UNIVERSIDAD SIMÓN BOLÍVAR Decanato de Estudios de Postgrado Maestría en Literatura Latinoamericana

UNIVERSIDAD SIMÓN BOLÍVAR Decanato de Estudios de Postgrado Maestría en Literatura Latinoamericana DEL TESTIMONIO A LA AUTOBIOGRAFÍA Ángela Zago y su

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UNIVERSIDAD SIMÓN BOLÍVAR Decanato de Estudios de Postgrado Maestría en Literatura Latinoamericana

DEL TESTIMONIO A LA AUTOBIOGRAFÍA Ángela Zago y su proyecto de escritura

Trabajo de Grado presentado a la Universidad Simón Bolívar por Adlin de Jesús Prieto Rodríguez

Como requisito parcial para optar al grado de Magíster en Literatura Latinoamericana

Realizado con la tutoría de la Profesora Raquel Rivas Rojas

Enero, 2007

A Melquíades, a Nilda y a Lisbeth

AGRADECIMIENTOS

Este espacio es insuficiente para agradecer a todas las personas que contribuyeron con la realización de este trabajo; por eso, sólo le daré las gracias a las más importantes: mi madre Nilda Efigenia Rodríguez, mi tutora Raquel Rivas Rojas y mi profesora Eleonora Cróquer Pedrón. A las tres, gracias infinitas por tanto y por todo. Dejo también constancia de mi agradecimiento por el apoyo al Decanato de Estudios de Postgrado de la Universidad Simón Bolívar, cuyo programa de financiamiento me facilitó el proceso de investigación.

RESUMEN

En este trabajo, se examinarán tres textos de Ángela Zago Aquí no ha pasado nada (1972) —como texto central del análisis—, Existe la vida (1989) y Sobreviví a mi madre (1997) —que se mencionarán con el fin de complementar el estudio del primero— para abordar un problema genérico: el del testimonio y la autobiografía. En los mismos, los géneros discursivos mencionados parecen solaparse. Aunque los textos presentan gestos del relato testimonial —en ellos convergen la historia oral y popular de un narrador (Zago) que simultáneamente es informante, que es testigo de lo acaecido, y por tanto, da fe de los hechos, los a-firma—, no hay un mediador explícito en ellos por lo que podrían considerarse autobiográficos; sin embargo, no se establece del “todo” un pacto autobiográfico (Léjèune). Considerando esta problematización teórica, el análisis se dividirá en dos partes. La primera, destinada al testimonio latinoamericano, rastreará la discusión teórica del mismo, abordará sus puntos de tensión y establecerá los vínculos entre este género y otros; específicamente con la autobiografía. La segunda parte estará destinada al estudio del estatuto genérico del corpus y a precisar las redes simbólicas, el orden de discursividad en que se inscribe esta escritura híbrida que posibilita la emergencia de un sujeto nuevo que, en el acto mismo de contar “su” verdad, proyecta su presencia en el campo cultural venezolano.

Palabras Claves: Testimonio, Autobiografía, Ángela Zago, Venezuela (1970’s)

ÍNDICE Pág.

INTRODUCCIÓN ....................................................................................................... 1

PARTE I

....................................................................................................................... 7

SOBRE EL TESTIMONIO

....................................................................................... 7

I.- Contexto de aparición e institucionalización ................................................................ 7

II.- Definición y tipología ................................................................................................ 10

III.- Características del testimonio ................................................................................... 15

IV.- La teoría testimonial y sus tensiones ........................................................................ 19

V.- Mirada crítica ............................................................................................................. 30

VI.- El testimonio como autobiografía ............................................................................ 32

PARTE II ........................................................................................................................ 38

DEL TESTIMONIO A LA AUTOBIOGRAFÍA ........................................................ 38

I.- Campo cultural venezolano (1970’s) .......................................................................... 38

II.- Aquí no ha pasado nada (1972) como testimonio guerrillero ................................... 46

III.- Lo autobiográfico ..................................................................................................... 69

IV.- El devenir autoficcional ............................................................................................ 83

CONCLUSIÓN .............................................................................................................. 90

ANEXOS ......................................................................................................................... 94

Entrevista a Ángela Zago .................................................................................... 95 Fotografías ......................................................................................................... 100 Portadas .............................................................................................................. 109

BIBLIOGRAFÍA ......................................................................................................... 113

INTRODUCCIÓN

En las bibliografías de la literatura venezolana, el testimonio está ausente. Hasta hace poco, ningún texto señalaba su existencia. A pesar de que, para el caso venezolano, el fenómeno testimonial es anterior a la institucionalización de este género; iniciado por las Memorias de un venezolano de la decadencia (1926) de José Rafael Pocaterra.1 No obstante, la institucionalización del testimonio, el sorprendente desarrollo del discurso testimonial latinoamericano y la situación socio-política continental y nacional influyeron de una u otra forma en la producción testimonial venezolana; pues, en la década del sesenta del siglo XX se (re)iniciaron las ediciones de estos textos, práctica que se mantiene hasta la fecha.

La participación de los editores también fue significativa en este proceso. Por ejemplo, José Agustín Catalá, de Centauro Ediciones, se responsabilizó de la memoria de los testimoniadores en la clandestinidad, la cárcel y el exilio y editó las denuncias contra el régimen perezjimenista en los “Libros de la resistencia”.2 Habría que recordar también la importancia de las Ediciones Bárbara, el Fondo Editorial Salvador de la Plaza, las editoriales Ruptura, Vadell Hermanos, Síntesis Dosmil, Domingo Fuentes y Publicaciones Seleven, sellos que fueron desapareciendo con el tiempo; así como la labor de Agustín Blanco Muñoz y Mery Sananes quienes se han dado a la tarea de reconstruir los procesos políticos venezolanos en sus últimos 30 años, a partir del testimonio directo de sus protagonistas, mediante una serie de entrevistas aparecidas en los ochenta. Se observa pues, por un lado, una producción cuantiosa de textos testimoniales, un apoyo editorial a esa producción sobre todo en las décadas de los sesenta y setenta, y, por otro, un vacío en cuanto a la recepción crítica de ese fenómeno. Con el tiempo ese espacio ausente comenzaría a ser llenado por la labor de estudiosos como Fanny Ramírez quien en 1998 publicó Ecos del silencio: panorámica del testimonio venezolano (19601990) cuyo aporte consistió en relevar del anonimato la escritura testimonial venezolana y organizarla como corpus asequible con un criterio temático-cronológico. El abordaje y

análisis de esta modalidad textual, ha sido iniciado más recientemente. Una muestra de ello lo constituye la mesa “El testimonio: presencia, ampliación y expectativas” del XXVIII Simposio de Docentes e Investigadores de la Literatura Venezolana (SILVE 2002) donde tres de las ponencias abordaban su estudio. En los textos mencionados, ha sido el testimonio de la tortura política el más estudiado; probablemente por ser el de más vieja data en la producción nacional y por tener dentro de sus autores, escritores consagrados dentro del canon de la literatura venezolana como, por ejemplo, José Rafael Pocaterra, Miguel Otero Silva y Eduardo Liendo por nombrar sólo algunos. A estos testimonios, producidos durante los regímenes dictatoriales que azotaron la Venezuela del siglo XX, le siguieron otros de índole temática distinta: los guerrilleros. Estos testimonios de la guerrilla respondían de algún modo a la bifurcación de la insurgencia de los sesenta y setenta; a la variante bélica y a la cultural. La primera propició los alzamientos de Carúpano y Puerto Cabello que culminaron en fracaso y el desplazamiento de un contingente de jóvenes por las montañas del país desde 1960. La segunda, el frente revolucionario cultural, se alzaba contra la cultura oficial, emanada del Estado, desde las revistas Zona Franca, Revista Nacional de Cultura, Imagen, el Instituto Nacional de la Cultura y Bellas Artes (INCIBA) y la editorial Monte Ávila a través de los grupos literarios, sus manifiestos y testimonios. Sardio, El techo de la ballena, Tabla redonda, Crítica contemporánea, En HAA, Pez Dorado, entre otros, insurgieron “...con una especie de guerrilla surrealista para atacar satíricamente el orden existente, o con la postulación del problema de la relación entre expresión y violencia...” (Ramírez, 1998: 73-74).

Esta generación de los años sesenta, conocida en Venezuela como la izquierda cultural, estuvo conformada por jóvenes escritores e intelectuales que, en su gran mayoría,3 estaban empezando a tomar parte activa en la vida nacional durante esa década y encontraron en la estructura del grupo literario un medio por el cual hacer sentir su voz disidente en un ambiente cultural que sentían dominado por la institucionalidad. “Los sesenta son, por ello, los años por excelencia de los grupos literarios en Venezuela y,

sobre todo, de sus revistas, pues la publicación periódica fue considerada por la izquierda cultural como un efectivo instrumento de comunicación, que permitía establecer y participar en discusiones del momento y, más importante aún, provocar el diálogo y la polémica” (Porras, 2001: 11). No obstante, otros representantes de esa izquierda cultural optaron por alejarse de lo grupal y, en su calidad de testigos o combatientes, representaron discursiva y estéticamente “...el resultado de los logros y extravíos de una pasión y de un sueño mutado en fracaso, pero que a la vez da cuenta de la equivocación y la grandeza de esa hazaña” (Bravo citado por Ramírez, 1998: 72): la de lucha política. Representaciones que dieron origen a los textos que testimonian la experiencia de la militancia política urbana y rural, el encarcelamiento de los revolucionarios y su participación en la lucha armada.

Esta producción cuya temática es la participación en la insurgencia durante los 60, se inicia a mediados de esa década y se mantiene hasta la de los 90;4 aunque el mayor número de testimonios guerrilleros venezolanos publicados aparecieron durante el auge del testimonio latinoamericano, es decir, en las décadas del sesenta y setenta del siglo XX. En ese lapso, circularon por el campo cultural venezolano alrededor de cuarenta testimonios guerrilleros; uno de ellos, Aquí no ha pasado nada (1972) de Ángela Zago.

Con este texto que inicia el proyecto escritural de la autora y que fue incluido por John Beverley en su corpus testimonial ad hoc (1987a: 153),5 Ángela Zago ingresa al proyecto de la izquierda cultural venezolana.6 Este período de la izquierda cultural, que dominó casi toda la época, desde su inicio, auge y decadencia ha sido ampliamente estudiado.7 Sobre todo el fenómeno de las publicaciones periódicas, pero poco ha sido abordada la obra en solitario de los representantes de esa izquierda cultural otra, la que no adoptó la estructura grupal. Otros testimonios aparecidos durante ese lapso también han sido abordados; pero, panorámicamente.8 Por ello, el estudio propuesto indaga en un territorio descuidado por la crítica. Al mirar a un representante de la izquierda cultural y su proyecto escriturario, iniciado en el período inmediato posterior a las sublevaciones

armadas, que responde —aparentemente— al fenómeno latinoamericano del género testimonial.

Aquí no ha pasado nada (1972) apareció en la década posterior a la insurrección armada que estalló en Venezuela en los 60’s y fue reeditado cinco veces en menos de cuatro años. Ha sido catalogado como testimonio (Freilich, 1973: 215), como un híbrido reportaje-ficción (Freilich, 1973: 216), como novela (Liscano, 1995: 97); incluso como autobiografía (Younoszai y Fiterman, 1993). La historia que Zago relata en este libro es completada en Existe la vida (1989) y Sobreviví a mi madre (1997); en ellos, se cierra la historia de Morela y las historias que ella cuenta. Por eso, están inscriptos en un todo narrativo y están relacionados tan estrechamente; por lo que deben ser vistos como una unidad. Estos textos comparten con el anterior el haber sido ubicados en diversas tipologías genéricas y el haber circulado ampliamente.

Otro detalle que comparten es que la recepción crítica los ha dejado de lado. El acercamiento a cada uno de los textos ha sido desde la reseña y la semblanza.9

Los tres presentan varias características, entre ellas la ausencia de un mediador entre el narrador-testigo y los lectores, y, el hecho de que el informante de la vivencia no sea un iletrado o que sea uno muy particular —rasgos fundamentales de los testimonios canónicos—, que permiten pensarlos como testimonios no canónicos; como testimonios letrados. Pero, el hecho de que en ellos la tesitura testimonial apunte a la apertura hacia el espacio biográfico (Arfuch, 2002), hacia la autoficción, hace que los veamos con otros ojos. Por eso, esta lectura estará orientada a analizar cómo el proyecto de escritura híbrida de Ángela Zago, a través de la usurpación del género testimonial y la escogencia del relato autoficcional —que permite el ingreso de varias matrices discursivas dentro del mismo—, se produce en la red de un discurso emergente —signado por lo autorreferencial— que postula su fidelidad remitiendo a la experiencia tangible “real” de lo vivido por el sujeto enunciador; con la intención de agenciar un espacio que inserte a este nuevo sujeto letrado en una economía de deudas e intercambios en un orden simbólico, en el campo cultural venezolano.

Considerando todo esto, el trabajo se dividirá en dos partes. La primera, estará destinada al fenómeno del testimonio latinoamericano, rastreará la discusión teórica del mismo, abordará sus puntos de tensión y establecerá los vínculos entre este género y otros; específicamente con la autobiografía. La segunda parte, estará destinada, por un lado, al estudio del estatuto genérico del corpus y, por otro, a precisar las redes simbólicas, el orden de discursividad en que se inscribe esta escritura híbrida que posibilita la emergencia de un sujeto nuevo que, en el acto mismo de contar “su” verdad, se instala en el campo cultural venezolano.

Notas

1

Las Memorias de un venezolano de la decadencia (1926) fueron escritas en la cárcel entre 1920 y 1921 y constituyen la mayor obra de este escritor valenciano. El texto es un largo alegato político, la requisitoria más desnuda contra la dictadura de Juan Vicente Gómez. 2

Entre los libros publicados por Centauro Ediciones se encuentran: Se llamaba SN (1964), Guasina. Donde el río perdió las siete estrellas (1969), Las 4 letras (1969) de José Vicente Abreu y Los crímenes impunes de la dictadura (1972) de Braulio Barreto.

3

Algunos de ellos ya “...habían comenzado su labor en el campo de la política, la literatura y el arte durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Guillermo Sucre y Jesús Sanoja Hernández, por ejemplo, habían participado en Cantaclaro, revista del grupo homónimo, de escasa duración —una sola entrega— publicada en 1950” (Porras, 2001: 11). 4

Si bien es cierto que casi toda la producción testimonial guerrillera venezolana apareció entre los 60 y 70, también lo es que en las décadas posteriores siguieron editándose algunos textos como: La pipa y el gavilán de José Ochoa (1982); Weekend en las guerrillas (Memorias de un combatiente en dos épocas críticas de nuestra reciente historia) de David Esteller (1983); Falsas, maliciosas y escandalosas reflexiones de un ñángara de Alí Gómez García (1985); Entre dos sistemas de Eduardo Faur Brandao (1989); Entre cuarto menguante y luna nueva de Eleazar Ontiveros (1992); Yo, bandolero de Genaro Guaitero Díaz (1993); Mi vida recomienza en Ponte Cestio de Rafael Cordero (1996). 5

Según Beverley (1987a), “Ángela Zago, Aquí no ha pasado nada: la ‘educación sentimental’ de una joven venezolana a través de su participación en la lucha armada de su país. Llegó a ser un best-seller en Venezuela” (153). 6

Para conocer los detalles sobre el proyecto de la izquierda cultural venezolana, ver: Chacón, Alfredo (1970); Madriz, Maria Fernanda y Martín, Gloria (1983).

7

Ver los trabajos de Chacón, Alfredo (1970); Osorio, Nelson (1985); Rama, Ángel (1990); Santaella, Juan Carlos (1992); Porras, María del Carmen (2000); entre otros.

8

9

Ver Ramírez, Fanny (1998).

Al respecto ver: Álvarez, Federico (1972); Camacho, Clara (1972); Rebrij, Lidia (1997); Schön, Elizabeth (1997).

PARTE I

SOBRE EL TESTIMONIO

I.- Contexto de aparición e institucionalización

La mayoría de los estudiosos señala como fecha de aparición del testimonio latinoamericano contemporáneo, concebido y aceptado como tal, los años cincuenta y sesenta del siglo XX.1 En esta época, se comienza a escribir textos que hoy son conocidos como clásicos dentro del género; algunos considerados fundacionales como Juan Pérez Jolote: Biografía de un Tzotzil (1952) de Ricardo Pozas; los escritos de la guerrilla cubana realizados por el Movimiento 26 de julio (1956-1959), entre los que se encuentran los Pasajes de la guerra revolucionaria (1963) de Ernesto “Che” Guevara; Biografía de un cimarrón (1966) de Miguel Barnet; Hasta no verte Jesús mío (1969) y La noche de Tlatelolco (1970) de Elena Poniatowska.

Aproximadamente dos décadas después de la publicación de Juan Pérez Jolote: Biografía de un Tzotzil (1952), comienzan a aparecer en la literatura latinoamericana numerosos testimonios. Beverley (1987a) explica esa “proliferación repentina” como resultado de la “coincidencia de varios factores”, como la importancia que en la cultura latinoamericana tienen una serie de textos de carácter documental y etnográfico; tales como las crónicas, los diarios de campaña, “el ensayo histórico costumbrista” al modo de Facundo, el corrido y la poesía popular narrativa, la historia etnográfica practicada por Lewis y Pozas;2 el impacto de las Memorias de la guerra revolucionaria cubana del Che Guevara —texto que sirve de modelo a muchos testimonios de guerrilleros de toda Latinoamérica, cuyas publicaciones se explican, en parte, por la marcada influencia de la Revolución Cubana a partir de 1959. Agrega el crítico que “... el auge del testimonio ha

tenido una relación muy estrecha con el desarrollo de la lucha armada en todo el Tercer Mundo. Hay una literatura testimonial palestina, vietnamesa, angoleña, etc.” (Beverley, 1987a: 159)—; la importancia que el movimiento de “contracultura” de los sesenta le concede al testimonio como expresión de una liberación personal semicatártica —según se expresa en “... la teoría de la descolonización de Fanon; los grupos de encuentro psicoterapéuticos; la pedagogía de Paulo Freire; las prácticas discursivas desarrolladas por las comunidades de base cristiana[...] los consciousness-raising sessions del movimiento feminista; la ritualización de la denuncia personal en la Revolución Cultural” (Beverley, 1987a: 159)—. Finalmente, Beverley (1987a) concluye que “... la naturaleza del testimonio como forma literaria coincide con la consigna de la nueva izquierda norteamericana en los 60 de que 'The personal is political' (lo personal es político)” (159). De esta manera, el auge del discurso testimonial se explicaría por el efecto de la combinación de las tradiciones literarias latinoamericanas, de acontecimientos externos al campo cultural y de la práctica cultural dominante en el país desarrollado donde la recepción crítica de esos productos cuenta con el mayor número de agentes; es decir, que tal recepción —recepción en el primer mundo— contribuye, como suele ocurrir, a la proliferación de su objeto.3 Otro factor que impulsó significativamente el desarrollo del discurso testimonial fue su institucionalización como género, gracias a la creación, en 1970, de la categoría Testimonio dentro del prestigioso Premio Casa de las Américas, que otorga anualmente en varios géneros la más importante de las instituciones culturales cubanas. La decisión de premiar textos testimoniales, evidenció el conocimiento de una alta producción textual testimonial como para otorgar anual o bienalmente un premio a un testimonio determinado; pero, además, promovió su escritura. Señala Sklodowska (1992) que “la descripción de la categoría testimonial en las bases del Concurso Casa de las Américas funciona como una partida oficial de nacimiento del testimonio latinoamericano” (56). Esta institucionalización generó un boom otro latinoamericano, el de la función testimonial (Concha, 1978:133);4 reordenó el campo de los estudios literarios

latinoamericanos; creó un canon;5 introdujo y/o replanteó problemas teóricos y modificó los pactos de lectura de la academia latinoamericana y estadounidense.6 Este reconocimiento y el sorprendente desarrollo del discurso testimonial latinoamericano estimuló la preocupación intelectual por diferenciar su estatuto genérico. Este punto ha sido estudiado, entre otros, por René Jara y Hernán Vidal (1986), John Beverley (1987, 1990, 1992, 1993, 2004) y Marc Zimmerman (1990) quienes desde los estudios subalternos han intentado definir la condición “representativa” de los testimonios latinoamericanos. Desde otra perspectiva, Elzbieta Slodowska (1992) ha señalado la influencia del concepto de “diferencia” de Lyotard en la constitución del género. Sin embargo, el problema de la definición del testimonio sigue discutiéndose, y, para rastrearlo, nos remontaremos a su origen. En las bases del Premio Testimonio de Casa de las Américas, el texto testimonial queda definido no por la acción de testimoniar, del testigo que depone, sino por su carácter documental: documentarán, de fuente directa, un aspecto de la realidad [...] Se entiende por fuente directa el conocimiento de los hechos por el autor, o la recopilación, por éste, de relatos o constancias obtenidas de los protagonistas o de testigos idóneos. En ambos casos es indispensable la documentación fidedigna, que puede ser escrita y/o gráfica. La forma queda a discreción del autor, pero la calidad literaria es también indispensable (citado por Sklodowska, 1992: 56).

Esta definición auspició la redacción, así como la publicación en toda Latinoamérica, de textos puramente documentales; es decir, en los que el autor da cuenta de ciertos hechos y los documenta, pero en los que el testigo no ocupa el primer plano.7 También replanteó el tema de la “calidad literaria” del discurso testimonio, lo que llevó a ampliar la concepción de lo testimonial. De ahí que en 1972, Jorge Onetti, Winston Orrillo y José Antonio Benítez Rojo, jurados del premio en esa convocatoria, crean necesario delimitar nuevamente el “género”. Aunque se repiten algunas condiciones expuestas en las bases —fuente directa, acontecimiento vivido, etc.— y señalan aspectos

de interés menor —la consideración de los testimonios como objetos de investigación y su relación con el contexto social inmediato—, añaden un rasgo importante al describir el testimonio como registro de la memoria inmediata (Actas del jurado, 1972. Citado por Sklodowska, 1992). El jurado de la convocatoria de 1983, Tirso Canales, Fernando Pérez y Fernando Meyer, también hizo algunos aportes, al considerar el testimonio como un género literario independiente que, abandonando su condición de adjetivo de otro género y desprendido de la novela histórica, incorpora procedimientos de elaboración procedentes de las ciencias humanas y sociales (Actas del jurado, 1983. Citado por Sklodowska, 1992). Estas contribuciones nutrieron la discusión sobre el testimonio, mas no resolvieron el problema definitorio, genérico. Interrogantes como ¿es el testimonio un relato revelador de “vidas reales”?, ¿es una investigación social o una novela?, ¿la situación del autor se subvierte en estos textos?, ¿se puede o se debe hablar de un nuevo género literario autóctono de América Latina? Eran formuladas insistentemente por los teóricos que abordaron esta modalidad textual.

II.- Definición y tipología

A partir de los señalamientos anteriores, los teóricos —desde perspectivas diversas— respondieron a los cuestionamientos en torno a la definición del género testimonial, su tipología y caracterización. Podríamos convenir en que el testimonio, aunque no está referido en ningún texto de preceptiva literaria, es un género discursivo puesto que es posible apreciar en él algunas constantes que lo “identifican” y permiten “clasificarlo”.8 Testimonio es un término que hace referencia a múltiples discursos, desde la historia oral y popular hasta textos literarios como las novelas-testimonio de Barnet y obras de diseño documental complejo como Yo el supremo de Roa Bastos. Este vocablo también alude a las crónicas de conquista y colonización, a los relatos sociales y militares como los diarios de campaña de Martí, el Che y Castro y a textos documentales que abordan la vida de individuos de las clases populares inmersos en luchas de importancia

histórica (Yúdice, 2003: 114). De ahí que Sklodowska (1992) señale que “... la delimitación del género —con respecto a las ciencias sociales— resulta imposible porque no sabemos cuáles son las reglas genéricas, o sea los mecanismos formales comunes a los textos considerados como testimoniales” (74-75). Con el nombre de testimonio se designó una práctica literaria documental surgida y desarrollada en América Latina a fines de los años sesenta del siglo XX, paralelamente o como alternativa a lo que se llamó la nueva novela hispanoamericana. Un testimonio “[e]s, casi siempre, una imagen narrativizada que surge, ora de una atmósfera de represión, ansiedad y angustia, ora en momentos de exaltación heroica, en los avatares de la organización guerrillera, en el peligro de la lucha armada” (Jara, 1986: 2). “[U]na narrativa auténtica, contada por un testigo que es movido a hablar por la urgencia de la situación...” (Yúdice, 1996: 44).9

Aunque fue Barnet quien etiquetó esta modalidad, al referirse a su novelización etnográfica de la vida de Esteban Montejo, ex-esclavo cimarrón y mambí escrita en los sesenta, la definición del testimonio como género podría hacerse siguiendo la propuesta de Beverley (1993b): Por testimonio, quiero decir una narración de la longitud de una novela en forma de libro o folleto, enunciada en primera persona por un narrador que es también el protagonista o testigo de los acontecimientos que relata. La unidad de la narración es generalmente ‘su vida’ o una experiencia significativa de ella… En muchos casos, el narrador es un analfabeto, y si es letrado, no es un escritor profesional; de ahí que la producción de un testimonio, a menudo, implique la grabación, la transcripción y edición de un relato oral por parte de un interlocutor que es un intelectual, un periodista o escritor (70-71).10

Esta definición hace hincapié en que un narrador-testigo, empleando la primera persona, relata su vida —o lo más significativo de ella— a un intelectual-mediador que graba, transcribe, edita y luego publica lo relatado. El mediador convierte la voz del otro en escritura, pues el otro no domina el registro escrito.

A partir de los aspectos arriba señalados, se han propuesto diversas tipologías del género testimonial. Margaret Randall (1992) habla del testimonio en sí y del testimonio para sí. En la primera categoría incluye toda una literatura testimonial: novelas testimoniales, obras de teatro sobre una época o hecho, poesía, fotografías, documentos cinematográficos, el periodismo, algunos discursos políticos. En la segunda, el testimonio es presentado como un género distinto a los demás géneros basado en el uso de fuentes directas, la entrega de una historia que transmita la voz de un pueblo en un momento determinado, la inmediatez, el uso de material secundario (paratextos) (22-23).

Por su parte, Sklodowska (1992) propone la clasificación del testimonio en inmediatos y mediatos. El discurso testimonial inmediato, también denominado directo, se relaciona con el testimonio en sí propuesto por Randall. En él, Sklodowska, presenta varias modalidades testimoniales como el testimonio legal, la entrevista, el diario, la autobiografía, las memorias, las crónicas. El mediato está vinculado directamente con la definición de testimonio de Beverley. Los testimonios mediatos son aquellos organizados por el editor (98). Desde otra perspectiva, George Yúdice (1992), sugiriendo la existencia de una doble historia del testimonio, señala que el testimonio ha sido, por un lado, estatalmente institucionalizado para representar y, por otro, ha surgido como acto comunitario de lucha por la sobrevivencia. Por lo que hay testimonios representacionales que reproducen los valores sancionados por instituciones estatales —como ciertos textos cubanos y nicaragüenses— y testimonios concientizadores que intentan crear un vínculo de solidaridad, construir una identidad en y a través de la lucha, para presentar una estética de autoformación —cierta producción testimonial de Centroamérica es representativa de este tipo de testimonio (210-213). Apartándose de estas clasificaciones y tomando como base el nivel temático, Moraña (1997) propone cuatro categorías para ubicar la narrativa testimonial: testimonios de la lucha revolucionaria, testimonios de la resistencia popular en el Cono Sur,

testimonio y biografía femenina y testimonios desde los márgenes. El primer eje temático, que tuvo en Cuba y Centroamérica su ámbito más prolífico, “...se refiere directamente a la lucha armada o... en términos más generales, trata de las alternativas de la resistencia política llevada a cabo por movimientos de liberación nacional” (131). El segundo está relacionado directamente con la represión de las dictaduras chilena, uruguaya y argentina de los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX; en este eje el testimonio “... opera como una forma de memoria colectiva que recupera la historia negada por las dictaduras y la elabora y divulga dentro del marco de la resistencia popular” (134). Otra línea temática, la tercera, aproxima el testimonio y la biografía femenina, proponiendo en general perspectivas que exponen la particularidad del personaje en torno al cual se organiza el texto (139).11 El cuarto, el menos abordado por la crítica, presenta la posición ex-céntrica del sujeto testimoniante. En este caso, el testimonio, directo y espontáneo de los sujetos que se manifiestan como actores sociales y no sólo como individualidades en conflicto, “...se ofrece como documento que ilumina un área periférica y usualmente relegada de la sociedad, desde la cual quedan al descubierto contradicciones éticas o convencionalismos que no son en general cuestionados desde el discurso literario tradicional” (144).

Siguiendo la línea tipológica testimonial de los testimonios organizados por el editor o mediador, Rodríguez-Luis (1997) propone otra clasificación. Esta se elabora a partir del papel del organizador, editor o mediador; dependiendo de esta intervención, los testimonios son ubicados en una taxonomía. La primera categoría se identifica con la escritura de edición; en ella, el autor se propone —al redactar el relato del informante— facilitar su lectura para un público no especializado, a través de los paratextos. Corresponde a la narrativa documental testimonial en su forma más pura, fiel al discurso oral en que se basa. Aparentemente, el grado de mediación es mínimo. Son representativas de este primer grupo obras como Juan Pérez Jolote. Biografía de un tzotzil (1948) de Ricardo Pozas, Biografía de un cimarrón (1969) de Miguel Barnet, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983) de Elizabeth Burgos

Debray y Si me permiten hablar, testimonio de Domitila, una mujer de las minas de Bolivia (1977) de Moema Viezzer (28-38).

En la segunda, la intervención del mediador consiste en la reescritura total del relato, que proviene directamente del testimoniante, para transformarlo en una narración literaria. Relato de un náufrago (1955) de Gabriel García Márquez y Hasta no verte Jesús mío (1969) de Elena Poniatowska son textos característicos de esta clasificación. La tercera, amplía la gama de las posibilidades testimoniales; pues la mediación del autor resulta a primera vista más extensa, su papel central se hace explícito. Esta gama va desde la polifonía de los testigos-protagonistas hasta los textos donde el autor habla por ellos. La montaña es mucho más que una inmensa estepa verde (1982) de Omar Cabezas Lacayo; La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral (1970), Fuerte es el silencio (1980), Nada, nadie. Las voces del temblor (1988) de Elena Poniatowska y La fiesta de los tiburones (1976) de Reynaldo González la ejemplifican. Finalmente, la cuarta y última categoría, incluye textos elaborados con la intención de crear una estructura novelística independiente de su origen documental. Textos que, basados en sucesos reales y en las relaciones de su testigo, no pretenden imitar el árido documento ni la oralidad del relato del informante, sino crear un efecto artístico; aunque puedan enunciar un compromiso político. Agrupa las novelas documentales. Textos como A sangre fría (1965) de Truman Capote, Operación masacre (1957) de Rodolfo Walsh y Los periodistas (1978) de Vicente Leñero la ilustran (Rodríguez-Luis, 1997: 38-83).

Ninguna de las tipologías mencionadas, define las características del género cuando el informante de los hechos no es un sujeto iletrado; en este punto se ubica el aporte de Rossana Nofal (2002) a la discusión sobre el género testimonio. Nofal propone otra clasificación: el testimonio canónico y el testimonio letrado. “El testimonio canónico se caracteriza por un sistema desigual de negociación de la palabra escrita ya que el informante es, en general, iletrado; necesita de la escritura de un intelectual, compilador de sus recuerdos, para acceder al espacio de la memoria. El testimonio letrado es el relato de una experiencia personal… se subdivide en dos categorías de testimonios: aquellos

que dan cuenta de la experiencia de una flagelación corporal y aquellos que se definen como memoria de una militancia revolucionaria” (13. Énfasis mío). Integran el primer grupo los testimonios cubanos y centroamericanos caracterizados por un sistema desigual de negociación de la palabra escrita ya que el informante es iletrado; necesita de la escritura de un intelectual, compilador de recuerdos, para acceder al espacio de la memoria. El testimonio letrado supone el relato de una experiencia propia de cautiverio. En este tipo de textos, los sujetos se alejan de una representación de víctimas absolutas, toman la palabra y dan cuenta de acciones militares en tanto integrantes de un ejército revolucionario (Nofal, 2002: 259). Precisamente, este es el caso de Aquí no ha pasado nada (1972). Este texto es construido como una memoria personal de una militancia revolucionaria en donde el sujeto protagonista toma la palabra y relata su participación en la lucha armada revolucionaria, en la guerrilla venezolana. En él, el sujeto enunciador no escribe desde una posición subalterna sino desde la experiencia individual de un letrado que habla por sí mismo; de ahí que el papel central de la autora sea explícito. Nótese el rasgo de la individualidad, de lo propio, de lo personal que acerca este tipo de testimonio a la autobiografía.

III.- Características del testimonio

Las tipologías del género testimonial mencionadas antes evidencian que el término testimonio hace referencia a muchos tipos de discurso. También hacen obvio que las aproximaciones al prolífico corpus que constituye hasta ahora la narrativa testimonial latinoamericana son múltiples, y admiten, entre otras, clasificaciones formales, temáticas, ideológicas, a partir de las cuales pueden proponerse agrupamientos de textos que, aunque toman como criterio un denominador común, no pueden sin embargo esconder la disparidad de las obras que se ofrecen al análisis. De ahí que el foto-reportaje, la entrevista, los graffittis, el collage, el reportaje periodístico, la narración testimonial, la historia oral, la memoria, la autobiografía, la crónica, la confesión, la historia de vida, la

novela documental, la novela testimonio sean textos “etiquetados” como testimonios (Sklodowska, 1992: 98). En este marco donde la función testimonial ha sido leída como un diálogo distante (Franco, 1992: 109), como una zona de pugnas (Vera León, 1992: 184), como otra lectura de lo real (Amar Sánchez, 1992: 34 -35); haciendo evidente la crítica a las tipologías genéricas oficiales al proponer formas alternativas de comunicación (González, 1990: 20), están presentes las características de lo testimonial y las tensiones que las signan. La divergencia clasificatoria deriva de tres aspectos relacionados con las características diferenciales de la narrativa testimonial:

la importancia de la fuente

directa, el valor documental y la relación ficción/realidad (Moraña, 1997: 121). El primero de estos elementos distintivos se vincula al hecho de que el testimonio es producido por (o a partir de) la información provista por un testigo que presenció o participó en los hechos narrados. Sobre esta nota se apoya la credibilidad (y no sólo la verosimilitud) del testimonio, y su valor como elemento de denuncia. En este rasgo arraiga, asimismo, el carácter biográfico o autobiográfico que distingue a la narración testimonial y la emparenta en muchos casos con la crónica. Emparentamiento dado además por ciertas características propias de la crónica que también están presentes en el testimonio; a saber: el ser un tipo de literatura menor que, como forma menor, genéricamente imprecisa, posibilita el procesamiento de zonas o sujetos de la emergente cotidianidad, hasta el momento excluidos de la representación (Ramos, 2003: 140).12 El segundo aspecto es la voluntad documentalista, que se relaciona con la preocupación por investigar o dar a conocer un determinado caso que se considera “ilustrativo” y que en muchas ocasiones pertenece a un horizonte de experiencias que es ajeno, al menos en principio, al del editor o compilador de la versión testimonial. Por esta razón, muchos testimonios elaborados con la participación de un escritor-mediador equivalen a un verdadero trabajo de campo, que hace que el texto final pueda ser visto como producto de una labor interdisciplinaria (en que se entrecruzan, por ejemplo,

antropología, historia, literatura, ciencias políticas), lo cual aproxima no solamente diversos métodos de estructuración discursiva sino además distintos repertorios de intereses, modos de utilización del lenguaje, funciones asumidas por el mediador (investigador o “gestor” del texto), etc. En el caso del testimonio directo, ofrecido sin mediación por el protagonista o participante de los hechos narrados, la experiencia personal hace innecesario el trabajo de campo, o limita considerablemente al menos, la necesidad de documentación empírica con la que el editor compensa en general su nopertenencia al mundo representado en el texto testimonial. En este caso, el testigo es a la vez sujeto y objeto de su propio discurso como en La montaña es mucho más que una inmensa estepa verde (Cabezas, 1982); mientras que en el caso anterior que ejemplifica bien el relato etnográfico, y en particular textos como Biografía de un cimarrón (1966) de Miguel Barnet, el sujeto testimoniante es convertido en sujeto textual y en objeto de investigación por la selección del mediador que decide a priori sobre su valor representativo, basado en su propio criterio y conocimiento del área que se quiere ilustrar a través del testimonio (Moraña, 1997: 121). Finalmente, el tercer aspecto problemático es la relación ficción/realidad que está en la base de la reelaboración de versiones originales a cargo del mediador, o en la misma operación de ficcionalizar una determinada experiencia (selección de materiales, lenguaje, composición, configuración de personajes, definición del “narrador”, etc.). Este tema conduce a uno de los núcleos más polémicos de esta peculiar forma narrativa: el del valor de verdad del enunciado testimonial, mencionado más arriba, y las posibilidades reales de representar de manera fidedigna ya sea a un sujeto “heterogéneo”, ya sea una experiencia propia y, por tal, subjetiva. Aparte de estos tres aspectos, hay que considerar la pre-existencia de un hecho socio-histórico, de un dato si se quiere, indiscutible en sí, pero que es —o fue— susceptible de una versión o interpretación discursiva —implícita o explícita, es decir virtual o efectivamente articulada en un discurso— sobre la cual se yergue el testimonio del sujeto-emisor del nuevo texto. Por ello, podemos afirmar que no hay testimonio sin un compromiso previo del emisor del texto con una concepción o interpretación más

amplia, general, del mundo. De ahí que el discurso testimonial, como todo discurso, no implique referencialidad ni valor de verdad; que no sea siempre inter-textual, pues, explícita o implícitamente, supone una otra versión o interpretación (otro texto) sobre su objeto (referente) (Prada Oropeza, 1990). Por esto, pueden sintetizarse las características del género en una triple orientación: hacia el referente evocado, más o menos alejado del lector virtual; hacia el sujeto de la enunciación, que suele ser a la vez testigo y actor — principal o secundario— de los sucesos y acontecimientos narrados; y, finalmente, hacia un lector concebido ante todo como un interlocutor concreto (Perus, 1989: 134).

Con respecto a la orientación hacia el referente, los testimonios documentan ámbitos de la realidad que el discurso dominante suele ignorar, ocultar o tergiversar, y que se trata de restituir y explorar para insertarlos en las ausencias y los puntos ciegos del discurso social, dominante o no. El espacio, el tiempo y los protagonistas del testimonio son los de la experiencia sociohistórica antes de ser los del relato, y por ello éste se construye con base en los avatares de dicha experiencia y no por referencia primordial a las leyes composicionales y estilísticas de género hasta cierto punto canonizados.

Aparentemente opuesta a la anterior, la segunda orientación concierne al sujeto de la enunciación, es decir al yo de la narración que suele confundirse con el yo de la experiencia narrada o superponerse a él, aunque ni uno ni otro coincidan necesariamente con el autor. A menudo —aunque no siempre— éste hace más bien las veces de scripteur, compilador y editor del discurso de un yo otro que, por sus características socioculturales, no tiene acceso a la letra escrita e impresa.

La tercera orientación, que concibe al lector como un interlocutor concreto, insinúa por un lado, la construcción derivada del lector a partir de las lecturas del testimonio, construcción que genera una conciencia del hecho testimoniado —no sólo para el lector que se identifica con el testimonio del marginado, por pertenecer al grupo que se testimonia; sino que también puede generar una concientización en un lector ajeno a la pertenencia del grupo testimoniado, por lo que una vez leído el testimonio, un lector

puede identificarse con las causas de un pueblo, o con el portavoz del mismo, aunque posea valores socioculturales distintos a los testimoniados—, y, por otro lado, que la lectura del testimonio genera una estética práctica; es decir, una identificación afectiva que instiga al lector a realizar un(os) movimiento(s) social(es) y no quedarse dentro de una mera contemplación hedónica de lo leído (Navarro, 2005).

IV.- La teoría testimonial y sus tensiones

A partir de los señalamientos de las bases y actas del jurado del Premio Testimonio de Casa de las Américas, mencionados anteriormente, la crítica se vio obligada a precisar una categoría literaria alejada de las definiciones y géneros tradicionales y que ocasionó fisuras en “la concepción literaria latinoamericana” (Rincón, 1977). Sus planteamientos se posicionaron en dos juicios antagónicos: “el testimonio pertenece al campo de los estudios literarios” y “el testimonio no pertenece al ámbito literario”. En palabras de Beverley (1992), la reflexión sobre el testimonio se bifurcó en dos líneas de discusión: la primera que lo consideraba un género narrativo o forma discursiva de carácter ético-epistemológico-estético cuyos máximos representantes son Barnet, Beverley y Zimmerman,13 y, la segunda que lo veía como una modalidad intertextual e intergenérica, de la cual Sklodowska es la teórica más representativa (1011).14 Desde la primera línea crítica, Miguel Barnet (1967), basándose en el principio de referencialidad, es uno de los primeros en reflexionar acerca de la originalidad de la propuesta estética testimonial. En una serie de ensayos recogidos en La fuente viva concibe la novela-testimonio como un aporte a la literatura de fundación hispanoamericana que responde a una necesidad de romper con el modelo peninsular y, por ende, europeo. Género definido como relato etnográfico o novela-testimonio; el testimonio ha sido comprendido, siguiendo a Miguel Barnet, como un documento, como un fresco que reproduce aquellos hechos sociales que marcan los verdaderos hitos de la cultura de un país. Estas características modales se completan con el desentrañamiento de

una realidad, tomando los hechos que más han afectado la sensibilidad de un pueblo; una profundidad expresiva arraigada en la investigación histórica; un lenguaje basado en la oralidad, y la contribución a la articulación escrita de la memoria colectiva a través de uno de sus protagonistas más significativos (Ochando, 1998: 30). Desiderio Navarro (1971), Nubya Casas (1981), Ivana Sebková (1982) y Paul Ricoeur (1983) coinciden en señalar las raíces jurídicas del término, ya que en el ámbito judicial/jurídico los protagonistas testimoniales —los testigos— tenían, entre otras, la función de emitir un juicio sobre la realidad que narraban (Ochando, 1998: 30). A cargo de René Jara y Hernán Vidal (1986) estuvo la edición de la recopilación de los ensayos sobre testimonio presentados en Testimonio y Literatura. En este volumen, distintos críticos (Prada Oropeza, Cavallari, Duchesne, Alegría, Dorfman y otros) establecen la vinculación del testimonio con las crónicas, la aparición de nuevos sujetos literarios, la relación verdad-ficción y la incursión del testimonio en los sistemas literarios latinoamericanos. Por su parte, John Beverley (1987c) en Del Lazarillo al Sandinismo: estudios sobre la función ideológica de la literatura española e hispanoamericana vincula la nueva experiencia narrativa con la vieja picaresca y define el testimonio como una forma que surge de la integración de los nuevos modelos literarios y de las nuevas prácticas discursivas no literarias, sobre todo las procedentes de las campañas de alfabetización, de los métodos de toma de conciencia de las comunidades cristianas de base y del adoctrinamiento de los cuadros revolucionarios. Si en los trabajos precedentes el interés se había centrado en la producción testimonial cubana, en los estudios recogidos en Voices of the Voiceless in Testimonial Literature el objetivo se desplaza hacia Centroamérica. Gugelberger y Kearney (1991), sus editores, consideran el testimonio como la práctica discursiva propia del Tercer Mundo. Según esta visión, el testimonio latinoamericano, al ser producido y recibido como una literatura de resistencia, constituiría uno de los pasos importantes hacia la independencia cultural latinoamericana.

La recopilación teórica realizada por John Beverley y Hugo Achúgar (1992) en La voz del otro: testimonio, subalternidad y verdad narrativa se aproximó al fenómeno testimonial para “...revelar y cuestionar algunos de sus mecanismos de producción y recepción” (Beverley, 1992: 11). En cuanto a los mecanismos de producción, se cuestionaba —por sobre todo— el hecho de que por ser una obra escrita, se dirige automáticamente a una porción minoritaria de la población a aquella que sabe leer; lo que convierte, irremediablemente, al testimonio en un producto cultural destinado a un grupo restringido, entre los cuales no se encuentra el colectivo que se pretende representar que en muchos casos no tiene acceso a la lectura. Es la oralidad y no la escritura, la forma de expresión característica de los sujetos a los que se alude en los textos con función testimonial. En este sentido, Julio Ramos (2003), refiriéndose al Facundo de Sarmiento, sostiene que: Se trata de la traducción de la palabra tradicional para un destinatario que aunque no sabe, debía conocer al otro. Se trata, nuevamente, de la mediación entre dos mundos en pugna(...) En un nivel superior, la distancia entre los dos léxicos, uno “propio” (escrito) y otro “extraño” (oral), se comprueba entre dos saberes jerarquizados. El “saber” del otro es “irregular”, “confuso”: estaba sujeto a la “organización del momento” —a la particularidad— que le impedía convertirse en reflexión generalizadora (30-31).

Esta misma separación jerárquica, puede verse en el discurso testimonial. De ahí que el “transcriptor”, que convierte la voz del otro en escritura, nunca puede ser neutral y que el testimonio no sea considerado por algunos críticos una forma “auténtica” de cultura subalterna; “narrativa oral”; “documental”. Pues, el testimonio no es la “literatura” que hace una minoría, es un tipo de texto que hace un sujeto hegemónico o emergente —y resalto no sólo su carácter hegemónico o emergente, sino también su condición de sujeto, de individuo, de ente no colectivo— que habla con otro sujeto, el lector, sobre un tercero, minoritario y extraño.

En los discursos testimoniales, aunque el gestor/compilador/editor/narrador “habla” sobre las minorías, las minorías no hablan. No se establece un diálogo con ellas, sino con las clases medias y altas que se desea concientizar. De manera que el lector implícito en el texto no pertenecería al estrato social de los “sujetos representados” sino que sería un par del gestor/compilador/editor/narrador, otro individuo entrenado para descifrar el código, además de “sensible” para aceptar el mensaje filantrópico y concientizador. Como sostiene Yúdice (1992), el destinatario sería un lector solidario.

En cuanto a la recepción académica, se cuestionaba durante la década de los noventa, por un lado, el que la crítica del testimonio en Estados Unidos se caracterizó en los ochenta por la tentativa de legitimarlo como un género literario de valor y como el vehículo para construir nuevas solidaridades en las luchas de liberación nacional, sobre todo en América Central; y, por otro, la ausencia de ensayos que abordaran el testimonio desde una orientación poscolonial. A partir de los cuestionamientos expresados en la compilación de Beverley y Achúgar (1992), el libro The Real Thing: Testimonial Discourse and Latin America compilado por Gugelberger (1996) presenta una serie de ensayos en los que se examina y se pone en tela de juicio el deseo de “solidaridad” de los críticos latinoamericanistas en su vindicación del testimonio y sus sujetos marginales. La premisa de esta colección de estudios sobre el testimonio es, precisamente, el deterioro auto-cumplido del mismo y de su crítica (Beasley-Murray, 2002: 157). En esta recopilación, algunos críticos —como Moreiras (1996)— consideran que el testimonio sí ha sido convertido en una suerte de fetiche por la crítica latinoamericanista. Se le ha cubierto de una especie de aura y convertido en discurso emblemático no sólo de la voz del subalterno, sino de la literatura producida en América Latina en general. Las razones tienen que ver con la declinación del interés de la academia norteamericana por la llamada novela del boom y del post-boom. Los estudiosos ven en el testimonio “una manera más relevante de articular nuestra reflexión sobre América Latina” (Moreiras, 1996: 197).15 Para Moreiras (1996), el auge del género

no tiene que ver ni con el hecho de dar voz al subalterno ni tampoco con la posibilidad de articular varios discursos en una nueva disciplina, sino con la producción, a través del discurso, de una identidad política. Va más lejos Moreiras (1996) y sostiene que se trata de una identidad política para América Latina que entraría dentro de la esfera pública transnacional a través del testimonio, género que alcanza su madurez alrededor de movimientos sociales, particularmente en Centroamérica. Este debate parece evidenciar que no se trata de ampliar el campo de saberes universitarios sobre el testimonio, cuyo énfasis estuvo en Centroamérica, hacia otro tipo de narrativas testimoniales como las postdictatoriales del Cono Sur. Se trata de una cierta imposibilidad de pensar el testimonio más allá de las pretensiones de valor que caracterizarían las posiciones en esta discusión —generada en el seno de la academia norteamericana, al final de la década de los ochenta, a raíz de la publicación de Me llamo Rigoberta Menchú y Así me nació la conciencia (1987), su ingreso al currículo universitario y la aceptación del contrato de lectura propuesto en el texto—: sea el valor de uso comunitario de aquellos defensores de los valores de verdad —que representan esa otra virtual comunidad científica— y que se opondrían al testimonio de Menchú por sus denunciadas adulteraciones. O bien, sean aquellos que reniegan absolutamente del testimonio, cuando sienten que su ingreso al curriculum universitario podría afectar el valor estético de la literatura (Villalobos-Ruminott, 2004: 16). Esta discusión teórica sobre los textos con función testimonial, deja ver que el testimonio plantea cuestiones polémicas en varios niveles. Primero, apunta a un problema académico: ¿qué es lo representativo de una cultura periférica desde el centro hegemónico? En segundo lugar, desde que opera a partir de la modificación de convenciones genéricas, implica cuestiones que tocan el tema del readers response relacionadas con la recepción, decodificación e interpretación del texto. Finalmente, problematiza aspectos ideológicos vinculados con la intencionalidad del discurso literario, su proyección y direccionalidad político-cultural, así como sobre las posibilidades de representación de lo popular a partir de las formas culturales institucionalizadas.

En este sentido, se perfilan cuatro puntos de tensión dentro de la teoría testimonial. El primero es la función autor, que transforma su papel tradicional en la de gestor o editor del testimonio sobre la base de los materiales proporcionados por el sujeto que da lugar al relato; lo que problematiza esta categoría tal como la conocemos. El segundo es la forma discursiva que toma la función testimonial, una forma que se autoanuncia como acto de habla (Achúgar, 1989: 282), paradójicamente, de los que no tienen voz y que deja ver el deseo de apropiación de esa voz ajena. El tercer aspecto es el problema de la verdad que subyace a todo texto que se reclama como narración de testigo, que incluye la definición misma de esa categoría, la posible diferenciación entre informante y testimoniante. Y el cuarto, la representación del sujeto subalterno. En los textos con función testimonial, el yo que enuncia no parece estar centrado en un sujeto único de la escritura; más bien, se desdobla entre un sujeto escritural y un sujeto de la escritura referencial —fuente original del relato—. Aparentemente, hay dos yo, uno que “habla”, y otro que enuncia y construye el relato; pero, fusionados en un texto donde ambas voces “intentan dialogar”. Se trata de una subjetividad diferente, del plural self que propone Sommer (1992). Del sujeto social complejo —letrado más voz marginada— propuesto por Achúgar (1992) que no aparece claramente delimitado en el espacio discursivo testimonial. Pero este proceso de supuesta “borradura” de la función autor que se produce en el testimonio, realmente no se da. En él, el vocablo autor retoma su significación primigenia, latina. “En latín auctor significa originariamente el que interviene en el acto de un menor (o de quien, por la razón que sea, no tiene la capacidad de realizar un acto jurídicamente válido) para conferirle el complemento de validez que le es necesario. Así el tutor, al pronunciar la fórmula auctor fio, proporciona al pupilo la “autoridad” que le falta...” (Agamben, 2000:155). Para decirlo de otro modo, el intelectual que graba, transcribe, edita y autoriza el relato de vida del testigo —testigo en el sentido de Agamben (2000); es decir, en el de superstes, vocablo latino que designa aquel que vivió algo, que tuvo la experiencia de un acontecimiento y que puede testimoniar al respecto

(13-40)—16 no es simplemente un gestor o compilador de historias de vida, sino un au(c)tor que legitima la vida ejemplar de ese menor invalidado, de ese otro ágrafo y “minoritario”, dentro de la ciudad letrada. Lo esencial aquí es la idea de una relación entre dos sujetos; en la que uno de ellos —el testimoniante o testimonialista— sirve de au(c)tor al otro, al testigo. “Así pues, el testimonio es siempre un acto de ‘autor’...” (Agamben, 2000: 157); por lo que este género no parece problematizar la función autor, sino consolidarla. La autoría en el testimonio, lejos de estar tachada, borrada, sigue siendo una función del discurso que permite ubicarlo en un espacio simbólico cruzado por diversos tipos de prácticas discursivas, regímenes de la verdad, contradicciones internas, pugnas y desniveles en su relación con el poder; por eso, el au(c)tor, gracias a su posición legitimada dentro de ese espacio, proporciona la validez y la (autor)idad que le falta a la palabra del otro, fijándola, limitándola, ordenándola en él. En palabras de Bourdieu (1999), el autor del testimonio canónico —entiéndase letrado— como agente social, como portavoz, lo que pretende es afianzar su autoridad simbólica en tanto que poder socialmente reconocido para imponer una cierta visión del mundo social; es decir, imponer divisiones del mundo social (66). A través del testimonio, el sujeto hegemónico amenazado se aferra a la grafía, a la institución letrada, al poder de la escritura que parece residir en su capacidad de contener diferencias y al “...poder de nombrar y de hacer el mundo nombrándolo...” (Bourdieu, 1999: 65). Mientras que el autor del testimonio letrado, encuentra en esta escritura la posibilidad de constituirse como un sujeto nuevo que en el acto mismo de contar “su verdad” proyecta su visibilidad, su presencia en el campo cultural. Encuentra la posibilidad de realizar un acto de institución (Bourdieu, 1999) para ingresar a la lucha simbólica por la imposición de la visión legítima y convertir su palabra en un discurso de institución; es decir, en un discurso con eficacia simbólica, reconocido institucionalmente, cuya razón de ser es otorgarle autoridad a esta voz emergente.

La manera de consolidar la función autor en el discurso testimonial, mediante la legitimación de la experiencia de vida del testigo y la “apertura de un espacio discursivo” para ese testigo, nos permite reflexionar sobre la estructura dialógica que configura todo el enunciado testimonial (González, 1990: 17). Darle la voz al otro, poner a hablar, implica un deseo de apropiación de una voz ajena, un impulso discursivo que se traduce en un régimen de escritura: el testimonial (Vera, 1992: 181). Este “régimen” intenta hacer hablar mejor a la voz otra, sometiéndola a normas lingüísticas, sintácticas y narrativas.

Sin embargo, a veces, parece ser la voz la que desea ser apropiada. BurgosDebray menciona que Rigoberta, consciente del poder de la palabra, la ha elegido como medio de lucha, “...dicha palabra es lo que he querido ratificar ... por escrito” (Menchú, 1987:16). Sin embargo, es Burgos quien ratifica por escrito la palabra de Rigoberta; ésta no ejerce control sobre el discurso y su intención testimonial y denunciadora queda a merced de las pautas que rigen la labor escritural de aquella. En esta labor “...no solamente se trata de decantar de ruidos el discurso oral sino que se intenta mantener su supuesta transparencia” (Sklodowska, 1992: 34). De ahí que en el testimonio, voz y escritura no parecen ir de la mano.

Pero, en un discurso donde el autor del acto del habla y el autor del texto son — generalmente— personas diferentes, la transposición de lo hablado en lo escrito —la transcripción— se vuelve excepcionalmente problemática. Aún más, si el testimonio oral debe ser reproducido en “...un código aceptado y sobre todo aceptable para las normas dominantes en el estrato letrado” (Achúgar, 1989: 285); si el testimonio debe apoyarse en la lengua hablada, pero decantada donde se eleve a otras formas, a otras estructuras: las cultas (Barnet, 1983: 29-30); si la posición del testimoniante o el testimonialista respecto al relato oral no es la de reivindicarlo sino la de violentarlo, traduciéndolo a los códigos de la cultura escrita y haciendo que el sujeto oral los adopte como los únicos capaces de narrar autorizadamente.

Hacer hablar implica no un simple acto de dar la palabra al otro, sino un acto de lectura crítica y decantación ―transcodificación―. Conlleva, por un lado el problema de la adaptabilidad de la escritura, y, por otro, el de la resistencia, por parte de los sujetos orales, a la desaparición de la palabra en la significación de lo escrito. Significa caer en la trampa de la discursividad letrada, pues “... todo intento de rebatir, desafiar o vencer la imposición de la escritura pasa obligadamente por ella. Podría decirse que la escritura concluye absorbiendo toda la libertad humana, porque sólo en su campo se tiende la batalla de nuevos sectores que disputan posiciones de poder” (Rama, 1983: 52. Énfasis mío). Sólo mediante ella puede darse el proceso de emergencia de un autor(idad) y un lugar de enunciación literaria en una sociedad determinada.

La escritura, la letra, aprisiona al sujeto oral y hace que la voz sea, en cierto sentido, sacada de la historia y relocalizada en el aparato de la “literatura”(Docherty, 1987:13-14).17 Por eso, la escritura testimonial no puede ser entendida como el discurso guardián de un texto oral previo; sino como la inscripción de una lectura, el elemento final en el proceso de lectura crítica de un pre-texto. De ahí que en lugar de lograr la democratización de la representación, reafirme el monólogo de la escritura. Otro de los aspectos que ha provocado muchísimos debates dentro de la discusión sobre los discursos testimoniales es la relación —dicotómica, inconciliable dentro de los mismos— existente entre verdad y ficción. Dicotomía que permanece en el centro de la reflexión y del interés de los estudiosos de los textos con función testimonial. El problema de la verdad que está presente en los textos erigidos como narración de testigo, está dado por el procedimiento empleado dentro del discurso testimonial para generar un efecto de verdad. Procedimiento que en el testimonio canónico es la huella de lo oral que trata de dejar el testimonialista y en el letrado, ese yo lo viví que sustenta la relación de la experiencia de un yo-testigo-autor. Estas formas generan en el lector la confianza de que se trata de un “testimonio auténtico” y reafirman la ilusión o la convención del propio género: que se está frente a un texto donde la ficción no existe o existe en un grado mínimo, que no afecta la verdad de lo narrado; es decir, el lector “...acepta lo narrado como una verdad y no como si fuera verdad” (Achúgar, 1992: 63).

Sin embargo, el hecho de que la palabra del testigo deba ser sistematizada a través del registro escriturario implica optar por eliminar o mantener las estructuras lingüísticas en las que aparecen la asimetrías de la narración oral. Este proceso de “desaparición” de las asimetrías está signado por interrogantes como cuáles estructuras serán retocadas y cuáles permanecerán intactas y, en cuanto al contenido de la historia, cuáles anécdotas y episodios se conservarán y cuáles serán tachados; las respuestas a estas preguntas dependen del criterio estético y/o ideológico empleado en la edición del material grabado —criterios dictados, generalmente, por los referentes culturales provenientes de la subjetividad del editor—. Por lo común, la producción de los testimonios canónicos se realiza

en

medio

de

una

lucha

—bastante

desigual—

entre

los

“editores/gestores/compiladores” y los informantes de los textos. Generalmente, el “editor” buscará orientar el discurso del informante mediante sus preguntas, mientras que éste hará lo posible por contar su verdad. Se puede suponer que en la primera fase del proceso de producción de un testimonio, el informante conserva un cierto control sobre su discurso. En la fase siguiente, la del montaje del texto, este control se le escapa. Salvo en los casos de una cooperación más entrañable entre “editor” e “informante”, quien se impone, en definitiva, es el primero. En la última fase —la de la publicación, la difusión y la interpretación del texto—, el informante pierde generalmente no sólo todos sus derechos, entre ellos el copyright, sino también —salvo en casos excepcionales como los de Rigoberta y Domitila— la posibilidad de intervenir en el proceso de recepción de su testimonio. Si en el testimonio canónico es evidente la lucha por la palabra escrita entre el editor/gestor/compilador que opta por eliminar o mantener los vestigios de la oralidad del testigo-informante y la verdad que éste quiere transmitir, en el letrado no lo es menos. Sólo que en este tipo de testimonio la lucha está dada de otra manera, está dada por la imposibilidad de narrar la experiencia pasada de una persona que sólo existe en el presente de su enunciación (Molloy, 1996: 11). Lo expresaré de otro modo, el testimonio letrado es una construcción narrativa sustentada en la evocación de un pasado condicionado por la autofiguración de un sujeto presente; es decir, la imagen que tiene de

sí el yo-testigo-autor del testimonio letrado es la que desea proyectar en el relato de su experiencia personal por lo que éste se convierte en una fabulación. Sólo se narra su verdad. De ahí que los testimonios representen una versión de la multiplicidad de versiones posibles; versión que definitivamente depende del editor del testimonio o del testigo/autor. Por eso, los testimonios no expresan nunca una verdad absoluta, sino una “verdad” que conviene leer a partir de sus condiciones de producción. En estas versiones narrativas que transmiten una verdad, hay otro punto de tensión: la representación del sujeto subalterno. En ellas, en los textos con función testimonial, generalmente, se configura al subalterno como un espacio vacío que pasivamente recibe y se llena, al constituirse en habla, con los signos del poder; no como un agente cuyos silencios, gesticulaciones, inflexiones y lenguajes otros, despliega estrategias de fuga y resistencia (Ramos, 1996: 7). Este sujeto es representado siguiendo la categoría del habla subalterna de Spivak (1998); es decir, el subalterno es considerado una categoría relativa, inscrita en el campo de las representaciones articuladas por el poder. El otro sólo es posible en el interior de un discurso que, al nombrarlo, lo anula para construirlo y hacerlo posible como objeto no dado de conocimiento (Fabian, 1990: 755). Por lo que el discurso testimonial, lejos de representarlo, traza los límites entre los sujetos ágrafos y silenciados y los letrados que tienen voz con poder real, el de la palabra escrita; haciendo evidente —de esta manera— el dispositivo de control y subordinación social que es la escritura. De ahí que el discurso subalterno sea siempre una construcción de intelectuales que responde, más que a la presencia (habla) del otro, a los debates e intereses cruzados en el campo del poder que representa al otro (Spivak, 1998). Esto se debe, por un lado, a que es el au(c)tor quien elige y “formatea” las voces populares que juzga dignas de acceder a la imprenta o la versión de su experiencia más acorde con la imagen que se desea proyectar. Y, por otro, al criterio de inclusión del subalterno dentro de la representación que está determinado por un pacto traducido en un proyecto escriturario letrado; es decir, se le da la voz al otro y se le toma la voz al otro, cuando esa voz tiene una historia afín con el proyecto del narrador culto (Vera León, 1988: 129). De esta manera, los testimonios publicados se inscriben, por lo general, en

unos proyectos editoriales concebidos en y a partir de los intereses de la ciudad letrada o del sector hegemónico. Por tal razón, no es una coincidencia que la Biografía de un cimarrón (1966) aparezca justo en el momento que la Revolución emprendida por Fidel Castro decidiera incorporar a la población negra a su proyecto —“Con su famoso libro, Barnet pretendía de hecho cubrir, en el marco de un proyecto de ‘historia oral’ sui generis, las últimas décadas del siglo XIX. En vez de marcar –por ejemplo– sus dudas o sus distancias en cuanto al presente, la voz de Esteban termina sosteniendo una narrativa eminentemente teleológica para la cual la historia termina –con un happy ending– en 1959” (Lienhard, 2000: 789)—, ni que los testimonios de Domitila y Rigoberta Menchú se inserten en la discusión feminista y étnica en boga para la fecha de publicación de ambos textos, ni que los “interlocutores” de estos textos pertenezcan al ámbito científicosocial. Como tampoco es coincidencial el que los textos con función testimonial impliquen un pacto de lectura tácito: “En la mayoría de los prólogos se percibe al público lector potencial en términos de su no-profesionalidad, a la vez que tácitamente se presupone a un destinatario letrado (Sklodowska, 1992: 28). La tesis de Lejèune (1980) de que el editor funciona “... como representante del destinatario de su libro...” (223) cobra vida.

V.- Mirada crítica

A partir de los planteamientos propuestos en la teoría testimonial, varios críticos siguen pensando el fenómeno del testimonio. Desde una perspectiva revisionista de esa teoría, Beverley (1993b) señala que una de las muchas lecciones del testimonio es que debemos “aprender a leer no sólo ‘a contrapelo’, como propone la crítica desconstructivista, sino contra la literatura misma” (13). Siguiendo esta tendencia, Zimmerman (1999), Beasley-Murray (2002) y Yúdice (2003) advierten una cierta limitación en el debate sobre testimonialidad. Esta limitación estaría determinada por los cambios producidos que han impactado sobre la recepción del testimonio; a saber: el fracaso de los frentes de liberación nacional en América Central y el concomitante decaimiento de los movimientos de solidaridad, entre los cuales el testimonio

desempeñaba un importante papel de concientización; la transformación de esos frentes en movimientos de sociedad civil, lo cual los obligó a acomodarse a los procedimientos burocráticos de las organizaciones no gubernamentales y las fundaciones nacionales, que además tienen sus propias agendas de democratización y desarrollo sustentable; la plena incorporación del testimonio a los cánones multiculturalistas en Estados Unidos, lo cual desencadenó intensos debates respecto a la inclusión del género en los currículos secundarios y universitarios; la puesta en tela de juicio de la crítica sobre el género testimonial, tanto desde una perspectiva conservadora que procuró desacreditarlo —es el caso del “desenmascaramiento” de Rigoberta Menchú operado por David Stoll— como desde una perspectiva progresista que considera que los críticos del testimonio lo vienen fetichizando en sus tentativas de proponerlo como modelo de discurso político a partir de posiciones subalternas (Yudice, 2003: 111). Según Beasley-Murray (2002), el agotamiento de la discusión sobre los textos con función testimonial se debe a que “[s]e ofreció el testimonio, como se sabe, en el espíritu de lo nuevo: un nuevo desarrollo en la historia de Latinoamérica, que empujaría las narrativas modernistas del boom a un lado; requiriendo una nueva clase de métodos en estudios latinoamericanos, y así justificando la introducción de los estudios culturales; y, en los momentos más optimistas del discurso que lo promovió, posiblemente significando ‘una cultura democrático popular emergente’ en la misma Centroamérica” (155-156). Por eso, encuentra fascinante que el debate sobre el testimonio se terminara tan pronto y sugiere que el casi total agotamiento del discurso crítico sobre el testimonio se debe entender no como el agotamiento del testimonio en sí sino de los límites de los estudios culturales que lo tomaron como un “posible” objeto ideal de estudio. Objeto imposible de leer dentro de este modelo debido a que “...es una forma cultural que no cuadra bien con las concepciones populistas estudio-culturalistas sobre las relaciones entre la cultura y la política (...), en cuanto no accede al imaginario social del populismo” (BeasleyMurray, 2002: 157). Actualmente, el testimonio es visto como el deseo de construir una literatura tercermundista —que reemplace metafóricamente lo colonial—; determinada por el

desplazamiento simbólico de la periferia al centro y la pérdida de su carácter hegemónico (Moraña, s/f). Es leído como una “nueva” forma de representación y comunicación, como una nueva forma de costumbrismo (Sanjinés, 1996. Citado por Denegri, 2003); es decir, el testimonio dentro de este contexto es un discurso utópico, actualizado para delimitar el mapa del campo social, cultural y político donde los productores simbólicos se enfrentan en una lucha cuya apuesta es la imposición de los principios legítimos de visión y división del mundo natural y social.

Quizá la novedad —relativa— del testimonio sea la de haber desafiado aquellas fronteras fraguadas por el discurso nacionalista —desarrollista, historicista— proponiendo

que

los

bordes

que

separan

identidad/alteridad,

nosotros/ellos,

adentro/afuera, aquí/allá, sea vista no como una línea divisoria sino como un espacio móvil, flexible, permeable, como un área de intercambio, empréstitos y contaminaciones, como una zona de contacto más que de separación clara y distinta. Si los discursos de identidad/alteridad buscaban definir la diferencia, el de la globalidad busca, quizá, administrarla (Moreiras, 1996), negociarla, de cara a este proceso de migrancia de sujetos, proyectos, significados, que caracteriza nuestro presente.

VI.- El testimonio como autobiografía

Recordemos que el testimonio fue leído, en un primer momento, como un modelo cultural nuevo, horizontal en lugar de vertical, en el que se establecían otras formas de solidaridad entre los intelectuales y los subalternos quienes “permitían” a los segundos “hablar por ellos mismos”, ser audibles y visibles en sus propios términos. Se buscaba apoyar con este “gesto” el papel solidario del intelectual en contraste con el tipo de escritura autorreferencial —y por ende, no en diálogo con sujetos marginados— que se hacía dominante con el boom literario de los años sesenta. No obstante, ante la propuesta de los ideólogos del boom de que la emancipación latinoamericana podía conseguirse por medio de una escritura que produjera su propia autoridad a través de su autorreflexiva

producción autónoma (Fuentes, 1969; Rodríguez Monegal, 1972 y Sarduy, 1972), el testimonio —desde una perspectiva que se autocolocaba en el costado “radical” del campo cultural— no llegó a ofrecer otra formulación de emancipación; a pesar de que “procuraba” asentar la responsabilidad de la enunciación en la voz/escritura de clases y grupos subalternos, para así cambiar su posición en relación a las instituciones a través de las cuales se distribuye el valor y el poder (Yúdice, 2003: 115).

El testimonio en lugar de alejarse de la escritura autorreferencial se acerca a ella. Sobre todo cuando la mediación del au(c)tor resulta a primera vista más extensa, por lo que su papel central se hace explícito. Son textos con función testimonial que van desde la polifonía de los testigos-protagonistas hasta aquellos donde el autor habla por ellos (Rodríguez-Luis, 1997). Esta cercanía es más evidente en los textos donde el testigo que da cuenta de su experiencia personal no es un sujeto analfabeto.

Esta presencia de lo autorreferencial se observa en las narraciones testimoniales guerrilleras continentales y locales; escritas en su mayoría directamente por los mismos guerrilleros, que han ido constituyendo una especie de constelación de sentidos donde se repiten las mismas escenas, en las que se encuentran –mutatis mutandis– los mismos personajes que simbolizan las mismas virtudes y defectos. Relatos fabulescos del héroe revolucionario, del sujeto redentor latinoamericano (Rivas, 2005), que busca la legitimación de una posición de sujeto: la del letrado-intelectual-dirigente de vanguardia (sea ésta política o cultural), mediador o no, que hacía uso de —en el sentido de usufructuar— de la voz del otro para acumular un capital simbólico —medido en términos de reconocimiento en un campo de acción cultural—. Fábulas elaboradas por un sujeto que ha sido instituido como un representante del grupo (guerrillero) que le constituye a él; por lo que lo convierte en portavoz dotado del poder de hablar en nombre del grupo como un solo hombre (Bourdieu, 1999: 66). “Dado que todo lenguaje que se hace escuchar por un grupo es un lenguaje autorizado, investido de la autoridad de ese grupo, autoriza lo que designa al mismo tiempo que lo expresa, fundando su legitimidad en el grupo sobre el cual ejerce su autoridad y al que contribuye a producir como tal

ofreciéndole una expresión unitaria de sus vivencias” (Bourdieu, 1999: 98). Es decir, el héroe revolucionario, el sujeto redentor, investido por su destacamento en portavoz del grupo enuncia un discurso como un solo hombre donde debe estar reflejado el colectivo; pero, lejos de eso el portavoz construye el discurso de un solo hombre, de un yo individual. Y al hacerlo, logra acumular un capital simbólico pues participa en la lucha simbólica; a través del enfrentamiento de su visión política con las otras y de la pretensión de la autoridad simbólica otorgada por el reconocimiento de ese colectivo que no ha sido incluido en su discurso.

Esta marcada autorreferencialidad, presente en los textos con función testimonial donde el papel del au(c)tor es explícito —como en los relatos guerrilleros, por ejemplo— , evidencia que la tesitura testimonial es una forma de autoescritura que reta los límites de los géneros literarios. Límites, en este caso, permeables que posibilitan un espacio de intercambio, de préstamos, de contaminaciones y una zona de contacto de esos discursos fronterizos, de esos textos de la frontera (Sarlo y Altamirano, 1983). Por lo que el testimonio forma parte de ese espacio biográfico (Arfuch, 2002) que intenta dar cuenta de un terreno en el que las formas discursivo-genéricas clásicas comienzan a entrecruzarse e hibridizarse. Por esto, es más útil pensarlo como un tipo de narrativa híbrida: una fusión entre la novela y el bildungsroman o la autobiografía; formas paradigmáticas de autorización de un sujeto (Beverley, 2004: 69).18

De

este

modo,

el

testimonio

es

construido

como

la

narración

de

“...acontecimientos sucesivos sin más vínculo que la asociación a un ‘sujeto’ cuya constancia no es sin duda más que la de un nombre propio...” (Bourdieu, 1997: 82). Acontecimientos sucesivos que son definidos “...como inversiones a plazo y desplazamientos en el espacio social, es decir, con mayor precisión, en los diferentes estados sucesivos de la estructura de la distribución de las diferentes especies de capital que están en juego en el campo considerado” (Bourdieu, 1997: 82). Así pues, el testimonio es un recurso discursivo para abrirse espacio dentro de un campo determinado —el social y el político en el caso de Menchú— y para mantener un locus autorizado y de

poder dentro de la ciudad letrada —que sería el caso de Barnet entre otros testimonialistas—.

Como vemos, el testimonio puede ser usado como una oportunidad para que un sujeto adquiera autoridad y poder en un campo (Denegri, 2003: 236).19 Oportunidad aprovechada por múltiples sujetos, tanto en el campo cultural latinoamericano como el venezolano; entre ellos, Ángela Zago. Pero esto, lo abordaremos en la siguiente parte.

Notas 1

Algunos autores, como Margaret Randall (1992) y Jean Franco (1992), sostienen que el testimonio es una forma discursiva de vieja data en América Latina. 2

Oscar Lewis es uno de los representantes más significativos de la life history; corriente investigativa propia de las ciencias sociales, iniciada en 1950. Entre sus publicaciones se encuentran: The Children of Sánchez. Autobiography of a Mexican Family (1963); Life in a Mexican Village: Tepoztlán Restudied (1963); La vida. A Puerto Rican Family in the Culture of Poverty-San Juan and New York (1965); Five Families. Mexican Case Studies in the Culture of Poverty (1975).

3

El auge de la recepción del testimonio en el primer mundo, se debió a las distintas redefiniciones del canon de la literatura latinoamericana —entre otras— que comenzó a llevarse a cabo en la academia norteamericana hacia finales de los años ochenta y principios de los noventa del siglo XX. 4

Concha (1978) acuña la denominación de función testimonial para referirse a ciertos textos cuyos límites genéricos parecen estar desfigurados, pero que coinciden en: presentar un narrador en primera persona, contar una historia “ejemplarizante”, producir un efecto de oralidad… La define como “…una nueva modalidad político-literaria…” (133). 5

La producción testimonial latinoamericana es vastísima; sin embargo, los siguientes textos conforman el modelo dominante del campo testimonial: Biografía de un cimarrón (1966), La canción de Rachel (1969), Gallego (1981) y La vida real (1984) de Miguel Barnet; Hasta no verte Jesús mío (1969) de Elena Poniatowska; Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983) de Elizabeth Burgos; Si me permiten hablar…Testimonio de Domitila, una mujer de las minas de Bolivia (1977) de Moema Viezzer; Operación Masacre (1970) de Rodolfo Walsh; Secuestro y capucha en un país del “mundo libre” (1979) de Salvador Cayetano Carpio; Las historias prohibidas del Pulgarcito (1974) de Roque Dalton; La fiesta de los tiburones (1976) de Reynaldo González. 6

Estas denominaciones determinan tanto una ubicación geográfica como simbólica de la práctica intelectual, respecto de la cual es posible encontrar una supuesta diferencia. Para más detalles, ver Sergio Villalobos-Ruminott (2004: 14-16). 7

Fue Ángel Rama quien propuso, en 1969, la creación de la categoría testimonial dentro del Premio Casa de las Américas. Esa propuesta “buscaba preservar la especificidad artística de la narrativa que en períodos de máximo interés político puede ser preferida, pero sobre todo apuntaba a un conjunto de libros que crecen día a día y que situados aparentemente en los límites de la literatura, son remitidos a la sociología (la serie iniciada por la obra del antropólogo Oscar Lewis) y sobre todo al periodismo” (Sklodowska, 1992: 56). 8

A pesar de estas constantes, el testimonio no posee límites discursivos claros y precisos. Se encuentra “[a] caballo entre la biografía y la autobiografía, disputado por la antropología y la literatura, y asumiendo modalidades propias de la narrativa y del discurso histórico…” (Achúgar, 1992: 50). De ahí que la función testimonial se presente en variados formatos. (Concha, 1978: 133).

9

“Following the studies of Barnet (1969, 1981), Fornet (1977), González Echevarría (1980) and Casas (1981), testimonial writing may be defined as an authentic narrative, told by witness who is moved to narrate by the urgency of a situation (eg. war, oppression, revolution, etc.)” (Yúdice, 1996: 44). 10

“By testimonio, I mean a… novella-length narrative in book or pamphlet… form, told in the first person by a narrator who is also the real protagonist or witness of the events she or he recounts. The unit of narration is usually a ‘life’ or a significant life experience… Since, in many cases, the narrator is someone who is either functionally illiterate or, if literate, not a professional writer, the production of a testimonio

often involves the tape recording and then the transcription and editing of an oral account by an interlocutor who is an intellectual, journalist, or writer” (Beverley, 1993b: 70-71). 11

La relación biografía-autobiografía-testimonio, la importancia y características de cada una de estas modalidades de escritura son temas de gran relevancia para el estudio de la literatura latinoamericana. Puede verse al respecto: Olney, James (ed.) (1980); May, George (1982) y Molloy, Sylvia (1996).

12

Para más detalles sobre la crónica en América Latina, específicamente la producida a fines del siglo XIX, ver Ramos, Julio (2003: 112-142).

13

Los críticos representativos de esta primera línea son: Miguel Barnet quien bautizó al género; David William Foster; Eliana Rivero; René Jara; Hernán Vidal; Barbara Harlow; Jorge Narváez; John Beverley; Marc Zimmerman; Hugo Achúgar y Margaret Randall. 14

En esta línea destacan Roberto González Echevarría; Elzbieta Sklodowska; Sylvia Molloy; James Clifford; George Marcus y K. Millet. 15

Este es un punto a considerar en la actual discusión acerca del lugar que ocupa el latinoamericanismo — entendido como reflexión específica en torno a la cultura de América Latina y sus vinculaciones con otros espacios de producción y teorización cultural (Ramos, 2003)— en el debate internacional. 16

Agamben (2000) recuerda que el latín posee dos palabras para designar al testigo. La primera, testis, de la cual viene nuestro ‘testigo’, designa originalmente aquel que se ubica como tercero entre las dos partes de un juicio o de un litigio. La segunda, superstes, designa aquel que vivió algo, que tuvo la experiencia de un acontecimiento y que puede testimoniar al respecto. Incluso, el testigo, podría ir más allá de la simple enunciación del testimonio; podría ser capaz de sufrir y morir por lo que cree. En efecto, el testigo no es sólo quien enuncia el testimonio, sino también quien lo padece. Cuando la prueba de su convicción llega a ser su vida, cambia de nombre, se le llama mártir. Ricoeur (1983) y Agamben (2000) cuestionan la transformación del testigo en mártir; pues µάρτυς (martis), mártir, en griego quiere decir testigo. De ahí que Voltaire en el capítulo IX, sobre los mártires, en su Tratado sobre la intolerancia, establezca la equivalencia martirio=testimonio y la contraponga al suplicio. Sin embargo, es Achúgar quien explica la transformación semántica del vocablo. “Originariamente 'testimonio' viene del griego 'mártir', 'aquél que da fe de algo', y supone el hecho de haber vivido o presenciado un determinado hecho. Entre los griegos... mártir no connota sufrimiento o sacrificio y atiende básicamente al hecho de ser fuente de primera mano. Al pasar al latín, y sobre todo con el advenimiento de la era cristiana, mártir adquiere el significado hoy vigente de aquel que da testimonio de su fe y sufre o muere por ello. Aquí es pues cuando el término adquiere el sentido de conducta ejemplar” (Achúgar, 1992: 59). 17

“...the voice is, as it were, taken out of history and relocated in the apparatus of ‘literature’’ (Docherty, 1987:13-14) 18

“Perhaps it might be useful to see the testimonio as such as involving a kind of narrative hybridity: a fusion betwenn what Benjamin means by ‛storytelling’ as a premodern form of wisdom and authority, and the bildungsroman or autobiography, which are paradigmatic forms of ‛modern’, transcultured subjectivity” (Beverley, 2004: 69). 19

“Testimonio, as discussed above, can be used, among other things, as an opportunity for selfauthorisation and empowerment” (Denegri, 2003: 236).

PARTE II

DEL TESTIMONIO A LA AUTOBIOGRAFÍA

I.- Campo cultural venezolano (1970’s)

La década del sesenta del siglo XX se presenta en todo el mundo como una etapa de profundos cambios y rupturas en la vida social, política y cultural. La Revolución del Mayo Francés (1968), que bajo la consigna la imaginación al poder, repercutió en otros países de Europa y del mundo; el Movimiento Hippie estadounidense. El Nouveau Roman francés, el New Criticism norteamericano y el Grupo Tel Quel de París. La conquista del espacio... En América Latina, el triunfo de la Revolución Cubana (1959), la definición de Cuba como república socialista (1961), el auge de los movimientos de liberación nacional, dan cuenta del establecimiento de nuevas relaciones entre el hombre y su realidad. Venezuela no escapa de este “nuevo orden”. El derrocamiento de la dictadura del General Marcos Pérez Jiménez, en 1958, inicia un período democrático que prontamente se ve amenazado por la lucha armada revolucionaria. Sublevación producida como respuesta al panorama político de la época, en donde la tendencia de izquierda —que gozaba de un amplio prestigio en algunas fracciones de Acción Democrática (AD) y de la Unión Republicana Democrática (URD), partidos políticos de gran importancia en el período postdictatorial—, fue excluida de los pactos realizados luego del derrocamiento de Pérez Jiménez. “Esta tendencia pronto se radicalizó debido a la influencia de la Revolución cubana, en particular luego de su adscripción al socialismo en 1961, y por la cada vez más visible orientación centrista de Betancourt en los asuntos políticos nacionales e internacionales” (Coronil, 2002: 257). Ante este contexto se funda el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) que

conjuntamente con el Partido Comunista de Venezuela (PCV) llevó a cabo una lucha armada en pro del socialismo.1 Durante los sesenta “…el frente bélico de los guerrilleros en las montañas y en las ciudades, también tenía su frente cultural en las revistas Cruz del Sur, Sardio y El techo de la ballena” (Ramírez, 1998: 33).2 Estos grupos literarios, reunidos alrededor de sus publicaciones, fueron el medio utilizado por los intelectuales para hacer sentir su voz disidente en un ambiente cultural institucionalizado. Voces amalgamadas en una sola enunciación: las revistas, los manifiestos, los testimonios.

En este período, “[l]a literatura y el arte... siguieron dos direcciones: la del compromiso político con objetivos revolucionarios... y la de subvertir mediante el lenguaje —o la imaginación—, mediante el absurdo y la burla, los valores y las seguridades de una sociedad regida por el afán de ganar dinero e incapaz de comprender que se empeñaban en sobrevivir entre las ruinas de un orden vencido. En ambos casos se impuso la violencia expresiva y la ruptura con formas de racionalidad defensivas” (Liscano, 1995: 83). Fue una época caracterizada por el enfrentamiento de la llamada izquierda cultural con otros sectores en el debate socio-político, debido a que el movimiento revolucionario contó con el apoyo de parte importante de los intelectuales y artistas; bien sea como meros simpatizantes o como participantes activos.3 Esta izquierda cultural fue conformada por los intelectuales de la generación de los años sesenta cuya actitud, estimulada por la caída de la dictadura perezjimenista, el comienzo de la democracia representativa y la opción de la lucha armada de la izquierda guerrillera, respondía a la confrontación con valores éticos y políticos mucho más concretos. De esa intelectualidad, mayoritariamente de izquierda, se exigía un papel de orientación social que consolidara de alguna forma la funcionalidad de la literatura dentro del proceso cultural del país. Los grupos y revistas de épocas anteriores —Sardio, El techo de la ballena, Tabla redonda, En Haa, etc.— representaban una posición más homogénea, una expresión grupal fortificada, frente a la realidad social y cultural del país y frente al propio oficio de escritor. También una revista como Zona Franca

respondía a las necesidades de definición del papel y del valor de la literatura, al cuestionar los proyectos de la izquierda cultural y proponer una apertura hacia problemas existenciales y/o estéticos (Jaffé, 1991: 48-49).4 La respuesta dada durante estos años a la definición social de la literatura, la concepción marxista de la literatura como institución que cumple la función de reproducir y vehicular las posiciones ideológicas de una clase se sigue defendiendo en los setenta con el apoyo de la llamada Escuela Latinoamericana de Sociología, atenta a la teoría de la dependencia y el subdesarrollo, la manipulación y extensión de los medios de comunicación de masas, al marxismo y sus afluentes, a la discusión estructuralista, al estudio de los marginales y de la clase obrera. Al problema de la distancia insalvable entre una literatura de élites y una literatura marginal, una literatura culta y una trivial, se le opone una literatura comprometida, que asumiría el compromiso no como panfleto sino como literatura y se señalan algunas de las novelas del boom como ejemplo (Jaffé, 1991: 46). Pero, al producirse la derrota política y militar en Venezuela —seguida del derrocamiento del gobierno socialista de Salvador Allende en Chile y la instauración de dictaduras militares en los países del Cono Sur—, la pacificación de la guerrilla venezolana y las varias divisiones y discusiones de la izquierda nacional se abre no sólo el campo de intereses sino también un espacio para la revisión y crítica de posiciones anteriores. Surge el pluralismo cultural cuando los insurgentes se asimilan a instituciones estatales –—recuérdese la incibación, descrita por Teodoro Petkoff, refiriéndose a la presencia de intelectuales de izquierda en el Instituto Nacional de la Cultura y Bellas Artes (INCIBA)—. La intelectualidad adaptada a las nuevas circunstancias que vive el país, después de la pacificación de la guerrilla en 1968, pierde en gran parte su cohesión interna como grupo y se asimila a instituciones oficiales: Ahora la colaboración con la cultura oficial no aparece abiertamente como una traición a la izquierda cultural, de esas que se denunciaban duramente cuando dicha izquierda vivía su fase de mayor cohesión y actividad: (...) porque esta vez no se trataba de casos aislados, sino de una tendencia practicada por una buena

parte de los antiguos miembros de grupos considerados y por muchos otros representantes de las nuevas generaciones (Chacón, 1970: 55).

En este período de desencanto, duelo y rearticulación del campo cultural, el cuestionamiento cada vez más fuerte del papel del escritor y de sus funciones dentro de la sociedad, produce extrañas posturas o huidas, búsquedas de un reconocimiento y una funcionalidad fuera del ámbito estrictamente literario. La falta de estímulo, dada por la marginalidad del reducido mundo literario y causada en parte por los manipuladores de la burocracia cultural, se traduce en la rápida pérdida de consenso sobre la función de la literatura. La década termina evidenciando esta situación. Los jóvenes escritores del momento, tratando de describir y explicar su posición, recurren a una vehemente autocrítica (Jaffé, 1991: 47). Nos hemos oficializado (...) Acatamos las políticas culturales, dormimos entre bolsas de trabajo y homenajes tenebrosos (...) Nuestra generación, esta que ahora tiene la edad de 20 o 30 años, la sentimos casi perdida, casi arrancada, sin correlaciones conflictivas ni urgencias testimoniales o de manifiesto (Palenzuela, 1980: 6).

Esto evidencia la fragmentariedad cultural que vive el país, lo cual se refleja en las diferentes posturas con respecto a la función de la literatura en una sociedad que atomiza las opiniones dentro de un espectro clasista que trata de defender sus posiciones. La burguesía emergente, volcada al exterior, le niega todo papel a la literatura nacional, buscando, y logrando, satisfacer sus necesidades de distracción e información con productos de la industria cultural generalmente norteamericana. La alternativa para la clase media la encarnan las producciones de la televisión nacional o los best-sellers. Las clases más pobres no pueden acceder a los éxitos de librería, sean nacionales o extranjeros. El consumo de literatura se restringe a niveles sociales más altos (Jaffé, 1991: 47-48).

Junto a la continuidad de cierta visión populista fomentada por la política oficial, que se hace patente, por ejemplo, en concursos de una literatura de los barrios y se concreta en Antología de los Barrios, las formas testimoniales y realistas, las denuncias y panfletos en las modas narrativas del monólogo, la enumeración caótica, la inserción documental, los retorcimientos barrocos, la contigüidad, el flash-back, el río de la conciencia, la derrota telúrica ―armada o erótica— presentes en la literatura nacional bajo la sombra del boom, ceden a la apología de los conflictos individuales y psicológicos, los ejercicios poéticos y experimentales, los estructuralismos convertidos en juegos textualistas de un discurso fragmentario. La permanencia de la literatura venezolana de las décadas anteriores se acepta o se rechaza como dominante que no puede ser fácilmente contrarrestada con fórmulas nuevas y originales (Jaffé, 1991: 5152). Como vemos, la izquierda cultural tiene un papel protagónico durante toda esta década del setenta del siglo XX y las siguientes, pues sus representantes son los que dirigen, en más de un sentido, los hilos institucionales y no-institucionales del sector cultural. Ellos no sólo están vivos y produciendo, sino que imponen más de una pauta, más de un hábito mental, más de una actitud espiritual, más de un tic intelectual, más de un procedimiento estilístico al conjunto de los creadores venezolanos (Rojas Guardia, 1980: 6). Ante estas tensiones políticas y culturales, la pacificación5 logró reunificar tanto las fuerzas subversivas como las de la disidencia intelectual. Durante la aplicación de esta estrategia, iniciada en 1968 y continuada durante la década de los 70, el país vivió un auge petrolero sin precedentes y la vida cultural contó con recursos muy superiores a los que anteriormente se le habían asignado (Pantin y Torres, 2003: 83). Durante este período, el de los sesenta, se creó el Instituto Nacional de la Cultura y Bellas Artes (INCIBA), posteriormente transformado en el Consejo Nacional de la Cultura (CONAC). Las casas de la cultura y los ateneos empezaron a funcionar en muchas ciudades y hasta en pueblos remotos. La producción editorial se multiplicó considerablemente, las empresas productoras y editoras de libros proliferaron.6

Dentro de la literatura, la novela alcanzó un desarrollo notable. La producción escrituraria no sólo aumentó, sino que en ella fueron incorporados factores de innovación, zonas temáticas, tratamientos estructurales y de lenguaje. “No sólo la ciudad, sino el testimonio de los submundos, con las cárceles, los campos de batalla de las pequeñas guerrillas, los TO y los ámbitos hamponiles han tomado cédula de identidad con esta novela” (Medina, 1993: 316). A pesar de esta experimentación formal que predomina en un sector del campo cultural; en otro, se desarrolla y toma fuerza una corriente testimonial para la que lo más importante no es lo experimental, sino la función testimonial. Una narrativa “...inspirada en los trillados temas de la lucha armada, en los cuales la intención del autor habla antes de la forma...” (Jaffé, 1991: 51-52). Esta tendencia es iniciada por la revista Rocinante (1969-1971) con el ejemplar N˚ 13 (septiembre de 1969), dedicado a la lucha armada en el país; desde ese número, Rocinante presenta testimonios de guerrilleros venezolanos y colombianos. “Esta publicación, pues, sería una de las primeras en Venezuela en apreciar el valor de una escritura que años más tarde sería considerada característica del discurso literario latinoamericano” (Porras, 2001: 61). Esta línea es continuada por algunas editoriales; a partir de la iniciativa de Rocinante, aparecieron “…entre 1968 y 1975 una serie de testimonios de ex-guerrilleros de la FALN o de delincuentes publicados como libros de reportaje principalmente por la Editorial Fuentes…” que llegaron a ser bestsellers (Beverley, 1987a: 158). A principios de la década de los setenta, la literatura venezolana, aun cuando fuera de consumo minoritario, se imponía dentro del mercado librero y estaba presente en las listas de mayores ventas. Para 1971, la novela de Otero Silva, Cuando quiero llorar no lloro, Rajatabla de Britto García, obras de Chocrón y Argenis Rodríguez se encuentran entre los best-sellers nacionales (Jaffé, 1991: 44). En ese momento, se presentan en el mercado editorial La muerte del monstruo come piedra (1971) de Laura Antillano, Historias de la calle Lincoln (1971) de Carlos Noguera, El desolvido (1971) de Victoria Duno y Tierra bajo los pies (1971) de Rómulo Gallegos;7 entre otros. Emergen

tres autores nuevos que siguen con el oficio de escritor durante las décadas siguientes — Antillano, Noguera y Duno (ahora De Stefano)—; de ellos, sólo Duno ingresa al campo cultural desde el relato testimonial guerrillero. Al año siguiente, aparecen Boves el urogallo (1972) de Francisco Herrera Luque, Pájaro de mar por tierra (1972) de Isaac Chocrón, Tonta de capirote (1972) de Ida Gramcko, Toma mi lanza bañada de plata (1972) de José Vicente Abreu y Aquí no ha pasado nada (1972) de Ángela Zago. Para Chocrón y Gramcko estas publicaciones constituyen una incursión más en otro género literario; pues aunque para la fecha ya han publicado otros textos narrativos, generalmente sus producciones son teatrales y líricas respectivamente. Abreu, con el libro que publica este año, mantiene la producción testimonial iniciada en 1964; mientras que Herrera Luque y Zago inician sus proyectos escriturarios. El primero tendiente a la novela histórica y la segunda hacia el relato testimonial inspirado en la lucha armada.

Vemos pues cómo algunos intelectuales que forman parte del campo cultural deciden continuar con su proyecto de escritura —Abreu por ejemplo— o incursionar en otros géneros literarios —es el caso de Chocrón y Gramcko—; mientras que los sujetos emergentes ingresan a él desde posiciones diversas. Desde la novela —Antillano, Noguera y Herrera Luque—, género de raigambre dentro de la tradición venezolana, o desde el relato testimonial de temática guerrillera —Duno y Zago— que predomina dentro de la producción narrativa del período y que cuenta con representantes consagrados para el momento como José Vicente Abreu y Argenis Rodríguez. La década del setenta, calificada en lo literario como la década miserable (Santaella, 1992), del relato imposible (Jaffé, 1991) o de un país que se negaba a sí mismo (Barrera, 1991) fue una época marcada por intensas luchas populares, revueltas estudiantiles, manifestaciones, veladas literarias y la proliferación de escritos de corte revolucionario y literario en las publicaciones periódicas. Los panfletos y las consignas registraban la emergencia de una cultura contestataria que combatía por abrirse un lugar y así redefinir los límites del territorio severamente excluyente de las instituciones políticas

y culturales del país. En ese período, el campo cultural venezolano fue objeto de pugnas que en efecto redefinieron el concepto mismo de la cultura en Venezuela. La división entre sector hegemónico, adscrito al Estado, y el contrahegemónico, ubicado hacia el sector más radical del campo, está dada por una línea limítrofe casi borrada, la cohesión grupal ha perdido fuerza y los miembros de la izquierda cultural son incorporados a las instituciones estatales para colaborar con la cultura oficial. La disidencia con el tiempo es oficializada y determina las directrices de la política cultural. En efecto, hasta el momento en que guerrilleros como Argenis Rodríguez y Ángela Zago se convierten en escritores, entre los años sesenta y setenta del siglo XX, el oficio de la escritura en Venezuela había sido casi exclusivo de los intelectuales. La escritura era un medio de los intelectuales que generalmente ocupaban cargos en la administración de las instituciones básicas de la sociedad. Pensemos en el Gallegos director de escuela, Ministro de Educación y Presidente Constitucional de la República por ejemplo; en el Úslar agregado cultural en algunas embajadas venezolanas, Ministro, Senador de la República y candidato presidencial; o en el Otero Silva Senador de la República y director-fundador del periódico El Nacional. La escritura —a pesar de la consolidación de las llamadas industrias culturales— seguía siendo un dispositivo de control, un mecanismo de poder que establecía la distancia y la lucha entre los grupos establecidos y emergentes, entre los escritores consagrados y los aspirantes a escritores. En este caso, el acceso a la escritura —más que un simple marcador de prestigio de los nuevos sujetos— es una tecnología que posibilita el salto a la vida pública y que decide, en el campo de la producción simbólica y cultural, la legitimidad de cualquier discurso con expectativas de representatividad. En el interior de ese campo jerarquizado, donde Otero Silva —a pesar de ser un hombre de izquierda y de participar activamente en la vida política nacional— representa la posición más conservadora —debido a su proyecto novelesco de carácter realista, heredero del criollismo e inscrito en la tradición del regionalismo populista (Rivas, 2001)—; mientras que Argenis Rodríguez y José Vicente Abreu han logrado estabilizar su posición dentro de la disidencia, ingresa Ángela Zago a un lugar disponible en él: la

del guerrillero, luego escritor, que da cuenta de su experiencia en la lucha armada a través de un relato “testimonial”.

II.- Aquí no ha pasado nada (1972) como testimonio guerrillero

En este contexto, aparece la primera edición de Aquí no ha pasado nada (1972) de Ángela Zago —texto que inicia el proyecto escritural de la autora— bajo el sello editorial Síntesis Dosmil.8 La primera edición apareció en mayo de ese año; luego se sucedieron ediciones en julio y agosto del mismo año, en mayo del 73 y julio del 75. La última edición data de 1990. El libro circuló en Chile, Argentina y México, y el tiraje de sus distintas ediciones tuvo un alto consumo por parte de los lectores venezolanos —fue un best-seller nacional—. Fue traducido al italiano y al alemán. Este texto, editado en la década posterior a la insurrección armada que estalló en Venezuela en los 60’s, parece seguir la dirección del compromiso político con objetivos revolucionarios (Liscano, 1995: 83) y adscribirse a la tendencia de la narrativa inspirada en los temas de la lucha armada (Jaffé, 1991: 51-52).

Según la autora éste es un libro “…estrictamente personal...” pues son sus “...experiencias en las guerrillas en los años 1964 y 1965” y agrega que “[e]s necesario hablar de las guerrillas porque es una experiencia que mucha gente parece haber olvidado. Es más, hasta los mismos partidos de izquierda parece que se olvidaron de esa época” (Zago, 1972. Contraportada de la 2ª ed. de ANPN). Estos factores —su “adscripción” a la narrativa guerrillera, su “manifiesta” voluntad de testimoniar, su “marcado” compromiso político, el relato de la “experiencia personal” de la autora durante su militancia en la guerrilla venezolana y la “necesidad” de traer al presente lo acontecido— aunados a la vinculación del texto con la tradición testimonial venezolana ―inaugurada por la revista Rocinante (1968-1971) y continuada por algunas editoriales, sobre todo por Fuentes― y a su inclusión en el corpus testimonial

ad hoc de John Beverley (1987a: 153),9 hacen pensar que responde al fenómeno latinoamericano del género testimonial. Recordemos que en los años 60’s del siglo XX, las luchas insurreccionales libradas intermitentemente en muchas regiones latinoamericanas —algunas prolongadas hasta nuestros días— se tradujeron en textos con función testimonial, que recibieron la denominación de testimonios guerrilleros. Dichos textos registraron y configuraron “textualmente” “…la suerte histórica de una empresa planificada, desde que se la emprende, hasta que vence o fracasa… Narran el desarrollo de un plan de acción dirigido a transformar una realidad social” (Duchesne, 1992: 82). El primer testimonio guerrillero, del período señalado, Pasajes de la guerra revolucionaria (1969) de Ernesto Che Guevara, se publicó primero por partes en un semanario de las Fuerzas Armadas Cubanas, Verde Olivo, como texto de formación histórica y político-militar (Duchesne, 1992: 83). Igual relación guardaron casi todos los testimonios guerrilleros con la teoría general de la lucha armada revolucionaria para la América Latina contemporánea.10 De todos los testimonios guerrilleros latinoamericanos del siglo XX, los más abordados han sido aquellos donde “…el autor-narrador que escribe en primera persona, es también un actor-narrador, que se plantea el problema de configurar la acción en tanto protagonista y relator a la vez” (Duchesne, 1992: 86). De ahí que, como vimos, Pasajes de la guerra revolucionaria (1969), La guerra de guerrillas (1969) y Diario de Bolivia (1972) de Ernesto Che Guevara; Los días de la selva (1980) de Mario Payeras y La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982) de Omar Cabezas Lacayo sean los testimonios guerrilleros latinoamericanos contemporáneos más leídos por estar relacionados —o más bien porque han sido relacionados— con los planteamientos de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) y por ver en ellos la expresión del “proceso revolucionario” desarrollado en América Latina.11 En este marco donde los textos mencionados: responden a la intención de un sujeto de “…narrar para sí la serie de acciones a través de las que incursiona en la historia para transformarla en proyecto consciente” (Duchesne, 1992: 86); son utilizados

institucionalmente para cimentar determinados valores; aparecen en el mercado editorial en un lapso breve y respondiendo, aparentemente, a las necesidades de ese mercado; es publicado en Venezuela ANPN (1972) de Ángela Zago. El carácter testimonial le ha sido otorgado a este texto porque se ha creído que “...Ángela Zago, nunca eligió como eje estructural de su lenguaje la ficción, de aquí que en su escritura la memoria, el recuerdo, la resonancia de la vida pasada y la actual se manifiesten a través de…” la palabra (Schön, 1997). Porque este relato apareció “…en el contexto de una crisis de representatividad de los viejos partidos políticos, incluso los de la izquierda” venezolana (Beverley, 1992: 16), porque parece “desenterrar” una historia reprimida por la oficial y “articular” la memoria colectiva de una minoría desplazada (Barnet, 1987). Relata una “experiencia personal significativa”, está escrito en primera persona, e “intenta” cederle espacio en el texto al otro —a los personajes subalternos que tradicionalmente han sido excluidos del discurso oficial como la mujer, el campesino, el niño…—. Es importante señalar que, aparte de los aspectos mencionados, la adscripción al género testimonial se debe al empleo de paratextos que varían de edición en edición. En el caso de la primera, la nota editorial de la contraportada que lo emparenta con “...la literatura latinoamericana contemporánea, que se nutre, como pocas, de la realidad testimonial de nuestros pueblos y de nuestros autores” (ANPN, 1972). De la segunda a la quinta, se incorporan fragmentos de las reseñas publicadas sobre el texto que continúan la afiliación al fenómeno testimonial latinoamericano iniciada en la primera edición. En estas ediciones se incluyen una serie de fotografías que establecen, por un lado, una identidad entre los personajes y el sujeto real —es el caso del Comandante Argimiro Gabaldón “...un personaje que refuerza la moral” (ANPN: 88) que “...sale del mito y entra en la realidad: es humano” (ANPN: 76) (Ver anexos, pp. 101-102); del Comandante Zapata a quien el 13 de diciembre se le escapó un tiro y mató al Comandante Argimiro Gabaldón (Ver anexos, p. 103)— y entre el personaje protagónico, Morela, y la autora del texto, Ángela Zago, al presentar una foto de ésta portando su uniforme de guerrillera durante su participación en el Frente (Ver anexos, pp. 105-106); y, por otro, una voluntad

de verdad un efecto de veracidad para que el lector acepte “...lo narrado como una verdad y no como si fuera verdad” (Achúgar, 1992: 63); pues, “...una imagen fotográfica es una prueba irrefutable” de que algo ha acontecido (Freund, 2001: 186). En la última edición hasta la fecha, la sexta, publicada en 1990, se conservan aún las fotografías presentes en las ediciones anteriores y se incorporan otras. Otro aspecto importante para fijar la recepción del texto fue la motivación escrituraria de la autora: “No intentaba hacer literatura y pensé incluso que no causaría revuelo... escribí para que la gente sepa lo que pasó. Mi motivación fue política, porque me pareció que en un momento dado, dentro de los sectores revolucionarios, se quería olvidar lo vivido durante los años más violentos (1960-1968)” (s/a, 1972d: 9).

ANPN ha sido catalogado como documento político (Tello, 1972: 13), como un híbrido reportaje-ficción (Freilich, 1973: 216), como una “...crónica intensa y prolija...” del “... tránsito guerrillero... y... de una generación militante” (Leal, 1972: 2), como una autobiografía (Younaszai & Fiterman, 1993: 153); pero, en general, como testimonio (Tello, 1972: 13; Lerner, 1972: 1; Freilich, 1973: 215; Madrid, 1974: 8; Ramírez, 1998). Esta última catalogación ha sido la más respaldada por la crítica. Sin embargo, el texto no se ajusta a la definición clásica del testimonio y su ubicación dentro de las tipologías existentes es un tanto engorrosa. Cabe destacar que cuando apareció el texto rápidamente fue relacionado con el testimonio guerrillero y vinculado con la tradición testimonial venezolana, por algunos (Ramírez, 1998), y continental, por otros (Leal, 1972), e incluida en el corpus testimonial ad hoc de John Beverley (1987a: 153). Esto se debió, aparte de los señalamientos hechos anteriormente, por el tema del relato: el de la guerrilla; es decir, se construye un texto en donde se narran historias sobre guerrilleros.

No obstante, este relato se aleja de los testimonios guerrilleros continentales como Pasajes de la guerra revolucionaria (1963), Diario de Bolivia (1968), y La guerra de guerrillas (1969) de Ernesto Che Guevara; Los días de la selva (1980) de Mario Payeras

y La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982) de Omar Cabezas Lacayo; así como también de los nacionales: Donde los ríos se bifurcan (1965) y Entre las breñas (1970) de Argenis Rodríguez; Cinco comandantes (1967) de Cristhian Loges y Guerrilleros, cazadores y montañas (1971) de Jorge Álvarez Cardier por nombrar sólo algunos. Y este alejamiento está dado por la construcción de un héroe revolucionario otro, de un sujeto redentor latinoamericano (Rivas, 2005) femenino. Por eso, en cuanto a la voz que narra la propuesta de Zago se distancia de los testimonios guerrilleros que la preceden. No es una voz masculina la que enuncia en primera persona el relato, sino una femenina —Morela— que también se autorrepresenta como un sujeto redentor.12 Sobre este punto volveré más adelante.

Las otras producciones narrativas de Zago han sido leídas del mismo modo. Existe la vida (1989) —editado dieciocho años después de ANPN, es la segunda publicación de la autora; con ella obtuvo el Libro de Plata de la Editorial Planeta como el autor más vendido en 1990, año de la tercera edición del libro— y Sobreviví a mi madre (1997) —publicado ocho años después de Existe la vida— cierran la historia de vida de Morela —iniciada en ANPN (1972)— y las historias que ella cuenta.13 El primer texto ha sido considerado otro testimonio existencial (Schön, 1991: 9), mientras que al segundo se le ha otorgado un carácter testimonial (Rebrij, 1997); en otras palabras, las narraciones mencionadas han sido catalogadas en general como testimonios (Del Olmo, 1990: 6; Rebrij, 1997; Pantin y Torres, 2003: 900), probablemente porque se ha adoptado la recepción del primer texto aparecido a los siguientes. Sin embargo, también han sido consideradas novelas (Bermúdez, 2002) con un fuerte tinte autobiográfico (Perdomo, 1991: 7). La presentación de la historia fue editada fragmentariamente y con varios años de diferencia entre cada una de las entregas. La ficción está dividida en tres partes: SAM (1997), ANPN (1972) y ELV (1989); en ellas se va contando el progresivo compromiso político de la narradora protagonista, de sus hermanos y compañeros desde la infancia de aquélla, pasando por su militancia en la Juventud Comunista, su participación en la

guerrilla venezolana hasta su regreso a la ciudad y su reinserción en la cotidianidad urbana. Los tres textos podrían ser considerados “testimonios” concientizadores, inmediatos, en sí o letrados, siguiendo la clasificación que vimos en la Parte I; pero, hay un detalle que nos lleva a pensar que no pertenecen “...a la estirpe de los testimonios auténticos…”, como señala Rangel (1990): el hecho de que no haya ningún mediador entre el narrador- testigo y los lectores y el informante de la vivencia no sea un iletrado hace que ANPN, ELV y SAM no puedan ser considerados testimonios canónicos, por lo menos no dentro de las tipologías tradicionales propuestas hasta la fecha.

No pueden ser ubicados en las tres primeras clasificaciones por el papel del mediador, ausente en los mismos. Ni en el letrado; pues, la palabra del yo es construida como una voz individual, sin la memoria de un nosotros militante, por lo que el testimonio pierde su fuerza ilocutiva y los textos se definen como una autobiografía (Nofal, 2002: 103). Sobre este punto volveré más adelante.

A pesar de todo esto, ANPN ha sido leído como una imagen narrativizada surgida en los avatares de la organización guerrillera, en el peligro de la lucha armada (Jara, 1986: 2); como el relato de una experiencia personal definida como memoria de una militancia (Nofal, 2002: 13); como un testimonio de la lucha revolucionaria que “...se refiere directamente a la lucha armada o... en términos más generales, trata de las alternativas de la resistencia política llevada a cabo por movimientos de liberación nacional” (Moraña, 1997: 131). Es decir como un testimonio guerrillero. Por eso, en la contraportada de la primera edición de ANPN la Editorial Síntesis Dosmil menciona que “[l]a lectura de este libro permitirá conocer y valorar los factores que determinaron la derrota del movimiento guerrillero venezolano de la última década” (1972). La recepción prácticamente glosó el texto: ANPN, “…un bello libro, hermoso por lo sincero, lo honesto y lo candoroso, Ángela Zago cuenta su gris aventura en las montañas, luchando por algo en que ella firmemente creía, como lo hacían casi todos los

muchachos enguerrillados que pensaron que sólo por la violencia sería posible conquistar el poder para lograr el cambio social que Venezuela necesitaba” (Tello, 1972: 13). Una “...especie de diario de campaña” (Leal: 1972). Señalamientos como los anteriores abundan no sólo en los paratextos de las tres partes de la historia, sino también en las reseñas de las mismas y en buena parte de los estudios “críticos” sobre dichos textos.14 Lo que evidencia la aceptación del contrato de lectura sugerido; es decir, la aceptación del pacto de verosimilitud de la versión de los hechos narrados por Zago.

El campo cultural del momento leyó esta parte de la historia como un texto con función testimonial. La recepción siguió los pasos del relato, pisó sus sombras y silencios, dejándose hipnotizar por la falacia representativa construida en él. Pero, además lo inscribió en la tradición testimonial guerrillera continental al vincularlo directamente con los diarios de campaña del Che aunque sólo sea una variación del modelo guevareano pues es una “...especie de diario de campaña” (Leal: 1972. Énfasis mío). Esta vinculación que se establece entre la primera producción narrativa de “...esta novel escritora, de quien puede esperarse mucho en el mundo de las letras americanas” (Contraportada de la primera edición de ANPN, 1972) con el padre del testimonio guerrillero latinoamericano, Ernesto Che Guevara, por un lado prestigia su texto pues lo equipara de alguna manera con los de formación histórica y político-militar escritos por él —alejándolo de la genealogía testimonial local— y, por otro, lo emparenta con los planteamientos de OLAS. Pero, si se lee con detenimiento ANPN es fácil notar que esa “vinculación” con los escritos del Che es forzada.

El texto, enunciado en la voz de la narradora-protagonista y en un lenguaje coloquial y nada elaborado, relata la participación de una joven citadina en la lucha armada revolucionaria de la Venezuela de los 60, desde la renuncia a su vida urbana, el acatamiento de la decisión del Partido Comunista de enviarla al Frente Guerrillero Simón Bolívar, pasando por su iniciación en las guerrillas, las actividades a realizar en el

destacamento, las juntas con los camaradas, hasta regresar a la ciudad decepcionada del proceso revolucionario. La acción del relato se desplaza desde la ciudad, pasando por el Frente y los caseríos campesinos de la zona. Oscila entre la rutina del guerrillero —el aprendizaje de saberes relativos a la guerra y a la condición del estado, así como de actitudes de convivencia general; el relacionarse con los campesinos y otros habitantes de la región—, y la historia de amor entre dos camaradas del mismo Frente con sus respectivas intrigas.

Es cierto que en ANPN la actividad guerrillera forma parte importante del soporte anecdótico; pero, el hecho de que la acción del relato no se centre sólo en ella, lo aleja de los textos fundacionales del testimonio guerrillero latinoamericano; a saber los escritos realizados por el Movimiento 26 de julio (1956-1959), entre los que se encuentran Pasajes de la guerra revolucionaria (1963), Diario de Bolivia (1968) y La guerra de guerrillas (1969) de Ernesto Che Guevara. Por ejemplo, el Diario de Bolivia (1968) presenta la estructura de un diario de campaña donde se lleva única y exclusivamente la relación diaria de las actividades de la lucha armada: el desarrollo de la guerrilla y sus destacamentos —preparativos, implantación, defensa y ataque, multiplicación de las columnas— y la configuración del personaje guerrillero —entrenamiento, iniciación, pruebas definitivas—. Sus 231 páginas están dedicadas a dar cuenta de la fundación del destacamento guerrillero, liderado por Guevara, en el Ñacanhuazo con todo lo que ello implicaba: adaptabilidad al terreno, precariedad alimenticia, vivir a la intemperie, confrontar a los cazadores, captar la colaboración de la masa campesina y comprometerlos con la lucha. La única presencia de asuntos ajenos a éstos es la incorporación a lo largo del texto de los cumpleaños de los familiares del Che como mera nota recordatoria. Además de esta clara diferencia, el texto de Zago no presenta las características propias de los discursos testimoniales guerrilleros que serían, según Duchesne (1992), registrar y configurar textualmente “…la suerte histórica de una empresa planificada, desde que se la emprende, hasta que vence o fracasa…” y “...el desarrollo de un plan de acción dirigido a transformar una realidad social” (82).

Otro punto en el que se distancia es la representación del personaje femenino. Ante la representación tradicional del personaje femenino guerrillero iniciada por Guevara —como un ser débil carente de las características físicas indispensables para asumir la actividad guerrillera que debe estar confinada a la tarea doméstica por ser más fácil y cuya extraordinaria importancia está en facilitarle al guerrillero “...sometido a las durísimas condiciones de esta vida...” (Guevara, 1973: 134) su estadía en la montaña—; Zago construye un sujeto femenino que no sólo participa en la lucha armada, sino que también llega a ser responsable de un destacamento, alcanza el grado de Sargento Mayor y además es la voz que narra el relato: Morela.

Este personaje guerrillero femenino representado como pequeño burgués, estudiante y militante de un partido de izquierda (ANPN: 126-127) no se corresponde con la representación guevareana del guerrillero, con el asceta, “...especie de ángel tutelar caído sobre la zona...”, ser infatigable y nocturno, con salud de hierro, inmutable ante los asuntos que pudiesen desviarlo del ideal revolucionario (Guevara, 1975: 75-90). No se ajusta al hombre nuevo postulado por Guevara;15 presente en los testimonios guerrilleros canónicos como “...la forma de una trayectoria de autotransformación moral e ideológica manifestable en todas las dimensiones de la conducta” (Duchesne, 1992: 107).

El guerrillero en este texto no es uno de los tipos representativos del hombre nuevo y su plus esfuerzo no se evidencia en el sistema de conducta que se desprende del crecimiento del mismo ante la praxis revolucionaria. Por el contrario, es construido como un sujeto distinto que es capaz de sonreír, hacer bromas y enamorarse; al mismo tiempo que es capaz de asumir su rol de mando dentro de un destacamento. Por eso, Morela lejos de ser un hombre nuevo o su equivalente femenino es una brave new woman (Rodríguez, 1996: 163).

Si bien, tradicionalmente, los discursos testimoniales guerrilleros se elaboraron alrededor de la participación pública de los miembros del género masculino, que

pertenecían a un sector social específico, la participación de la mujer en actividades cada vez más relacionadas con el espacio público —maestras, parteras, vendedoras, artesanas, escritoras, compositoras e intérpretes de alto nivel, entre otras actividades— obligó al sector letrado masculino a incorporar en su discurso a ese sector de la población que estaba tomando terreno debido a su participación efectiva en la construcción del espacio social. No obstante, la incorporación de la figura femenina en el testimonio guerrillero obedeció a la necesidad de regular la participación de este sujeto emergente, más que a la intención de incorporarlo plenamente al imaginario como sujeto activo e independiente (Rodríguez, 1996), como se observa en los testimonios guerrilleros mencionados. De ahí que incluso en los testimonios producidos por mujeres, como el de Victoria Duno, privan los guerrilleros y la voz que enuncia es masculina generalmente. En el caso de ANPN, la participación de la figura femenina como sujeto emergente está regulada por la voz que narra. Sólo la narradora-protagonista es construida como un sujeto activo e independiente que se distancia del resto de las mujeres del relato. Distanciamiento que es dado en un principio por su rol de guerrillera; de ahí que la voz narrativa deje en claro que las guerrilleras son mujeres distintas porque no pueden “...ser la mujer de nadie, porque las revolucionarias no se pueden ocupar de esas cosas” (ANPN: 68) y permita que la madrina —personaje femenino campesino que atraviesa casi todo el espacio de la ficción— diga “¡Ay, compadre!, es que usted no vé que esas no son mujeres como nosotras” (ANPN: 68. Énfasis mío). La voz que narra, a lo largo de todo el relato, no establece alianzas reales con los personajes femeninos aunque se vincula de diversas maneras con ellos.

Un ejemplo es la relación establecida con la maestra. El breve ingreso en la ficción de la maestra de El Olivo —caserío larense que es construido como espacio central del relato en ANPN— es muy significativo. Ante el problema de la poca asistencia a clases de los niños y jóvenes de la zona, la protagonista trata de solucionarlo directamente con la docente.

Una noche Juancito, Diego y yo fuimos hasta la escuelita, y la maestra que ya nos esperaba, me hizo entrar al aula... Recorrí la pequeña escuela... La maestra me explicó todos los problemas que se presentaban; estaban a la vista: poco espacio, sillas rústicas traídas por algunos de los propios alumnos, agua en tinaja que no garantizaba ninguna sanidad, un pizarrón pequeño, donde las letras no acaban de aparecer. Pero, sobre todo, lo más preocupante era que los niños no asistían a la escuela o si lo hacían, llegaban tarde y cansados, venían de caminar kilómetros llevando a los hombres la comida. ‘Usted debe obligar a esta gente a que manden a los niños a la escuela’ (ANPN: 61. Énfasis mío).

Nótese que la “explicación” dada por la maestra no hacía falta, pues “...todos los problemas que se presentaban estaban a la vista...” (ANPN: 61); por eso, es la mirada de la narradora la que establece el diagnóstico de la situación y ante el “clamor” de aquélla asume la resolución de las dificultades existentes, sobre todo la más preocupante: la inasistencia del alumnado.

En esta escena que narra la visita-diagnóstico de la escuela, se observa también la poca importancia que tiene el personaje de la maestra quien es anónima, aparece sólo una vez en la ficción y permanece silenciada, a pesar de ser un ente ficcional de raigambre en la tradición literaria venezolana, por cumplir el papel de mediadora entre la civilización y la barbarie. Pensemos en la maestra de la I latina (1922) de José Rafael Pocaterra, en la de Casas muertas (1955) de Miguel Otero Silva o en María de los Ángeles de Todos iban desorientados (1951) de Antonio Arráiz. La maestra es, dentro de esta tradición, antes que mujer la “civilizadora” que lleva la luz al pueblo; pero, en un relato donde sólo tiene espacio el yo, el sujeto civilizador que porta y distribuye el conocimiento —entre otras cosas— es la voz enunciadora del relato. El caso de Luisa, la mujer de Argimiro Gabaldón, es distinto. Al llegar ella — quien es “...la compañera de un Comandante guerrillero; no es del grupo de las otras. Del grupo de las que sólo sirven para acostarse con ellos” (ANPN: 100)—, Morela expresa que “...al fin ha conseguido una persona de...” su “...mismo sexo y nivel con la cual hablar” (ANPN: 100. Énfasis mío). No obstante, el asumir a Luisa como “interlocutora”

con quien se comparte género, proveniencia, estrato social y creencias es un mero gesto; pues en las cuatro páginas del texto donde este personaje apenas aparece sólo “toma” la palabra una vez y es para mostrar su descontento por el poco contacto que mantiene con el comandante y por la falta de privacidad que rodea su relación marital (ANPN: 101). Esta queja “entendida” por Morela, no tiene respuesta sino una justificación: “...la seguridad del Comandante... es lo único que interesa” (ANPN: 102). Otro ejemplo significativo del “acercamiento” a los otros personajes femeninos es el de María. Ella es una de las mujeres que asisten a las reuniones organizadas por el Destacamento dirigido por la Sargento Mayor Morela (ANPN: 40) y que “...participa de la vida guerrillera. Muchas veces se va al monte con la hamaca y duerme con...” los camaradas (ANPN: 136). “María es de las pocas campesinas que han estudiado hasta cuarto grado, o sea que es una chica culta” (ANPN: 136). Según la voz que narra, ella y Morela son buenas amigas (ANPN: 136) y están unidas por un secreto: el idilio con unos guerrilleros (ANPN: 136). No obstante, la escueta representación del personaje cuya presencia dentro de la trama es mínima, el mencionar su calidad de “culta” en relación con el resto de los campesinos —pero obviamente no con respecto a la voz que narra—, el diálogo inexistente con él —en ANPN aunque María aparece tres veces en la historia, en ninguna de ellas dialoga con la narradora—, el “juego’ de make-up club que hace la narradora al cortarle el cabello a la francesa y al maquillarla con base y todo para que María tenga un aspecto de mujer de ciudad (ANPN: 136), hace evidente que no hay tal acercamiento. Si bien en la segunda parte de la ficción no hay diálogo alguno entre estos personajes; también lo es que en la tercera, cuando Morela regresa a El Olivo sin “...la ropa de kaki escondida, ni la botas, ni la chaqueta regalada por el camarada preso”, sin política que ofrecer y sin respuestas sencillas que dar (ELV: 82), este diálogo sí se establece aunque es uno muy particular. Luego de arribar al caserío y de encontrarse con la mama —madre de María—, la voz que narra relata el encuentro con ésta: Subí al monte a buscarla... Parece que se ha vuelto más pequeña y delgada... Cuando siente mis pasos, levanta la vista... Nos

sentamos en las piedras e iniciamos una conversación tonta y forzada, donde yo hacía las preguntas y ella respondía con una palabra o con frases cortas (ELV: 85-87).

Este “diálogo” es conducido por la voz que narra y ante él la “interlocutora” campesina se muestra “...desconfiada. Fastidiada. Inconmovible” (ELV: 87), hasta que le es cedida la palabra y le recrimina a Morela y lo que ella representa, el abandono del proyecto revolucionario y el olvido del pueblo:

Aquí está todo igual, ¿ha visto algún cambio? ¿Entonces, nosotros nos quedamos así, y ya está? Ustedes se van y aquí no ha pasado nada. Aquí seguimos con nuestra hambre, nuestras lombrices, nuestra miseria (ELV: 88).

María deja ver que el sujeto popular, el pueblo, fue dejado de lado por el proyecto revolucionario. De hecho, nunca fue incorporado a él. Los problemas de siempre siguen presentes y los guerrilleros sólo dejaron una estela... Por eso, el cuerpo de María muestra los rastros del hambre y de la miseria. Es “...flaca, trigueña y tiene la piel marcada por las picadas de los insectos... No tiene ningún brillo especial en la mirada. Tampoco tiene una sonrisa bonita, porque se le han picado los dientes” (ELV: 88). Y Morela, “su amiga”, no tiene nada que ofrecerle (ELV: 88) ni siquiera el estuche de maquillaje para que cubra las huellas de la pobreza. La escena sigue y es la voz que narra quien la cierra al mencionar que “...María continuó en el cuento. No supo que había finalizado. Se quedó esperando el final feliz. Se encendieron las luces, y todos salimos de la sala del cine, menos ella” (ELV: 91-92). Es decir, este sujeto es representado como una figura ingenua que sigue atrapada en ese mundo maravilloso que le ofrecieron los camaradas, los redentores, en donde ya no habría ranchos sino casas, en donde el agua llegaría a través de las tuberías, en donde sería posible comer completo. Este personaje popular continúa atrapado en el espectáculo guerrillero, en ese mundo ficticio que le construyeron, en el discurso enunciado por los sujetos redentores.

María no es el único personaje campesino representado.

De hecho, la

representación del otro campesino es bastante compleja y tiene serias y profundas implicaciones. Los pocos personajes populares que aparecen presentan trayectorias dispersas que muestran el poco espacio que ocupan y la poca importancia que se les da, en comparación con la que tienen otros personajes más afines a la perspectiva de enunciación de la narradora ―como Marcelo y el comandante Gabaldón—.

Así la voz narrativa al relatar su primer contacto largo con una familia campesina, con el abuelo y la abuela, antepone un comentario: “Los campesinos son unos niños. Ingenuos, llanos, simples. Dicen exactamente lo que piensan” (ANPN: 25). Dos páginas después introduce “...a la campesina más chiquita que jamás haya existido... Tiene cara de india, y ve fijo a los ojos” (ANPN: 27) seguidamente se establece un “diálogo” entre Morela y esta campesina, la madrina: - ¿Qué hace ujté aquí? -Yo creo que estoy para ayudarlos a ustedes. Sabe, es un poco difícil de explicar. Nosotros queremos que ustedes no vivan así como viven. Creemos que los campesinos deben ser dueños de la tierra que trabajan. Que aquí haya agua, luz. Que los niños tengan escuelas. Que la gente no se muera de hambre. -¿Pa qué necesita un campesino tierra? Nosotros vivimos bien así. Yo no creo que naiden quiera ayudar a un campesino, ¿pa qué? (ANPN: 27) En este breve “diálogo” se observa un distanciamiento entre la voz que narra y el personaje popular de la madrina. Este distanciamiento es lingüístico, por un lado, e intelectual y social por otro. El primero está dado por el uso de un lenguaje rural, del nivel formal inculto por parte de la madrina, caracterizado por la presencia de interjecciones populares, arcaísmos y giros pertenecientes al habla del medio rural; mientras que la voz que narra emplea un lenguaje coloquial pero que forma parte del nivel informal culto del lenguaje. Tenemos pues a una voz que narra educada y culta y un personaje analfabeto con el que “dialoga”.

En el caso de la abuela y el abuelo, el distanciamiento también está presente. Acá el campesino es construido como alguien que debe ser conducido, guiado, cual niño; pues “…hay que ayudarlo técnica, económica, moral y culturalmente (Guevara, 1975: 76). Y esta noble labor recae en los hombros del guerrillero representado como reformador social —sujeto redentor— en el texto de Zago; de ahí que ante la presencia de “…unas mujeres extrañas en el caserío…” (ANPN: 41), la camarada Morela deba dedicarles una arenga a los campesinos porque “…no han llevado al rancho nada de comida para la semana…” (ANPN: 41) y “…se estaban bañando en los bucos con las del pueblo sin respetar a sus hermanas y madres” (ANPN: 41).

¿Son ustedes los que van a hacer la revolución? ¿Con qué moral cuentan para exigirle a los demás mejor comportamiento? ¿Cómo vamos a poder hablar ahora con los dueños de hacienda de lo que les deben, si ustedes no son responsables con su trabajo? (…) Todos oyen con la cabeza baja, como quien oye un regaño de su mamá (ANPN: 41). La voz que narra, la brave new woman, la madre que “regaña” al otro campesino aniñado es construida además como la instauradora del orden en un espacio donde el caos reina —el campo venezolano—. En esta escena, Morela representa el espíritu y la conciencia y se enfrenta a la masa campesina que simboliza la sinrazón y el bochinche.

Generalmente, en este relato, los campesinos, que se pasean fugazmente por el espacio de la ficción destinado para ellos —el caserío, el campo, las montañas— y del cual nunca salen, son seres anónimos cuya presencia dentro del texto es más bien un trazo; a pesar de “compartir” las labores propias de la zona y de existir cierta familiaridad con la protagonista. Así lo hace saber la narradora:

Lo nuevo que he aprendido es a sembrar ajos. Me hice amiga de un campesino alto y flaco que es callado, pero muy agradable. Juntos hemos hecho los surcos en la tierra, separado los ajos de la cabeza y luego sembrado las semillas (ANPN: 46).

Este campesino alto y flaco que carece de nombre no vuelve a parecer dentro de la ficción —como sucede con buena parte de los personajes campesinos del relato—. En esta escena, ni siquiera se “intenta” entablar un “diálogo” pues él es callado; pero, lo más importante de la misma es el contacto de la narradora-protagonista con la tierra y la adquisición de un saber otro: el de la siembra. Vemos pues cómo el campesino ocupa el lugar del mediador entre la tierra y los secretos de la misma, desconocidos para el letrado capitalino que enuncia el relato. No hay contacto más allá de eso, el pueblo sigue siendo el objeto de fascinación y extrañamiento del citadino que para relacionarse con lo telúrico se acerca a ese otro anónimo que siempre es mudo. Las escenas anteriores resultan bastantes significativas; pues, dan cuenta del legado criollista y regionalista. Sobre todo, aquellas donde aparece representado el sujeto popular. Éste es construido dentro del relato, siguiendo las huellas de la representación del mismo en la tradición anterior. Por un lado, la voz que narra hace alusión a sus costumbres, sus hábitos y su habla; y, por otro, apenas lo presenta a grandes rasgos, lo que da una idea de masa y no de sujeto individual. Se trata, mayoritariamente de sujetos anónimos, sin voz, sin ley que sólo tienen cabida cuando el yo enunciador adquiere de ellos un saber otro, el de la tierra y sus caminos, o cuando se construye como el sujeto civilizador que lo guiará por la empresa guerrillera. No obstante, algunos personajes individuales emergen de esta masa campesina sin rostro ni nombre —es el caso de la abuela, la madrina, María—. De ellos el más significativo es Eulogio —peón de una hacienda azucarera que no es comunista por tradición y comenzó a militar con el trabajo de Morela (ANPN: 168)— quien aparece en la ficción durante la reunión del destacamento guerrillero con los milicianos ante la llegada del ejército a la zona. Él y el padrino son los únicos que piden una mejor explicación sobre el papel que les toca jugar ahora, sobre qué era lo que podían hacer ellos ¿Enviar información? ¿Hacer propaganda? ¿Mantener la solidaridad? ¿Mantener el correaje? (ANPN: 141).

Eulogio asume como miliciano ciertas tareas, como la de informante-mensajero. Es él quien da “las noticias de las incursiones del enemigo” (ANPN: 170) y de los estragos que hace, y quien entrega los papelitos del resto de los camaradas a la Sargento Mayor (ANPN: 175). También es el que “...sabe cómo moverse...” (ANPN: 155). Es el sujeto popular que conoce y puede distinguir el camino a seguir en el espacio inhóspito del campo venezolano y que guía los pasos de la protagonista por un territorio desconocido aún.16 Este baquiano de la zona y colaborador con el destacamento, después de despistar a los cazadores llega al punto de encuentro con los camaradas y se queja ante la situación del campesino; queja intervenida por la voz que narra:

Aún sacándose las espinas y maldiciendo todas las tunas de la tierra, y a los hombres del gobierno que sólo se ocupaban de su campo para venir a perseguirlo, pero que nunca antes pensaron que ellos se estaban muriendo de hambre, y ni siquiera se habían preocupado de saber si a ellos les interesaba la política, pero en cambio ahora, ahora que tenía amigos, verdaderos amigos, que habían traído la ley a las tierras de nadie y se ocupaban de las grandes barrigas de los carajitos y de que uno, por lo menos aprenda a sabé qué dice en esos libros malditos que ellos hacen pa´ ellos, porque pa´ nosotros no son, ahora precisamente venían a cogerse por igual las mujeres y las arepas (ANPN: 154).

Es la voz narrativa la que enuncia el desencanto de Eulogio aunque da cabida a una que otra expresión propia del habla campesina. Lo más interesente es que después de este lamento la narradora-protagonista menciona que “…su rabieta lo que me ha dado es risa. Nunca lo vi hablar tanto y tan seguido. Tampoco pensé que pudiera hacer todos esos razonamientos juntos…” (ANPN: 154). Eulogio no sólo carece de voz propia, sino que su situación es objeto de risa y burla para el yo enunciador del relato quien “representa” al campesino desde la subestimación. Este “diálogo” es uno de los pocos que la narradora transcribe entre ella y un personaje ajeno a su círculo de amigos/camaradas. No hay en el intercambio de palabras el menor signo de comprensión entre ambos. Pero la narradora ha escuchado lo que quería oír en la “voz” del sujeto popular: “...los

contrarrevolucionarios son todos unos coño de madre y los camaradas puros héroes” (ANPN: 152). La voz que narra no es la única que toma distancia y se burla del otro campesino, el resto de los personajes guerrilleros también lo hace. Faltando cinco páginas para el cierre de la segunda parte de la historia, la narradora después de dar cuenta de su posible salida, de las recomendaciones de los camaradas para no ser delatada y de los encargos dados comenta: “Manolencho... se le ocurrió echar un cuento donde un campesino llega a la ciudad y pide un perro caliente. Cuando se lo dan —nunca antes había comido un perro caliente— pregunta: ¿no me puede dar otra parte del perro? Todos nos reímos” (ANPN: 200. Énfasis mío). Se nota pues un distanciamiento evidente entre los personajes guerrilleros y los campesinos, acá los últimos son objeto del chiste de aquellos que, lejos de incorporarlos al proyecto revolucionario promulgado, los apartan de sí por no compartir con ellos nada distinto a la tierra. Con estas escenas, la narradora construye un recuento de los sujetos del margen envueltos en la aventura guerrillera, a través de una mirada siempre distante. En ellas, no hay una subalternidad discursiva. El escenario de la subalternidad es construido como un espacio vacío cuyos silencios, gesticulaciones, inflexiones y lenguas secretas, no despliegan estrategias de fuga y resistencia. En las mismas se observa, por un lado, el incumplimiento de la premisa de otorgarle la voz al otro, al sujeto popular, y, por otro, la clara continuidad entre este texto y las ficciones fundacionales criollista y regionalista. Como vemos, el sujeto enunciador del relato, lejos de representar a los otros, usurpa sus voces y construye uno donde el yo y la individualidad están en el centro de la representación. Por lo tanto, este texto se aleja de la función testimonial y se acerca más a la ficción. Precisamente, éste es uno de los puntos de tensión presentes en el relato guerrillero de Zago. Como vimos ANPN, ELV y SAM comparten algunas de las características del género testimonial canónico; a saber: está narrado en primera persona por un narrador que es a la vez protagonista y testigo de los hechos, pero, a diferencia de las condiciones

del testimonio canónico, que supone un narrador iletrado, el yo autorial es un escritor. No hay una entrevista oral previa a la escritura de los textos. El proceso de producción no involucra ningún sistema de grabación de una voz y posterior simulación de la oralidad inicial. Ángela Zago no representa una experiencia colectiva sino que construye un yo único como forma natural de ingreso a un yo público. Aunado a esto, el hecho de que el sujeto que narra construya su representación desde la tradición criollista y regionalista y no represente al sujeto subalterno desde la testimonial; permite ver un distanciamiento más de la matriz discursiva en la cual la recepción ha ubicado al relato. Además, la ausencia de mediación y la relevancia que cobra el protagonista o participante de los hechos narrados, convierte al testigo en sujeto y objeto de su propio discurso al mismo tiempo. Por lo que los otros no tienen cabida dentro de él. El sujeto que narra da la espalda al otro, para mostrar la elección de su subjetividad como espacio preferencial de su relato. También está aquí la evidencia de una elección por parte del sujeto que enuncia de optar por un discurso distinto al testimonial, la elección de centrar en el yo el relato y no en los otros.

La historia construida por Zago, entendida como una narración coherente de una secuencia significante y orientada de acontecimientos sucesivos, es definida como una inversión a plazo y como un desplazamiento en el espacio social; es decir, “...en los diferentes estados sucesivos de la estructura de la distribución de las diferentes especies de capital que están en juego en el campo considerado” (Bourdieu, 1997: 82). Así, el relato de la historia de vida “ejemplar” de este sujeto letrado es un recurso discursivo para abrirse espacio dentro del campo cultural de su momento, con el fin de afianzar y legitimar una voz autorial. De manera que lo que aquí tenemos es un proyecto diametralmente opuesto, en términos políticos, al del testimonio; este sujeto quiere alcanzar la notoriedad autorial, quiere legitimar su voz. Paradójicamente, lo hace a través de la usurpación del lugar del otro —no de su voz, exactamente, porque los otros no hablan en su testimonio—. Para decirlo de otro modo, de la usurpación de un género que supuestamente sería el vehículo

a través del cual hablarían los que no tienen voz. Pero, a fin de cuentas ¿qué es el testimonio del letrado —que ha sido siempre— si no una usurpación? Tal vez lo que hay que proponer, en realidad, es que el género testimonial no ha obedecido nunca al supuesto proyecto de dejar hablar a los silenciados (ya lo dijo Spivak) y, de hecho, testimonios como los que escriben directamente los guerrilleros (es decir, relatos cercanos a las autobiografías) son la prueba más clara de que —desde el principio—, el género buscaba la legitimación de una posición de sujeto en un campo cultural en el que otras posiciones estaban ocupadas por una tradición discursiva regionalista.

III.- Lo autobiográfico

Todo esto nos lleva a pensar, junto a Beverley (1987a), “¿qué es, precisamente, un testimonio? ¿Una forma discursiva o varias? ¿Algo con un valor esencialmente documental, o un nuevo género literario? Y si es de hecho un nuevo género literario, ¿en qué consiste su efectividad estética particular? ¿Cómo se distingue de formas como la autobiografía…?” (153) Una respuesta posible a estas preguntas la ofrece el mismo Beverley (1987a), “[e]videntemente no hay una línea de división exacta entre testimonio y autobiografía…”(163).

ANPN podría ser considerado una autobiografía, pues es un relato escrito en primera persona, en prosa, que cuenta la vida de su autor(a) —o un período significativo de ella—; enfatizando su experiencia individual y la historia de su personalidad. Mas no a través de la primera persona gramaticalmente hablando, sino de la ficción. La narración no supone la existencia de una identidad entre el autor —cuyo nombre figura en la portada del libro—, el narrador y el personaje de quien se habla; pues la autora construye un ente de papel que narra la historia, Morela, ésta no es enunciada desde el nombre propio. En este caso del nombre ficticio (es decir, diferente al del autor) dado a un personaje que cuenta su vida, puede ser que el lector tenga razones para pensar que la

historia del personaje coincide con la del autor, sea por comparación con otros textos, o fundándose en informaciones externas, o incluso en el proceso de lectura de una narración que nos parece ficticia. Por muchas razones que tengamos para pensar que las historias coinciden en última instancia, es evidente que el texto así producido no es una autobiografía canónica, pues ésta supone en primer lugar una identidad asumida al nivel de la enunciación y, sólo de manera secundaria, un parecido producido al nivel del enunciado (Lejèune, 1991: 52). En palabras de Lejèune, el texto no se sostiene sobre un pacto autobiográfico. Lo que nos lleva a pensar que no es una autobiografía tradicional.

De las cuatro categorías constitutivas de lo autobiográfico —“1. Forma del lenguaje: a) narración; b) prosa. 2. Tema tratado: vida individual, historia de una personalidad. 3. Situación del autor: identidad del autor (cuyo nombre reenvía a una persona real) y del narrador. 4. Posición del narrador: a) identidad del narrador y del personaje principal; b) perspectiva retrospectiva de la narración.” (Lejèune, 1991: 48)— el texto de Zago carece de dos: la situación del autor y la posición del narrador en cuanto a la identidad del narrador y del personaje principal y la perspectiva retrospectiva de la narración; por lo que lejos de ser un relato autobiográfico, es un género vecino al mismo.

Este texto entraría, por lo tanto, en la categoría de novela autobiográfica; pues es un texto de ficción en el cual “...el lector puede tener razones para sospechar, a partir de parecidos que cree percibir, que se da una identidad entre el autor y el personaje, mientras que el autor ha preferido negar esa identidad o, al menos, no afirmarla” (Lejèune, 1991: 52). Pero, en este caso, la autora ha hecho todo lo contrario, ha asumido el vínculo identitario. Nos encontramos ante un texto que presenta gestos autobiográfico, pero que canónicamente no corresponde a él. Gestos que parecen presentarse también en ELV y SAM.

En ELV, el contrato propuesto es confuso pues es presentado como una novela — de ahí que integre la Colección de Narrativa Venezolana de la Editorial Planeta—, como

un testimonio existencial —en el prólogo que hace Elizabeth Schön—; y como una autobiografía. Esto último se sostiene en el hecho de que la narradora-protagonista que relata en primera persona carece de nombre propio hasta bien avanzada la historia; de esta manera, el lector es “inducido” a asociar el yo que narra con la autora, pues la historia que se relata coincide con la vida de ésta. Sin embargo, al ser enunciado el nombre de la narradora-protagonista —Morela— y al variar en relación con el nombre propio de la autora, el principio de identidad de nombre del pacto autobiográfico (Lejèune, 1991) se desvanece, hay un personaje facturado para relatar una historia, se tiende al contrato novelesco que apoyaba la editorial.17

SAM presenta también esta particularidad. Es considerado un texto con “...una plena coherencia formal de impresionante arraigo testimonial...” (Schön, 1999. Contraportada del libro) —aunque no corresponda a ninguna de las tipologías tradicionales del testimonio canónico propuestas hasta la fecha como vimos— y la narradora protagonista es “anónima”; acá el lector es nuevamente inducido a equiparar el yo que narra con el de la autora. Sin embargo, para un lector que haya transitado los textos anteriores y conozca las historias relatadas le es fácil emparentar este relato con aquellos al nivel de la historia, bien sea por la (re)aparición de algunos personajes que también forman parte de las otras historias —como Carmen María, madre de la narradora, Fernando, hermano de la narradora, Víctor, camarada de la narradora; entre otros—, o por la elaboración del marco “histórico” personal, en este caso, de sucesos ya contados anteriormente. Así pues, por un lado se señala que el texto es un testimonio; por otro, se sugiere un tono autobiográfico, y, finalmente, dado el emparentamiento con las historias de los textos anteriores y considerando que la narradora-protagonista es un ente ficcional, se asume como una novela. Sobre este problema genérico volveré más adelante.

Recordemos que la autobiografía es un texto que pretende realizar lo imposible: narrar la “historia” de una primera persona que sólo existe en el presente de su enunciación; pero a pesar de existir una conciencia de esta imposibilidad del narrarse a sí

mismo, determinada por las ficciones que la atraviesan y las fallas que la minan, la ilusión biográfica (Bourdieu, 1997) es necesaria para la (propia) vida y, sobre todo, para la afirmación del yo.

La subjetividad presente en los relatos autobiográficos —como los de Zago— viene “atestiguada” por la asunción del “yo”, por la insistencia en la vida real, por la autenticidad de la historia —enunciada en la red de un discurso emergente que postula su estricta fidelidad remitiendo a la experiencia tangible “real” de lo vivido— en la voz de su protagonista inscripta en la palabra gráfica, por la veracidad que lo narrado “impone” al terreno resbaladizo de la ficción. Aquella compulsión de realidad que había señalado el concepto de simulacro de Baudrillard (1984), parece plasmarse aquí sin descanso en el nombre propio, la vivencia, la retórica (auto)biográfica.

La escritura autobiográfica —cuya autoría remite, generalmente, a figuras públicas políticas y/o intelectuales protagónicas— se construye sobre la definición del yo a través del linaje, la familia, la relación con la identidad nacional. Mediante ella se presenta la peripecia personal en el marco mayor del engranaje histórico —defraudando a menudo la expectativa del lector en cuanto a la intimidad del “verdadero yo”—, o bien, como miradas-testigo de un mundo a punto de desaparecer o ya desaparecido (Molloy, 1996).

Pero, ¿qué sucede cuando el sujeto autobiográfico no es una figura política y/o intelectual protagónica y la configuración de su yo no puede pasar por el linaje, la familia y la relación con la identidad nacional? ¿Cómo un sujeto enunciador “menor”, que no tiene el respaldo de una trayectoria de vida que lo autorice a contar su historia —como Ángela Zago— opta por el “relato autobiográfico”? Para decirlo más claramente, ¿cómo Ángela Zago se construye como un yo cuya mirada-testigo es válida para relatar su participación dentro de la lucha armada revolucionaria de la Venezuela de los 60’?

A partir de la construcción de un discurso que reclama para sus palabras la visibilidad de la presencia de un sujeto nuevo que ha participado en un hecho “heroico”, que ha luchado por la causa guerrillera. Con el fin de constituir un nuevo sujeto que en el acto mismo de contar “su verdad” proyecta su visibilidad, su presencia en el campo cultural venezolano. De ahí que la narración se haga en una primera persona que nunca cede su espacio discursivo y en la voz femenina de Morela.

No obstante, aunque es evidente en el relato la postura individualista de la voz narrativa y la apropiación que hace la autora de la literatura para manifestar su experiencia singular, el yo enunciador es uno en crisis que vive en una permanente “...vacilación entre persona pública y yo privado, entre honor y vanidad, entre sujeto y patria, entre evocación lírica y registro de los hechos...” (Molloy: 1996: 14), entre un proyecto político y un proyecto estético. Un yo que vacila entre la persona pública (la guerrillera, la Sargento Mayor) y el yo privado (la enamorada de un camarada del Frente Guerrillero Simón Bolívar: Marcelo), entre sujeto —“...tener una vida tranquila... Así como cualquier muchacha” (Zago, 1972: 71)— y patria (la guerrilla, la revolución).

El hecho de que el texto autobiográfico se sostenga en un sujeto conflictuado, hace que la voz narrativa silencie ciertos detalles para no ser más vulnerable de lo que ya es, para no invalidar su historia de vida y para que ésta no sea rechazada por el lector. Esta censura del relato se observa sobre todo en ANPN. Uno de los aspectos silenciados dentro del relato es el combate; a pesar de ser “...el drama más importante de la vida guerrillera” (Guevara, 1969: 62). En ninguna de las tres partes de la historia se presenta la relación de un enfrentamiento bélico entre los guerrilleros y el ejército venezolano; pero, sí la persecución emprendida por este grupo de las Fuerzas Armadas Nacionales hacia los insurrectos.

...el ejército ha quemado, los cazadores violan sin preguntar, a la camarada tal le botaron sus trapos y luego los quemaron en el patio. Dicen que la gente de ‘Quebrada de Oro’ se esta yendo del pueblo. A mí esta mañana me interrogaron en la alcabala. Pusieron

preso a José, agarraron a Juan de Dios por no tener cédula de identidad. Destrozaron a culetazos y planazos a Simón. En el caserío ‘Las Cocuizas’ —en Humocaro Bajo— entraron al rancho de la hermana de Quiliano Vargas, se llevaron a rastras a su padre y a su esposo, y más de quince cazadores violaron a la hermana que estaba “llena”...Violaron. Quemaron. Cortaron. Pegaron. Mataron. Se llevaron a... Dispararon... (ANPN: 156).

Esta escena tiene un propósito definido. En el primer caso, no desprestigiar más la imagen de los guerrilleros representados en el relato; pues, a pesar de ser construidos como unos mártires, como portadores y repartidores de la luz, del saber y de la doctrina socialista por la narradora (ELV: 39). También son representados como unos inexpertos con una impericia tal para lo bélico y armamentístico que fácilmente se les escapaba un tiro y mataban a un camarada (ANPN: 116). Ni siquiera los guerrilleros de mayor rango manipulaban con destreza el armamento del que disponían a la hora de limpiarlo — ¿cómo actuarían entonces en el fragor del combate?— ni eran capaces de ubicar la lucha armada como centro de sus vidas; pues, lo personal siempre los asaltaba. Un ejemplo de esto es el personaje de Morela que a lo largo de toda la ficción se debate entre sus sentimientos hacia su familia, hacia el amor de Marcelo y su compromiso con la causa revolucionaria. Sin importarle el violar las medidas de seguridad para recibir la visita de su madre y compartir con ella.

En el segundo caso —dado el carácter antiejemplar de los guerrilleros representados, en comparación con el canon del personaje guerrillero—, la relación narrada de las barbaridades de las que son capaces los cazadores del ejército venezolano se incluye para enaltecer la labor de los guerrilleros, de los sujetos redentores quienes han recordado la existencia de “[l]os oprimidos, los abandonados, aquellos que nada tienen” (SAM: 87) y “desean” incorporarlos a su proyecto de nación.

Otro “silenciamiento” significativo es el del deseo amoroso y sexual. Si bien es cierto que Morela es un sujeto “supuestamente” político, también lo es que siendo la

narradora-protagonista deja ingresar en la trama ficcional un idilio amoroso —el suyo con Marcelo— y, con ello, se convierte en un sujeto deseante. A partir de la página 23 de ANPN, la narración de la lucha armada, de la vida guerrillera y de los hechos políticos es intervenida por el relato del idilio que se teje entre Marcelo y Morela, dos camaradas pertenecientes a las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional y sargentos del Frente Guerrillero Simón Bolívar. Incluso en la correspondencia mantenida entre ambos, en donde se da cuenta de la gestión empleada, hay matices de corte amoroso; por ejemplo, en las comunicaciones que envía Morela a Marcelo hay frases como “...olvidé decirte que te quiero mucho y que me haces una falta horrible” (ANPN: 40) o “[m]i madrina pregunta siempre por ti, la ahijada te aguarda” (ANPN: 43).

La historia de amor entre estos iguales es tan importante dentro de la trama que le permite a la voz narrativa definir el amor: A veces amor es pisar la hierba y cantar los mismos himnos. También es usar el correaje clandestino para pasar unas palabras de aliento, sentirse acompañada. Puede ser también discutir por tonterías, alejarse y esperar la nueva cercanía. Es esperar el triunfo de la revolución para vivir juntos. Despertar en la noche y saber que, en el grupo que acaba de llegar está Marcelo. Caminar dos días, desviar las rutas e ir a una zona donde no tienes que ir, sólo para verme. Aparecer una madrugada solo, agotado, pasar el día de su cumpleaños conmigo y volver a la noche al lugar donde debe estar, a cumplir con la revolución (ANPN: 67. Énfasis mío).

Definición que resume casi toda la intriga creada alrededor de estos personajes. Ahora bien, la presencia de este idilio amoroso vincula el relato con la tradición romántica, con la narrativa femenina; pues al ser incorporado por la voz narrativa, la historia enunciada se distancia de la trama testimonial, sugerida en los paratextos, y de la autobiográfica. El sujeto enunciador del relato que se presentaba en un primer momento como un sujeto político (testimonio), elige dentro de la ficción ser uno deseante y no estar confinado en una trama puramente heroica; deviene en un sujeto ficcional en fuga hacia otros géneros discursivos.

Este idilio permite el ingreso en la trama del lazo amoroso que incorpora a la ficción la articulación de los temas de la familia, la nación y el estado. Es la configuración de una idea de nación y de un modo de entender y administrar lo público, lo que legitima la noción de familia que resulta pertinente al proyecto de comunidad imaginada (Rivas, 2001: 183). De esta manera, se incorpora la representación ficcional de un tipo de pareja —de la que se originará la familia futura— que será el basamento de una comunidad imaginada desde el centro de las instituciones tradicionales (familia, nación, estado) que aquí cambian de signo para ponerse al servicio del ideal revolucionario. Sin embargo, la pareja “legítima” que lucha por forjar un nuevo proyecto de nación (socialista) es cancelada con la muerte de Marcelo quien para Morela no era un camarada sino su camarada (ANPN: 190). Desde este momento, la educación sentimental de la protagonista será suspendida hasta la última parte del relato donde el amor es representado como “...una relación entre humanos, y la magia existe por momentos, mas no es permanente. Y las cosas cambian” (ANPN: 67); tanto que la narradora aparece representada dentro de una fracasada unión marital de la que se libra gracias al divorcio, para luego ligarse con varios hombres y al final de la ficción vincularse con un sujeto alejado completamente del ideal político revolucionario que representan ella y Marcelo.

Lo sexual también es silenciado en el relato. El despliegue de los deseos sexuales nunca se da en esta parte de la ficción Marcelo me besó una y otra vez. Estaba serio cuando me planteó que tuviéramos relaciones. Era la primera vez que lo decía y me sorprendí. Estaba segura de que eso no podía pasar. Nunca me imaginé que pudiera tener relaciones con él... En fin, no me había planteado esta situación. Lo rechacé... (ANPN: 70).

Nótese que es Marcelo y no Morela quien tiene la iniciativa de proponer la unión sexual, que la narradora se sorprende ante la propuesta —a pesar de los múltiples acercamientos, coqueteos y caricias que hubo entre ellos—, que “estaba segura de que

eso no podía pasar.” (ANPN: 70), que ni imaginaba poder tener sexo con él ni se había planteado esa posibilidad y que además lo rechaza. Es decir, esta figura femenina como sujeto emergente —que representa a la mujer de vanguardia, que es capaz de dejar su familia, su casa, su ciudad para encontrarse con un grupo de desconocidos que comparten con ella una afiliación institucional (partidista) e ideológica (socialista), en un “...mundo extraño y lleno de necesidades” (ANPN: 135)— no es tan activa ni independiente como parecía en un principio. De ahí que se horrorice ante la propuesta de consumar el acto sexual que le hace el hombre que ama. Esta doncella sólo da cabida al amor romántico y osa apenas dar ciertas muestras de afecto en cuanto al contacto físico. Sin embargo, en ELV este sujeto deseante hace explícito su deseo sexual (ELV: 33-34). Si en un primer momento, el sexo queda fuera de la ficción es porque el intento de articular la experiencia individual del sujeto enunciador al proyecto comunitario y público de lo nacional no pasaba por lo específico sexual, aunque hay una búsqueda de un discurso que represente al individuo dentro de lo nacional como sujeto deseante que se fuga de la representación clásica del tema de la guerrilla. Por tal razón, el idilio amoroso es tan importante dentro del relato de ANPN; pues esa relación entre los camaradas guerrilleros hace ver que lo amoroso también puede integrarse a su proyecto revolucionario. Por eso, Morela asocia el triunfo de la revolución con su unión con Marcelo (Zago, 1972: 70). Así pues, en esta historia lo amoroso tiene cabida y responde a la tradición romántica en la que el amor es un ideal. Otro de los aspectos silenciados es la infancia, ausencia significativa pues es “uno de los silencios más expresivos de las autobiografías hispanoamericanas...” (Molloy: 1996. 17). El hecho de que se pasen por alto los primeros años de la vida de la protagonista dice mucho acerca del modo en que el autobiógrafo decide validar su relato. Si consideramos, junto con Molloy (1996), la autobiografía como una modalidad textual de la historia de un yo heroico ejemplar, resulta difícil ajustar, dentro del relato autobiográfico, una historia menor que podría hacer tambalear el proyecto: el engrandecimiento del yo. “Así, cuando aparecen referencias sobre la infancia, o bien se

las trata prolépticamente para prefigurar los logros del adulto, o bien se las aprovecha por su valor documental” (Molloy: 1996: 18).

Por eso, no es de extrañar que en ANPN no haya rastro de la Morela niña y sólo haya cabida para la brave new woman capaz de civilizar y redimir al otro. Como tampoco es de extrañar que veinticinco años después de la publicación de la segunda parte del relato (ANPN), aparezca en la primera (SAM) esa voz “infantil”.18 En ella, la voz que narra, la de una Morela niña-adolescente que deviene adulta, en su gesto de relatar intenta trazar la genealogía que determinó su identidad; de ahí que la imagen de la primera casa, la Quinta N° 20, la familia, la abuela y la madre sean tan importantes dentro del relato, pues, son estos elementos los que formaron a la Morela que subió a la montaña y que a su regreso siguió creyendo, en un primer momento, en el ideal socialista y en el Partido.

En SAM, la figura materna, encarnada en Carmen María, es fundamental porque es el pilar de la familia y su férreo carácter marcó la tendencia política e ideológica de sus hijos. Su ejemplo de compromiso con el pueblo y la sociedad en general, se inicia en la época perezjimenista cuando se solidariza con un vecino que participa en la resistencia y guarda en su casa el multígrafo de aquel; además de velar por el bien de su familia. Ella les enseñó: “...que se puede arriesgar la vida por tan sólo una idea” (SAM: 58), “...que la entelequia del gran deber es el país” (SAM: 60). Carmen María con su “solidaridad” hacia el desamparado; su consideración de las acciones callejeras, perseguidos y presos como algo cotidiano y el respeto hacia los que luchaban por un ideal, es producto de “...la cultura familiar que establecía la participación política como forma de vida” (SAM: 199); iniciada por su madre quien “...llevaba hasta la orilla de un río comida para que los guerrilleros del Mocho Hernández... se alimentaran” (SAM: 199). Ella “...continuó adoctrinando a sus hijos...” quienes respondieron: los dos menores se fueron a las guerrillas y el mayor mantuvo una razonable militancia militar en Caracas (SAM: 24). Así pues, en este texto Morela/Zago construye su genealogía como brave new woman. Ahora su escritura autobiográfica sí está dada por la definición del yo a través del linaje, la familia y la relación con lo nacional. Precisamente, lo nacional es uno de los puntos

relevantes en las autobiografías. Según Molloy (1996), la preocupación nacional que reverbera como escena de crisis, siempre renovada, necesaria para la retórica de la autofiguración (15), es otra característica propia de los discursos autobiográficos presente en esta historia.

“La evocación del pasado nacional está condicionada por la autofiguración del sujeto en el presente: la imagen que el autobiógrafo tiene de sí, la que desea proyectar o la que el público exige” (Molloy, 1996: 19). Por eso, el tratamiento de lo nacional en el relato es construido a partir de diferentes imágenes, que corresponden a diferentes épocas de la vida del yo enunciador para quien “[l]o primero es el país” (SAM: 60), su liberación y la erradicación de la injusticia que hay en él (ANPN: 23).

Así, la voz que narra es la de un sujeto dispuesto a contribuir con el derrocamiento del mandatario de turno, para instaurar un régimen socialista a través de la insurrección armada, del camino de la violencia. De ahí que en ANPN, la protagonista muestre su aversión por el régimen democrático representado en el relato como uno autoritario, represivo, que incumple las leyes que promulga y le da la espalda al pueblo; lo que hace que el mismo sea visto como uno dictatorial (ANPN: 66). Por eso al conmemorar la fecha insigne que marca el inicio de la etapa democrática en Venezuela, el 23 de enero, por ser el día en que fue derrocado el dictador Marcos Pérez Jiménez, Morela menciona ante los preparativos celebratorios de su destacamento que:

A mí no me entusiasma mucho celebrar que caiga una dictadura y se monte otra. Total, que nosotros seguimos en el camino de “los extremistas”, “enemigos de la sociedad”, “vende patria”. De todas formas no hay libertad. De todas formas torturan. De todas formas los campesinos no tienen tierras... De todas formas mi hermano — que pequeñito también luchó contra la dictadura— está preso, y mi mamá, que escondió papeles adecos y ayudó a la familia del que pensaba ajusticiar a Pedro Estrada, está ahora aquí viendo de a escondida a los muchachos que no pasan de 25 y están en guerra contra la “democracia” (ANPN: 135).

Pero si la Morela guerrillera, miembro de la Brigada 31 del Frente Guerrillero Simón Bolívar con el grado de Sargento Mayor, veía el 23 de enero como una fecha casi vacía, donde apenas hubo cambio de protagonistas de la historia de represión e injusticias en relación con quien la ejercía; para la adolescente, ese día significó estar en la historia.

La madrugada del 23 de enero de 1958, una Morela de 12 años es despertada por su madre para refugiarse en la habitación más lejana del jardín contra los disparos de fusil. Reunida la familia, el padre trata de sintonizar una radio extranjera y en el interín la madre escucha algo y comienza a gritar: “¡¡Cayó!! ¡¡Cayó la dictadura!!” (SAM: 68). La emoción la asalta y, sin reparar en los disparos, se lanza a la calle para dar la buena nueva a los vecinos quienes junto con su familia se sumaban a la cadena comunicativa. “Así sucesivamente hasta que levantó la primera manifestación de apoyo a la democracia que se realizó en aquella vereda” (SAM: 68). “Mientras yo [Morela] corría tras la bata de casa, la imaginaba envuelta en una enorme bandera tricolor. Surgían a mi paso los personajes dibujados en mi libro de historia: ésta era la historia” (SAM: 68. Énfasis mío).

Y ella estaba allí, era partícipe de ese momento histórico. Desde ese momento, “...el país se convirtió en algo muy concreto”, se convirtió en un nosotros. Ya “...la Patria no significaba sólo la bandera; el indio emergiendo detrás de la maleza; Bolívar a caballo; Miranda en La Carraca; Andrés Bello rodeado de libros; Páez con los llaneros; El Campo de Carabobo; Negro Primero...” (SAM: 60-61); sino también el pueblo.

El 23 de enero es construido aquí como una fecha patria como un lugar temporal de la historia nacional articulada con la personal. Estas dos escenas que representan, de modo distinto, un momento histórico tan importante para la nación venezolana, dicen mucho del sujeto enunciador que desea vincularse con la Historia. En el primer caso, la voz narrativa participa en una lucha comparable a la de los próceres de la Independencia para librar al país, ya no del yugo español, sino de uno igual de castrador y corrupto, producto del sistema democrático. Por eso, el 23 de enero Morela no tiene nada que

celebrar. Esta imagen, la de la brave new woman, cuya consigna es “[p]or la patria y por el pueblo” (ANPN: 39), responde perfectamente al yo heroico, (re)ivindicador del otro, de formación izquierdista en boga para la época en la cual circuló la segunda parte de la historia. Pero, al fracasar la empresa guerrillera y cambiar la situación de la izquierda,19 la representación del autobiógrafo ya no pasa por la heroicidad. Por eso, el yo que narra, para construirse como un sujeto autorizado para enunciar su relato heroico, rescata, dentro de la ficción, la revolución popular victoriosa más cercana en el tiempo a la década violenta: el derrocamiento del General Marcos Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958. De este modo, su autorrepresentación sigue inscrita dentro de la configuración de la historia nacional como sujeto activo.

Vemos pues cómo, ante la difícil tarea de mantener la figura de la brave new woman protagonista de una gesta heroica exitosa, surge la posibilidad de reactualizar la época predemocrática. La resistencia al régimen perezjimenista es reconstruida con el objeto de realizar una operación de apropiación de un espacio de heroicidad colectiva que sobrevive en la memoria popular como una gesta de los sectores subalternos. “Una memoria para la cual el fin de la dictadura de Juan Vicente Gómez (1936) es un evento lejano y cuyos símbolos han sido capitalizados como la empresa épica por excelencia de la intelectualidad venezolana de mediados del siglo XX: la generación del 28” (Rivas, 2001: 141).20 Frente al movimiento elitista que fue la lucha de la generación del 28 contra el tirano liberal, la voz que narra rescata las escenas de una resistencia en la que hombres y mujeres comunes se lanzaron a la conquista de un sueño democrático alcanzado. Mientras los miembros de la generación del 28 homenajeaban a los próceres de la República con el desfile desde la Universidad hasta el Panteón Nacional durante La Semana del Estudiante, la voz que narra construye una concepción de la historia alejada del panteón de ejemplares figuras heroicas; para dar cabida a las figuras emergentes... A los nuevos sujetos redentores.

Estas disímiles visiones del 23 de enero de 1958 constituyen un espacio crítico determinado por la ansiedad de origen y de representación, dentro del cual el yo pone en escena su presencia y logra una efímera unidad, a través de la reverberación de lo nacional, y evidencian la intención de construir una identidad/posición de sujeto a partir del vínculo individuo-historia en la intersección entre la autobiografía y la ficción (Ferris, 1991). Esta construcción, esta retórica de la autofiguración, empeñada en fusionar sujeto y nación en un corpus gloriosum (Molloy, 1996: 15), tan ligada a la representación del yo en el pasado, da cabida a reflexionar sobre aquello que la hace posible: la memoria; así como, permite abrir la posibilidad de pensar la autobiografía como un particular lugar de memoria (Nora, 1996a) cuando es elaborada por un sujeto que ha participado en un “hecho histórico” que tiene características de marginalidad/no oficialidad/subalternidad en diversos sentidos: en el de historia no oficial, alternativa; en el de historia de género; y en el de memoria del margen político/social.

Generalmente, los autobiógrafos no sólo tienen historia sino que están en ella; aunque prefieran estarlo a su manera. En este caso, esto varía; pues, Zago como sujeto menor —no es una figura pública política y/o intelectual protagónica, para la fecha de aparición de ANPN, ni pertenece a una familia de abolengo—, no forma parte de la Historia y, por tanto, su intención es ingresar a ella. Así lo expresa explícitamente la voz que narra “creía en la necesidad de pasar a la historia. Era una obligación, una terrible obligación” (SAM: 156). Y con el fin de cumplir esa terrible obligación construye un texto con características propias del relato autobiográfico para articular su experiencia personal a la nacional e insertarse en la Historia a través de un ejercicio de memoria.

Como sostiene Pierre Nora (1996) en su texto sobre los lugares de memoria, memoria e historia, lejos de ser términos sinónimos son más bien vocablos casi opuestos. La memoria está viva en los actos de remembranza colectiva, en los reacomodos que se producen en la tensión entre el recordar y el olvidar que negocian las comunidades con su

pasado; mientras la historia está muerta en los libros que la fijan como el discurso oficial (Rivas, 2005: 5). Este reajuste dado entre el recordar y el olvidar, está presente en los textos mencionados para minar un lugar que ancle la voz enunciadora dentro del tiempo histórico; aunque sea desde el otro lado, del discurso alterno al oficial. Por eso, en ellos la experiencia guerrillera, así como también, la “rememoración” del 23 de enero son fundamentales.

En estos textos de Zago, la apelación a la historia para construir un espacio legitimador del relato dado por la revisión de la historia patria desde la intervención en la memoria colectiva; no es el único modo de legitimación del mismo. En este caso, más que la ficción en sí, son los paratextos que acompañan las diferentes ediciones de ANPN los encargados de fijar en la memoria colectiva ese lugar de legitimidad que fue la generación del 60.21 Es decir, ese lugar, es un lugar de legitimidad del discurso.

En las seis ediciones publicadas hasta la fecha de ANPN, los paratextos enfatizan el carácter testimonial del relato, la ejemplaridad de la experiencia. Aparte de los paratextos escritos por terceros, están presentes los de la autora que contribuyen con el efecto de verosimilitud de lo narrado:

“...[Y]o di mi versión sobre hechos que me

ocurrieron a mí” (Prieto, 2005: 1. Énfasis mío), “Mi libro... es... estrictamente personal” (Silva, 1972: 24); ya que muestran la voluntad de verosimilitud que el texto contiene. Desde ese lugar de enunciación, desde el yo mismo —que implica el compromiso y el sacrificio por una causa política—, se escribe esta “crónica” personal de la generación de guerrilleros que durante la década del 60 se enfrentaron al régimen de Betancourt.

Cuando el lector se aproxima al texto como tal, el pacto de lectura que ha quedado establecido es el de que, a continuación, presenciará el relato vivo de la lucha armada revolucionaria. La legitimidad de este relato se construye desde la vecindad con el discurso de la Historia, ya no contada por los hombres; sino por las mujeres que emergen, por una brave new woman que “aparentemente” no tiene “...ninguna pretensión de pasar a

la Historia” (1975, Contraportada de la quinta edición de ANPN). La operación legitimadora de la memoria, que se produce en el texto, intenta colocar en el centro del relato una sola forma de memoria, la de la brave new woman que impuso su proyecto político y estético sobre el resto de las memorias que conformaban la colectividad nacional, sobre el resto de los testimonios de la década violenta.

A través de las operaciones mencionadas, Ángela Zago se construye como un yo cuya mirada-testigo es válida para relatar su participación dentro de la lucha armada revolucionaria de la Venezuela de los 60’ y como un yo legítimo, capaz de pronunciar el discurso de la historia “verdadera” de lo ocurrido, como un sujeto que puede armar alrededor de ese pronombre personal una historia que cuenta con el consenso de una comunidad imaginada de iguales.

IV.- El devenir autoficcional

Anteriormente, mencionamos que ANPN, ELV y SAM son relatos que vacilan entre el testimonio, la autobiografía y la novela y que narran el inicio y el final de una historia de vida marcada por una discontinuidad temporal, debido a la producción y fecha de publicación de los textos.22 En los tres hay características de los géneros mencionados, pero no pueden ser ubicados en uno solo, en vista de que canónicamente no corresponden a ninguno.

En ellos, los elementos de los pactos de lectura se han desplazado. Observamos una hibridez de géneros narrativos preexistentes —testimonio, novela en primera persona y autobiografía—; pues se perciben en el texto hechos autobiográficos y otros ficticios — mezclados o superpuestos a los anteriores— y una tercera clase de hechos que podrían ser o no autobiográficos, además de la voluntad política que atraviesa los textos. Sin contar el contrato de lectura que proponen los paratextos.

Estas alteraciones de las claves de los géneros que contradicen el principio de ficción, en el caso de la novela, y los de identidad y referencialidad, en el de la autobiografía, son definitorias de un “género” o más bien de una hibridez discursiva no tan nueva: la autoficción. Este neologismo del novelista francés Serge Doubrovsky (1977), podría esclarecer esta “confusión” porque define precisamente el género fronterizo, a caballo entre la autobiografía y la novela.

La autoficción como ejemplo palmario de pacto ambiguo tiene algo de antipacto o contrapacto, una manera de emborronar la clara y explicativa teoría de Lejèune, de ponerla a prueba o de completarla, pero sobre todo de acotar un campo intermedio entre los dos grandes pactos literarios, entre los relatos 'verdaderos' y los 'ficticios' (Alberca, 1996: 10). En sus dos consideraciones extremas, la autoficción puede entenderse, bien como una autobiografía camuflada o vergonzosa, que intenta prestigiar el texto colocándole encima la palabra “novela”,23 para que no haya duda de su pertenencia a la literatura; o bien relacionarla con la novela en primera persona, con un estatuto vacilante entre lo ficticio y lo factual, según el cual, aunque puede haber una propuesta de comprobación exterior, su lectura es siempre ambigua. La autoficción es pues “...ante todo un dispositivo muy simple: es decir, un relato cuyo autor, narrador y protagonista comparten la misma identidad nominal y cuyo título genérico indica que se trata de una novela” (Lecarme, 1994: 227).24

La identidad nominal, el nombre propio, es fundamental en la autoficción; independientemente de si aparece de forma explícita o implícita. El autor puede hacer uso de estas dos modalidades de presentación de la identidad de autor-narrador-protagonista: la que consagra el nombre propio y la que, ausente éste, se suple con una serie de datos personales, expresados en el texto, y comprobables extratextualmente. Es decir, cuando el anonimato del narrador-protagonista es riguroso, la atribución a éste en la novela de obras o libros conocidos del autor, o de evidentes o reconocibles referencias biográficas del

mismo, suple la identidad nominal exigida por el género y todo conduce a pensar que se cumplen las condiciones y efectos de dicho pacto.25

Si en la autobiografía el nombre propio como sostiene Lejèune (1986) es una fuente de fuerza magnética que comunica a todo lo que toca un aura de verdad (71-72),26 en un contexto autoficcional, el nombre propio del autor, provoca en el lector, más que un aura de verdad, un primer desconcierto, por inusual o antinovelesco, y al mismo tiempo un complejo escepticismo (Alberca, 1996); en el caso de la identidad nominal explícita, pero, en el del anonimato, esa ausencia del nombre produce un desconcierto mayor: el de las referencias inestables y acentuadas de la autoficción.

Tal es el caso de ELV y SAM. En el último texto, el nombre de la narradoraprotagonista permanece silenciado en todo el relato; de ahí que el lector haga uso de otras señales textuales o paratextuales que cumplen una función identificadora. Dentro de las señales textuales se encuentran los traslados entre una y otra ciudad por “conveniencia familiar”, el compromiso político de la narradora-protagonista y su adscripción a la Juventud Comunista de Venezuela; entre otros, por ser datos, “personales”, expresos en el texto y comprobables extratextualmente. En cuanto a las señales paratextuales, la de mayor relevancia es la portada del libro pues está diseñada a partir de una serie de fotografías personales de la autora. Son tres fotos: la primera, ubicada en el extremo superior izquierdo, muestra a una Ángela Zago ataviada con su uniforme de guerrillera — la foto es rectangular y en ella Zago posa con una actitud desafiante—; la segunda, en el extremo inferior, presenta a una Zago adolescente —en este retrato oval es “capturada” una niña-señorita de vestido floreado en el gesto de cavilar—; la tercera, sirve de soporte a las otras dos, y la imagen que aparece en ella es la de la madre de la autora sosteniendo en brazos a una Ángela Zago bebé, en faldellín (Ver anexos, p. 112). Y si a estas imágenes se suman los comentarios sobre el texto —“Sobreviví a mi madre es un libro donde Ángela indaga sobre las razones más íntimas del corazón de su madre” (Rebrij, 1997); es una “...crónica autobiográfica que indaga en las raíces personales y familiares de su conciencia política” (Pantin y Torres, 2003: 93)— es lógico que el lector equipare

los yo de la autora y de la narradora-protagonista, y, por tanto, a partir de esta “correspondencia” y “semejanza”, “acepte” la identidad nominal exigida por el “género autoficcional”; pues, todo conduce a pensar que se cumplen las condiciones y efectos de dicho pacto.

En ELV, el caso es distinto. Este texto posee el título genérico indicativo de que se trata de una novela, y, en él, la autora emplea, al igual que en SAM, la modalidad de presentación implícita de la identidad de autor-narrador-protagonista. Pero, si bien es cierto que el anonimato de la narradora-protagonista está planteado; también lo es que el mismo desaparece cuando su nombre es enunciado, sólo una vez, por una voz ajena, la de María.26 Aquí la construcción de la narradora-protagonista 'sin nombre', es modificada con su enunciación y con ella se (re)establece una identidad intratextual distinta a la extratextual. Sin embargo, este yo que enuncia y parece no remitir a Zago presenta una particularidad que permite pensar este texto como ejemplo de una variación en la modalidad de presentación ímplicita de la identidad nominal entre autor-narradorprotagonista: la del seudónimo.

Morela, nombre de la narradora-protagonista de los textos —nombre explícito en ANPN y ELV y “borrado” en SAM—, es uno de los tantos seudónimos empleados por Ángela Zago durante su militancia en el Frente Guerrillero Simón Bolívar.27 En este caso, el seudónimo no es un nombre de pluma , ni un nombre de autor en el sentido estricto (Lejèune, 1991: 52); pero, tampoco es del todo un nombre atribuido a una “persona ficticia” dentro de los libros, pues esa “persona ficticia” “existió realmente” y es ella la que, de una u otra manera, escribe los textos aunque el “...índice de lo real que se encuentra fuera del campo de problemas que plantean las personas gramaticales...” (Lejèune, 1991: 48-52), la firma, asume el nombre propio de la autora, el del estado civil, el de la “persona real”. Mas, si se entiende por seudónimo un nombre otro, “...una diferenciación, un desdoblamiento del nombre, que no cambia en absoluto la identidad.” (Lejèune, 1991: 52); entonces se puede establecer una identidad aunque distinta a la nominal entre el seudónimo y el nombre propio del autor.

El aceptar esta “identidad” y considerar al seudónimo como una referencia otra del nombre propio del autor puede, por un lado, estimular la identificación (autornarrador-protagonista), y, por otro, la sospecha; pues de hecho este “elemento real”, la versión otra del nombre, se desliza hacia un plano claramente ficticio, o al menos, hacia un territorio inestable que oscila constantemente entre ambos planos (lo real y lo ficticio) y en esta circunstancia se cumple una ficcionalización de ese otro nombre propio, la conversión del desdoblamiento de la persona del autor en “personaje novelesco” con sus mismos, parecidos o inventados, rasgos identitarios. Así la autoficción deviene en una “[f]icción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales...” (Doubrovsky, contraportada de Fils 1977); en un “[r]elato en el que el acento está puesto en la invención literaria de una personalidad o una existencia, es decir una especie de ficcionalización de la sustancia misma de la experiencia vivida” (Colonna, citado por Lecarme, 1994: 228); en un género literario específico que muestra al mismo tiempo tanto la disociación de autor y narrador como su identidad.

Como vemos, estos textos no pueden ser ubicados sin pestañear de uno u otro lado de los linderos genéricos. Son “… híbridos inclasificables, ... objetos narrativos cuya naturaleza misma radica en la oscilación entre la función estética y la comunicativa, cuyo destino específico es mantenerse en el límite” (Sarlo y Altamirano, 1983: 29), son textos en la frontera. Producciones narrativas que presentan una gran variedad de matices que dificultan enmarcarlas dentro de unas fronteras cerradas, que posibiliten definirlas como fenómeno narrativo uniforme.

A partir de los aspectos señalados, me atrevería a proponer, siguiendo los planteamientos de Pacheco (1997) que ANPN, ELV y SAM son historias noveladas, novelas testimonios,28 novelas autobiográficas “[p]orque la novela, modalidad discursiva en permanente transformación, género bajtinianamente inconcluso, multiforme y receptivo a la intertextualidad; maleable y abierto a otros múltiples y heterogéneos modos discursivos, se presta magníficamente como vehículo de esta empresa autobiográfica”

(6), testimonial, autoficcional. De tal manera que los textos de Zago son relatos autoficcionales donde la indefinición génerica le permite ingresar varias matrices discursivas dentro del relato; así como incluir, respetar, el legado de varias tradiciones.

Por un lado, se inscribe en una tradición fundamental en la narrativa venezolana inaugurada por Teresa de la Parra: el narrarse a sí misma, desde sí misma. Esta autora lejos de construir una novela mayor, opta por elaborar un discurso que relate la vida de una joven a partir de los insignificantes problemas que suceden en la existencia de una mujer (Pantin y Torres, 2003: 58). De la misma manera, Zago construye un relato para narrarse a sí misma, desde sí misma, mediante la relación de todos los aspectos que configuran su relato de vida; con la diferencia de que incorpora en él versiones de cuadros históricos y la imaginarización del proceso político-social guerrillero. Por otro, sigue la tendencia del testimonio guerrillero con las particularidades que presenta. Y finalmente, hace una reescritura de la tradición criollista y regionalista al representar al sujeto popular.

Como vemos, Ángela Zago decide apostar por un proyecto de escritura autoficcional —en un período ruptural signado por la difuminación de los límites existentes entre lo político, lo social, lo cultural y lo económico— como discurso integrador de las tradiciones presentes en la narrativa venezolana para ponerlo a funcionar y obtener visibilidad, presencia en el campo cultural venezolano. Decide apostar por el espacio biográfico (Arfuch, 2002) donde convergen lo testimonial, lo autobiográfico, lo autoficcional, un espacio narrativo híbrido signado por lo autorreferencial para autorizarse como sujeto.

Así pues, el proyecto de escritura híbrida le permite a Ángela Zago agenciar cierto espacio para contar su experiencia guerrillera y autorizar su palabra con el valor de lo vivido y la letra misma.

Notas 1

El MIR se forma a partir de la división de la juventud del URD y de AD como gesto de protesta ante las políticas sociales de Betancourt y ante la transformación del partido del pueblo en el partido de la burguesía, respectivamente (Coronil, 2002: 257). 2

Aunque no comparto esta visión homogeneizante, debido a las distancias existentes entre las tres publicaciones señaladas, considero que la producción literaria de la época respondía —de algún modo— al escenario histórico- social del momento. Cabe destacar que las entregas de Sardio y los conflictos guerrilleros no coinciden cronológicamente. Pues el grupo se divide a partir del surgimiento de divergencias en relación con el apoyo a la lucha armada (Porras, 2001). Para un estudio detallado de las revistas literarias de los años sesenta en Venezuela ver: Porras, María del Carmen (2000). 3

Para conocer los detalles sobre el proyecto de la izquierda cultural venezolana, ver: Chacón, Alfredo (1970); Madriz, Maria Fernanda y Martín, Gloria (1983).

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Siguiendo los pasos de Sardio, Tabla redonda y el Techo de la Ballena, aparecieron LAM y En Haa “...con vocaciones más ceñidas, disciplinas más rigurosas. Lo extraliterario tenía... menos valor que el...” otorgado por sus precedentes. “A las alturas de 1965, tales agrupaciones y otras cuyo carácter subterráneo era más evidente, tuvieron como órgano de expresión a la revista En Letra Roja, con una circulación de diez mil ejemplares. Por el interior, Ciudad Mercuria en Barquisimeto y Trópico Uno en Puerto La Cruz fueron como una explosión...” (Medina, 1993: 309-310). “Aparecieron y desaparecieron publicaciones: Rocinante, agresiva y a veces guevarista; Unidad Rebelde, convergencia de sectores de izquierda con el cristianismo de nuevo tipo; Cambio, intento de una imposible unidad postdivisoria; Deslinde, teatro de la polémica interna de los comunistas; Reventón, un periódico que a la manera de un estallido petrolero, quiso simbolizar el reventón ideológico en el subsuelo de la sociedad; Al margen, cuyo título lo dice todo; Prag y Causa R, revistas de humor singular dentro de la seriedad político-cultural cuya subsistencia se ha prolongado entre altos y bajos...” (Medina, 1993: 310). Cabe destacar que las publicaciones periódicas de corte institucional como la Revista Nacional de Cultura, Imagen (CONAC), Escritura (Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela), Zona Tórrida y Poesía (Universidad de Carabobo), Actual (Universidad de los Andes, Núcleo Mérida) todavía siguen en una intensa actividad editorial. 5

La pacificación fue una política interior —implementada durante la primera presidencia de Rafael Caldera, correspondiente al período constitucional 1969-1974— “...mediante la cual se les ofreció la posibilidad de reincorporarse a la vida normal y a la lucha política legal a personas y grupos que habían participado en la subversión armada y que, a falta de tal posibilidad, estaban obligadas a llevar una vida clandestina o a continuar en una actividad guerrillera ya sin sentido político militar” (Bautista, 1997: 590). 6

“A pesar de que los tirajes no se corresponden con la presunta alfabetización del pueblo y con...” las “...mutaciones en el campo cultural, las editoriales son una muestra de lo que ha sucedido... Las empresas que existían en 1958 eran, prácticamente, las mismas de 1948. El número de títulos era tan escaso que hasta era posible memorizarlos. Hoy es necesario apelar al catálogo. La editorial Monte Ávila, por ejemplo, constituida en 1969, alcanzó los 600 títulos en menos de 6 años, y viene trabajando desde entonces a un ritmo de 130 a 140 títulos anuales. La Universidad Central de Venezuela había llegado, en 1975, a 1200 títulos” (Medina, 1993: 307-308). Estas dos empresas ilustran los cambios en la industria editorial de este período, en cuanto a la producción. Otras editoriales de la época son: Centauro, Fuentes, Síntesis Dosmil, Vadell Hermanos, Fondo Editorial Salvador de la Plaza, Ateneo, Libros Tepuy, Ruptura, Ariel; entre otras, aparte de las editoriales universitarias y de las instituciones del Estado.

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Cabe destacar que Tierra bajo los pies (1971), la última publicación de Rómulo Gallegos (1884-1969), es una novela póstuma. Su circulación en los años 70 debe ser leída no como una supervivencia “elegida” del escritor venezolano más emblemático de la tradición anterior, la del regionalismo populista (Rivas, 2001); sino, tal vez, como una curiosidad del campo cultural venezolano. 8

De aquí en adelante emplearé las siglas ANPN para hacer referencia a Aquí no ha pasado nada (1972).

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Según Beverley (1987a), “Ángela Zago, Aquí no ha pasado nada: la ‘educación sentimental’ de una joven venezolana a través de su participación en la lucha armada de su país. Llegó a ser un best-seller en Venezuela” (153).

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Al respecto ver Bambirria, Vania et al. (1971)

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Entre esos planteamientos están: la aserción de que existen las condiciones para una lucha para la toma del poder; el objetivo de transformar de una forma revolucionaria la sociedad, mediante ese poder; la proclama de la necesidad y el derecho de desarrollar la violencia revolucionaria como oposición a la violencia de la reacción; el rol catalizador de una avanzada de hombres resueltos y capacitados para liderar la lucha; y la incorporación de los sectores explotados de la sociedad a esa lucha, concibiéndose la guerrilla solamente como germen inicial (OLAS, 1967: 34-37). 12

El hecho de que la voz narrativa de este relato guerrillero sea femenina, es muy significativo; pues, le da cabida dentro del mismo a una voz distinta a la del macho redentor o redimido. Y contrarresta la tendencia presente “...en nuestras ficciones arraigadoras [donde] no hay lugar para un imaginario alternativo al del macho redentor o redimido. El macho ocupa el centro de todas nuestras ficciones... como si se tratara del único modo de arraigo que somos capaces de imaginar” (Rivas, 2005: 7). Pero, esta elección de la voz que narra no es gratuita. Responde a una redimensión de la presentación del héroe revolucionario; ya no como hombre nuevo (Guevara, 1969), sino como una brave new woman (Rodríguez, 1996) que construye una fábula revolucionaria autorreferencial para posibilitar la legitimación de una posición de sujeto femenino letrado (Ver Parte I, pp. 35-36 ). 13

De aquí en adelante me emplearé las siglas ELV para referirme a Existe la vida y SAM para Sobreviví a mi madre.

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Por ejemplo, sobre ANPN se ha dicho que es un “…libro subversivo de… una gran ternura… semejante a una gran emoción contenida, como cuando uno tiene un hijo y no quisiera darle mayor importancia al asunto” (Camacho, 1972: 39). Mientras que de SAM, “…es uno de los pocos libros que existen en la actualidad y que asumen la responsabilidad de exponer a la dignidad como condición y estímulo para que el pueblo transforme su lamento de pobreza y abandono en una decorosa acción que, originada a través de él mismo, obtenga una vida valerosa y abundante, semejante a la de nuestra hermosa naturaleza de samanes, acacias, araguaneyes y una invalorable cantidad de especies” (Schön, 1997). 15

Aunque esta propuesta es de Guevara, Omar Cabezas le dedica las reflexiones más detenidas.“El hombre nuevo... está más allá del hombre, más allá de la lluvia, más allá de los zancudos, más allá de la soledad. El hombre nuevo está ahí, en el plus esfuerzo. Está ahí donde el hombre normal empieza a dar más que el hombre normal. Donde el hombre empieza a dar más que el común de los hombres. Cuando el hombre empieza a olvidarse de su cansancio, a olvidarse de él, cuando se empieza a negar a él mismo… el Frente tiene que ser una organización de hombres nuevos que cuando triunfen puedan generar una sociedad de hombres nuevos…” (Cabezas, 1982: 106). 16

El guía/baquiano es un personaje que está presente dentro de la tradición narrativa latinoamericana desde el Facundo de Sarmiento; también puede verse en Doña Bárbara, Don Segundo Sombra y La Vorágine, las tres novelas canónicas de la tierra. Su presencia en este relato es un legado de la tradición criollista.

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Zago construye una narradora-protagonista 'sin nombre', mediante su narración. El nombre como enunciación de la referencia y marca textual de una identidad intratextual en un principio no es establecido; es sugerido luego, cuando el yo que narra rememora en el relato que teje su participación en la lucha armada. Finalmente, este emparentamiento sugerido del yo que narra con el yo de ANPN (1972) es confirmado en el texto. 18

La voz narrativa de SAM oscila entre un tono infantil al inicio de la historia, uno adolescente y uno adulto que permea a los otros dos y se apropia del discurso, totalmente, al final del mismo. Estas voces ponen en evidencia los distanciamientos que marca el personaje narrador con el resto. Así, la voz infantil enunciada en primera persona en un principio, cambia a la tercera para separarse del objeto narrado y con ello pierde la inocencia de su mirada: “Aún no iba a la escuela y me quedaba con mamá y Amelia, la señora que trabajaba en casa. Desdentada, pelo chiflúo, 'pata en el suelo', Amelia era la imagen nítida de aquellas mujeres que llegaban a las casas citadinas, con el hambre a cuestas y la seguridad de que su vida dependía de la dueña del hogar” (SAM:14). El narrador urbano y de clase media trata de esconderse en la vocecilla infantil, pero no lo logra difuminar la marcada diferencia social que hay entre la niña de la casa y la señora que trabaja en ella. Nótese que sigue habiendo un distanciamiento marcado entre el yo enunciador y el otro que “pretende” representar. 19

Los partidos de izquierda fueron ilegalizados y, ante el desconocimiento de la población del llamado de abstención para las elecciones presidenciales de 1963 por parte de los mismos, optaron por la estrategia de “guerra prolongada de guerrillas” en las zonas rurales del país. Esto hizo que surgieran divergencias dentro del seno de la dirigencia revolucionaria y en abril de 1967 el VII Pleno Comité Central del Partido Comunista de Venezuela (PCV) reconociera explícitamente la derrota de la lucha guerrillera y optara por el “repliegue militar” y la búsqueda de la legalidad democrática. 20

La “‘generación del 28’ —a la cual pertenecen la mayoría de los líderes políticos fundadores del populismo contemporáneo en Venezuela y gran parte de los intelectuales abanderados del regionalismo populista—” (Rivas, 2001:141) es el nombre con el que se identifica al grupo de universitarios que protagonizaron en el carnaval caraqueño de 1928 un movimiento de carácter académico y estudiantil que culminó, por diversos conductos, en un enfrentamiento con el régimen de Juan Vicente Gómez. Lo que fue inicialmente un proyecto restringido al ámbito de la universidad, se transformó en una propuesta destinada a la modificación del régimen político y a un cambio en los fundamentos de la sociedad y la cultura venezolana. Para más detalles ver Pino Iturrieta, Elías (1997: 469-470).

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La noción misma de generación sería un lugar de memoria autocelebratorio para aquellos que formaron parte de los eventos que se celebran: “La emergencia de una ‘generación’ en su estado puro e intransitivo revela la soberanía del poder explicativo en retrospectiva que tiene esta noción, constituyéndola [a la generación] desde su origen en un ‘lieu de mémorie’ en un sentido temporal puro” (Nora, 1996b: 500. Traducción de Rivas). La generación del 60 —a la que pertenecen buena parte de los líderes políticos de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI en Venezuela y gran parte de la intelectualidad y de la academia venezolana— es fijada en la memoria colectiva por múltiples testimonios y autobiografías de guerrilleros; entre ellos, el de Morela/Zago. 22

La historia de vida, es el relato de una experiencia individual que muestra las acciones del individuo como agente humano y partícipe de la vida social. Estos relatos abarcan una amplia gama de modalidades: cartas y diarios, biografías, sueños y autoobservaciones, ensayos y notas, fotografías y películas (Plummer, 1989: 2).

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En las autoficciones “conscientes” el subtítulo novela no aparece por descuido o indiferencia, sino que se produce con el propósito o deseo de experimentación, a veces también para prestigiar el relato (Alberca, 1996).

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“L'autofiction est d' abord un dispositif très simple: soit un récit dont auteur, narrateur et protagoniste partagent la même identité nominale et dont l'intitulé générique indique qu'il s'agit d'un roman” (Lecarme, 1994: 227). 25

Alberca (1996: 17) considera como autoficciones las “novelas” cuya identidad nominal entre el autornarrador-protagonista es establecida tanto explícita como implícitamente; no obstante, para otros teóricos, el anonimato del narrador-protagonista podría poner en entredicho la pertenencia al género. Tal es el caso de J. Lecarme (1994) quien descarta esta posibilidad. 26

“Un nom réel a une sorte de force magnétique; il communique à tout ce qu'il touche une aura de verité” (Lejèune, 1986: 71-72). 26

Cuando la narradora-protagonista de ELV se traslada a El Olivo— caserío larense que es construido como espacio central del relato en ANPN— y se tropieza con la bolsa de los recuerdos, sube a la montaña para buscar a María—“...aquella campesina que comenzó viendo las reuniones desde lejos y terminó convocándolas... La misma que se mantuvo firme cuando llegó el ejército, y más firme aún cuando se la llevaron presa con toda la familia.” (ELV: 85)— quien “...acostumbrada al paso de un tiempo sin medidas cortas, une siete años en sieta días y sólo dice: Hola Morela ¿qué anda haciendo por aquí?” (ELV: 86) 27

“Sí... Todos mis seudónimos comenzaban por M… yo me llamé: Mariela, me llamé Morela, me llamé… no sé si Maritza. Y Morela fue el seudónimo que utilicé por mucho más tiempo, por muchos más años. Lo dejé así por casualidad, porque era más fácil para mí manejarlo…” (Prieto, 2005: 3). Al respecto ver la entrevista incluida en los anexos. 28

Para Fanny Ramírez (1998), “…la producción testimonial venezolana presenta gran variedad de matices que dificultan enmarcarla dentro de unas fronteras cerradas, semejantes que posibiliten definirla como fenómeno narrativo uniforme.” (35) Al referirse a los testimonios de temática guerrillera presenta una clasificación que va desde el testimonio puro, pasando por las memorias, el reportaje, el documento, la mezcla historia novelada o novela testimonio —donde ubica Aquí no ha pasado nada— hasta llegar a la ficcionalización total y recreación novelesca.

CONCLUSIÓN

Cuando, en 1972, Ángela Zago inicia su proyecto de escritura, el campo cultural venezolano era ya un sistema cruzado por tipos diversos de prácticas discursivas, regímenes de verdad, contradicciones internas, pugnas y desniveles en su relación con el poder. Un campo signado por una institución literaria en proceso de reacomodo, donde algunas de las posiciones disponibles estaban ubicadas hacia el sector “radical”, relacionadas con la sublevación armada. De ahí que durante ese período proliferaran los relatos guerrilleros. Para ese momento, los textos con función testimonial circulaban ampliamente tanto a nivel nacional como continental. Ya había un canon del testimonio e incluso autores representativos del mismo. Canon constituido, en un principio, por los discursos testimoniales mediados por el editor y al que luego se incorporaron otros donde esa intervención mediadora estaba ausente, donde la voz del otro menguaba y cobraba relevancia la del testigo-protagonista que narra su propia experiencia.

Este tipo de testimonio en lugar de alejarse de la escritura autorreferencial se acerca a ella. Por eso, los textos con función testimonial retan los límites de los géneros literarios. Límites, en este caso, permeables que posibilitan la existencia de un espacio biográfico (Arfuch, 2002), un espacio de intercambio, de préstamos, de contaminaciones y una zona de contacto de esos discursos fronterizos, de esos textos de la frontera (Sarlo y Altamirano, 1983). Por esto, es más útil pensarlos como una narrativa híbrida: una fusión entre la novela y el bildungsroman o la autobiografía.

Zago, al irrumpir en el campo cultural, apela al discurso testimonial y a las formas paradigmáticas de autorización de un sujeto (la novela y la autobiografía) para construir un discurso emergente híbrido, autoficcional, que lejos de contrarrestar con fórmulas

nuevas y originales las corrientes de la literatura venezolana de décadas anteriores, las acepta e incorpora. Para construir un relato deudor de las tradiciones narrativas guerrillera, romántica, criollista, regionalista y femenina. Un relato cuyos materiales, palabras, y registros “imita” las formas de la literatura canonizada. Aquí el binomio originalidad/imitación parece perder relevancia, sobre todo cuando recordamos que el acto creativo mismo no lo legitima; pues la invención no se legitima sola, se produce en un campo institucional donde la autoridad está jerarquizada por una economía de poder, por valores garantizados por los sujetos instituidos en el campo —no obstante, el “seguir” la tradición prestigia al texto y lo articula de algún modo a la circulación del capital simbólico de la herencia apelada—. De ahí la importancia de los paratextos que acompañan todas las ediciones de los libros; los prologuistas, los presentadores de libros, los reseñistas, funcionan como una comunidad que autoriza el relato de este sujeto nuevo (Ramos, 2006). Además de los otros mecanismos de autorización del discurso, como la revisión de la historia patria a partir de la intervención en la memoria colectiva, para construir un espacio legitimador del relato y, sobre todo, el lugar ocupado dentro de la generación del 60.

Esto último le permite al yo autorial construirse como un sujeto legítimo, como un representante del grupo (guerrillero, estudiantil y del 60); por lo que puede convertirse en portavoz dotado del poder de hablar en nombre del grupo como uno solo (Bourdieu, 1999: 66). Por eso, la insistencia en recordar lo vivido, en la necesidad del ejercicio de memoria, en hacer valer su versión de la historia. De esta manera, el yo autobiográfico se apropia de una legitimidad y asume una función representacional, la de hablar en nombre de un colectivo.

Este yo autorial/autobiográfico prevalece y construye el discurso de un solo sujeto, de un yo individual, que sólo representa al colectivo para destacar su singularidad. Es decir, la guerrillera, la brave new woman, enuncia un discurso centrado en el yo y deja de lado a los otros. Y al hacerlo, logra acumular un capital simbólico para participar en la

lucha simbólica; a través del enfrentamiento de su visión política —“...de su versión de los hechos...” (Prieto, 2005: 1)— con las otras.

Como vemos, este relato se produce en la red de un discurso emergente que postula su estricta fidelidad a la experiencia “real” de lo vivido. Se erige en el orden de un discurso que, en su pugna por la legitimidad, reclama para sus palabras la visibilidad de la presencia de un sujeto nuevo que ha participado en un hecho “heroico”, que ha padecido por una causa, la revolucionaria. Así, Zago cuenta su experiencia guerrillera, autorizando su testimonio con el valor de lo vivido y la palabra.

De este modo, construye una narración definida —en términos de Bourdieu (1997)— como una inversión en el campo cultural, como recurso discursivo para abrirse espacio dentro del mismo, como una oportunidad para adquirir autoridad y poder en él. En este caso, la escritura es una tecnología que posibilita el salto a la vida pública y que decide, en el campo de la producción simbólica y cultural, la legitimidad del discurso.

Lo que hace este sujeto es invertir con su producción autoficcional —que le da la posibilidad de desplazar su voz del testimonio a la autobiografía y a la novela— en el campo simbólico y, con ello, lograr un considerable y ascendente capital simbólico que se traduce en términos de reconocimiento en un campo de acción cultural. Reconocimiento invertido en la academia, dado que fue profesora de la Escuela de Periodismo de la Facultad de Humanidades de la Universidad Central de Venezuela; y en el campo cultural ampliado (no elitesco, sino más bien en el borde de la cultura de masas, de la literatura para el gran consumo): las diversas ediciones de sus textos que fueron best selleres, su amplio consumo, las múltiples entrevistas realizadas a la autora, sus participaciones en los eventos literarios sobre la década violenta y la proposición de llevar ANPN a la pantalla cinematográfica, implicó un masivo reconocimiento que generó sin duda un capital simbólico importante. En un momento dado, la legitimidad de su voz resultó incuestionable.

Obtenida esta victoria, medida en términos de notoriedad mediática, se alcanza el reconocimiento que no se logró en el campo político. Con este capital simbólico asegurado, con esta voz legítima construida gracias a la apropiación de las estrategias discursivas de la narrativa regionalista, esta intelectual de izquierda puede aventurarse de nuevo a reinvertir en el campo político. De ahí que publicara La rebelión de los ángeles (1992) para recoger la impronta de la intentona golpista del 4 de febrero de 1992 —desde el nacimiento del Movimiento Bolivariano Revolucionario (MBR-200), nombre del grupo de militares que asumieron la responsabilidad de la asonada, pasando por su planificación y ejecución, hasta llegar a sus consecuencias—, fuera la directora de prensa de la campaña presidencial de Hugo Chávez Frías —fundador y cabecilla del MBR200— y formara parte de la Asamblea Nacional Constituyente durante el primer período presidencial del mismo; aunque tiempo después, tomara ostensible distancia del gobierno de Chávez y de su persona. Con este capital simbólico, ya Morela/Zago no es el sujeto autobiográfico precario, débil, dudoso, vacilante del que hablaba Molloy (1996).

ANEXOS

ENTREVISTA A ÁNGELA ZAGO

Realizada en la ciudad de Caracas en diciembre de 2005 por Adlin Prieto.

Su primer texto, Aquí no ha pasado nada (1972), ha sido leído como reportaje (Editorial Fuentes, 1972), testimonio (Beverley, 1987), híbrido reportaje-ficción (Freilich de Segal, 1973). ¿Cómo lo lee usted? ¿Cómo lo cataloga?

Lo catalogo como una narración basada en hechos reales, vividos por mi persona— como el resto de mi producción narrativa—, aunque es mi versión acerca de lo sucedido. No lo emparento con la literatura testimonial porque lo testimonial está dado a partir de que un escritor, le pregunta a un tercero acerca de sucesos que le hayan ocurrido a él y narra esos sucesos. Yo no entrevisté a nadie, yo di mi versión sobre los hechos que me ocurrieron a mí. Por eso, no considero que el texto sea un testimonio; por lo menos, no en esos términos.

Tal vez el hecho de que detrás del texto esté parte de mi vida —como sucede algunas veces en la literatura, la vida del escritor aparece en la ficción—, utilice la primera persona para narrar, emplee datos concretos como el nombre del pueblo larense El Olivo que es uno de los escenarios de Aquí no ha pasado nada, ubique el relato en una época determinada y tan cercana haya contribuido a esa lectura.

El libro tuvo mucho apoyo de los periodistas e incluso de algunos críticos que vieron en él un ejemplo de testimonio guerrillero. Pero, aún así, el texto no circuló en algunos círculos académicos venezolanos como tal. Una profesora de la Universidad de Minnesota ―que vino para la Universidad de Los Andes, Núcleo Mérida, a un evento que abordaba varios temas; uno de ellos, la literatura testimonial― me llamó desde Mérida para preguntarme por qué no me habían invitado a participar y para comentarme

que hubo una presentación sobre el testimonio venezolano y mi libro fue el gran ausente, quería una explicación. Yo le respondí que en Venezuela los intelectuales no me respetan como escritora; a pesar de haber publicado varios best-selleres, de mi participación en algunos eventos literarios y de las “buenas” críticas a mis libros. Sigo siendo para ellos la muchachita que escribió un texto testimonial.

En sus seis ediciones en español, el texto no ha sido corregido ni modificado. ¿Eso se debe a un criterio editorial o autoral?

Inicialmente, en la primera edición, que fue de Síntesis 2000, yo entregué el texto al profesor Alexis Márquez Rodríguez quien era uno de los editores y le dije que lo corrigiera antes de publicarlo; pues, para mí era necesario alejarme de la historia, de la vivencia. Cuando el texto apareció en 1972, yo ni siquiera lo leí. Por eso, sólo me enteré de que no había sido corregido cuando el profesor declaró que él había considerado no tocar el texto, pues estaba muy bien escrito y pensaba que tocarlo era dañino. Así que ese texto jamás se tocó.

Yo sólo leí la sexta edición, la que hace Planeta porque la editorial insistió, me mandó las pruebas y consideré que ya había pasado el tiempo suficiente para encontrarme con la guerrillera que fui.

Esta edición elaborada por Planeta presenta varios cambios en relación con las anteriores. No presenta las reseñas del texto—que en su mayoría lo ubican dentro del género testimonio— que se mantienen en las primeras cinco; las fotografías ubicadas al final y en relación con las reseñas, ahora aparecen intercaladas a lo largo del relato y algunas tienen leyendas; se cambia considerablemente el diseño de la portada y además se prologa ¿Por qué en esta última edición se hacen todas estas modificaciones?

Todos los cambios fueron decididos por el editor y yo accedí a ellos. Lo único que hice fue proponer al prologuista, cuando me preguntaron. Propuse a José Vicente Rangel quien en ese entonces era mi amigo por dos razones. La primera, la vinculación ideológica, la historia en común. La segunda, el hecho de que en su Expediente negro aparecen los nombres de algunos de los personajes de mi libro.

En una entrevista realizada por SUMMA a su persona en 1972, un mes antes de la aparición de Aquí no ha pasado nada (abril, 1972), usted expresó que su libro no era “… político ni militar…”, sino “…estrictamente personal…” pues eran sus “… experiencias en las guerrillas en los años 1964 y 65”. Entonces, por qué crea un ente ficcional, Morela, para contar la historia ¿ Es éste realmente un personaje o como señaló en Entrevistados de Carne y Hueso uno de sus nombres en el campo de batalla?

Sí, más bien lo último. Todos mis seudónimos comenzaban por M… yo me llamé: Mariela, me llamé Morela, me llamé… no sé si Maritza. Y Morela fue el seudónimo que utilicé por mucho más tiempo, por muchos más años. Lo dejé así por casualidad, porque era más fácil para mí manejarlo. Morela más que un ente ficcional es una especie de alter ego. Es mi yo guerrillera.

En esta misma entrevista agrega que “es necesario hablar de las guerrillas porque es una experiencia que mucha gente parece haber olvidado… hasta los mismos partidos de izquierda parece que se olvidaron de esa época”; pero, por qué y para qué recordarla.

Creo que todos los hechos relevantes para una persona y para la sociedad merecen ser recordados, merecen ser respetados. Los años 60’ a pesar de los errores cometidos en

ellos, marcaron la historia y la política venezolana; por eso, la historia de sus protagonistas, vencedores y vencidos, debe rescatarse.

Por eso, recurrí al profesor Joaquín Gabaldón Márquez, hermano del comandante Argimiro, que estaba dando clases de ética en el primer año de periodismo. Yo lo oía en clases y escuchaba la voz de mi comandante muerto; aquel que quise tanto y que consideraba tan importante para mi vida personal. Sus voces se parecían mucho. Un día, decidí conversar con él. Me le acerqué, me identifiqué y le dije profesor yo quiero hablar con usted porque creo que hay que decir la verdad sobre lo que pasó con la guerrilla y quería que usted me dijera quién puede escribir sobre eso y yo le doy los datos. El me dijo que lo escribiera yo y le respondí que no era escritora y agregó: solamente puede escribir quien tiene algo que decir, y si tú tienes algo que decir, escríbelo. Entonces, yo me puse a escribir Aquí no ha pasado nada.

¿Usted cree que este texto se inserta, de una u otra forma, en el proyecto de la izquierda cultural venezolana?¿Por qué?¿Cómo?

Sí. En ese momento lo literario y lo político estaban inevitablemente unidos y surgen textos donde lo político-social predomina, eso se evidencia en los manifiestos, los testimonios y los relatos de los guerrilleros. Aquí no ha pasado nada responde a ese fenómeno, al punto de que a partir de su publicación empiezo a participar en foros y discusiones sobre esos temas.

Yo llegaba a los foros y la gente se paraba a aplaudirme porque había llegado la guerrillera, la escritora… y eso era más importante. A lo mejor, si el texto no hubiese sido sobre guerrilla sino sobre otra cosa, yo no hubiese tenido tanta acogida. Pero, primero que el texto era mi calidad de guerrillera y el que me hubiese atrevido a hablar de la guerrilla; en una época donde, todavía, te podían meter preso; por ello, fue un hecho significativo. El tema era mucho más importante que la escritura, que el texto en sí.

En algún momento, en el foro que se realizó en 1972 sobre la literatura de la violencia, donde participó usted, junto con otros escritores que también han escrito sobre este tema, menciona que Aquí no ha pasado nada ha sido atacado, precisamente por lo político, aunque el texto no sea del todo político.

Sí. He insistido en que ese libro no es político sino el relato de mi experiencia guerrillera; no obstante la marca política es indeleble y atraviesa no sólo el texto sino mi persona. Al dejar la guerrilla, ingreso a un mundo social y político distinto del que provengo y caigo en cuenta de una verdad desconocida para mí y mis compañeros, de que el Partido no es lo que creíamos y las cosas no son blancas y negras. Y ante la opinión pública que manejaba el concepto de guerrillero en dos extremos ―eras un delincuente y por eso te fuiste a las guerrillas para acribillar a la gente o eras un héroe redentor y por eso te fuiste a la guerrilla para salvar al mundo―, consideré decir la verdad del mundo político que viví.

¿Qué implicó la aparición de Existe la vida (1989)?

El replantearme el rol de escritora. Ya no era una persona que había publicado un solo libro y que negaba ser escritora, ahora tenía un proyecto narrativo en manos. Sin embargo, no puedo asumirme como tal. No soy escritora, sino una periodista para quien es muy importante la profesión del periodismo y que ocasionalmente escribe narrativa.

Sus otros libros, Existe la vida (1989) y Sobreviví a mi madre (1997) son…

Las partes de la historia de Morela que no aparece en Aquí no ha pasado nada, el antes y el después de mi experiencia guerrillera. Los tres conforman un solo libro. Es más, si se pudiera reorganizar, el primero sería Sobreviví a mi madre; el segundo, Aquí no ha pasado nada; y el tercero, Existe la vida… así debería de ser la estructura… esa es la historia… claro, la historia lineal. Morela siempre está presente, permanentemente ahí. Necesitaba completar su historia y por eso escribí los otros textos aunque en ellos la

guerrilla no es lo central; en este caso me interesa la conformación del personaje Morela y su relación con la familia, sobre todo con la madre, y su reinserción en la sociedad luego de la experiencia guerrillera.

FOTOGRAFÍAS

Imagen 1 Fotografía Nº 1 de la primera edición de ANPN

Imagen 2 Fotografía Nº 2 de la primera edición de ANPN

Imagen 3 Fotografía Nº 3 de la primera edición de ANPN (En la sexta edición esta imagen es la primera en aparecer)

Imagen 4 Fotografía Nº 4 de la primera edición de ANPN (Esta imagen no aparece en la sexta edición)

Imagen 5 Fotografía Nº 5 de la primera edición de ANPN (Es la única que no tiene leyenda, no fue incluida en la sexta edición)

Imagen 6 Fotografía Nº 2 de la sexta edición de ANPN

Imagen 7 Fotografía Nº 3 de la sexta edición de ANPN

Imagen 8 Fotografía Nº 4 de la sexta edición de ANPN

PORTADAS

Imagen 9 Portada de la primera edición de ANPN

Imagen 10 Portada de la sexta edición de ANPN

Imagen 11 Portada de SAM

BIBLIOGRAFÍA

BIBLIOGRAFÍA DIRECTA

Zago, Ángela (1972). Aquí no ha pasado nada. Caracas: Síntesis Dosmil. Zago, Ángela (1973). Aquí no ha pasado nada. Cuarta edición. Caracas: Síntesis Dos mil. Zago, Ángela (1975). Aquí no ha pasado nada. Quinta edición. Caracas: Publicaciones Españolas. Zago, Ángela (1990). Aquí no ha pasado nada. Sexta edición. Caracas: Planeta. Zago, Ángela (1991). Existe la vida. Segunda edición. Caracas: Planeta. (1ª edición 1989). Zago, Ángela (1999). Sobreviví a mi madre. Segunda edición. Caracas: Warp Ediciones. (1ª edición 1997).

BIBLIOGRAFÍA INDIRECTA

Sobre Ángela Zago

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