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Seminario-Taller Internacional Nuevas regulaciones de los sistemas financieros e impacto en la banca de desarrollo. Río de Janeiro, 27-30 de abril de 2004
BASILEA II Y LA ARQUITECTURA FINANCIERA INTERNACIONAL: UNA VISION DESDE LA BANCA DE DESARROLLO
Felipe Tami Introducción
La concepción en que se basan las propuestas regulatorias emanadas del Comité de Basilea desde su creación, y particularmente a partir del llamado Acuerdo de Capitales de 1988, se centra en dos premisas fundamentales: (a) la estabilidad financiera es un elemento crucial para el crecimiento económico, y solamente puede lograrse con la existencia de sistemas financieros sólidos que eviten el peligro de desestabilizaciones a nivel local que puedan incidir negativamente sobre los mercados financieros globales; (b) la forma de asegurar esa estabilidad es mantener el funcionamiento sano de las instituciones financieras, a través de un adecuado manejo del riesgo y del mantenimiento de una cuantía suficiente de su capital. Una muestra de la importancia que se asigna a estos principios es la afirmación de que, aún contando con un manejo correcto de la macroeconomía, la debilidad de los sistemas financieros locales puede tener efectos desequilibrantes sobre las economías nacionales y, por extensión, afectar al sistema financiero internacional en su conjunto. Como se advierte, el objetivo central se circunscribe al de procurar la estabilidad del sistema a nivel global 1
preservando la solidez de los intermediarios, y ello como base para respaldar el crecimiento de la economía. El centro de la atención está puesto en el campo financiero, y la relación de éste con el sector real de la economía se enfoca principalmente desde el punto de vista de los efectos del primero sobre el segundo, si bien el correspondiente vínculo de causalidad
está
planteado
como precondición y no como condición necesaria y
suficiente. Los comentarios que siguen se proponen examinar sintéticamente el alcance de la contribución que puede aportar Basilea II al objetivo de la estabilidad financiera como bien público internacional en las condiciones concretas que crea la globalización, y sus efectos previsibles sobre el financiamiento del desarrollo, todo ello visto desde la óptica de los países en desarrollo, en particular los de América Latina y el Caribe. Tras una breve descripción del escenario global, se hace una muy rápida reseña de las normas del Comité de Basilea a partir del Acuerdo de Capitales de 1988 hasta llegar a la última propuesta consultiva; se describen luego las características de los sistemas financieros en América Latina, la función de la banca de desarrollo y los alcances de la regulación prudencial respecto de ella,
para terminar con una breve sección en la que se resumen las
conclusiones sobre las políticas de financiamiento del desarrollo y su relación con los planteamientos Basilea II.
1. El sistema financiero internacional en el mundo globalizado
Sin duda, el fenómeno de la globalización económica tiene su expresión más saliente en el campo de las finanzas. Los efectos combinados de la desregulación y de los adelantos tecnológicos, unidos a la creciente sofisticación de los instrumentos y mercados, han llevado a que el escenario financiero internacional
sea un ámbito de referencia
indispensable para las economías del mundo. Numerosos estudios históricos sobre la globalización muestran que muchos de los aspectos económicos de ésta configuran un fenómeno de larga data, y que lo que en realidad tiene de específico el proceso observado
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en las últimas décadas es la que ha dado en llamarse “financierización” de la economía mundial. Una clara evidencia en tal sentido la dan las conocidas cifras que muestran la enorme medida en que la magnitud de las transacciones financieras excede el volumen del comercio internacional. Como suele ocurrir, esta etapa no dejó de traer aparejados sus propios problemas. Un documento de trabajo recientemente elaborado en el Banco de Pagos Internacionales señala que, así como durante gran parte del período de posguerra “el gran villano” fue la inflación, acentuada en su ritmo y en su generalidad después de la quiebra del sistema de Bretton Woods, desde los años ochenta una nueva preocupación, la de la inestabilidad financiera, subió al tope de las agendas en los ámbitos nacionales y en el internacional. “Es como –dicen los autores— como si un villano hubiera abandonado el escenario sólo para ser reemplazado por otro.
Episodios de inestabilidad financiera con serios costos
macroeconómicos han ocurrido con mayor frecuencia que en el pasado, igualmente en los países industriales y en los mercados emergentes.” (Borio y White, 2004).
Existe en el
sistema –expresan poco más adelante—una suerte de “potencial que permite que se vayan generando a lo largo del tiempo desequilibrios financieros, con fuerzas endógenas que no alcanzan a controlarlos, hasta que los desequilibrios finalmente se manifiestan, dando como posible resultado la inestabilidad financiera.. [y].. .es durante el alza del ciclo cuando se siembran las semillas de los problemas, más bien que en la fase descendente cuando los problemas se materializan.”
(Idem). Esta mecánica no es ajena a los cambios
experimentados en el régimen financiero, que han alterado la dinámica del sistema en ciertos
aspectos
fundamentales.
No
existiendo
políticas
compensatorias,
el
comportamiento cíclico está presente de manera continua, ya que la actividad financiera suele tener un carácter intrínsecamente procíclico. A todo esto, un hecho conspicuo muchas veces señalado
es la ausencia de una
institucionalidad que proporcione un marco al desenvolvimiento de los mercados. El tema tiene una larga historia. Desde el colapso del sistema nacido en Bretton Woods se ha hablado en infinidad de ocasiones y en los más diversos ámbitos acerca de la necesidad de crear un nuevo ordenamiento que sustituyera al que funcionó durante tres décadas, y esto
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desde mucho antes que las transacciones financieras internacionales hubiesen llegado a tener el volumen, el alcance y la complejidad de nuestros días. La construcción de una arquitectura financiera internacional ha sido un proceso demorado, errático y manifestado mayormente bajo la forma de iniciativas de reforma surgidas como reacción a repetidos episodios de crisis.
Dentro de este cuadro general, la preocupación por las normas
prudenciales de supervisión bancaria puede verse como un intento de atacar el problema de los desequilibrios a través de la preservación de la buena salud de los actores principales que operan en el mundo de las finanzas.
En lo que sigue intentaremos examinar
sucintamente los alcances que pueden esperarse de las normas propuestas por el Comité de Basilea frente a los fenómenos de inestabilidad financiera, en particular sus efectos sobre el financiamiento del desarrollo, y específicamente sobre las instituciones financieras que tienen esa función como objetivo principal de sus actividades.
2. La preocupación por la estabilidad y la función de las normas prudenciales de supervisión bancaria.
Las normas del Comité de Basilea expresan el intento de proporcionar un marco regulatorio a la actividad de los intermediarios financieros, por vía de la convergencia de normas adoptadas en los ámbitos nacionales que se conformen a un patrón común generalizado. Como se lo ha señalado, se trata de asegurar por ese camino la estabilidad financiera a nivel global. Justificadamente, ésta es considerada en la literatura como un bien público internacional, y en tal condición debe caracterizarse en primer lugar por los atributos propios de los bienes públicos, esto es por la inexistencia de rivalidad en la apropiación de sus beneficios y por el principio de no exclusión de ninguna de las partes. El carácter global agrega a esta primera característica la de que, en el caso de un bien público internacional, los actores primarios son países y no individuos. Sin embargo, las condiciones básicas mencionadas, al trasladarlas del campo de la teoría al de la realidad requieren algunas calificaciones. Como observa Ravi Kanbur, aunque las propiedades de un bien público
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global ayudan a una conceptualización precisa de su naturaleza, en la mayoría de los casos prácticos ellas sólo se cumplen
parcialmente, a lo que cabe agregar
que mientras la
existencia de rivalidad puede ser una propiedad dada por tecnología, la posibilidad de exclusión es obra del hombre, esto es de un determinado sistema institucional (Kanbur, 2002). Un juicio acerca de la medida en que las normas que propone Basilea II permiten alcanzar el objetivo de la estabilidad, en condiciones que aseguren la participación plena en sus beneficios por parte de los países en desarrollo, requiere examinar la naturaleza de estas normas, los supuestos en que se basan, las características particulares de estos países, y las condiciones de su inserción en el sistema financiero internacional. En sus términos más generales, el problema puede describirse como un potencial conflicto entre dos bienes públicos internacionales: por una parte la estabilidad financiera, y por otra el desarrollo. Como es obvio, la posición que se tenga al respecto, aunque el crecimiento (no necesariamente entendido como sinónimo de desarrollo) se proponga como el objetivo final de la regulación financiera, depende de la concepción teórica de la que se parta, y de las prescripciones de política derivadas de ellas.
Esta es la cuestión que explícita o
implícitamente está reflejada en las reflexiones que siguen. El Acuerdo de Capitales de 1988 estuvo dirigido originariamente a los bancos que actúan en el campo internacional, pertenecientes a los países miembros del Comité de Basilea, pero, como es sabido, en los años siguientes la adopción de estas normas se generalizó en la gran mayoría de los países. En América Latina, durante los años 80 y 90 prácticamente en toda la región se avanzó en la adopción de prácticas regulatorias, en virtud de las cuales se pusieron en vigor las exigencias de capital previstas en Basilea I, si bien con diferencias en cuanto a los niveles de capital requeridos en cada país. El Acuerdo de 1988 fue objeto de críticas que se expresaron crecientemente con el transcurso del tiempo. En lo esencial, ellas fueron: (a) el Acuerdo no prestaba atención a la reducción de riesgo posibilitada por la diversificación de las exposiciones por tipo de actividad y por área geográfica; (b) existía la posibilidad de que el Acuerdo llevara a los
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bancos a restringir sus préstamos, particularmente si los nuevos requerimientos de capital fueran introducidos en un clima deflacionario, con el efecto de disminución de las utilidades; (c) cabría prever la posibilidad de arbitraje regulatorio, por falta de alineamiento entre las pautas regulatorias y los incentivos económicos.1 Las crisis financieras de los años noventa mostraron las limitaciones del Acuerdo de 1988 como mecanismo preventivo, lo cual llevó a poner en marcha un extenso proceso de revisión que culminó en las propuestas incorporadas en la documentación presentada en Basilea II. Es bien conocido que estas propuestas, se condensan en torno a los llamados “tres pilares”, a saber:
(a) la
adecuación del capital en función del riesgo; (b) la
existencia de mecanismos efectivos de supervisión, y (c) la disciplina del mercado sustentada en la transparencia informativa de las operaciones.
3.
Los sistemas financieros en los países de América Latina y el financiamiento del desarrollo
Una expresión con la que suele describirse el objetivo fundamental de las propuestas de Basilea II es que se apunta a establecer un “campo de juego nivelado” (level playing field). Tal propósito, sin embargo, es harto problemático, y si así se lo reconoce ello obliga a ampliar la óptica con la que se diseñen las pautas de un ordenamiento financiero internacional. Una muestra de lo dicho puede apreciarse en el contenido de la agenda planteada en el consenso surgido de la Conferencia de las Naciones Unidas celebrada en Monterrey en marzo de 2002. No es posible aquí extenderse sobre el tema, pero cabe al menos dejar apuntado que conformación actual del sistema financiero internacional se caracteriza por una situación de desequilibrio constituida por un conjunto de asimetrías: (a) asimetría en la dimensión y gravitación de los actores, tanto países como bancos. En uno y otro caso, son claras las mayores fortalezas existentes en el
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mundo desarrollado en
Sobre este punto, véase especialmente, entre otros materiales: Cornford, 2000 y 2001.
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relación con los mercados emergentes, cuadro que evoca el 2esquema centro-periferia planteado por Raúl Prebisch hace más de medio siglo; (b) asimetrías de información, de las que resulta la existencia de mercados incompletos. Es así como las carencias y rezagos de información hacen que el comportamiento de los mercados se base en muchos casos no en informaciones objetivas sino en opiniones que se transmiten conformando verdaderas “olas” de expectativas originando una gran volatilidad que da lugar al comportamiento procíclico de los flujos de capital; (c) en el campo de las políticas nacionales se da también una asimetría de capacidades: la globalización restringe la capacidad de manejo de las políticas en el nivel de los países, pero esa restricción es más notoria en los de menor desarrollo; (d) otro campo de asimetría existe en el grado de participación de los países en la elaboración de las normas. Es cierto que en el proceso de preparación de Basilea II ha habido consultas a un cierto número de países en desarrollo, pero el núcleo decisorio se mantiene en el ámbito del G-10. El punto ha sido observado por Griffith Jones y otros autores mencionados en las Referencias. Como se señala en un estudio de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL 2002-2003) Una apreciación de conjunto de la situación de los sistemas financieros en los países de América Latina y el Caribe muestra el predominio de los siguientes rasgos: (a) las fuentes de financiamiento proceden principalmente del sistema bancario, y es limitado el desarrollo de los mercados de capitales; (b) el crédito al sector privado tiende a concentrarse en las empresas de mayor tamaño y en operaciones de corto plazo; (c) al existir una selección negativa respecto de los demandantes de crédito que presentan un mayor riesgo relativo,
los márgenes de intermediación son elevados, y
exceden notablemente a los que rigen en los sistemas financieros más desarrollados; (d) los mecanismos regulatorios presentan deficiencias, en grado diverso según los países, frecuentemente no tanto por la ausencia de normas sino por la
insuficiencia de los
mecanismos de supervisión, lo cual se refleja en deficiencias en el control de riesgos, en el grado de adecuación de los capitales a los niveles de riesgo y insuficiencias de las prácticas de provisionamiento por parte de los bancos, todo ello pese a que la mayoría de los países de la región ha adoptado las pautas del Acuerdo de Basilea I (1988); (e) hay un bajo nivel 2
Véase el documento de las Naciones Unidas que se cita en las Referencias (2002).
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general de bancarización, consecuencia de que están excluidos de ella importantes sectores de actividad económica. Pese al predominio del sistema bancario como fuente de financiamiento, la dimensión de éste en relación con el tamaño de las economías es muy inferior a la que muestran los valores internacionales: según el estudio citado, la relación entre el volumen del crédito bancario y el producto interno bruto es en el promedio latinoamericano de 29,8 por ciento, mientras que esa misma relación para
el conjunto de los países desarrollados alcanza al
101,7 por ciento. En lo que se refiere a los márgenes de intermediación, según la misma fuente ellos son (promedio ponderado para un conjunto de 15 países) de 11,6, que se compara con valores de 3,2 en los países miembros de OECD y de 2,8 en los de Asia. La ya mencionada dimensión limitada de los mercados de capitales queda evidenciada por algunos datos procedentes del mismo informe. Solamente en el caso de Chile el monto de la capitalización bursátil en relación con el PIB alcanza al 80 por ciento
y muestra
valores inferiores en los demás países, comparados con índices del orden de 140 y 150 por ciento en países avanzados (EE.UU. y Reino Unido, respectivamente). El conjunto de factores mencionados determina que los mercados financieros sean fragmentados no tengan la dimensión y profundidad necesarias, estén segmentados y concentrados en el crédito a corto plazo, lo cual es incompatible con las necesidades de financiamiento requeridas por el proceso de inversión, y dejen privados de capacidad de acceso a los servicios financieros a vastos sectores de agentes económicos. Tampoco estas limitaciones han tenido como contrapartida un fortalecimiento de la solidez de los intermediarios financieros. En el transcurso de los años noventa, trece países de la región han experimentado crisis de solvencia bancaria.
Entre las causas de estas crisis se
destacaron los problemas de regulación y supervisión traducidos en un deficiente control de riesgos; falta de adecuadas exigencias de información que dieran transparencia a los mercados; existencia de garantías estatales explícitas o implícitas para los depósitos en el marco de insuficiencias regulatorias, y fuertes distorsiones provocadas por la volatilidad macroeconómica, atribuible en parte a factores externos y en buena medida a la baja
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calidad y el carácter errático de las políticas económicas y financieras. (véase para mayores detalles el citado informe de la CEPAL) Lo dicho en el párrafo anterior es una expresión elocuente de la manera inadecuada en que se llevaron a cabo en diversos países de la región las reformas financieras de la década pasada.
Las conocidas medidas de liberalización de las tasas de interés;
apertura
indiscriminada (salvo excepciones) a los flujos internacionales de capital (rechazo a la idea de controlar la cuenta de capitales), así como a la presencia no regulada de manera racional de la banca extranjera; la eliminación de las políticas de crédito dirigido y el desmantelamiento de una gran cantidad de instituciones financieras de desarrollo, son muestras notorias de políticas de reforma puestas en práctica de manera drástica, sin atender a una secuencia racional que en todo caso hubiera impuesto un enfoque más prudente y gradual, y que no tomaron en cuenta la necesidad de un marco institucional y normativo apropiado a las nuevas realidades. Sólo tardíamente, hacia la segunda mitad del decenio, comenzó a percibirse alguna atenuación de los criterios rígidos y exentos de matices que fueron dominantes hasta entonces, y a reconocerse el papel fundamental que un adecuado marco institucional tiene para el funcionamiento de los mercados, particularmente los financieros. En algunos casos como el de Argentina, las concepciones dominantes en las políticas económicas y financieras, y en no menor medida
la
internalización de tales concepciones en núcleos importantes de opinión del sector privado y de otros actores sociales, tuvieron un sesgo fuertemente dicotómico: las posiciones extremas entre el intervencionismo público extremo e ineficiente y el desconocimiento implícito de las fallas inherentes al funcionamiento del mercado, parecieron ser las únicas posibles, cerrando el camino a enfoques más prudentes y consistentes con las complejidades de la realidad. 4. La banca de desarrollo y la regulación prudencial Dentro de la vasta literatura a que dieron lugar las propuesta de Basilea II, las críticas más salientes son: (a) el carácter procíclico de los requerimientos de capital en función del riesgo, basados en las evaluaciones de las empresas calificadoras, lo cual afecta
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negativamente a los países en desarrollo, (b) la subestimación de los beneficios de la diversificación en las carteras de los bancos internacionales, dada la baja correlación que existe entre el comportamiento del ciclo económico en las economías de los países más desarrollados y los de menor grado de desarrollo; (c) el aumento previsible de los costos del crédito para los tomadores, sean éstos países soberanos o empresas; (d) la falta de una adecuada diferenciación de exigencias de capital según el tamaño de los bancos; (e) el vacío en la normativa con respecto al comportamiento de los inversores institucionales, así como de las agencias calificadoras de riesgo, evidenciado un comportamiento procíclico;
que según indica la experiencia han
(f) la insuficiente consideración de
la
diversidad de situaciones existente según los países en cuanto a la efectiva capacidad de supervisión. No obstante esas objeciones, hay también un reconocimiento de ciertos avances positivos incorporados a lo largo del proceso de revisión llevado a cabo por el Comité de Basilea. Así, se han señalado varios aspectos significativos: (a) es saludable que se haya removido la diferenciación entre los países según pertenezcan o no a la OECD; (b) es adecuado prever el alineamiento de las exigencias de capital con los riesgos en el caso de los bancos internacionales; (c) también es saludable que se insista en la necesidad de una mayor transparencia en la actividad de los intermediarios;
(d) igualmente,
es sin duda
conveniente que exista en los países una regulación eficaz de la actividad financiera. Ya se dijo que la s reformas financieras de los noventa no cumplieron los objetivos que de ellas se esperaba: no se produjo un desarrollo financiero que diera lugar a la disponibilidad de crédito a largo plazo; no adquirieron la magnitud y los niveles de calidad
y
transparencia requeridos los mercados de capitales, que hicieran de ellos una fuente de recursos para financiar internamente la inversión productiva; se acentuó la marginación de las pequeñas y medianas empresas en cuanto a su acceso al
financiamiento, y
las
persistentes asimetrías de información no salvadas debidas a los factores mencionados anteriormente, derivaron en problemas de riesgo moral y selección adversa por parte de los intermediarios. Adicionalmente –tema ciertamente no menor-- persiste en los países de la región el problema de la insuficiencia del ahorro interno, particularmente a largo plazo.
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Precisamente muchos de estos vacíos son los que justifican la existencia de la banca de desarrollo como instrumento de políticas que, lejos de ser contradictorias con el funcionamiento de un sistema financiero eficiente, contribuyen
a
salvar las brechas
existentes en el acceso a financiamiento de la banca comercial, y a promover el desarrollo del mercado de crédito a largo plazo y expansión del mercado de capitales. En ese orden de ideas, debe señalarse que los bancos de desarrollo son entidades sui generis cuyas características les dan un perfil singular, puesto que reúnen en sí los atributos de una institución de promoción del desarrollo y los propios de un intermediario financiero. Esta caracterización general comprende una variedad de regímenes institucionales, a la vez que entidades de muy diversa magnitud y modalidades operativas. En América Latina, según informaciones relevadas por ALIDE, los bancos de desarrollo poseen un monto total de activos de 360 mil millones de dólares (valor a principios de 2002), de los cuales algo más de tres cuartas partes (76 por ciento) corresponden a instituciones de propiedad pública, que en cuanto a su número son un 68 por ciento del total. Los de carácter público son los que más característicamente –aunque no únicamente- representan las acciones de fomento realizadas mediante operaciones financieras y la prestación de servicios complementarios. Típicamente, los bancos de desarrollo no tienen como objetivo la maximización de su ganancia, ya que su razón de ser es el aporte de una contribución al desarrollo. Sin embargo, el mantenimiento del equilibrio del banco requiere que sus ingresos cubran los costos operacionales, incluidos el costo de los recursos y el de su administración, generando un margen de beneficio que permita, como mínimo, la preservación de su patrimonio en términos reales. La conjugación de los dos tipos de objetivos que resultan de esta peculiar condición, plantea a los bancos de desarrollo la necesidad de alcanzar un equilibrio entre objetivos que, al menos potencialmente, pueden entrar en conflicto. El punto puede resumirse, en palabras de un estudio publicado hace algunos años: “Así como la búsqueda de un efecto positivo de tipo económico externo al banco, sin atender a la solidez de este último, conduce
necesariamente a una crisis de la institución financiera, la concentración
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excluyente en la rentabilidad del banco pone en cuestión su propia razón de ser como institución de desarrollo.” (Tami, 1996) Cabe mencionar que la existencia de instituciones financieras de desarrollo supone que existen orientaciones de política de las que resultan prioridades en cuanto a las actividades, clases de prestatarios, áreas geográficas o determinado tipo de grupos-meta a los que se desea dirigir la acción de fomento. desarrollo económico exige la
Por ello, como dice Macedo Cintra (1994), “el
definición de políticas financieras y crediticias para
estimular a las empresas productivas, de manera articulada con una política industrial y de desarrollo social. La experiencia histórica revela que podría tratarse de una política capaz de generar un desarrollo financiero y no una simple política de liberalización de los controles sobre los mercados financieros.” Acerca de lo dicho es del caso hacer dos puntualizaciones. En primer lugar, a diferencia de lo que fue práctica en el pasado, tales políticas se orientan a complementar el funcionamiento del mercado a través de una función subsidiaria, y por ello las instituciones financieras de desarrollo, que son el vehículo por cuyo intermedio se instrumentan esas políticas, resultan ser agentes promotores del mercado y no fuerzas distorsionantes de su funcionamiento. En segundo término, es preciso señalar que no toda acción financiera de las que realizan los bancos de desarrollo involucra el otorgamiento de un subsidio. En muchos casos, su “contribución al desarrollo” consiste en proporcionar acceso al crédito a quienes de otro modo no lo tendrían, o en facilitar financiamiento a plazos más largos que los que los prestatarios pueden obtener en la banca comercial. Cuando existan subsidios éstos deben ser explícitos y ser cubiertos con fondos del tesoro público. En los países de América Latina, las normas en materia de solvencia no establecen en general tratamientos diferentes según el tipo de institución financiera de que se trate. Por lo tanto, en principio los bancos de desarrollo deben ajustarse a los mismos criterios en materia de ponderación de riesgos y de exigencias de capital que el resto de las entidades financieras, y desde ese punto de vista tienen los mismos incentivos y limitaciones que cualquier banco para minimizar su exposición al riesgo. La pregunta que esto plantea es si, en vista de la existencia de dos órdenes de objetivos generales que participan del carácter
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de bien público, esto es, de una parte la preservación de la solidez del sistema bancario y de otra la ejecución de actividades financieras en función de determinadas estrategias de desarrollo, se justifica o no el reconocimiento de alguna diferenciación en el tratamiento de la solvencia en el caso de las instituciones financieras de desarrollo. Quizás una manera de circunscribir el problema radica en diferenciar, en cuanto a los requisitos exigidos, el tratamiento de aquella parte de los activos de un banco de desarrollo que esté orientada a atender objetivos de política económica y social, dependiendo además de la condición pública o privada de los destinatarios del financiamiento, de la forma de fondeo de las respectivas operaciones, del tipo de garantías que se respalden, y de la clase de institución (de primero o segundo piso) que las realice. Ello no excluye la
observancia de reglas
generales en materias tales como la calificación de cartera, la constitución de provisiones adecuadas a las
modalidades de los préstamos,
la concentración de riesgos y la
reestructuración de créditos. (Cf. Tami, 1996). Planteadas de este modo la cuestión, el centro del problema queda situado en un nivel institucionalmente más alto que el de la banca de desarrollo, esto es el de las autoridades económicas de los gobiernos nacionales y los entes encargados de supervisión bancaria. La repercusión de Basilea II sobre las instituciones financieras de desarrollo pasa a través de las normas que se establezcan en cada país como consecuencia de la adaptación a las pautas internacionales que están actualmente en proceso de consulta, teniendo en cuenta la variedad de opciones que se plantea en el proyecto de nuevo Acuerdo. Frente a las insuficiencias de desarrollo de los sistemas financieros en muchos países de la región, de las que ya se ha hablado, queda por verse hasta dónde y de qué manera éstos participan con propuestas alternativas en la consulta abierta (dicho esto con clara conciencia de los límites de su gravitación en el ámbito central en el que se define el tema), y qué uso hacen las autoridades regulatorias nacionales de los grados de libertad queden en definitiva reservados a su propia capacidad de decisión. Los comentarios anteriores nos llevan, finalmente, a dejar planteadas algunas cuestiones fundamentales, que están en el fondo de la relación entre las implicaciones de Basilea II para el financiamiento del desarrollo y los bancos dedicados a esa función, y
la
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construcción de la nueva arquitectura financiera internacional. Algunas de estas cuestiones pertenecen al ámbito interno de los países y otras al modo de inserción de éstos en el campo internacional. Es innecesario decir que ambas cosas están íntimamente relacionadas y la distinción sirve solamente a fines analíticos. En primer lugar, al interior de los países, un tema clave es la congruencia entre las
políticas públicas y las orientaciones y
desempeño de la banca de desarrollo. Esta sólo puede operar de manera eficaz si existe suficiente claridad en los lineamientos de la política de financiamiento del desarrollo, y si es adecuada la calidad de las políticas económicas. Ha habido abundantes ejemplos en el pasado de instituciones --sobre todo públicas-- de financiamiento del desarrollo que recibieron el impacto negativo de decisiones gubernamentales erróneas ajenas a ellas, pero cuyos efectos redundaron en perjuicio de sus clientes y por lo tanto de su solidez. En este sentido, ninguna exigencia de capital puede ser suficiente garantía en presencia de choques interna o externamente generados en las economías. Por otra parte, es del caso dejar apuntada la importancia de la relación de los bancos de desarrollo con el gobierno. Esa relación gira alrededor de tres cuestiones complementarias: la autonomía funcional de los bancos liberada de interferencias políticas, la
competencia técnica de sus elencos
profesionales y sujeción de sus administradores a responsabilidades efectivas por su desempeño (accountability). Por lo que se refiere a la dimensión internacional de la cuestión, ella no es simple. El ámbito en que se deciden los temas concernientes a las normas regulatorias internacionales no está abierto sino de manera muy limitada a la participación de los países en desarrollo. Ninguno de estos países está representado en el Comité de Basilea, y la vinculación que éste mantiene con un grupo de países en desarrollo y de economías en transición tiene un carácter meramente consultivo, lo cual –como lo destaca la profesora Griffith-Jones, ya citada anteriormente--
“no es un sustituto de tener un asiento en la
mesa de las
decisiones” No es probable que ninguno de estos países, en forma individual, posea la gravitación necesaria para influir en las decisiones últimas, pese a que el Comité viene llevando a cabo un amplio proceso de consulta con bancos centrales y autoridades de superintendencia bancaria.
Adicionalmente, fuera de algunas objeciones sobre puntos
específicos planteadas por organismos financieros subregionales como el Banco
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Centroamericano de Integración Económica y la Corporación Andina de Fomento, no se advierten intentos de conformar una posición regional frente a los aspectos negativos de la nueva propuesta.
El punto no es menor, ya que en sus análisis de países el Fondo
Monetario Internacional y el Banco Mundial tomarán como patrón de referencia para evaluar la calidad de los sistemas financieros el grado en que tengan vigencia en cada país las normas del Comité de Basilea. Planteadas así s cosas, el panorama que ofrece Basilea II como componente privilegiado de la arquitectura financiera internacional deja importantes interrogantes abiertas.
Los
problemas del desarrollo no entran en su óptica, probablemente porque el trasfondo teórico en que se sustenta es el mismo que llevó en las décadas recientes a que el tema del desarrollo desapareciera en la práctica de la agenda internacional relevante. A los países cuyos intereses quedan así postergados, sólo les cabe persistir, uniendo esfuerzos,
en
reclamar la consideración de sus legítimos intereses; aprovechar aquellos elementos positivos que contienen las normas propuestas, y hacer uso eficaz de los grados de libertad que queden en sus manos, por limitados que ellos sean. La aplicación de los criterios de Basilea II no tiene por qué motivar que sus efectos lleven de hecho a la destrucción de la banca de desarrollo, pero en buena medida –dentro de las limitaciones objetivas de la situación-- que así no sea depende de que haya un adecuado y beneficioso entendimiento entre los bancos de desarrollo y las autoridades supervisoras de los países.
5. Conclusiones
A manera de síntesis de las ideas presentadas en este trabajo, pueden recogerse algunos puntos centrales: (a) desde el punto de vista del objetivo de la estabilidad financiera global, las propuestas de Basilea II no son suficientes, y deberían estar unidas a reglas macroprudenciales, que atiendan a atenuar la tendencia al comportamiento cíclico de los mercados financieros; (b) el tema del desarrollo está ausente no sólo por la limitada participación de la mayoría de los actores a los que afecta este objetivo, sino por los
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supuestos teóricos subyacentes en la iniciativa; (c)
las instituciones financieras de
desarrollo siguen siendo un instrumento necesario para apoyar el financiamiento del desarrollo, adaptando desde luego sus modos de funcionamiento a las actuales realidades nacionales e internacionales; (d) no debería haber contradicción entre la existencia de normas prudenciales adecuadas y el manejo de las políticas operativas por parte de los bancos de desarrollo; (e) una clave esencial de que este objetivo se logre radica en la consistencia de las políticas económicas y las de financiamiento del desarrollo en los niveles nacionales. Referencias
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