura, de cinco o seis metros, sostenida a media altura hábilmente por el colero (un compañero al que después tomábamos el pelo con mucha sorna y añadiendo alguna broma punzante); después otra pieza solemne durante el ofertorio, de unos 5 minutos de duración, y otra a la salida, también solemne. En estas tres piezas, que escogía de varias antologías, podía hacer sonar el tutti en algún pasaje apropiado, desplegando toda la potencia del instrumento. Nunca sonó un concierto en el órgano mientras yo fui titular, ni tampoco en mis años de estudiante, porque iba contra la costumbre y nadie lo propuso. Toda la música que sonaba era funcional, es decir, sonaba dentro de un acto litúrgico y formando parte de él. La práctica anterior en el seminario ya me había convertido en un organista también funcional, que colocaba las músicas cada una en su lugar y en su función y de acuerdo con la solemnidad de cada día. Pero al mismo tiempo, yo me iba dando cuenta de cómo la Catedral se iba anclando en las músicas del pasado, sin ningún asomo de apertura a las Portada y comienzo de la misa Hoc est corpus meum nuevas que iban surgiendo por todas partes en los años anteriores al Vaticano II. Ni los componentes de la Capilla (a excepción de Hidalgo), ni sus ilustrísimas los señores canónigos, ni tampoco el Obispo, abrieron los oídos a lo que ya iba llegando. En este aspecto en el Seminario íbamos, no sólo abriendo los oídos a lo que se veía llegar, sino incluso siendo pioneros en algunos aspectos. Esta situación suponía para mí una contradicción que, a medida que iba pasando tiempo, me resultaba cada vez más difícil de superar. Afortunadamente la labor musical en el Seminario me compensaba y me satisfacía en una medida suficiente, y me ayudó a sobrellevar las obligaciones diarias que me imponía la catedral y la rutina de unos ritos cumplidos con una ‘profesionalidad’ muy vacía de contenido, a juzgar por lo que demostraban las actitudes. Así que opté por cumplir mi oficio de

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músico aprovechando lo que de positivo tenía el instrumento y el repertorio. Además del gregoriano diario que, como he dicho, interpretábamos Hidalgo y yo de común acuerdo como una práctica musical gratificante, yo fui encontrando momentos para ir ‘colocando’ el amplísimo repertorio de que disponía en mi archivo dentro de los momentos en que cabía en una misa celebrada un tanto deprisa en muchos casos, en otros con corrección y en alguno con una devoción reposada. En los días de diario disponía de los siguientes espacios: 1. Un brevísimo preludio-entrada, apenas medio minuto, mientras los celebrantes se trasladaban desde la sacristía hasta el altar. Este ejercicio diario tenía siempre un aspecto de desafío, pues en ese breve intervalo tenía que hacer sonar un inicio, un desarrollo y un final, siempre en la sonoridad modal de la antífona del Introito. 2. Un espacio de 3 minutos para el intervalo entre el comienzo del ofertorio y el inicio del prefacio, para una pieza apropiada al momento, que tomaba de algún repertorio, y en ocasiones tenía que abreviar improvisando una cadencia antes del final de la partitura, pues la habilidad ‘profesional’ de algunos celebrantes no me daba tiempo a más. 3. Una pieza de estilo meditativo con una duración de unos 4-5 minutos, entre el final del prefacio y el comienzo del Pater noster. 5. Una pieza brevísima, unos 2 a 3 minutos, también del mismo estilo, entre el final del Agnus Dei y el canto de la postcommunio. 6. Y un final de otro medio minuto para la salida de los celebrantes hasta la sacristía.

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Ofertorio Pascual, de Eduardo Torres

En los domingos y fiestas los tiempos eran siempre algo más largos, pues la mayor parte, de los canónigos, no todos, conservaban cierta dignidad profesional cuando la asistencia de fieles era más numerosa. En los días de fiesta solemne con misa pontifical, la música de órgano tenía una presencia más amplia, como he explicado. Esto no era mucho, la verdad, pero un año entero daba mucho de sí, y me proporcionaba la ocasión de interpretar la mayor parte de las piezas de que disponía en mis repertorios, la mayor parte de ellas de dificultad media en cuanto a escritura, y de sensibilidad alta en cuanto al carácter y contenido musical. Como es lógico, no cabían en la liturgia catedralicia las grandes obras para órgano de los grandes compositores, desde Bach hasta los comprendidos en la gran antología editada por Otaño. En consecuencia, nunca me vi en la coyuntura de interpretar grandes obras, ni de hacer uso del teclado pedalero, con el que sólo podía practicar algunos días acudiendo un rato antes de las Vísperas. El mayor impedimento para un estudio sistemático que habría exigido un oficio de organista ‘integral’ lo tenía en la limitación de horarios que me imponía mi oficio de Prefecto de Disciplina, que para mi Obispo era el principal de mis deberes, con una continua presencia. Así que nunca pude disponer del tiempo necesario para el progreso hacia piezas difíciles. Me tuve que conformar con la destreza en el acompañamiento del canto gregoriano, la interpretación del repertorio de mis antologías, y la improvisación, en la que llegué a conseguir bastante habilidad. No eran, desde luego, las catedrales españolas la institución eclesiástica donde se iban produciendo los cambios en las costumbres musicales que los tiempos iban exigiendo. Se puede afirmar sin temor a error que, salvo alguna rarísima excepción, estas instituciones medievales,

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que arrastraban todavía un fuerte peso de rutinas musicales, no contribuyeron en modo alguno a los nuevos tiempos que se acercaban. Más bien todo lo contrario, por causas que no es muy difícil desvelar. Por una parte la falta de cultura litúrgica de los componentes de las capillas, y sobre todo de sus maestros, todos formados en los antiguos criterios, no ayudaban demasiado a una apertura. Pero ni siquiera a dignificar y dar mayor calidad musical a aquel estilo denominado ceciliano, que brotó como impulso del Motu Proprio de Pío X. Por otra parte los escasos medios humanos que una capilla normal de una catedral modesta, como la de Zamora, era capaz de sostener, media docena de cantores y, si acaso, un coro de seises, no eran suficientes para conseguir Juegos de luz en la mañana una calidad pasable, cuando una obra exigía un despliegue de sonoridades acorde con el texto, aunque la composición estuviese bien realizada. Tal es el caso, por poner un ejemplo, de la Misa en honor de la Inmaculada Concepción, de Vicente Goicoechea, obra muy bien concebida y realizada como composición, que para sonar adecuadamente exigiría un coro un tanto nutrido, un mínimo de 15-20 cantores: los que yo escogía de la Schola Cantorum del seminario. Pero todavía hay que añadir una tercera causa de esta progresiva decadencia: la escasísima asistencia de fieles a los cultos catedralicios. En los años a los que estoy refiriéndome, alrededor de 1960, la asistencia normal a la misa conventual era la siguiente: entre 6 y 12 personas en los días de diario, entre 50 y 100 personas en los domingos y festivos, y unas 500 personas en las fiestas de misa pontifical que he señalado más atrás (podían llegar hasta un millar en las dos Pascuas), cuando el Obispo impartía la bendición papal. Cifras que se fueron reduciendo notablemente durante los 14 años en que desempeñé el cargo. Esta fue, aunque no la única, una circunstancia que me impulsó a renunciar a una plaza que de suyo era vitalicia. Sobre este aspecto me explicaré con más detalle en el tramo correspondiente a aquel momento de mi vida de músico. Cuando antes he dicho falta de ‘cultura litúrgica’ me refiero al conocimiento de la funcionalidad y el sentido y la estructura de cada una de las partes cantadas de la misa y del oficio y de su importancia dentro del conjunto. Como este conocimiento era imprescindible para entender el fondo de las

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razones de la reforma litúrgica que el Vaticano II estaba llevando a cabo, fueron precisamente los maestros de capilla, casi en su mayoría, los que, llegado el momento de la entrada de las lenguas vernáculas en la celebración de la misa, no contribuyeron, sino excepcionalmente, a poner en activo la creatividad musical al servicio de la inagotable fuente de los nuevos textos oficiales que la comisión episcopal iba editando, con valor de oficial y única. Una excepción a esta general actitud fue la composición de la Misa cantada popular (con acompañamiento de órgano), que escribí en colaboración con Martín Avedillo, el maestro de capilla. Terminaban de ser publicados por el año 1964 los textos oficiales que el Secretariado de Liturgia del Episcopado había preparado, con validez oficial, para las cinco partes de la misa que desde siglos atrás entraban bajo la denominación misa; Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus–Benedictus y Agnus Dei. Rápidamente se puso en marcha un movimiento creativo musical, no sin ánimo de lucro, para musicalizar estas piezas. En mi criterio no era esto lo principal que había que hacer en música, pero varias personas me animaron a componer las melodías para aquellos textos, entre otras el propio Martín Avedillo, y me decidí a hacerlo. Las circunstancias que rodearon la publicación y grabaciòn de esta Misa Popular las explico en el comentario a la obra, que lleva el opus 6 de mi catálogo. A él remito a los lectores que tengan curiosidad por conocer los detalles. El cese del Maestro Arabaolaza y otras adversidades por él sufridas, hasta su fallecimiento Volveré más adelante a redactar una reflexión sobre el órgano, cuando comente el final de mi período como titular del de la catedral de Zamora. Pero antes de terminar este epígrafe quiero dejar memoria de una ocasión excepcional, para mí la única, en que escuché al maestro Arabaolaza como intérprete organista. Fue durante una celebración en que una reliquia de San Ignacio, en periplo procesional por toda España, no recuerdo con qué motivo, antes de que la procesión llegara a la Catedral, donde yo ya esperaba sentado al órgano, vi aparecer en el balconcillo que daba acceso a la consola ¡nada menos que al Maestro!. Me dijo: Marcha de San Ignacio ‘Déjame, que voy a honrar a mi paisano’. Se sentó, abrió el tutti, y justo cuando la reliquia entraba por la puerta, comenzó a interpretar la célebre, renombrada y única Marcha de San Ignacio, que en sus manos perdió todo lo que tiene de tópica y todo su tufillo militar, y quedó convertida en una música

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grandiosa, solemne, única. Para mí fue un momento emocionante verlo, ya a las puertas de la vejez, sin llegar a pisarlas, sacar toda su energía y hacer sonar el instrumento con la intensidad, la emoción, y la sabiduría de armonista que tenía en su mente y en sus manos y pies. Fue aquella otra experiencia única que nunca he vuelto a olvidar. Dada la vinculación durante toda su vida profesional con la Catedral de Zamora, 40 años como Maestro de Capilla, la anécdota que acabo de contar me da la ocasión de rematar el relato de los últimos recuerdos que tengo del Maestro, muy ligados a su cese como profesor de Canto Gregoriano ‘por falta de eficacia’, en palabras literales del documento en que el Obispo le comunicó su destitución. Fue esta una decisión lamentable en la forma en que el Obispo la llevó a cabo. Porque con una personalidad de tal relieve, de tal trayectoria, de una edad avanzada, que llevaba toda su vida como profesor en el Seminario, habría que haber procedido de otro modo. Es cierto que el Maestro estaba cansado y que quizá sus clases fuesen ya un tanto rutinarias. Pero la forma correcta de llevar a cabo su cese tendría que haber sido completamente contraria a la manera en que se hizo: un homenaje y un descanso con todos los honores, aunque hubiera sido forzado en cierto modo, que seguramente él habría agradecido en el fondo. Cuando a mí me comunicó la noticia, vi asomar una lágrima a sus ojos, que rápidamente limpió, pues nunca perdió su dignidad ni renunció a los derechos profesionales que como Maestro de Capilla le asistían, enfrentándose muchas veces para exigir su derecho ante un grupo de canónigos burdos y, en general, totalmente faltos de la cultura musical religiosa que se debe exigir a ‘profesionales del culto’. A propósito del sentido de la dignidad personal que Arabaolaza tenía, y de cómo la ejercía desde su puesto de Maestro de Capilla, conozco dos hechos que la dejan bien clara. El primero, del que tuve noticia por uno de los beneficiados mayores, ocurrió cuando, hacia la mitad de la década de 1940, el Cabildo de la Catedral decidió encomendar la restauración del antiguo órgano, de tres teclados, que debía de estar en muy malas condiciones, y cuyo arreglo originó frecuentes discusiones y desavenencias entre dos grupos de canónigos y el Maestro de Capilla, a una empresa que accedió a que se le pagara parte del costo quedándose con una parte de los registros del tercer teclado, entre otros el denominado voz humana. Y como esta especie de expolio se hizo a espaldas del Maestro y sin el consentimiento al que tenía derecho por estatutos, siendo fabriquero el canónigo Penitenciario, D. David Cavero, con cuyo voto se consiguió la mayoría para tal decisión, Arabaolaza, herido en su dignidad, se tomó como venganza retirar del archivo todas las partituras que había compuesto, por obligación, durante su largo magisterio en Zamora. Así lo hizo y así lo manifestó al Cabildo de palabra, y me imagino que por escrito, sin que nadie se atreviera a penalizarlo, pues su decisión respondía a una irregularidad por parte de los canónigos. Esta y no otra es la razón de que en el archivo musical de la catedral zamorana falte la obra del Maestro Arabaolaza. Sin embargo el arreglo dejó el instrumento en buen uso y todavía con variados recursos, de lo cual puedo dar fe, pues durante los 14 años en que fui titular del mismo no fueron necesarios más que dos repasos a fondo con alguna reparación, y otras dos afinaciones. Recuerdo muy bien el día de su reinauguración: la fiesta de San Pedro del año 1948, mi primer año en el seminario de Zamora, en que el curso terminó a mediados de julio por haber comenzado después de Navidad a causa de

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una gran reforma. Reestrenó aquel día el instrumento D. Santiago Camprodón, organista en funciones (o quizá por oposición, no lo sé muy bien), al que ya me he referido en el tramo II. El sonido del instrumento restaurado me quedó resonando mucho tiempo en la memoria. Del segundo episodio adverso del Maestro Arabaolaza fui testigo personal, y requiere una puesta en antecedentes para ser comprendido. Dado el eco nacional, y en alguna medida internacional, del Congreso Eucarístico de Barcelona, celebrado en el año 1952, a varios obispos españoles se les ocurrió celebrar réplicas diocesanas del acontecimiento, cuya eficacia recristianizadora se recomendaba desde las alturas de la Iglesia. Nuestro obispo Eduardo no quiso ser menos que otros de sus colegas y no tardó en organizar un Congreso Eucarístico Diocesano en el año 1958, tomando como justificación y ocasión para el magno acontecimiento el sexto centenario del milagro de ‘Las Hostias incorruptas’ que se conservan en el convento de las Dueñas en Cabañales, barrio de la ciudad de Zamora, situado al otro lado del Duero.

Para quienes no estén al corriente del contexto histórico tardomedieval de este milagro, resumo en breves líneas el episodio, que en la historia de Zamora se conoce como El motín de la trucha. No entro en los detalles ni en los nombres, porque cambian de unas versiones a otras. Es el caso que un individuo perteneciente a la clase plebeya tuvo el atrevimiento de comprar en el mercado de la ciudad de Zamora una trucha de buen ver que todavía quedaba a la venta después de haberse cumplido el horario reservado a los nobles para la compra de alimentos. El criado de un noble quiso hacerse con ella, pero el plebeyo se sublevó arguyendo que el plazo reservado a los nobles había terminado y él tenía la vez como comprador al haberse anticipado en la cola de clientes. Puesto el hecho en conocimiento de su señor, y enterada la nobleza zamorana de esta grave trasgresión, se convocó una asamblea en la iglesia de Santa María para ver de decidir qué castigo se iba a infligir al osado plebeyo que al infringir la norma había ofendido a la clase noble. Pero enterados los colegas del criado de tal reunión y de lo que en ella se iba a tratar, capitaneados por Benito ‘el Pellitero’, bloquearon por fuera las puertas y prendieron fuego al templo, trayendo la leña de la cercana plaza de ese nombre. Y allí, sin poder escapar, murió abrasada toda la clase noble e hidalga de la ciudad. ¿Toda? No toda, pues como relata en su versión del episodio Agustín García Calvo, el Señor de los Señores, es decir las Hostias reservadas en el copón, valiéndose de su omnipotencia, escaparon por el aire desde el tabernáculo por una ventana de la iglesia, posándose en la píxide del altar del antiguo convento de las Dueñas, que estaba al otro lado de la calle, y librándose así de la quema.

Iglesia de Santa María la Nueva

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Esta es la primera parte del milagro, porque la segunda es que desde aquel día hasta hoy, según la tradición, se conservan milagrosamente incorruptas en el mismo recipiente, trasladadas desde el antiguo convento hasta el de las Dueñas Dominicas, que se encuentra al otro lado del río Duero. Como remate y complemento al milagro de las Hostias Incorruptas que sirvieron de pretexto para la celebración del congreso, aporto aquí un testimonio directo que me relató mi amigo y condiscípulo Manuel Luengo Tapia, (recientemente fallecido cuando escribo esto), en el que él intervino personalmente. El Obispo lo había elegido como su familiar y asistente (era uno de los pocos curas que por entonces tenían carnet de conducir), y al final también confidente, pues aunque antes había desconfiado de él (de hecho le dio uno de los cargos menos apetecibles para empezar, una coadjutoría con uno de los párrocos más despóticos de toda la diócesis, para que lo domara), terminó por reconocer su bonhomía y honradez sin límites. Relato lo que me contó mi amigo, indicándome la conveniencia de guardar secreto por algún tiempo. Previendo el Obispo que las dos procesiones, inicial y final del Congreso, iban a ser multitudinarias, como en efecto lo fueron, le empezaron a entrar escrúpulos por algo muy razonable por una parte, pero muy absurdo por la otra: se empezó a plantear la duda de si de verdad estarían las Hostias incorruptas dentro del copón del convento de las Dueñas Dominicas. .Por un lado le iba invadiendo el escrúpulo de que estaba dudando de un milagro, pero por otro le asaltaba de vez en cuando, y cada vez con más insistencia, una duda razonable, que comunicaba a Manolo Tapia: “¿Y si esto es una leyenda, y no un milagro? En ese caso, lo que estoy haciendo con las procesiones que programo – rumiaba el Obispo– es incitar a la ciudad entera, a los miles de personas que van a asistir, a cometer un acto de idolatría, pues van a rendir adoración a un copón que no contiene lo que cuenta una tradición, ¿fundada o inventada, esa es mi duda?, el Cuerpo de Cristo”. Me contó mi amigo que la inquietud del Obispo iba en aumento hasta que, venciendo sus escrúpulos, decidió (seguramente asesorado por alguno de sus hombres de confianza) salir de sus dudas abriendo el copón para cerciorarse de lo que había dentro. Y así lo hizo, acudiendo en secreto al convento para hacer la comprobación. Mi amigo, que también era confidente, fue quien lo trasladó en el coche (por cierto, el primer Mercedes que se matriculó en Zamora, ZA-2000) y también asistió como testigo. Llegaron al convento, abrieron el sagrario, destaparon la píxide y lo que vieron fue, en palabras de mi amigo “una especie de polvillo informe, como un montoncito de algodón de color gris, sin forma ni figura ni entidad de pan ácimo en buen estado”. A la vista de los hechos, el Obispo tomó la decisión, que ya llevaba pensada, y que calmó sus escrúpulos: volver a introducir en el copón algunas hostias (esta vez sí, incorruptas), consagradas en una misa celebrada inmediatamente allí mismo. Con lo cual el Obispo ya pudo respirar tranquilo. La parte absurda, a mi entender, es que el Obispo pensara que los procesionantes iban a hacer un acto de idolatría. Porque si creían Ventana en aspillera por donde que adoraban las Hostias de verdad, escaparon las Sagradas Formas parece más bien que hacían como un doble acto de fe, en lugar de cometer un acto de idolatría adorando a un Cristo que no estaba presente en el copón. Creo que este hecho, o no se conoce, o lo conoce muy poca gente. Y creo también que esta decisión tiene que estar referida en algún documento que se guarde en secreto en el archivo del obispado, pues el Obispo era muy meticuloso en los aspectos jurídicos. Lo que ignoro es si pasados más de cincuenta años el

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documento estará clasificado o se podrá obtener permiso para leerlo en caso de que aparezca. Pero aseguro que lo que he relatado me fue contado por quien me dijo que conocía estos hechos por haberlos presenciado. Pero mira por cuánto, precisamente por las fechas en que estoy escribiendo este episodio, ha aparecido en el diario La Opinión de Zamora (12 de enero de 2012, p.12), un escrito con este despampanante titular: El Motín de la Trucha solo es leyenda, seguido de este subtítulo: La ausencia de restos quemados en la exhaustiva excavación de Santa María la Nueva echa abajo el mito del incendio del templo con los nobles en su interior. El autor del escrito, José María Sadia, cita palabras del delegado de Patrimonio en la Diócesis, José Ángel Rivera, que alude a la “falsedad de la leyenda” de la iglesia quemada. Para remate de este enredo, el articulista cita un sorprendente testimonio que transcribo literalmente: “El hecho –de las Hostias Incorruptas– llamó tanto la atención de investigadores de fenómenos extraños como Javier Serra y Jesús Callejo, que hace más de una década visitaron Santa María para reconstruir la escena. Una vez frente al torno del convento de las Dueñas de Cabañales […] preguntaron a una de las monjas por el suceso, y la religiosa les contestó que de las formas que dieron lugar a la construcción del edificio ‘sólo se conserva una, partida en varios trozos’. Incluso le preguntaron si los fragmentos habían sido analizados con técnicas científicas y la monja les respondió afirmativamente, pero reconoció que el científico ‘debió de considerar un sacrilegio tener que destruir una de las partes para poder hacerle las pruebas químicas necesarias”. Es muy probable que este artículo, que algunos considerarán deletéreo, eche más leña al fuego de la Iglesia de Santa María la Nueva. Y espero que a mí no me salpique alguna chispa por haber contado lo que me relató un testigo directo.

En esta leyenda verdadera encontró el Obispo don Eduardo Martínez González la base para organizar el Primer Congreso Eucarístico de la Diócesis de Zamora. Congreso, cuyo programa, de una semana entera, se encerraba entre dos grandes procesiones en que las Sagradas Formas Incorruptas serían llevadas bajo palio: la primera, para comenzar el Congreso, desde las Dominicas hasta la Catedral, cruzando el Duero por su famoso puente de piedra; y la segunda, como solemnísimo remate, la multitudinaria procesión (y lo fue, soy testigo) en sentido contrario, para devolverlas a su secular mansión. Y aquí es donde entra en juego el Maestro Arabaolaza. Porque el Obispo convocó un concurso para compositores, publicando en el Boletín del Obispado el texto, compuesto por el renombrado Magistral Romero, don Francisco, que así rezaba: Hostia pura y blanca, fuente de alegría, luz de nuestra noche, sol de nuestro día, de gracias raudal. En esa brillante custodia de plata se oculta entre nubes de fondo escarlata el Rey Inmortal. Canta, cielo y tierra, canta noche y día, la gloria y el triunfo de la Eucaristía. Canta con los ángeles al Divino Preso, Cristo, Rey y Padre, que por un exceso de amor celestial, desde la Hostia Santa a todos convida con su Cuerpo y Sangre, para darles vida sobrenatural. Canta, cielo y tierra… Canta con las Vírgenes el cántico nuevo que es de amor el cebo

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para el recental: Cordero Divino que con sus miradas hoy llena de luces las piedras doradas de un pueblo leal.

Explicado este ‘preludio’ necesario, vuelvo ya al relato para explicar cómo le afectó al Maestro este magno acontecimiento. En la mañana de un cierto día del mes de marzo recibí un recado del Rector del Seminario diciéndome que a las cinco de la tarde iba a venir el Obispo y me necesitaba para algo relacionado con la música. Llegó puntualmente, le besé el anillo y me ordenó dirigirnos al aula de música. Tomó asiento en el sillón y me mandó sentarme al piano. Abrió una cartera, extrajo de ella cinco sobres, de cada uno fue sacando una partitura del himno, y me ordenó que fuera cantando y acompañando cada uno de ellos. Así lo hice, no sin caer rápidamente en la cuenta de que el Maestro se había presentado al concurso de composición convocado para el himno del Congreso, pues de sobra conocía yo su caligrafía. Pero mi sorpresa fue grande cuando me di cuenta de que Arabaolaza se había presentado ¡con dos partituras diferentes!, como lo demostraba la calidad semejante de ambas melodías y armonías. Una de ellas iba escrita con su caligrafía musical habitual y la otra con diferente escritura y distinto lema, pero con los mismos rasgos: no se necesitaba ser un experto en la materia para darse cuenta de ello. Una vez cantadas cada una de ellas me hizo repetir tres: las dos de Arabaolaza y una tercera. Las otras dos no le interesaban, se veía, aunque me ordenó cantarlas también. Pero mi sorpresa creció cuando me preguntó: ¿Cuál te parece la mejor? Sin dudarlo le señalé la primera de las dos de las que había reconocido como del Maestro. ¿Y ésta otra no te parece buena? –me dijo, refiriéndose a la que después ganó–. A mi juicio está bien compuesta –respondí–, pero no pasa de correcta, y no llega a la El maestro, pensativo inspiración y el valor popular de la que le he señalado. Y en mi opinión también es mejor esta otra –le dije señalando la segunda del Maestro, porque aquella era mi opinión sincera. Después de recomendarme guardar secreto sobre la sesión, en razón del concurso en sobre cerrado, recogió los papeles y salió del aula, a cuyo portón ya le estaban esperando el Rector y mis compañeros de internado. Días después se publicó la noticia: había resultado ganador D. Luis Arámburu, compositor residente en Vitoria, autor del Himno del Congreso Eucarístico de Barcelona. Como era lógico, no pude comentar con el Maestro este lance, obligado por el secreto que me impuso el Obispo. Pero no me pasó desapercibido el disgusto que le causó aquel percance, uno de los últimos de su vida, pues su deceso ocurrió en febrero del año siguiente. Todavía lo visité un par de veces, pues se encontraba desanimado y un poco enfermo. Los que tenían algún trato con él atribuyeron esta crisis

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a la muerte de su hermana Dolores, que desde luego le debió de dejar muy desconsolado y muy solo. Recuerdo que, por vez primera, se refirió en la conversación conmigo a algún tema relacionado con ciertas dudas. Le noté como temeroso de su final, y le presté, con la intención de que le diera ánimos, un libro que por aquella época tuvo cierta difusión. Se titulaba Vaso de barro, y estaba escrito por un cura americano con muy buen estilo, que pintaba un Dios comprensivo con las flaquezas humanas, más dispuesto al perdón que a la severidad. Poco después cogió una pulmonía que acabó con él en breves días. Por mala suerte para mí, el día de su funeral tuve que estar ausente de Zamora por alguna razón que he olvidado. ¿El archivo del maestro Arabaolaza? Tuvo que ser muy amplio, porque pasó toda su vida componiendo música. De su casa yo sólo conocí dos estancias: el salón comedor, no muy grande, y su estudio de trabajo, una habitación en la que tenía su piano y un diván con dos sillones. Al fondo, enfrente del balcón-mirador que daba a la calle, el maestro tenía su dormitorio, una alcoba separada de su estudio por una cortina. Alguna de las veces que nos invitó a sus ayudantes a un café y a un concierto privado, como ya he dejado dicho, pudimos observar que al referirse a una obra de la que surgió un comentario, se levantó, y con la cortina a medio correr nos dijo: “Esto es el sancta sanctorum, aquí guardo yo todos mis tesoros”. Entró, buscó un momento, y en seguida salió con la partitura que quería hacernos escuchar. En la conversación previa que habíamos tenido alrededor de la camilla cuando estábamos tomando el café estaba también presente su hermana Dolores, un poco mayor que él, que le precedió en el fallecimiento. Su otra hermana, Eduvigis, más joven que él, sólo hacía acto de presencia para saludarnos y después se retiraba, porque era muy sorda y prefería ausentarse. A los tres les ayudaba como sirvienta y recadera una pobre chiquilla un poco lerda, a la que habían rescatado de una residencia-hogar regida por monjas. Pues bien, en la conversación sobre el oratorio Job, nos contaba Dolores cómo el Maestro tuvo que componer la obra en un plazo corto, durante el cual se aislaba en su estudio, rogando a sus hermanas que no interrumpieran su aislamiento más que para las comidas, y que no admitieran visita alguna. Y para nuestra sorpresa, cuando estaba hablando sobre las bondades de la partitura y dándonos datos sobre lo emocionante de la interpretación en el estudio de Radio Nacional, que estaría escuchando Pío XII en directo, nos dijo, mirando a su hermano como para pedirle permiso, que le habían querido comprar la partitura del Job y todo su archivo ‘los Americanos’, pero que él se había negado a vender sus obras. Y más de una vez, porque habían vuelto a insistir en más ocasiones. El

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Maestro calló y pensé, en conclusión, que estaba de acuerdo con lo que su hermana afirmaba. Como era un hombre tan reservado y vivía en bastante aislamiento con sus hermanas, yo nunca me atreví a ir a verlo a su casa, a excepción de dos ocasiones: una para invitarlo a ser mi padrino de honor en mi primera misa, cosa que aceptó de buen grado, y la segunda, a la que ya me he referido, cuando me dijeron que andaba un poco enfermo y desanimado, sin duda por la muerte de su hermana y por otros disgustos. Durante todo el rato que estuve en su casa, su hermana Eduvigis no nos dejó solos, como si estuviera vigilándome. Por supuesto no se me ocurrió hacerle pregunta alguna sobre su archivo. Además era un hecho conocido que tenia unos parientes, sobrinos suyos, que de vez en cuando lo visitaban. Y siempre pensé que algún día serían ellos los que se harían cargo de sus pertenencias, incluidas las musicales. Así que nunca supe nada de lo que pasó con su archivo. Eduvigis le sobrevivió algún tiempo, después del cual no volví a tener noticia de nada relativo a sus obras, ni tampoco se me ocurrió mostrar algún interés por salvarlas sugiriendo a su hermana la donación a algún archivo, si es que no se habían vendido a alguien. Hasta que un buen día me encontré cara a cara con la sirvienta por los pasillos de la residencia-asilo de la que mi tío cura era capellán. Me reconoció y me saludó, mostrándose muy huidiza. Pero pude preguntarle: “¿Qué pasó con los papeles de Don Gaspar? ¿Los vendió su hermana Eduvigis a los americanos? ¿O se lo llevaron sus sobrinos?” A lo que me respondió con mucho nerviosismo: “No los vendió, ni se lo llevaron sus sobrinos. Los quemó todos, y yo le estuve ayudando”. Eso es todo lo que sé del archivo del Maestro. El que fue su albacea, D. Gregorio Gallego, que todavía vive en este momento, quizá podría saber algo de lo que pasó. Pero yo jamás me he atrevido a preguntarle, porque siempre noté como una especie de silencio y desconfianza alrededor de este asunto delicado. Por fortuna yo conservo en mi archivo copia de dos números de las Siete Palabras, el primero del oratorio Job, y de la cantata Luz y Amor, todas con reducción de la partitura orquestal a piano, porque él mismo me permitió copiarlas de su original, que le devolví, cuando las interpretamos con el coro del seminario. Es muy probable que de las dos primeras exista alguna copia en las respectivas instituciones que hicieron los encargos al Maestro. Incluso he pensado alguna vez que podría haber una copia del oratorio Job en los archivos del Vaticano. Pero desde luego los tendría que haber, por lógica, en la SGAE, pues Arabaolaza no omitiría registrar estas obras, que le tuvieron que producir derechos de autor al ser emitidas, ambas, por RNE, la primera para que el Papa pudiera escucharla desde Roma, y la segunda porque la emisora nacional la

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retransmitió varios años en la tarde del Viernes Santo a toda España. He intentado a veces entrar en el listado de obras registradas en la SGAE, de la que soy socio hace mucho tiempo, pero no me ha sido posible encontrar referencia alguna. Lo que sí conservo, como oro en paño, a pesar de su escaso valor como documento sonoro con calidad, es una grabación de las Siete Palabras emitidas por Radio Nacional, aproximadamente hacia el año 1956. Fue realizada a través que la emisión de Radio Nacional de España realizaba en la tarde del Viernes Santo, con los sermones de un orador y las músicas intercaladas. Pero de este documento no puedo por el momento hacer uso ninguno, salvo escucharlo, pues me fue facilitada una copia por la hija heredera de quien hizo esta grabación, que es de su propiedad. Algo es esto, aunque poco. También conservo la partitura manuscrita de la obra Oración para órgano, que me dedicó en mi examen para la oposición a organista de la catedral. Y tengo también, como oro en paño, el álbum titulado Aromas del campo, una antología de 25 canciones recogidas de la tradición popular zamorana, con un acompañamiento pianístico que es toda una lección de buen hacer, por la forma en que soluciona las armonías modales que demanda la sonoridad de las melodías. La larga introducción que el Maestro redacta con el título El canto natural castellano demuestra una gran sabiduría musical y un conocimiento hondo de la canción de estas tierras en las que Arabaolaza ejerció durante toda su trayectoria profesional. Conservo también dos de sus obras más trabajadas para la Capilla de la Catedral, de las que él mismo me dio copia cuando las interpretamos en el seminario: Aclamaciones a la Resurrección y Hodie nobis caelorum Rex. Muy probablemente, las religiosas Siervas de María deberían tener en su archivo la partitura del himno a su fundadora, al igual que las del Tránsito tienen que conservar la del Himno a la Virgen del Tránsito, del que también tengo una copia editada por la Unión Musical. Como esta fue una de las primeras músicas que aprendí en mi primer año de niño cantor en el seminario, la conservo todavía en mi memoria y le tengo especial adicción, por la inspiración de su melodía y la perfección de la armonía del acompañamiento. En cuanto a sus obras para órgano, pueden encontrase: los dos primeros cuadernos en el catálogo de la casa Erviti, con el título de Salterio Orgánico; y todas las demás en las tres antologías a que me he referido en el tramo II: las de Otaño, Iruarrízaga y Pujadas. Es muy probable que el Maestro compusiera algunas otras obras para órgano que no están publicadas en las antologías que he citado. Pero yo sólo puedo dar fe de una que me hizo escuchar en una ocasión. Ignoro el título, pero recuerdo perfectamente que la dedicó al P. Otaño como homenaje, y que el tema era la melodía de la canción Estrella hermosa, a la que me he referido en el tramo anterior. Debió de ser una especie homenaje musical

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al gran Maestro, en forma de miscelánea, en el que tomaron parte varios compositores. Sólo me queda un levísimo recuerdo de la belleza musical de aquella pieza, que quizá ande perdida por algún archivo. ¡Quién sabe! Me he extendido en datos y detalles sobre la figura del maestro Gaspar de Arabaolaza para que mis lectores, aunque sean escasos, puedan saber que en Zamora vivió toda su etapa (40 años) de Maestro de Capilla de la Catedral de Zamora uno de los compositores más ilustres de música religiosa de la época que siguió a la promulgación del Motu Proprio de Pío X. Creo que con lo que dejo escrito aquí queda claro lo principal que hay que saber sobre este maestro (que lo fue mío, y antes de mi padre), de quien ni siquiera sus compatriotas vascos han hecho la memoria que merece, como puede comprobarse leyendo las raquíticas reseñas que, seguramente por falta de datos, se le hacen en el Archivo Eresbil y en la Entziklopedia Auñamendi. Esta segunda no hace más que copiar (mal) la también breve reseña que J. Martín redacta sobre el Maestro en el Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana. Este último, encargado por los redactores del Diccionario de escribir esta reseña, cuando Casares repartió a voleo una buena parte de las voces entre los primeros graduados en la Musicología de la Universidad, llegó un día medio perdido a mi casa pidiéndome algunos datos sobre Gaspar de Arabaolaza. Como es lógico, respondí escuetamente a sus preguntas con los datos que me pidió y con algunos más. Pues como él mismo me reconoció, no era esta la forma correcta de hacer las cosas. Después de su jubilación, Arabaolaza fue ‘elevado’ a la dignidad de canónigo. A pesar de que sus relaciones habían sido muy tirantes durante más de una década, algunos de los canónigos más jóvenes, que no habían tomado parte en las batallas a que me he referido debieron de promover esta especie de homenaje, póstumo a su magisterio, que bien merecía el Maestro. Desde luego le sirvió de cierto alivio este detalle, como también la concesión de la Encomienda de Alfonso X el Sabio (18-7-1957), que promovió y consiguió el Ayuntamiento de Zamora. Mi compañero Juan Manuel y yo asistimos acompañándolo en aquel acto (al que, muy explicablemente no asistieron algunos de sus ‘colegas’ canónigos), muy emotivo para él, en el que alguna lágrima de emoción se le escapó.

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Otros músicos de la Capilla de Zamora Tras un breve tiempo vacante, la plaza de maestro de capilla fue ganada y ocupada por el maestro astorgano Isaac Feliz, al que la figura perenne de Arabaolaza, su renombre nacional y su facilidad para la composición dejaron en la penumbra, a pesar de los esfuerzos que hizo para hacerse presente, entre otros la refundación de un grupo de seis niños cantores, que logró a duras penas hacer partícipes del canto polifónico en las ceremonias catedralicias. Desde luego hay que reconocerle sus esfuerzos, desde luego mucho mayores que los que Arabaolaza podía hacer en su última etapa. Todavía recuerdo un detalle que traslado aquí por lo que tiene de gráfico, y sin ánimo de ofender la memoria (muy limitada) de aquel hombre. Tengo grabada aquella escena como si fuera hoy: los 6 seises cantando la voz de contralto de una obra polifónica a tres, quizá una misa de Perosi, y el despiste, fatal, de los niños en una entrada en fugato, que provocó el desastre total, con parada y vuelta a empezar. La imagen que se me quedó fue la de los niños intentando retirarse de la primera fila del grupo y defendiendo su cabeza con las manos cuando percibieron cómo el fugato se había convertido en guirigay y temían la esperada propina, que alcanzó la primera fila. Una buena secuencia para Berlanga. De Zamora salió feliz y triunfante el maestro Isaac Feliz, al cabo de tres o cuatro años, promovido por oposición ganada nada menos que a maestro de capilla de la catedral de Toledo, de la que pasó después a la Basílica del Pilar de Zaragoza. Se contaba que en una carta al organista de Zamora, Benito García, le incitaba a seguirle los pasos. ‘Anímate, -dicen que le dijo-, que yo he ganado la plaza de Maestro de Capilla. No es tan difícil como se dice, te lo aseguro’. Y acertó, porque también aprobó el organista y le siguió los pasos, dejándome a mí la vía libre para la plaza. Al igual que el maestro Feliz se la había dejado al maestro Martín Avedillo.

Lugares de correrías infantiles sobre la sillería del coro

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Ausencia provisional Aunque me queda comentar algunos otros aspectos de la vida catedralicia prefiero dejarlos para más adelante, pues en los tramos IV y V que siguen coincidieron también con mi paso por la catedral, que duró todavía otros siete años, hasta mi renuncia. Por ello serán frecuentes las alusiones que voy a hacer todavía a algunos aspectos de mi oficio, como son, sobre todo, un amplio comentario acerca de la música compuesta para órgano en España durante el siglo XX, que sirva como esquema para un estudio desarrollado, otra sobre las razones por la que el órgano y su música han decaído en nuestro país en pocas décadas hasta su silencio casi total, y una reflexión sobre el oficio de músico dentro de la estructura eclesiástica, que ayude al lector a comprender, entre otras cosas, las razones de mi renuncia. Concedida la dispensa por mi Obispo para cursar los estudios de Liturgia en el Instituto Católico de París, en el que pasé los dos cursos 6465 y 65-66, regresé a Zamora y a mi puesto de organista de la catedral, pero no al seminario, del que fui removido en la forma y por los motivos que dejé bien aclarados en el tramo 3-1.

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