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LOS NIÑOS DE DON BOSCO por Moncho Satoló
En ocasiones, la infancia duele. Viajamos hasta la R.D. Congo, uno de los países más pobres e inestables del Mundo, concretamente hasta la misión que los salesianos de Don Bosco tienen en la ciudad oriental de Goma (labor reconocida recientemente con el Premio Internacional de UNICEF ‘Los niños primero’). Desde ahí descubriremos la cruda realidad de los jóvenes más desfavorecidos de la región.
“¿Si maté a alguien? Claro que maté a alguien. He perdido la cuenta de cuántos maté con mi fusil. Cuando lo hacía con el cuchillo, mis superiores me obligaban a saborear la sangre del muerto para protegerme”. Así, con esta frialdad, se refiere el adolescente de 16 años Mayala (un nombre ficticio por motivos de seguridad), a su experiencia de cuatro años como soldado del FDLR (Fuerza Democrática para la Liberación de Ruanda). Mayala viste una camisa estilo hawaiano y durante la conversación se lleva repetidas veces a la boca un rosario de plástico. Narra su historia sin detenerse, sin
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necesidad de hacerle muchas preguntas, acostumbrado a repetir sus vivencias ante psicólogos, educadores y algún que otro periodista occidental. Todo comenzó para él a los 12 años, cuando miembros del FDLR (grupo rebelde formado por hutus que participaron en el genocidio de Ruanda) lo secuestraron mientras se dirigía a su casa. Las primeras tres semanas le obligaron a cocinar para ellos y luego recibió dos meses de instrucción. Transcurrido ese tiempo, se encontraba listo para matar: “Por ejemplo, el 28 de septiembre del año pasado asesiné a seis soldados del CNDP (Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo, grupo rebelde formado por tutsis congoleños) y a tres civiles que intentaban robar en las ciudades que ocupábamos. ¿Si tenía miedo? Sí, a veces. Pero era lo que debía hacer. Cuando fumábamos marihuana, el miedo desaparecía”, comenta sin atisbo de remordimiento. Mayala se halla completamente solo. Sus padres fueron quemados vivos por tropas del CNDP y sus hermanos, más tarde, asesinados por sus antiguos compañeros del FDLR en reprimenda por haber “vendido”, según ellos, su fusil. Un arma que en realidad le confiscaron las tropas de la MONUC (nombre que recibe la misión especial de las Naciones Unidas en la R.D. Congo) en el momento de desmovilizarlo.
R.D. CONGO
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La R.D. Congo es un país extenso, con una población de 60 millones de habitantes. De norte a sur existe la misma distancia que de Berlín a Lisboa. La situación económica, en todo el territorio, es pésima. Según un informe de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Humano (publicado en 2008), la R.D. Congo ocupa el puesto 177 de un total de 179 países. Sin embargo, la guerra, las matanzas entre diferentes etnias y tribus por el control de los yacimientos de oro, diamantes y coltán, se reduce al noreste del país, a las regiones de Kivu Norte, Kivu Sur y la provincia Oriental.
Mayala pasó un tiempo en la misión salesiana de Don Bosco instalada en Goma, ciudad de 600.000 habitantes situada en la provincia de Kivu Norte, en la frontera con Ruanda. Una ciudad dominada por el lago Kivu y por el imponente volcán Nyiragongo que, en 2002, sepultó muchos de sus barrios. Goma, una ciudad de casas bajas y chavolas, de calles de tierra y asfalto repletas de agujeros, sucia, con montañas de residuos amontonadas por doquier, caótica, con un tráfico numeroso que desconoce las reglas de circulación.
La ciudad de Goma se ha convertido en centro de operaciones de todas las ONG y organismos internacionales que actúan en la zona. Hasta ella y sus alrededores van llegando en tromba o en goteo miles de desplazados que huyen de los combates. Un conflicto con etapas que van desde la guerra total hasta períodos de aparente calma, 3
donde los asesinatos nunca dejan de cometerse. Desde la pasada década esta crisis ha causado más de 3 millones de víctimas. Los campos de refugiados, algunos con más de 17.000 desplazados como los de Kibati o Mugunga I, II y III, son el rostro más visible de la pandemia que padece el país. Miles de personas que huyeron con lo puesto, muchas veces tras haber perdido a algunos de los suyos, y que malviven en la desidia entre cabañas de madera y plástico, esperando el ansiado momento del regreso a sus hogares. “Tuvimos que huir. Los rebeldes comenzaron a asesinar gente, quemar las casas, violar a las mujeres. La mayoría de mi familia fue asesinada: mi marido, tíos, primos. En mi pueblo me dedicaba a la agricultura, aquí no sé qué hacer”. Ese ‘aquí’ se refiere al campo de refugiados de Mugunga II. La que habla es una mujer envejecida a la que sólo le queda su hija de cinco años.
DON BOSCO La misión salesiana de Don Bosco, que también acogió en algunos momentos a más de 100 familias de desplazados, está situada en la periferia de Goma, en uno de sus barrios más humildes, N’Gangi. Esta zona fue sepultada en 2002 bajo la lava del Nyiragongo y en la actualidad se levanta sobre los restos de aquella lengua de fuego ahora solidificada. La misión de Don Bosco, que abarca una extensión de un par de campos de
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fútbol repleta de instalaciones de una sola planta, se libró de aquella catástrofe al estar situada en un pequeño cerro. Dirigida por el Padre Mario desde 1997, este misionero venezolano ha convertido su labor en una vía de esperanza para la castigada población local. Un “Dios bendiga al Padre Mario” se repite incesante al preguntar en las calles de Goma qué significa para ellos el trabajo que este sacerdote salesiano realiza en N’Gangi. Una labor que se ocupa de los más necesitados y ha hecho accesible algunos bienes que antes sólo estaban reservados para unos pocos: educación y sanidad gratuitas, reparto de microcréditos para comenzar un negocio, acceso a vivienda digna, comedores, escuelas de oficios, orfanato, casa de acogida para niños y niñas de la calle, sección de niños malnutridos, desmovilización de niños soldado. Una labor que financia gracias a ONGs como las españolas África Directo y la Fundación CODESPA; la cooperación italiana y española; los fondos enviados por la propia orden salesiana o el dinero que consiguen de la venta de muebles, prendas u otros objetos que fabrican en sus talleres.
La entrevista al Padre Mario tiene lugar en su despacho de N’Gangi. Lleva la misma ropa del día anterior: un polo rojo Lacoste desgastado y un pantalón corto color caqui. Nos interrumpen un par de veces durante la conversación. Gente que acude para que Padre Mario apruebe las cuentas del material comprado en la ciudad o un hombre con un plano que le pregunta por el mejor lugar para colocar una puerta. Parece que nunca
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descansa, exceptuando su siesta obligada de después de comer. El despacho es grande y en él tiene una mesa repleta de papeles, una estantería atiborrada de archivadores y una radio siempre encendida, además de un ordenador y un pequeño sofá con una mesita. Al Padre Mario, en ocasiones, le faltan las palabras en castellano, acostumbrado desde hace años a hablar en francés. Así es su visión del futuro: “Somos siempre optimistas. La gente de aquí, en general, no pide mucho. Quiere que en las calles y en las carreteras se pueda circular, que los militares sean encerrados, que se termine con unos impuestos abusivos, que las escuelas y hospitales funcionen. No piden más. Incluso están dispuestos a continuar pagando la escuela, pero que les dejen trabajar, que haya libertad de circulación, seguridad. Creo que esto es lo mínimo que el Estado debería garantizar. Entre la población existe una gran esperanza a pesar de lo mucho que han sufrido. El deseo de hacer estudiar a los más pequeños resulta maravilloso. Alrededor de 30.000 niños han pasado por aquí y todavía me impresiona verlos llegar tras días de intensa caminata, malnutridos, cansados, y cuando piensas que sus primeras palabras serán: ‘Tengo hambre’; te dicen: ‘Quiero estudiar’. Y creo que esas palabras no son en el vacío”.
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INFANCIA ROTA Esa infancia ocupa un lugar especial en la misión que los salesianos de Don Bosco tienen en Goma. Cada uno de los departamentos destinados a cubrir una parte de las necesidades de los niños permite entender de un modo más claro cuál es la situación general de los jóvenes en la R.D. Congo. Se encuentran, por un lado, las escuelas gratuitas. Con ellas se trata de suplir una situación marcada por la incompetencia del Estado. Porque, aunque gran parte de las escuelas de la R.D. Congo son públicas, los profesores se ven obligados a cobrar a los alumnos al no recibir del Gobierno sus respectivos sueldos. Esto conlleva que algunos padres se vean muchas veces en la difícil situación de tener que elegir a qué hijo mandar a la escuela. Unos pagos que no suelen superar los 3 dólares estadounidenses (el dólar y el franco congoleño conviven por igual, donde 1$ se corresponde con 850 fc), pero cuando una familia gana un máximo de 30 $ al mes, la situación se complica. En Don Bosco tienen turnos de clase mañana y tarde y sus aulas siempre están abarrotadas.
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En la sección de malnutridos, en un amplio patio interior que hace de sala de espera, se apelotonan de lunes a viernes las madres que acuden a la clínica con sus hijos. Éstas deben pasar a la consulta del nutricionista, coger la comida y regresar a sus casas. Proceden de diferentes barrios de Goma y de algunos poblados de los alrededores. El programa de tratamiento para niños malnutridos dura 90 días. El sábado, el equipo de Don Bosco se desplaza fuera del centro y acude a visitar a las familias para conocer su estado personal, en qué condiciones viven. Como la causa más importante de la precariedad alimentaria es la pobreza, han instaurado un sistema de microcréditos para las familias. Una de estas madres es Martina, de 40 años y con tres de sus seis hijos enfermos en Don Bosco. Martina procede del pueblo de Kibati y ahora vive en los alrededores de la misión. Tanto su marido como ella no tienen trabajo. Huyeron de su lugar de origen por la guerra. “Escapamos en septiembre de 2008, debido a las matanzas cometidas por los rebeldes del CNDP y por las luchas entre el CNDP y las tropas gubernamentales. Los rebeldes incendiaban las casas y destruían los poblados. Corrimos. Al regresar, mi casa estaba quemada”, narra Martina con su bebé en brazos, vestida con un pañuelo verde en la cabeza y una blusa anaranjada, en un tono monótono y neutro.
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El orfanato se encuentra aislado de las demás edificaciones, situado en uno de los extremos de la misión. Parece que se desea proteger a los más pequeños del continuo ajetreo que envuelve el lugar. Disponen de dos dormitorios, uno repleto de literas y otro de cunas. En el medio, un patio. Hay varias cuidadoras, que se ocupan de mimar con esmero a los huérfanos, desviviéndose con los bebés. Una de ellas, Beatrice, nos relata la vida de algunos de sus pequeños: “¿Ves a Asha? (Una niña de dos años que lleva un vestido azul marino). A Asha la encontraron junto a su madre muerta, colgada de su pecho. Esto sucedió durante los momentos más duros de los combates entre el CNDP y las tropas gubernamentales. Los vecinos, mientras escapaban del ataque de los rebeldes, la vieron y se la trajeron con ellos hasta aquí”.
A continuación señala a una niña de rojo, de dos años y medio, y dice: “Se llama Asina Obedi. Su padre era soldado. Ganaba 20$ al mes y los malgastaba en alcohol. Cuando su mujer se hartó, corrió a decírselo al superior de su marido, que entendió el problema y le dijo que desde entonces recogiera ella el dinero. Al enterarse su marido, muy enfadado, se emborrachó y acudió armado a casa. Mató de un disparo a su mujer y a una de sus hijas. Los vecinos, al escuchar los disparos, avisaron a otro soldado, que acudió de inmediato y lo mató. Encontraron a Asina en la casa. Tenía dos meses”.
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NIÑOS DE LA CALLE Muy cerca de la misión central de N’Gangi, a menos de un kilómetro y junto al mercado de la ciudad, se encuentra Gahinja, la casa de acogida para niños de la calle de Don Bosco. Se trata de una zona amurallada, con varias construcciones bajas y de madera (dormitorios, cocina, aulas, comedor), además de un pequeño descampado como sitio de recreo. En la actualidad tienen 80 niños a su cargo. Son sólo varones, porque las niñas se encuentran en N’Gangi mientras preparan para ellas un lugar independiente, similar al de los chicos. Este emplazamiento sustituye a otro llamado Kinyogote, donde las autoridades locales encerraban
a los niños de la calle. Vivían en condiciones
infrahumanas, sin ningún tipo de medidas higiénicas, mezclados niños y niñas, con una comida al día y sin mantas. El detalle de separar a los niños de las niñas resulta importante en una sociedad en la que la violación está muy extendida. Y allí llegaron el Padre Mario y el cooperante italiano de Don Bosco Luca Marinacci, encargado de dirigir la casa de acogida y, de un día para otro, cambiaron la vida de estos críos para siempre. El afable Marinacci, un joven treintañero de barba frondosa, explica su funcionamiento: “El proyecto en la misión dura tres meses y su objetivo principal es la reinserción familiar y, si no es posible, darles una educación y oficio para que emprendan una vida mejor”. A diferencia de lo que se pueda pensar, las historias de estos niños narran situaciones de huída y expulsión del hogar provocados por la actitud de unos padres déspotas en un clima de extrema pobreza, pero donde la muerte y la guerra apenas se hacen sentir.
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Nos encontramos, por ejemplo, con el caso de Prince, un joven de 14 años. Prince muestra gran seguridad en sí mismo. Está limpio y con la ropa en un estado aceptable, algo poco frecuente entre los demás niños. Su rostro se ve frágil, afeminado. Abandonó su casa en 2001, tenía 6 años. Procede de Bukavu, al otro extremo del Gran Lago Kivu. Llegó como polizón en un barco. “Escapé de casa porque mi padre volvía siempre borracho del trabajo y nos golpeaba a todos –afirma-. De mis 10 hermanos, sólo mi hermana sigue viviendo en casa, el resto están en la calle”. Prince cuenta que para sobrevivir solía mendigar y recoger carbón para luego venderlo. (En las zonas de reparto de carbón, donde grandes sacos van de un lado al otro y muchas veces se encuentran agujereados, los niños de la calle recogen las migajas que caen para luego ir a venderlas al mercado. Por estas ventas, lo máximo que suelen conseguir son 500 fc, unos 60 céntimos de dólar). Y está Samsun, de 13 años, que abandonó el hogar a los 7 porque su padre le golpeaba acusándole de robar en su propia casa. Tiene la ropa sucia, desgastada y la mugre le salpica las piernas. O Dogo François, de 12 años, en la calle desde los 10. Es bizco e inseguro y viste una chaqueta negra de hombreras pronunciadas. Se fue de casa
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porque su padre le golpeaba por no realizar ciertos trabajos. O Isiron, aunque, en su caso, la situación es particular.
Isiron desconoce su edad. Habla con un tono de voz casi inaudible. Luca Marinacci lo abraza, le hace carantoñas y le explica que no tiene nada por lo que preocuparse. Poco a poco va cogiendo confianza. Tiene marcas en los brazos, que parecen haber sido producidos por alguna infección, y una cicatriz en la cara. Procede del barrio de N’Dosho, en Goma. Después de que sus padres le echaran de casa vivió durante mucho tiempo en la calle. No sabe decir cuánto exactamente. Al insistir sobre el motivo por el que lo abandonaron, responde con un hilo de voz: “No lo sé, de verdad que no lo sé. Yo no hice nada”. Marinacci, en castellano para que nadie comprenda, explica: “Lo echaron por las marcas que tiene en el cuerpo. Su familia decía que era un niño brujo”. Es decir, lo acusaban de estar maldito, de propagar la mala suerte entre todos los que le rodeaban. Una predicción realizada frecuentemente por el hechicero del lugar. Son muchos los niños de la R.D. Congo que son expulsados de sus hogares por estos motivos.
La vida de Mungu Iko Joel nos aproxima a una nueva escala de valores, a un niño al que una bicicleta lo condenará a la calle. Mungu, de 14 años, abandonó el hogar en 2001. Procede de un barrio próximo y muestra una gran seguridad mezclada con cierta actitud desafiante. Vivía con su madre y su padrastro. Su padre está muerto. Él es el mayor de cinco hermanos, todos chicos. Antes de que su padre muriera, éste le dejó una 12
bicicleta. Tras su muerte, un día, la bicicleta desapareció. Él solía ir con ella a todas partes y la usaba para transportar diferentes productos, sobre todo agua. Cuando le preguntó su familia dónde la había dejado, respondió que se la habían robado. Su padrastro le golpeó, acusándole de haberla vendido. Después de eso, se marchó a la calle. Lo hizo para buscar una bicicleta, seguro de que si encontraba otra podría volver. Han pasado ocho años desde entonces. “Y todavía busco la bicicleta”, afirma cabizbajo.
En uno de los basureros más céntricos de Goma, dos niños se afanan en encontrar algo que les pueda ser útil. Junto al basurero, y oculto por una amplia vegetación, se encuentra un pequeño campamento donde se agrupan cinco chavolas fabricadas con plásticos, madera y sacos. Restos de latas y otros desperdicios cubren el suelo. Una docena de niños van saliendo precavidos de detrás de los arbustos o del interior de las chavolas. Confiados, retoman sus labores. Uno de ellos acaba de asar una rata y, con un cuchillo, la empieza a destripar. Otro niño muestra orgulloso la ratonera, con un pequeño trozo de queso como cepo. Sus edades se hallan comprendidas entre los 8 y los 15 años. Algunos acudirán a Don Bosco. Otros, por decesión propia, optarán por quedarse, sabedores que, si cambian de opinión, los acogerán de inmediato. Don Bosco, una misión con un objetivo: que duela menos la infancia en la R.D. Congo.
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DESPIECE
EL SISTEMA EDUCATIVO EN LA PROVINCIA CONGOLEÑA DE KIVU NORTE
“De los 11 profesores que tenemos en la escuela, sólo uno recibe su salario del Gobierno: 37$ al mes. A los demás profesores les pagamos 30$
y,
lamentablemente, llevamos un mes de retraso en los pagos”, afirma Henriette Semakoma, directora de una escuela pública situada en las proximidades del campo de refugiados de Mugunga III. Semakoma, que lleva un vestido verde y el pelo largo y liso con mechas rosadas, nos recibe en su despacho, que carece de luz eléctrica y se oscurece momentáneamente con la llegada de unas nubes. Una repentina lluvia tropical enmudece la charla al golpear con rabia la uralita del tejado. Pronto vuelve a salir el sol. “En esta escuela estudian 465 niños y deben pagar 3$ al mes. Si unos padres tienen más de tres hijos en edad escolar, les resultará muy complicado pagar las tasas de escolarización, sobre todo al tener en cuenta que la mayoría no tienen trabajo”, lamenta la directora. Esta escuela recibe un fuerte apoyo del JRS (Servicio Jesuita para los Refugiados, en sus siglas en inglés), que además de proporcionar material escolar, cubren la cuota a pagar de los niños procedentes de los campos de refugiados y entregan mensualmente 20 kilogramos de arroz a los profesores.
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Uno de los cooperantes del JRS es Alfonso Trincado, un madrileño de 32 años con ansias revolucionarias: “Debemos buscar la igualdad. No penséis que los muzungus (‘hombre blanco’ en swahili) son mejores que vosotros. Occidente controla países como el vuestro. Debéis luchar contra el neocolonialismo. Debemos ser iguales. Debemos trabajar por la paz”, insta Alfonso durante una reunión de padres de alumnos. Estos padres llegan a la escuela con sus mejores galas, ropas de vistosos colores y gastadas. Al pedirles su opinión sobre el sistema educativo, alzan una jungla de brazos ansiosos por hacerse oír: “La mayoría de nosotros somos desplazados. Antes nuestros hijos iban a la escuela, sin embargo ahora tienen muchos problemas para volver a estudiar porque perdieron muchas clases. No tenemos trabajo ni comida suficiente”, narra con suma seriedad un hombre llamado Birere Tiro. Otro hombre afirma: “Los padres estamos cansados de pagar a los profesores. El Gobierno debe hacer frente a sus propias responsabilidades”. Una mujer, Eliseé, continúa su crítica al Gobierno: “Lo poco que tenemos es robado por los soldados en nuestras casas y muchas mujeres han sido violadas por soldados incontrolados. El número de personas enfermas es muy alto”. “Del Gobierno sólo esperamos la paz”, concluye una anciana.
Witness Dusabe Rokemura es uno de los profesores del centro y trabajó como inspector de educación. Con la experiencia que le otorgó su anterior trabajo expone algunas claves para comprender mejor el sistema educativo congoleño:
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“Cuando visitaba los colegios solía encontrarme a profesores sin hacer nada. Al preguntarles el motivo, la respuesta era siempre la misma: ‘Porque no nos pagan’. Además, por la guerra, muchas familias no pueden enviar a sus hijos a la escuela”. Y después están, como explica Dusabe Rokemura, los problemas burocráticos. Muchas escuelas y profesores no se encuentran registrados oficialmente, no existen para el Estado, por lo que resulta imposible pagarles. El registro se reduce al 30% de los profesores y al 55% de las escuelas. Además, los profesores más cualificados prefieren irse a Ruanda, puesto que allí cobran una media de 175 $ al mes. Al preguntar al Inspector Jefe de la provincia de Kivu Norte, Victor Mosange Fataki, sobre los motivos de la falta de pagos a los docentes, éste los achaca, como Dusabe Rokemura, a errores burocráticos y a la guerra. “El problema no es el dinero –afirma a la defensiva desde su despacho del centro de Goma-, porque el Estado recibe grandes sumas del Banco Mundial dirigidas a este fin (en junio de 2007, según un informe del Banco Mundial, se aprobó una ayuda de 150 millones de dólares a la R.D. Congo destinados, en un 80%, a la educación primaria)”.
Un documento de Save the Children publicado en 2006 sobre la escolarización en el mundo, indica que en la R.D. Congo 5.290.000 niños de Primaria no han sido escolarizados y 6 millones de los jóvenes de entre 12 y 17 años nunca han acudido
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a la escuela. El encargado de la sección juvenil del Ayuntamiento de Goma, Jean Vanneau Sankindi, desconoce el porcentaje exacto de los niños de la provincia de Kivu Norte que no están escolarizados, “aunque son un gran número –afirma-, y otros muchos comienzan sus estudios pero no pueden terminarlos al carecer del dinero suficiente para pagar las cuotas”. Pero Jean Vanneau Sankindi llama la atención sobre, según él, el mayor problema de la R.D. Congo: la corrupción. “El país está enfermo por la corrupción y debemos darnos cuenta de que para existir alguien corrupto tiene que haber otro que lo corrompa”, remarca desde su despacho en el Ayuntamiento, luciendo orgulloso en la solapa de su camisa el escudo de los Boy Scouts (preside esta organización en Kivu Norte). Relacionando esta corrupción con el sistema educativo, profesores, estudiantes y padres de alumnos coinciden en que ésta se manifiesta cuando algunos profesores acuden a las casas de sus alumnos para que sus familias les den dinero o regalos, a cambio de, por ejemplo, subirles las notas. Esto suele suceder en primaria. En secundaria, además, se da el caso de la petición, por parte del profesor, de favores sexuales a la alumna si ésta quiere mejorar sus calificaciones. Todos coinciden en que esta corrupción se halla institucionalizada, que es algo normal en las escuelas y que si no se suprime de raíz, estos niños harán lo mismo cuando crezcan, con unas consecuencias que se verán reflejadas en toda la sociedad.
Y como se demuestra en la Universidad Lake Kivu de Goma, los problemas no se limitan a la educación elemental. En esta universidad se imparten ocho carreras (entre las que se encuentran medicina, derecho o económicas) y los alumnos matriculados ascienden a 4.500. El espacio del que disponen es insuficiente, puesto que las ocho carreras se imparten en un mismo edificio de tres plantas, la construcción más grande de la ciudad. Para el rector de la Universidad, Dr. Ir Gakuru Semacumu, el principal problema es la falta de profesores cualificados. Éstos, los llamados ‘visitantes’, provienen de otros centros y acuden de manera temporal, por lo que resulta complicado impartir las lecciones con regularidad. “Disponemos de algunos profesores propios, sobre todo los ‘asistentes’ (profesores recién licenciados), pero su gran falla es la experiencia”, matiza el Rector desde su despacho en el edificio administrativo de la Universidad. Uno de estos ‘asistentes’ es Iraguha Patient. Se muestra indignado ante las numerosas críticas que reciben, afirmando: “Nos gustaría acompañar a un profesor veterano durante las clases, sin embargo, al no haber, debemos hacer el esfuerzo de impartir nosotros las lecciones. Eso sí, enseñamos sólo teoría, nunca práctica”. Otro profesor, éste veterano, respalda la crítica a la falta de profesores, y añade:
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“El Estado no paga a los profesores y sus sueldos provienen de las tasas que los alumnos aportan”. Nkula Wa Mwamba, estudiante de derecho de 24 años, ocupa el puesto de Primer Ministro del Comité de Estudiantes de la Universidad Lake Kivu. Respecto a los pagos, este joven señala que la mayoría de los alumnos deben estudiar y trabajar para pagar sus estudios. Los costes se reparten en 120 $ el primer año, 115 $ el segundo y 250 $ el tercero; toda una fortuna en este empobrecido país.
Bukondo Hangi es el Jefe de Educación en la Provincia de Kivu Norte. Antes de un encuentro con el Ministro de Educación de la R.D. Congo, nos señala los puntos más importantes de un informe que presentará ante él sobre las mayores deficiencias del sistema educativo de la provincia: “El Gobierno deberá proporcionar a las escuelas saqueadas durante la guerra todo el material expoliado. Además deberá rehabilitar las escuelas que fueron destruidas o dañadas, para proporcionar a los alumnos un lugar con las condiciones apropiadas para poder estudiar. El Gobierno deberá pagar los salarios a los profesores. Y lo más importante para que los demás puntos se cumplan: la paz deberá ser restaurada en la región, porque sin paz no se puede hacer nada”.
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