Prodavinci. La cartera de la reina, por Arturo Almandoz

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La cartera de la reina, por Arturo Almandoz Arturo Almandoz Marte · Sunday, March 16th, 2014

1 Creo que fue por haberse comprometido ambas en el verano de 1946, como una vez me comentó, lo que hizo que mamá se fascinara por la entonces princesa Elizabeth Windsor, cuya familia era ya archiconocida por las clases medias de la Venezuela postgomecista. Hasta entonces, para aquella sociedad amodorrada todavía tras la muerte del Benemérito, actualizada por los radios Philco y las páginas de El Universal ─como ocurría en la casona de mis abuelos Marte, donde mamá era la única hija casadera─ el episodio más sonado y romántico de la monarquía británica había sido, por supuesto, la controvertida abdicación de Eduardo VIII en 1936. Su cabello engominado y sus cruzados trajes príncipe de Gales devinieron ideales de apostura masculina no sólo para los gustos más hollywoodenses de mama, sino también de mi abuela Carmen, admiradora de levitas y pumpás en los salones gomecistas. Reproducida en parte por el distinguido Philip Mountbatten, sobrino del último virrey de la India y Prodavinci

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primo de Lilibet, como era llamada la princesa entre familiares y amigos, algo de aquella estampa de dandi vio mamá en el joven Almandoz Ramos que la cortejara a la sazón por las calles de Candelaria, donde ambos residían y casaron en julio de 1947. A partir de la boda de Isabel en noviembre del mismo año, la familia Windsor se expandió casi al mismo ritmo y con la misma composición que la nuestra, con tres varones y una hembra. De manera que por sobre la imagen monárquica epitomada en la coronación de 1953, con el cetro y el orbe, era su rol de esposa y madre lo que más admiraba mamá en Isabel II. Así la recuerdo diciendo en 1966, todavía yo muy niño, cuando viera en El Nacional que se había estrenado en Inglaterra el documental Royal Family; fue por cierto la primera vez que se abrieron las puertas del palacio de Buckingham y la vida diaria de los Windsor a la prensa británica, lo que iniciara una peligrosa exposición con los medios hasta el siglo XXI.

Como parte de su interés por todo lo concerniente a Isabel de Inglaterra, mamá con frecuencia se preguntaba, al ver sus imágenes en actos oficiales, qué cargaría aquélla en su cartera que nunca abandonaba. Una soberana tan atendida, acompañada siempre de varias damas, secundada por la comitiva que prepara y supervisa sus apariciones ¿qué podría requerir tan a mano que no le fuera provisto por su séquito? Acaso el lápiz labial, un pañuelo y los anteojos, bromeaba mamá a veces, juzgando por los propios adminículos que ella misma llevaba en sus salidas seniles, cuando iba escoltada, en suerte de cortejo, por la enfermera y el chofer, remplazado por mí en días feriados. Y no entraban los celulares entre las suposiciones de mamá, porque nunca los usó hasta su muerte en 2006, considerándolos por ello prosaicos para la majestad de Isabel. En las imágenes de ¡Hola! u otras revistas, las cuales solía leer en el reposo de las tardes, mamá me hacía notar cómo la reina siempre llevaba su bolso en el antebrazo o en la mano ─nunca terciado al hombro─ transmitiéndome la inquietud sobre su significado y función, más allá de ser clásico accesorio femenino. Ora en las apariciones diurnas, en su consuetudinario estilo de casacas y sombreros a juego ─criticado por décadas pero devenido icono de la elegancia inglesa─ cuando suele elegir la handbag en cuero o satén con asa corta. Ora en galas nocturnas y cenas estatales, vistiendo trajes largos aderezados con diademas y collares, broches y pulseras, cuando se decanta más bien por un carriel de nácar o raso. Después de vivir a mediados de los años noventa en Londres, cuando alguna biografía de Elizabeth II leí, sugerí a mamá que la cartera infaltable era acaso una de las primeras lecciones de indumentaria transmitida por la tres nannies ─“Alla”, “Bobo” y “Crawfie”─ que tuvieran las hermanas Windsor en su educación casera, tan sólo interrumpida por la Segunda Guerra. Pero más allá de esa tesis que ambos sabíamos insuficiente, heredé yo la curiosidad que me sembrara por la cartera de la reina, cuyos modelos y movimientos desde entonces observo como homenaje a ese culto materno por Isabel II. * 2 Al igual que los grandes anteojos que con frecuencia limpia ella misma con el pañuelo o el suéter, la cartera es otro de los accesorios que Helen Mirren manipula magistralmente en The Queen (2006), filme centrado, como se sabe, en el mal manejo Prodavinci

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mediático que la casa Windsor, y por sobre todo la reina, hicieran de la trágica muerte de Diana de Gales en agosto de 1997. Desde la primera entrevista concedida a Anthony Blair, quien reinstaurara el laborismo ese mismo verano, después de la era conservadora iniciada por Thatcher en 1979, la monarca parece controlar el tiempo de la audiencia con el movimiento del pequeño bolso, según sea éste colocado sobre el piso alfombrado o sobre el canapé desde donde instruye al inexperto míster Blair los protocolos a seguir. Acaso sea también un mecanismo de defensa o distracción para lidiar con el hecho de ser “tímida, algo extraño en alguien de su experiencia, pero a la vez directa”, como recordara el duodécimo primer ministro de aquel primer encuentro entrecortado, rompiendo así en sus memorias la convención de confidencialidad que pesa sobre todos lo que sirven a la familia real, quienes no deben develar intimidades de palacio.

The Queen (2006) Como bien capta el filme de Stephen Frears desde ángulos que escaparon al dominio público durante aquella semana acontecida, habría de ser harto difícil mantener esa privacidad en medio de los sucesos inéditos que siguieron a la muerte de la princesa, sobre todo para la soberana que gusta de pasar discretamente los veranos en Balmoral. Porque aquella conmoción mundial que ella se negaba a reconocer suponía la interrupción de las salidas anónimas en las que viste chaquetones de gabardina y faldas de tartán, sustituyendo los sombreros y las diademas de rigor por las pañoletas anudadas al cuello; entonces maneja el Land Rover ella misma para recorrer los caminos y vados escoceses, con una confianza que le viene de sus cursos en mantenimiento de vehículos, tomados en Aldershot durante la Segunda Guerra Mundial. En medio de ese calmo tiempo veraniego, de tés y barbacoas familiares, las llamadas del primer ministro y su equipo desde aquel Londres conmocionado, trocado de nuevo epicentro del orbe, como en tiempos victorianos, suponían así la interrupción de la privacidad de los Windsor, anhelada por Elizabeth acaso más que por ningún otro miembro de la familia real. Prodavinci

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* 3 Por sobre el deseo de mantener la privacidad en medio de unas vacaciones estivales ─lo cual podría ser visto como un capricho egoísta, especialmente para un personaje público como una monarca─ los reclamos de Blair por un regreso a Londres y un funeral de Estado, entre otros requerimientos negociados con Robin Janvrin, secretario privado de la reina, plantearon a ésta un conflicto de valores que registra el guion de Peter Morgan. En las conversaciones de alcoba con Philip, así como en los paseos con la reina madre por las afueras del castillo, Isabel vocea, más que la conveniencia de un funeral privado, su convicción honda sobre cómo la nación en la que ella creció sobrellevaba el grieving con discreción; sin embargo, advierte con tristeza cómo se ha producido “un cambio de valores” que ha hecho que el pueblo que ella encarna y creía conocer, dejándose llevar por “la avidez por lágrimas y glamour”, participe del vulgar “culto a las celebridades” imperante en sociedades regidas por top models y deportistas, cantantes y modistas como los que se espera incluir en las exequias. Atizado por la dramática caída en popularidad de la institución monárquica, el conflicto de valores patentizado en esa semana termina siendo resuelto por el acendrado sentido del deber de Isabel. Después de haber visitado, todavía en indumentaria veraniega, el cadáver de un alce formidable con el que ella se topara aquel verano ─en cuya contemplación solitaria trasunta el filme su austero entendimiento del dolor─ el deber real se impone nuevamente desde que traspasa las verjas del castillo de Balmoral; los coloridos buqués dejados por el público acentúan el contraste con el negro cerrado de la soberana, cuya cartera cuelga como símbolo de la oficialidad que se reasume, antes de emprender regreso al palacio de Buckingham, según las indicaciones de un Blair que ya ejerce a plenitud su nuevo cargo. * 4 La cartera marca de nuevo el timing de la primera audiencia oficial del otoño, cuando la soberana, todavía distante con el ministro novel por las concesiones que hubo de hacer, apenas asiente a las lisonjas de éste por el éxito de la cumbre de la Commonwealth a finales del verano. Acaso esta referencia le hizo pensar que, no obstante ser un encuentro incómodo sin duda, visto en la perspectiva histórica de sus décadas de reinado, era menos dramático que los sostenidos con primeros ministros que le reportaron horas más menguadas. Como cuando Anthony Eden le comunicara, en octubre de 1956, la fallida intervención franco-británica después de la nacionalización del canal de Suez a manos del Egipto de Nasser, fiasco que confirmó al mundo de la posguerra la decadencia del otrora imperio. O cuando Harold MacMillan y Alec Douglas-Home, entre 1957 y 1963, le notificaron la independencia de Malasia y Rodesia, que definieron el ciclo de desmembramiento de las colonias y los protectorados constitutivos de esa mancomunidad que ahora Blair veía como baluarte, pero que fue difícil reconstruir durante buena parte del reinado isabelino.

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1963 fue también aquel año fatídico del Profumo Affair, así llamado por el secretario de Guerra liado con la corista Christine Keeler, amante a su vez de un espía soviético; después de los perjurios del ministro ante la cámara de los Comunes y su eventual renuncia al calor de la Guerra Fría, el escándalo Profumo no sólo precipitó la renuncia de MacMillan por supuestos problemas de salud aquel mismo año, sino también alertó sobre la vida privada de Buckingham, donde corrían rumores de infidelidades principescas. Y si se trataba de asuntos palaciegos, también era esta con Blair una audiencia menos incómoda que la que tuviera con John Major en 1992, annus horribilis de los divorcios familiares y del incendio del castillo de Windsor, cuando la soberana aceptó que habría de pagar impuestos para sufragar la reconstrucción de aquél, entre otros gastos de la corona cuestionados por los taxpayers. De manera que, con esa perspectiva acumulada en casi 60 años de reinado, se impuso de nuevo el temple de la soberana y su sentido del deber ─“duty first, self second”, como entonces comenta a Blair─ cuando decide invitar a éste a conversar la agenda en los jardines de Buckingham, tal como Winston Churchill le propusiera hacer en otra tarde de otoño al inicio de su reinado en 1952. Fueron años duros cuando la joven Isabel II no sabía del todo cómo manejar los encuentros privados y los actos públicos, no obstante las innumerables lecciones de oratoria y protocolo por parte de institutrices y mayordomos; fue entonces cuando algunos miembros de la prensa y aristocracia, como Lord Artincham, se atrevieron a calificarla de “colegiala mojigata”, haciendo referencia a su voz algo atiplada que todavía conserva. Pero ahora, no obstante lo difícil de este verano de 1997 en que su pericia real fuera de nuevo cuestionada después de décadas, trató de ganar control de la situación, aplicando la veterana lección de sir Winston e invitando al joven Tony a un paseo, “porque siempre se piensa mejor al caminar que al estar sentada”. Sustituyendo así la cartera por uno de sus perros corgi, mientras los otros los escoltan, una Isabel más relajada y segura conversando con Blair entre los parterres de palacio cierra el filme de Frears, con el soberbio protagonismo de Mirren secundado por Michael Sheen. * 5 Esas escenas finales de la película y el simbolismo de la cartera fueron tópicos que, entre una miríada de temas acumulados, conversé con mi tutor en la Architectural Association, en un encuentro que tuvimos en septiembre de 2012, después de casi 20 años de que nos conociéramos en Londres. Entonces me confirmó que la handbag de la reina conlleva un sutil protocolo en sus audiencias, a juzgar por una que con ella tuvieron miembros de la AA, de la que Isabel II es patron o mecenas. Además de las ya conocidas recomendaciones que fueron recordadas a los asistentes antes de la reunión ─incluyendo vestimenta de traje formal, cortesía para los caballeros y genuflexión para las damas como salutación, el mad’m como forma de dirigirse a la soberana, sin dar la espalda al retirarse─ la cartera transmitió, según los circunstantes captaron, un código tácito pero contundente. Principalmente con temas propuestos por la soberana, la audiencia fluyó distendidamente mientras el bolso estaba en su regazo o colocado sobre el piso; pero todas las conversaciones del grupo cesaron cuando fue subida a la mesa, gesto que Prodavinci

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fungió, al menos en aquella ocasión, como terminación inapelable del encuentro. Huelga decir cuánto me satisfizo esta anécdota contada por mi tutor, que confirmaba mis sospechas sobre el significado protocolar de la cartera de la reina; sólo lamenté que mamá no me acompañe ya para compartir la respuesta a su curiosidad atávica.

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