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LA PINTURA MODERNA Y LA MUERTE DE DIOS ENCARNADA Jaime Repollés Llauradó Profesor de la Escuela Contemporánea de Humanidades de Madrid
Resumen Este artículo expone algunas conclusiones de la tesis doctoral La desgarradura constitutiva de la pintura moderna en Georges Didi-Huberman, realizada en el entorno del programa doctoral Bellas Artes y categorías de la modernidad y dirigida por Mercedes Réplinger. La «desgarradura» (déchirure) es una categoría estética que pretende abrir el sentido de lo moderno por una teoría, una práctica y una historia de la pintura. Este concepto ha sido destilado de la obra del filósofo e historiador del arte francés Georges Didi-Huberman, maestro de conferencias en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, cuyo corpus bibliográfico, una treintena de libros, va camino de convertirse en una de las aportaciones esenciales del pensamiento contemporáneo. La desgarradura es, además, una de las pocas categorías que sirven hoy en día para pintar y no para justificar un abandono vergonzante de la pintura.
Palabras clave Didi-Huberman, melancolía, desgarradura, encarnación, diferencia, síntoma.
Existe una idea fundamental en el pensamiento estético contemporáneo que concibe la modernidad como melancolía. Esta melancolía moderna es la tristeza derivada de la pérdida de los ideales e ídolos de la tradición que Nietzsche definió en su día como «muerte de Dios». Entendido este duelo fúnebre en un sentido amplio, es decir, no solo teológico, de una crisis global de los conceptos, la muerte de Dios en el arte se ha expresado con el rechazo del canon, la pérdida de la autoridad académica o incluso el asesinato vanguardista del padre. De hecho, la propia teoría de la modernidad como melancolía (Clair, 2006) ha evolucionado desde la alegoría del siglo XVI pasando por la vanitas del siglo XVII, el genio romántico del siglo XVIII y el sueño de la razón del siglo XIX hasta el existencialismo del siglo XX, en varias fórmulas que expresan la duda sobre la existencia de Dios. Paralelamente a estos recursos estéticos ateos, se han producido otras tantas restauraciones o recapitulaciones de los valores antiguos, adscritas a reacciones conservadoras, siempre bajo un resentimiento de corte clasicista y académico. Este debate vuelve a exponer hoy la eterna disputa entre una idea de modernidad apocalíptica, que necesita regresar a un origen ideal frente a la decadencia contemporánea, y una idea de modernidad integrada, que entiende esta muerte de Dios como el mejor camino hacia la libertad. La academia francesa, desde sus comienzos, es lugar de debate de ambos caracteres humanos, bajo una dialéctica humoral basada en dos temperamentos, el melancólico y el vitalista, el antiguo y el moderno, el reaccionario y el progresista.
El hombre del dolor de Alberto Durero (1511)
Este debate siempre ha dado lugar a dos angustiosas respuestas históricas que resultan esenciales para comprender el devenir de la vanguardia: la reacción de los antiguos (anciens) se torna hacia el pasado para recuperar una suerte de tiempo eterno y perfecto en el que colmar su falta en una especie de «vuelta al orden», mientras que la acción de los modernos (modernes) encara el futuro con la esperanza de una promesa de felicidad abierta al porvenir. Pero la modernidad pensada por Didi-Huberman no es ni la nostalgia de los primeros, que recorre Europa revisando la influencia de las vanguardias históricas, ni el nihilismo de los segundos, que olvida el núcleo transgresor de lo moderno por la secuencia insensata de tendencias. La modernidad no es un debate entre fanáticos conservadores y progresistas sino la «experiencia desgarradora» de una pérdida sustancial de sentido, sobrevenida tras la decadencia de todos los sistemas y a la que Didi-Huberman denomina, sintomáticamente, «muerte de Dios encarnada» (DidiHuberman, 1990). Pero esta muerte de Dios no es tampoco la mal llamada «muerte de la pintura», el luto por un oficio en decadencia, sino la puesta en práctica del misterio cristiano de la encarnación en su sentido más transgresor. Porque la pérdida del sentido trascendente de la obra de arte moderna como consecuencia directa de su proceso de encarnación material logra dar un sentido transgresor a la noción melancólica de «pérdida del paraíso» y su nostalgia por un pasado clásico que nunca llegó a existir realmente. DidiHuberman evita todo tipo de represiones de la tradición en el seno de un nihilismo posmoderno definiendo la desgarradura cristiana precisamente como la máxima realización del ideal en la máxima depreciación de su sentido trascendente; como si en el acto evangélico de «encarnar el Verbo», de introducir los conceptos en el espacio y el tiempo, estos cobrasen una temporalidad y una espacialidad realmente modernas. La déchirure introduce, por tanto, dos problemas inéditos para la pintura: la conciencia de la muerte de Dios como crisis fundacional del sentido tutor de la obra de arte, que dará lugar a toda una iconografía de la desemejanza, así como el proceso que sufre la pintura como medio privilegiado de expresión de esta desgarradura,
consecuencia directa de la encarnación material de Dios en hombre, que afecta a toda una iconología de la huella antropológica del ser mortal (Didi-Huberman, 1997). La desgarradura de Didi-Huberman es el sentido renovado de la modernidad, un concepto intempestivo que puede revitalizar el bloqueo creativo que sufre la pintura desde que se le ha impuesto una muerte o una crisis. La pintura será moderna, presentará la muerte de Dios en su encarnación, o no será, precisamente por dejar de fundamentarse en un pasado ideal o en un presente absoluto: será la cicatriz la idea hecha materia.
Cristo muerto de Hans Holbein (1522)
Esta cicatriz está en la génesis misma de lo moderno como la ruptura o el drama de la desemejanza constitutiva entre el Padre y el Hijo, narrada en los evangelios con la muerte del padre eterno en la vida del hijo mortal. Una tragedia veterana que acontece siempre y cuando el artista pierda toda posibilidad de simbolizar, de hacer inteligible lo sensible. Esto sucede siempre que un símbolo de la eternidad se muda en alegoría de la muerte o vanitas de la existencia, hasta actualizarse en los estigmas de un cuerpo encarnado, o amenazado de muerte. De las llagas de Cristo muerto brota la sangre que inaugura la pintura cristiana y el núcleo revolucionario de las vanguardias, porque el proyecto vanguardista, que nació precisamente para realizar material y socialmente sus programas a riesgo de «matar al padre», no puede ser purificado de su tragedia inaugural; a pesar de que los últimos movimientos artísticos reniegan de este drama cristiano de la separación en el seno de un modernismo unitario, abstracto, autónomo y desinteresado. Didi-Huberman denuncia este concepto de pintura como tábula rasa donde ningún drama sucede; su obra es una arqueología particular de la Teología de la Encarnación en distintas prácticas rituales, desde sus orígenes primitivos hasta sus aplicaciones vanguardistas, y en ella da forma a una plétora de conceptos estéticos entre los que destaca la desgarradura como piedra filosofal (Didi-Huberman, 2007). La práctica de la pintura moderna, lejos de reproducir la mimesis académica como una emulación nostálgica y petrificante de los monumentos del pasado, es el flujo vital de sangre que mana del Corpus Christi. La iconografía de la desgarradura, abierta por las úlceras del Cristo de los Dolores de Alberto Durero (1511), sucede siempre que Fra Angelico, Botticelli, Tiziano, Rembrandt, Vermeer, Soutine, Bacon y muchos otros presentan cuerpos abiertos por el «drama de la desemejanza» entre Dios y el hombre. Esta escuela hizo evolucionar la pintura de la exposición misteriosa de cuerpos encarnados a la inmanencia de una carne hecha pigmento; toda una genealogía de pintores que, por mediación del cuerpo, trabajaron la vida y la muerte de la imagen más que su retórica y su simbología; una escuela que bien podría llamarse, al margen de categorías estéticas historicistas, escuela moderna de la pintura. No se trata, por tanto, de la muerte de Dios como fin del arte o muerte de la pintura, sino como principio de una filosofía del arte, de la apertura de la representación. Si por algo se distingue la obra de Didi-Huberman del resto de los estetas franceses, es porque su retórica no sirve para
«dejar de pensar» en la pintura, ingresando de lleno en una filosofía en rebajas sino, bien al contrario, para «pensar en pintura», según la acertada expresión de Cézanne (Didi-Huberman, 1985).
Cristo muerto de Andrea Mantegna (1480)
La desgarradura de Didi-Huberman es una de las pocas armas metodológicas de las que dispone el pintor para construir su propia historia del arte, su propia teoría de la encarnación de los conceptos, su propia estética, al margen de categorías historicistas, tecnócratas y filosóficas al uso, demasiado acostumbradas a zanjar por anticipado el significado de las obras de arte según criterios de la moda, la tecnología o el gusto. Por eso, la desgarradura es una antítesis a la teoría moderna del signo, pero también a la práctica secular de la pintura y a la noción de cuerpo bello. Para un pintor, la primera acepción de la desgarradura debe ser una teoría de la ruptura del signo en la modernidad. Un signo desgarrado es un signo abierto a las metamorfosis del sentido cuando sufre los efectos del devenir histórico. El signo moderno deja de ser un símbolo trascendente precisamente para flotar libre de cualquier significación atribuida por anticipado, ya sea por la historia o por la filosofía; un signo libre que cuestiona toda idea de historia atemporal, monumental y monolítica, cerrada sobre conceptos fundamentales de la historia del arte humanista. Didi-Huberman ha realizado todo un trabajo de deconstrucción de la historia del arte entendida como disciplina humanista, así como de la filosofía idealista entendida como ciencia de las formas simbólicas, para abrir la temporalidad de la imagen más allá de sus contextos histórico, iconográfico y conceptual. Asimismo, Didi-Huberman ha denunciado como una «tiranía de lo legible» la pretensión nominalista e historicista de adecuar toda historia a un discurso, toda cosa a una palabra, todo signo a un contexto, toda imagen a un concepto, todo icono a un relato, toda imaginación a un genio. Esta tiranía de lo legible sobre lo visual, que se extiende desde la vieja adaequatio de las imágenes a los textos sagrados hasta la reciente iconología, reduce siempre la potencia imaginaria de las obras de arte a un texto fundador, ya sea bíblico o formalista, pero también su temporalidad a una crónica periodística, su materialidad a una invención
técnica y sus metamorfosis a una retórica. Tanta homogeneidad entre el lenguaje articulado y la pintura ha llegado a hacer corresponder directamente las imágenes con su definición en el diccionario, hasta llegar al paroxismo del arte conceptual. La tiranía de lo legible es el cierre melancólico de lo sensible por lo inteligible, el trazo que ata la imagen a su concepto, el «diseño» que ha implicado un positivismo en la historia del arte desde su fundación y una extensión del mundo del diseño en la modernidad como moda. El disegno o segno di Dio es la reducción del signo a un sentido trascendental, la costura simbólica de la imagen a la letra de la historia. Didi-Huberman abre este cierre simbólico y trascendental con una filosofía de la diferencia, imbricada en el pensamiento francés de la différence culturelle que asume la separación constitutiva de significado y significante. Lamentablemente, este giro ontológico de la diferencia francesa ha provocado un rechazo de la pintura por considerarla especialmente sujeta a toda suerte de corsés ideológicos, tales como la manía de la mimesis, la tiranía del dibujo y la neurosis de la forma simbólica. Pero, si por algo se distingue la obra de Didi-Huberman del resto de los semiólogos, lingüistas y analistas de las ciencias sociales, es haber sabido aplicar una mirada desgarradora a la pintura clásica, incluso a aquella cuyos contenidos parecen haberse estructurado de modo más luminoso y trascendental: así lo ha demostrado en los falsos mármoles de Fra Angelico,1 en la iconografía de San Jorge y el Dragón (Didi-Huberman, 1994) o en los desollamientos de Venus de Botticelli (Didi-Huberman, 1999). En todas estas genealogías de la pintura renacentista, Didi-Huberman ha mostrado la desgarradura cristiana en el seno del neopaganismo clásico.
El Juicio Final (detalle) de Fra Angelico (1424?)
La déchirure es el valor significante que cobra el signo cuando rompe con el contexto cultural y simbólico que lo acuñó, rebosando anacronismos temporales y diferencias formales, es decir, cuando está realmente abierto a las condiciones del devenir. En este sentido, Didi-Huberman ha desarrollado toda una teoría de la temporalidad anacrónica de la imagen al confrontar la idea del «tiempo eterno» y
homogéneo del historicismo humanista con el «tiempo anacrónico» de las vanguardias (Didi-Huberman, 2000). Las vanguardias generaron desgarraduras temporales en la secuencia histórica cuando hicieron retornar las fórmulas primitivas en el seno de la pintura occidental. Estos anacronismos fueron como el Pecado Original que brotó sintomáticamente a la superficie para abrir las puertas del inconsciente a la teoría psicoanalítica. Este «eterno retorno de lo reprimido» como fórmula para actualizar el pasado primitivo es el síntoma que Sigmund Freud estudió en las reminiscencias del cuerpo histérico, con un pasado traumático que se actualiza en un gesto encarnado. Del mismo modo, Aby Warburg estudió la pervivencia de la Antigüedad helenista en el pathos cristiano, ese núcleo cristiano del neopaganismo.2 Por su parte, el artista moderno, más que dedicarse a plantear variaciones formales al canon cuadriculado de la modernidad, tales como las paradojas conceptuales del minimalismo americano (DidiHuberman, 1992), debe adentrarse en una morfogénesis informe de la forma (DidiHuberman, 1995). En este sentido, el trabajo de Didi-Huberman se debate claramente entre dos concepciones bien distintas de la propia noción de desgarradura; dos concepciones que privilegian presupuestos estéticos distintos, uno de tipo analítico y otro más continental. Una concepción analítica de la desgarradura pasa por la comprensión de la irreductibilidad formal entre significado y significante, texto e imagen, entre ver y ser mirado, fisura entre lo que vemos y lo que nos mira (o lo que nos concierne), que DidiHuberman no cesa de abrir incluso en los más simples objetos para ver. Esta concepción analítica es ya un lugar común del arte y la literatura modernos. Pero una distinción continental de la desgarradura es la prueba carnal de la muerte de Dios en los estigmas de la pasión cristiana. Distinguir entre analítico y continental permite discernir entre los dos sentidos de esta carencia de sentido trascendente en la obra de Didi-Huberman: ya sea el vacío existencial cristiano, continental y de estética centroeuropea, o el vacío estructural nihilista, analítico y de estética anglosajona. Aunque Didi-Huberman parece sufrir de un síntoma desgarrador que tira hacia ambos lados sin decidirse por ninguno, la contradicción es sensible en sus dos líneas de pensamiento fundamentales: la primera, subsidiaria de Benjamin, es producto de cierta iconoclastia (abstracta) de origen judío y se esmera en anunciar el sentido precisamente en su ausencia, como por ejemplo en las «fábulas de lugar» (fables du lieu), aproximaciones arquitectónicas al altar de la contemplación, la construcción de pasajes o templos para ver (Didi-Huberman, 2001). Esta línea analítica estudia la desgarradura como una crisis de la mirada moderna, una especie de esquizofrenia del ojo puesta en escena en forma de «instalaciones» para ver. Pero la segunda línea de investigación, subsidiaria de Bataille, se caracteriza por cierta carnalidad (figurativa) de origen cristiano y se esmera en anunciar el sentido en una presencia puesta en crisis por un cuerpo desgarrado (Didi-Huberman, 2006). Es el caso del llamado «retorno a la pintura» de Duchamp, desde el analítico Grand Verre al continental Étant Donné.
Buey desollado de Chaim Soutine (1925)
La concepción continental de la desgarradura en Didi-Huberman insiste en el retorno del cristianismo en el seno de una modernidad demasiado mesiánica, que buena parte del pensamiento actual está replanteando al adoptar metáforas y mitos cristianos, para adentrarse en la fenomenología de este cisma existencial. Este neocristianismo está repensando la «encarnación» de la pintura en el mundo y la «transubstanciación» del pigmento como el elemento material de la carne cristiana, «misterio» de la carne sagrada. La desgarradura sería la materia transubstanciada por donde la imagen opone resistencia a cualquier enunciación de su visibilidad, a cualquier acotamiento geométrico de su estructura, protegiendo su potencia visual al amparo de la noche, pero sobre todo, por donde este «misterio visual» anuncia el deseo de un «cuerpo abierto». La bisagra analítico-continental distingue la subjetividad de la mirada moderna como esencialmente lanzada a su afuera, abierta a la dicotomía entre ver y ser mirado, y la materia pictórica, localizada en aquellos detalles sintomáticos del cuerpo encarnado. La indeterminación de Didi-Huberman resulta de lo más fecundo al aceptar indistintamente lo moderno como una imposibilidad analítica de producir significado y como una memoria continental de un cuerpo estigmatizado. El vacío esencial de la obra de arte moderna se presenta como una vista liberada de las limitaciones de la vista clásica, una mirada desgarrada, sin duda, pero también por estar abierta al problema del deseo, al síntoma de la repetición del deseo en los cuerpos. Una pintura verdaderamente desgarrada, independientemente de la mirada que sobre ella recaiga, sería una pintura capaz de reproducir el trabajo del sueño, rompiendo el secular aparato perceptivo a la vez que permitiendo el retorno de lo reprimido. Este «manierismo de la desgarradura» sucede cuando el dibujo all´antica del clasicismo retorna a la materialidad bruta del primitivismo a través de una carne sintomática (Didi-Huberman, 2005). La verdadera aportación estética de Didi-Huberman pasa por haber estudiado la materialidad de las auras de los iconos sagrados y paganos bajo el estigma del Pecado
Original que transfiguró el vitalismo pagano en la morbidez de la carne mortificada cristiana. La particular ateología de la encarnación de Didi-Huberman es la introducción del pecado y la muerte en la carne de las imágenes tras el pecado de la sangre. Así, la pintura moderna, esa sangre hecha pigmento, ha procedido a la transubstanciación de la carne en pigmento a partir de la resacralización diabólica de los elementos paganos. Didi-Huberman conecta de este modo su predilección por el elemento aéreo (aurático), un derivado del temperamento sanguíneo en la teoría humoral, con el pecado de la sangre que hizo dialéctica la carne cristiana entre la virtud y la lascivia, el pudor y el impudor, la vida y la muerte. Esta cualidad oscilante de la carne cristiana la ha denominado «pan», según una expresión de Marcel Proust. El pan de color es esta cualidad dialéctica de la pintura moderna entre la huella y el aura, entre lo visual y lo tangible, entre el rojo y la sangre, el pudor y el pecado. Didi-Huberman conecta aquí con toda una teoría neumática del cuerpo que comienza en la Edad Media y llega hasta las imágenes del espiritismo decimonónico para proponer una inmersión fotográfica en las auras de la materia pictórica más inmaterial, el aura espectral, como fantasmagoría de la era de la reproductibilidad técnica.3 Didi-Huberman disuelve así la vieja polémica entre fotografía y pintura congeniando el alma de una con el cuerpo de la otra en una singular aportación a la teoría neumática. Esta pintura neumática no es en nada modernista, pues supone el pasaje del pan de color como flujo pictórico sanguíneo a la aérea huella aurática de la fotografía. El fantasma de la pintura, ese retorno de lo reprimido en la imagen, es el impulso vital, el alma, de un cuerpo pictórico. El quinto elemento, que en su día Aristóteles llamó «éter», es decir, el aura de los dioses, es el flujo celestial en el que se encontraban sumergidos los cuerpos celestes y que, para Didi-Huberman, es el hálito casi inmaterial en el que se incuba la imagen fantasmagórica. La «pintura neumática» sería un modo de llamar a este «manierismo de la desgarradura», como enseñanza de Didi-Huberman al pensamiento estético contemporáneo y a pesar de su poca predilección por la pintura figurativa moderna. La pintura neumática, como encarnación de la muerte de Dios, es la superación del dualismo metafísico entre alma y cuerpo, porque representa el efecto expresivo de las almas sobre la superficie material de los cuerpos. Este es el verdadero camino abierto para la pintura por la estética desgarrada, entre la teoría de los humores, de muy larga tradición, y la invención moderna de la espectrografía, donde la pintura busca la manera de representar el fantasma de la libertad.
Bibliografía Clair, J., Mélancolie. Génie et folie en Occident, París, Gallimard, 2006. Didi-Huberman, G., La peinture incarnée. Suivi de Le chef d´oeuvre inconnu par Honoré de Balzac, París, Minuit, 1985. Ce que nous voyons, ce qui nous regarde, París, Minuit, 1992. (Existe traducción al castellano: Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires, Manantial, 1997.) Devant l´image. Question posée aux fins d´une historie de l´art, París, Minuit, 1990.
Saint Georges et le dragon. Versions d´une legende, París, Adam Biró, 1994. La ressemblance informe. Ou le gai savoir visuel selon Georges Bataille, París, Macula, 1995. L´Empreinte, París, Centre Georges Pompidou, 1997. Ouvrir Vénus, París, Gallimard, 1999. (Existe traducción al castellano: Venus Rajada, Barcelona, Losada, 2005.) Devant le temps. Histoire de l´art et anachronisme des images, París, Minuit, 2000. (Existe traducción al castellano: Ante el tiempo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006.) Fables du lieu, París, Du Fresnoy, 2001. Gestes d´air et de pierre. Corps, parole, souffle, image, París, Paradoxe, 2005. Ex-voto. Image, organe, temps, París, Bayard, 2006. L´image ouvrante. Motifs de l´incarnation dans les arts visuels, París, Gallimard, 2007.
Notas 1. Cfr. G. Didi-Huberman, Fra Angelico. Disemblance et figuration, París, Flammarion, 1990. 2. Cfr. L´image survivante. Histoire de l´art et temps de fantômes selon Aby Warburg, París, Minuit, 2002. 3. Cfr. G. Didi-Huberman, Mouvements de l´air. Étienne-Jules Marey, photographe des fluides, París, Gallimard, 2005.