A su excelencia el Ministro de Asuntos Exteriores de España. Madrid. Excelencia,

A su excelencia el Ministro de Asuntos Exteriores de España Madrid Excelencia, Llegado a territorio turco el 5 de junio de este año, me he preocup

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A su excelencia el Ministro de Asuntos Exteriores de España Madrid

Excelencia,

Llegado a territorio turco el 5 de junio de este año, me he preocupado de entregar un primer breve informe al Cónsul General de España en Estambul sobre la actividad que he desarrollado en la Legación de España en Budapest del 17 de diciembre 1944, fecha de la partida hacia Suiza del Encargado de Negocios Señor Ángel Sanz Briz, al 16 de enero de 1945, fecha de la llegada de las tropas rusas al cuartel de la capital húngara donde estaba la sede la Legación.

Creo ahora mi deber seguirlo de una relación más detallada, advirtiendo que no podré garantizar la absoluta exactitud de las fechas referentes a los hechos reseñados más adelante, ya que se han perdido todos los apuntes y los documentos en mi posesión. I En septiembre de 1943, en la eventualidad de un golpe de mano de la Gestapo alemana en contra del grupo de italianos fieles al Gobierno de Su Majestad el Rey, con el beneplácito del encargado de Negocios italiano, barón de Ferrariis, me presenté al que en aquel entonces era Primer Secretario de la Legación de España en Budapest Señor Ángel Sanz Briz, que ya conocía, para pedirle protección en caso de peligro inmediato, y dotarme de un pasaporte español para poderme ir a España. Con esta segunda finalidad tramité una petición al gobierno de Madrid, comprometiéndome a devolver el pasaporte justo después de haber entrado en territorio español, de presentarme inmediatamente a la R. Embajada de Italia para ser enrolado en el R. Ejército, y de dejar España en el menor tiempo posible. Cuando el 19 de marzo de 1944 el ejército alemán ocupó por la fuerza Hungría, el Señor Sanz Briz, para evitar mi segura detención y la consiguiente deportación a Alemania, me alojó durante dos semanas en la Legación. Al mismo tiempo el Ministro de España, Señor Mugiro, daba en el Gobierno húngaro los pasos necesarios para que se reconociera mi derecho a ser considerado como dependiente de la R. Legación de Italia y como tal, sujeto al internamiento provisional en espera de la repatriación a Italia del Sur, con el personal de la R. Legación que había conseguido sustraerse a la deportación a Alemania.

El 13 de octubre, cuando no había ya esperanza razonable de ser repatriado a la Italia liberada, conseguí escapar al internamiento e ir a Budapest. Los acontecimientos del 15 de octubre que concluyeron con la formación del Gobierno nazi de Szalasi me obligaron a esconderme, encontrándose mi nombre en la lista de los sospechosos políticos buscados por la policía. Por esa razón, a finales de octubre me presenté de nuevo delante del Encargado de Negocios Señor Sanz Briz. Él me otorgó un pasaporte ordinario español, que registré inmediatamente en la Oficina de

Extranjeros, volviéndome así, para los húngaros y los alemanes, ciudadano español de pleno derecho.

Ya que la Legación de España desarrollaba en aquel entonces una vasta y meritoria actividad de protección en favor de los judíos, me ofrecí para trabajar en esta labor humanitaria. El encargado de Negocios me contrató de buena gana, por supuesto sin retribución, dándome las necesarias patentes para la administración y organización de las casas protegidas españolas, donde se daba alojamiento a los judíos de cuya protección el gobierno de España se hacía cargo. Se me otorgó además otro documento que me calificaba de funcionario permanente de la Legación. En breve me ocupé de todo cuanto estaba relacionado con la protección de los judíos. Este trabajo me llevó gradualmente a tomar contacto con las autoridades del Gobierno y del partido nazi húngaro (nyilas) en la doble calidad de funcionario de la Legación de España y ciudadano español. II El 6 de diciembre el señor Sanz Briz dejó Budapest para mudarse a Suiza. Formalmente, la Legación de España se iba, por lo tanto, a encontrar paralizada, echando a faltar la presencia y la obra de un diplomático regularmente acreditado ante el Gobierno de Budapest. Por otro lado, la falta de empleados cristianos hacía imposible también el desarrollo de la práctica de la administración ordinaria. Toda la organización protectora creada en favor de los judíos húngaros, que se habían puesto confiadamente bajo la tutela de la representación española, amenazaba así de disolverse, abandonando a millares de infelices indefensos a las persecuciones nazis. Nótese que las casas españolas reunían en aquel entonces cerca de tres mil protegidos, en los siguientes edificios: Légrady Karoly ucca 25 = 35 = 44, Pannonia ucca 44 = 48, Navaj Laios ucca 4, Phonix ucca 5, Szent Istvan Park 35.

En el acto de su partida, además, el Señor Sanz Briz no me había dado particulares instrucciones al respecto. La señora Tourné, canciller ayudante de la Legación, seguramente las tenía, pero ella no consideró oportuno darlas a conocer por razones que me son aún desconocidas. También el abogado Farkas, abogado y hombre de confianza de la Legación, decía no saber nada. Finalmente no se tiene que descuidar el hecho de que el Ministerio de Asuntos Exteriores húngaro no se hacía ilusiones sobre la causa efectiva que había inducido el Señor Sanz Briz a partir para Suiza. Sabía que, con aquel expediente, el gobierno español quería evitar un hecho que comportaba el explícito reconocimiento del gobierno Szalasi, o sea el requerido desplazamiento de la Legación a Sopron, nueva Sede del Gobierno húngaro, como habían hecho ya las Legaciones de Alemania, de la Italia republicana, de Eslovaquia, de Croacia, del Japón y de la Francia de Laval. Como si no bastara, el 6 de diciembre por la mañana había llegado al Ministerio de Asuntos Exteriores húngaro un telegrama de Madrid en el cual un ciudadano húngaro, presentándose por iniciativa propia al Gobierno español como representante diplomático de su país, se quejaba por no haber sido ni siquiera recibido. No es difícil entender cómo por todo esto se alimentara una evidente incomodidad entre el Gobierno húngaro y la legación española, que podía en breve y fácilmente ser mortal para la salvaguarda de los judíos protegidos.

En estas condiciones, consciente de la responsabilidad y del riesgo que tomaba, decidí hacer cuanto estaba en mis posibilidades para salvar a los protegidos de España. Considero interesante exponerle con detalle los hechos ocurridos el 7 de diciembre, día siguiente a la partida del Señor Sanz Briz, que influyeron sobre la decisión de hacerme parte activa en la gestión tutelar de la Legación de España. A las 8 horas de la mañana el comandante de la Policía del V Barrio, zona donde se encontraba el gueto internacional, me había declarado no tener ninguna orden de proceder contra las Casas Españolas, y que por lo tanto los judíos protegidos por el Gobierno de España no habrían sido deportados. Ayuda observar que el mayor Tarpataki, Comandante de Policía de dicho barrio, de origen polaco, era de tendencias anti alemanas y que yo le conocía desde hacía dos años. Hacia las once horas, entrado en el edificio de Légrady Karoly ucca 33, con gran sorpresa por mi parte, me encontré en cambio la Casa ocupada por la Policía y por la Milicia nyilas (Partido de la Cruz Flechada) y todos los protegidos, incluidos mujeres y niños, a punto de ser deportados. En aquel momento pensé que ya no había nada que hacer, y que había que resignarse a dejar a aquellos desgraciados a su destino. Yo no disponía, en realidad, que de los tres documentos ya mencionados para intentar salvar la situación: el pasaporte ordinario español, la declaración del señor Sanz Briz que me calificaba de funcionario permanente de la Legación, y el acto con que se me confería la administración y organización de las Casas Protegidas, y consideraba tales documentos insuficientes para hacer frente a la gravedad de la situación. Sin embargo el dramático espectáculo que se me presentó y la idea del menoscabo que habrían padecido, por consiguiente, la Legación española y mi nombre abandonando a los protegidos en manos de aquellos bandidos después de haber hecho que se hicieran ilusiones durante tanto tiempo, me convenció que alguna cosa se debía hacer. Por lo tanto mandé a todos los protegidos que me habían rodeado llorando e implorando, volver a sus pisos y esperar allá con confianza y serenidad. Alcancé después al oficial de policía encargado de disponer la deportación y le hice la siguiente declaración: la Casa estaba protegida por el Gobierno español y tal protección era reconocida por el Gobierno Húngaro y, por lo tanto, en calidad de representante del Gobierno de España, me oponía a su deportación. Añadí que cediría tan sólo delante de una orden escrita del Ministerio de Asuntos Exteriores pero que, faltando esto, me pondría delante de la puerta para impedir la evacuación de la casa. Para ejecutar esa medida se habría hecho necesario usar la violencia en contra de mi persona. Frente a mi postura enérgica, el oficial aceptó suspender la evacuación para darme el tiempo de tratar con las Autoridades de Policía y del Partido que supervisaban las operaciones de deportación en la zona del Gueto internacional. Después de una viva discusión y de una llamada telefónica que el Delegado del partido hizo al Ministerio de Interior, obtuve de estas autoridades la suspensión, durante cinco días, de cualquier tipo de operación de policía en contra de los protegidos españoles y la restitución inmediata de alrededor de 300 protegidos que, mientras tanto, se había hecho salir de otras dos casas; y la certificación, por parte de los exponentes del Partido que sus organizaciones habrían, mientras tanto, respetado nuestras cartas de protección. En este tiempo debería aclarar las relaciones entre la

Legación de España y el Ministerio de Asuntos Exteriores húngaro y llegar a un reglamento definitivo sobre la cuestión de los protegidos cuyo número, decían la Policía y el Partido nyilas, no tendría que sobrepasar los trescientos. (Un decreto de algunos días antes daba a las formaciones armadas de Partido calidad y funciones de policía). Cuando ya había obtenido este primer importantísimo resultado, volviendo a entrar en la Legación, me informaron de que el Señor Danielsson, ministro de Suecia en Hungría, había estado en nuestras Oficinas. Él se había apresurado a que le entregaran 17.825 francos suizos que formaban parte del patrimonio líquido de la Legación, sin dejar recibo, pero prometiendo a la señora Tourné y al abogado Farkas, enviarlo más tarde, cosa que jamás hizo. Había pretendido la entrega de los valores en depósito existentes en caja; pero afortunadamente la señora Tourné se había negado. Finalmente, el Ministro Danielsson había prometido enviar cada día un secretario suyo de la Legación para asistirnos en los negocios más delicados. Según los acuerdos existentes entre el Gobierno de Madrid y el de Estocolmo y los acuerdos tomados directamente entre el Señor Sanz Briz y el Ministro Danielsson, la Legación de Suecia, de hecho, debía hacerse cargo de la gestión de la representación y proteger los intereses del estado español en Hungría. El Doctor Farkas, la señora Tourné, informados de cuanto yo había hecho, y yo, decidimos, en cambio, recorrer a la intervención del oficial de la Legación de Suecia tan sólo en casos extremos mientras yo me presentaba al Gobierno Húngaro como representante de España con la finalidad de aprovechar hasta el final la situación favorable que inicialmente se había creado por la mañana. Por otro lado, debíamos considerar que las relaciones entre la Legación de Suecia y el Gobierno húngaro, que jamás habían sido buenas, se habían agravado justamente esa mañana, hasta el punto de hacer temer la ocupación de los locales de aquella representación por parte de fuerzas armadas nyilas, como de hecho ocurrió más tarde. (De todos modos, el Secretario de la Legación sueca, como consejero, no se dejó ver nunca en la Legación de España). Al mismo tiempo debíamos tener en cuenta que no sabíamos nada de ninguna disposición del Gobierno español tendente al cierre de la Legación; sin embargo, sin relaciones oficiales con el Gobierno Húngaro, la Legación se encontraría imposibilitada para desarrollar cualquier actividad y obligada a abandonar, por consecuente, el trabajo de protección. La decisión de confiarme la protección de los judíos que se habían puesto bajo la égida de España y que, por consiguiente, perjudicaba el mantenimiento de las relaciones con el Gobierno húngaro y con las autoridades locales, se tomó por el natural y diría espontáneo confluir de un triple orden de circunstancias: la susodicha intervención mía (resultada así de eficaz, aunque en vía provisional para la suspensión de las medidas de deportación), que hacía vislumbrar unas cuantas posibilidades de acción; la duda, incluso excesivamente fundada, sobre el interés real sueco, y finalmente, pero no menos importante, la necesidad de actuar sin demora delante del continuo agravarse de la situación. El mismo día, en aplicación inmediata de las decisiones tomadas, acompañado por el Abogado Farkas, visité al jefe del Partido de la Cruz Flechada, Dr. Göra, con el

cual había ya tratado en distintas etapas para cuestiones relativas a los judíos protegidos, y le entregué 25.000 pengos que el Señor Sanz Briz había dejado con la finalidad de devolverlas al Partido en favor de los prófugos de la guerra. El gesto causó buena impresión sobre el Dr. Göra y lo aproveché para hablarle de la cuestión de las deportaciones, declarando que el Gobierno Español estaba ciertamente lejos del sospechar que sus protegidos pudiesen ser deportados o matados y que, de todas formas, aquella misma noche habría informado a Madrid del incidente ocurrido por la mañana. Él me contestó que había dado orden a todas las formaciones armadas y a otras organizaciones del Partido de respetar y proteger las casas y los protegidos españoles, haciéndome notar, sin embargo, que él no podría asumir la responsabilidad en caso que los judíos se hicieran encontrar por la calle en horas no permitidas por la ley o sin la estrella amarilla reglamentaria. Al término del coloquio averigüé con satisfacción que el Dr. Göra o no conocía o no daba importancia a la partida del señor Sanz Briz y que se había dado un paso adelante en ganar la comprensión y el apoyo de la única persona que en esos momentos tenía influencia sobre el Gobierno. El Dr. Göra, entre otras cosas, me dijo que consideraba la protección de los judíos en Hungría muy útil para el movimiento Falangista en tema de política internacional. Sin entrar en el mérito de la cosa, ya que mi objetivo era salvar unos hombres y hacer así una obra humanitaria que pudiese tornarse en ventaja moral del pueblo español, me aproveché sin embargo al máximo de esta opinión suya. III El día siguiente, 8 de diciembre, junto con el abogado Farkas me dediqué al estudio de la cuestión de la protección en todos sus aspectos, examinando todas las notas verbales y los otros documentos que se habían intercambiado anteriormente con el Ministerio de Asuntos Exteriores húngaro y los expedientes que el señor Sanz Briz había enviado a Madrid. Del examen de estos documentos constaté que en las futuras negociaciones con los órganos del Gobierno húngaro y del Partido, no me quedaba otra opción que seguir las pautas trazadas por el señor Sanz Briz. Efectivamente la cuestión de la protección de los judíos había estado fijada por él con incomparable habilidad, inteligencia y firmeza, y no me detengo sobre el tema ya que seguramente es conocida por vuestra excelencia en sus detalles. El día 9, después de haber cumplido el control de los protegidos y ultimadas las listas relativas, dada una apariencia diplomática a mi pasaporte con la aposición de algunos sellos encontrados en la Legación, me fui al Ministerio de Asuntos Exteriores acompañado por el abogado Farkas, el cual durante la mañana había tenido una larga conversación informativa con un viejo amigo suyo, oficial de policía, que en aquellos días se había convertido en jefe de la oficina para la deportación de los judíos. Este funcionario, dispuesto a atenuar las graves disposiciones que el Ministerio de Interior iba emanando a diario a cargo de los judíos, le había aconsejado regular la cuestión con el Ministerio de Asuntos Exteriores, único ente que podía todavía ejercer una función de moderación. De todas formas, presentándonos al Ministerio podíamos siempre ganar tiempo de una forma u otra. Fuimos inmediatamente recibidos por el Jefe de Gabinete del Ministerio. El ministro aquel día estaba en Sopron, donde el jefe de Estado. El jefe de Gabinete nos

dijo enseguida que había oído, con pesar, que un ciudadano húngaro de cierta importancia, presentándose al Gobierno español con el objetivo de seguir con las normales relaciones diplomáticas entre Hungría y España, no había sido acogido con la debida consideración. Añadió tener, pues, la impresión que la partida del señor Sanz Briz fuese un acto poco claro y expresó la duda que las relaciones húngaro-españolas no fuesen normales, ya que seguía faltando el reconocimiento formal del Gobierno Szalasi. Le contesté observando que no se prosiguen normales relaciones diplomáticas entre dos países por iniciativa de un ciudadano privado y que, a pesar de no conocer perfectamente la cuestión, podía sin embargo remarcar que el insólito paso dado por esta persona estaba en abierto contraste con la petición de “execuátur” que el Ministerio de Asuntos Exteriores húngaro había presentado ya a través de nuestra Legación, y que esta petición concernía otro nominativo. Ya que el jefe de Gabinete no replicaba, le rogué que levantara acta de las siguientes declaraciones: a. no era verdad que el Señor Sanz Briz hubiese dejado Hungría para siempre, y de eso él había informado a los funcionarios que hasta pocos días antes habían estado presentes en el Ministerio de Exteriores. Se había alejado para encontrarse con sus compañeros españoles de Alemania, Suiza y Francia y en un par de semanas volvería; b. comunicaba formalmente al Ministerio de Asuntos Exteriores húngaro que me había hecho cargo de la dirección de la Legación durante la ausencia del Señor Sanz Briz, con sus mismos poderes y prerrogativas; c. por lo que concernía a la cuestión del reconocimiento del Gobierno Szalasi, nada había cambiado y con tal objetivo llamaba la atención sobre una carta que el señor Sanz Briz había dirigido al Ministro de Asuntos Exteriores, barón Kemeni, a primeros de noviembre; d. el Gobierno español no podía limitarse a proteger sólo algunos centenares de judíos, porque los sefardíes, los emparentados con ciudadanos españoles, los vinculados a España por actividades culturales, artísticas y comerciales eran varios millares. Puesto que los judíos en Hungría estaban proscritos, sin nacionalidad, el estado español consideraba los pertenecientes a las susodichas categorías como súbditos suyos con pleno derecho. Con respecto a esto no veía cómo el Gobierno Húngaro, tras haber privado de la nacionalidad a una categoría de sus ciudadanos, pudiera oponerse a que adquirieran la de otro país; e. el Gobierno de España habría sido obligado a pesar suyo a replantear el conjunto de las relaciones con Hungría en caso de que el problema de los protegidos no tuviese una rápida solución satisfactoria. Con respecto al punto c.), llamo la atención sobre el hecho de que examinada la documentación existente en la Legación y por todo cuanto me había dicho con anterioridad el señor Sanz Briz, me había resultado claro que el Gobierno español no entendía reconocer “de jure” el gobierno Szalasi, si no que quería tener contactos con el objetivo de poder participar en la protección de los judíos

y esto había llevado al automático reconocimiento “de facto”. La carta decía que era voluntad del Gobierno español seguir con las normales y tradicionales y amistosas relaciones con el pueblo húngaro, sin embargo no comprometía formalmente el Gobierno de Madrid tan solo apuntaba a asegurar la empezada protección de los judíos.

El ministro de Exteriores Kemeny, por cuanto está en mi conocimiento, no lo había avisado. Por otro lado yo conocía la razón que había llevado el señor Sanz Briz a dejar Hungría; el cinco de diciembre él había recibido una nueva firme invitación, de forma escrita, de trasladarse con la Legación en una localidad cerca de Sopron donde ya se encontraban el jefe de Estado y el jefe del Gobierno y los diplomáticos del Eje. Ese tipo de traslado aparecería a los ojos de todo el mundo como un reconocimiento “de jure” del Gobierno Szalasi; por eso la decisión de Sanz Briz de dejar Hungría. Estoy convencido de que la ulterior estancia en Budapest del encargado de Negocios habría acabado con hacer entender también a los incompetentes ministros y funcionarios nyilas las verdaderas razones de la negativa a trasladarse, comprometiendo irremediablemente la protección de los judíos, única razón que justificaría todavía la presencia en Budapest de la Legación de un país civilizado. Por otra lado, entendía también en qué medida el gobierno español, tanto por sentimientos humanitarios como por razones de política internacional, estaba interesado en seguir adelante con la protección de los judíos y en su favorable cumplimento. Volviendo a mi conversación con el jefe de Gabinete, él a pesar de que me hizo entender que consideraba una amenaza el punto e.) (yo hice una seña afirmativa), dijo que levantaba acta con satisfacción e interés de cuanto le había declarado y añadió que sin duda el Gobierno húngaro habría coincidido con los desiderata españoles, y que él mismo hablaría con el Ministro, ausente en aquellos días, y que en pocos días me sería comunicada la decisión definitiva, que sin duda sería acomodaticia. Mientras tanto me rogaba discutir los detalles de la cuestión con el jefe del despacho político del ministerio, doctor Cir, que había estado presente en el coloquio. Los funcionarios del Ministerio con los que la Legación había tenido ordinariamente relaciones, o habían alcanzado la sede nueva del Gobierno o, en las anteriores veinticuatro horas, se habían refugiado en las varias Legaciones neutrales. El doctor Cir pide, en mi presencia, orden para telefonear a las autoridades competentes, de no proceder en contra de los protegidos españoles sin previo consenso del Ministerio de Asuntos Exteriores, precisando que era interés del Gobierno húngaro mantener buenas relaciones con España. Fijamos pues los términos del acuerdo para someter a la aprobación del Ministro; rechazada una propuesta suya dirigida a la formación de una Comisión Ministerial encargada de juzgar cuáles eran los judíos que tenían derecho a protección, puesto que le hice observar que la competencia pertenecía únicamente al Gobierno Español por el trámite de su representación diplomática, ya que se trataba de apátridas, decidimos que desde la Legación de España no serían emitidas otras cartas de protección a no ser en casos excepcionales y que, de todas formas, no sería incrementado el número de las casas protegidas salvo que surgiese la necesidad de crear un hospital. Dentro de unos días habría vuelto para obtener la respuesta definitiva del Ministro. El paso

dado era grave; sin embargo estaba seguro que la caída de la capital era inminente. Por otro lado si mi posición hubiese levantado sospechas en los húngaros habría enviado una carta a través de un mensajero suizo, que la Legación helvética me había puesto a disposición, al Ministro de España en Berna para rogarle que me facilitara un documento que me diera, por lo menos, un larvado parecer de legalidad. Puesto que sabía que el señor Sanz Briz en aquel entonces estaba en Berna, pensaba que la cosa se habría resuelto fácilmente. Por la tarde me llamaron con urgencia de la casa protegida de Szent Istva, Park 35 que había sido ocupada por la policía, pero como había imaginado, se trataba de un simple control ordenado por el Ministerio de Asuntos Exteriores. IV Con la finalidad de evitar incidentes que hubieran podido comprometer nuestro trabajo, di a las casas protegidas severas disposiciones: la colocación en la puerta de cada casa protegida de un cartel, vistoso y solemne, que reprodujera la bandera de España con escudo; la prohibición de dejar entrar en las casas personas que no estuvieran en posesión de la carta de protección completa del boleto de alojamiento; la entrega inmediata de cada arma de fuego y blanca; la prohibición de salir en horas no permitidas por la ley; la máxima limpieza y orden en los alojamientos; los infractores habrían sido inmediatamente expulsados junto con los protegidos encargados del mantenimiento de la disciplina. Cada casa debía tener una lista siempre puesta al día de los protegidos ingresados.

Establecida esta rigurosa disciplina, los controles realizados por la policía bajo orden del Ministerio de Asuntos Exteriores o del Partido no dieron lugar a graves incidentes y todos los protegidos que se encontraban en las casas protegidas el día 7 de diciembre, o que fueron admitidos luego, pudieron salvarse con excepción de una veintena de personas.

Déjenme ahora comentar la posición de privilegio que tuvieron los protegidos españoles con respecto a sus correligionarios que se habían confiado a otras legaciones protectoras. Cuando, después del 15 de octubre de 1944, se tuvo que proceder con urgencia a la protección práctica de los judíos de Budapest amenazados de deportación y, en cualquier otro momento de muerte, ya que matar judíos se había vuelto en Hungría una cosa simple y casi meritoria, las representaciones diplomáticas neutrales y en particular la sueca y la suiza, confiaron el encargo a específicos comités israelitas. Este error inicial hecho por superficialidad, incomprensión e irresponsabilidad, dispuso mal a las autoridades gubernativas húngaras, de las cuales dependía, desafortunadamente, el éxito o el fracaso de la labor de protección. La cuestión no se trató con inteligencia y tampoco con aquel mínimo de pasión que era necesaria para su buen éxito. No es cierto que la ideología imperante en el país que una determinada Legación representaba influyera más o menos favorablemente en la compleja cuestión. En Budapest empezaron a abundar varias Oficinas suecas y suizas; los jefes, los funcionarios y los empleados eran israelíes, que se agitaban en todas las direcciones con la única finalidad de asegurar su propio porvenir y no se preocupaban de la muchedumbre de los perseguidos si no era para realizar ilícitas

ganancias. Sin embargo mas allá de esto estaba claro que en aquellos momentos los judíos eran los menos adecuados para protegerse y para tener relaciones con las autoridades húngaras fieramente antisemitas. No obstante, y a pesar de las graves consecuencias, las dos Legaciones, suiza y sueca, siguieron en su error hasta el final.

Las susodichas oficinas estaban encargadas de la distribución de las cartas de protección y de la organización, administración y suministro de alimentos en las casas protegidas. Muy pronto la Legación suiza emitió, a través de estos órganos, alrededor de 40.000 cartas de protección, buena parte de las cuales eran falsas. La Legación sueca también emitió un gran número de las mismas, aunque no en similar medida. En general este sistema se sometía a miserables abusos: demasiado a menudo las cartas de protección de estas dos legaciones se obtenían tan solo pagando significativas cantidades de dinero. Acerca de estas inmorales especulaciones había reunido una importante documentación parte de la cual se ha destruido en el incendio de la mansión de Buda, residencia del Encargado de Negocios Español, donde yo me alojaba como su invitado, y la restante parte ha desaparecido en la Legación. En nuestras casas vivían un gran número de protegidos suizos y suecos a los cuales dimos después la protección española. Buena parte de aquellos me había dejado declaraciones afirmando haber pagado millares de pengos para las cartas de protección, mencionando también los nombres de los miembros de los varios despachos que efectuaban similares perversos comercios. El abogado Farkas y yo tuvimos ocasión de constatar que, durante el asedio de Budapest, con los alimentos de la Cruz Roja suiza se hacía mercado negro.

Las autoridades húngaras y el público sabían todo esto; se puede imaginar qué gran disminución de prestigio causaba a los representantes diplomáticos de estos países que, si no eran directamente acusables de lucro, lo eran de incomprensible superficialidad y pasividad. Además las Legaciones de Suiza y Suecia no habían reservado a la cuestión judía el interés y la actividad que eran necesarias y no habían sabido, o no habían querido saber aprovechar aquellas formidables ventajas que se derivaban, para la primera del hecho que ejercía la protección de los intereses anglosajones y para la segunda, del ejercicio de la protección de los intereses rusos e italianos. Procede de eso que las dos citadas legaciones abundaron de cartas pero no de protección y que el parcial éxito obtenido se debió en cada momento a la actividad de la Legación de España que, siendo siempre la primera en enfrentarse a las cuestiones más espinosas, creaba de esta manera un precedente al cual estas podían referirse.

El señor Sanz Briz en cambio organizó la protección de forma muy distinta. Las cartas de protección las otorgaba directamente la Legación y el personal auxiliar, en total una docena de personas escogidas entre los protegidos que daban mayor garantía de seriedad y honestidad, estando bajo el control continuo y vigilancia del encargado de asuntos, de la señora Tourné y del abogado Farkas. Además el personal auxiliar por ninguna razón podía salir del edificio de la Legación. En las relaciones con las Autoridades la Legación de España prefería el sistema de los contactos continuos, de la cordialidad y de la persuasión; sin embargo cuando era necesario, tanto el señor Sanz Briz como yo mismo éramos firmes. La

voluntad de conseguir el objetivo, el contacto constante con los perseguidos y la visión diaria de su trágica suerte junto con la integridad y honestidad de nuestra gestión, nos han llevado a ganar fuerza moral e indudable estima. Poniéndonos en el lugar de quien sufría, sostenidos de la fama de rectitud que nos acompañaba, habíamos ganado aquella gran batalla político-humanitaria porque lo hemos querido tenazmente y porque nuestro esfuerzo cotidiano no estuvo destinado a otra cosa que a salvar vidas humanas. Facilitaron nuestra labor también una serie de afortunadas circunstancias de las que supimos hábilmente y tempestivamente aprovechar. No maravillará, pues, la diferencia de trato hacia nuestros protegidos con respecto a los de otras legaciones neutrales. V Mientras tanto, en los días siguientes, la situación se hacía trágica. Millares y millares de judíos, hombres y mujeres eran arrancados de las casas protegidas suizas, suecas y vaticanas: los más jóvenes deportados a Alemania, los ancianos y los niños amontonados en el Gueto común, sin medios alimenticios ni sanitarios. Muchos otros, mientras, se mataban en las numerosas prisiones del partido de la Cruz Flechada. Delante de esta situación, teniendo en consideración que la cuestión del exequátur español al propuesto Encargado de Negocios húngaro en Madrid habría podido darnos buen juego con el Gobierno húngaro, decidí aprovecharlo en favor nuestro. Llevé entonces conmigo la petición hecha por el Gobierno húngaro y la copia de un telegrama que la Legación había enviado al Ministerio de Asuntos Exteriores de Madrid a primeros de diciembre en el cual se comunicaba el deseo del Gobierno Szlasi de acreditar, cuanto antes, un representante suyo en Madrid y se pedía una contestación rápida, y me presenté al doctor Cir con la finalidad de obtener las esperadas garantías acerca del problema de los protegidos. El doctor Cir, hombre de Partido, había asumido, en aquellos días, también las funciones de jefe de Gabinete en la parte del ministerio que se quedaba en Budapest. El abogado Farkas, se abstuvo del acompañarme declarando que sería mejor evitar ulteriores contactos con las autoridades, por miedo a que su origen israelítico pudiera perjudicar la labor. Dando a conocer al doctor Cir el texto del telegrama y el documento procedente de su Ministerio, le hice entender que con similar acto entendía disipar cualquier duda sobre la buena voluntad de la Legación de España, pero que lógicamente el exequátur dependería en gran parte de como el Gobierno húngaro considerara la cuestión de los judíos protegidos por España, cuestión que suscitaba graves preocupaciones por parte de mi Gobierno. Le declaré además que no podía enviar a Madrid la solicitud pedida por él sin tener definitivas garantías de que el problema habría sido solucionado con plena satisfacción. Mi interlocutor, alejándose unos minutos para interpelar el Ministro Kemeni, cuando volvió me dijo que el Ministro rogaba a la Legación de España telegrafiar a Madrid la solicitud del exequátur y me informó que el Gobierno húngaro se comprometía a satisfacer al Gobierno español acerca de la cuestión de los protegidos. Teníamos, decía, un avión para que partiera el encargado de Negocios, que se me presentó. Además el Ministro deseaba tener, en su primer viaje a Budapest una entrevista conmigo para informarme de algo que estaba todavía bajo estudio en Sopron. Prometí telegrafiar enseguida y dije que esperaba del

Ministerio una nota escrita confirmando cuanto se me había dicho oralmente. Dicha nota la llevaron una hora después a la Legación. Además hice observar al doctor Cir que, con la finalidad de ganar tiempo, visto el estado de las comunicaciones y las dificultades existentes en territorio francés, la respuesta no llegaría en menos de quince días; él contestó que, puesto que en aquellos días había empezado una acción para rechazar a los rusos que ya habían llegado cerca de la capital, esperarían con tranquilidad. Por lo que después me dijo el doctor Cir entendí que era intención del Ministro de Asuntos Exteriores húngaro establecer, a través del propuesto encargado de Negocios de Madrid, no sé bien qué tipo de primeros contactos con los Aliados. Me imagino que de esto quería hablarme el Ministro Kemény, pero por el precipitar de la situación, la entrevista no tuvo lugar. Por mi parte, procuré no enviar ningún tipo de telegrama a Madrid por miedo a complicar las cosas, puesto que mi nombre y mi actividad eran completamente desconocidos para el Gobierno Español y además no poseía la clave para el cifrado. El juego era seguramente peligroso, tan peligroso que hacia la Navidad decidí irme a Viena para conferenciar con aquel Cónsul General español para rogarle que informase al Gobierno de Madrid sobre cuanto ocurría en la Legación de Budapest y para que confiriera a mi actividad y a mi persona un carácter oficial. Después de haberme asegurado con audacia el apoyo del Ministerio de Asuntos Exteriores, tuve que pensar cómo regular de forma satisfactoria las relaciones de la Legación de España con el Partido de la Cruz Flechada. Ya no era posible evitar contactos casi diarios con sus órganos puesto que, en general, el Gobierno no tenía autoridad suficiente para hacer respetar las disposiciones moderadoras que de vez en cuando emanaban bajo presión del cuerpo diplomático y, especialmente, de la Legación de España. Las garantías del Ministerio de Asuntos Exteriores no eran nunca suficientes, había que obtener de forma práctica el apoyo del Partido. Por esta razón procuré entretener constantemente, a pesar de tener un fuerte sentimiento de repugnancia, contactos cordiales con la Dirección Central del Partido y con sus organizaciones de barrio que más se interesaban por la cuestión judía. La persecución de los judíos, que en aquellos últimos tiempos eran considerados como verdaderos bandidos, ofrecía amplias posibilidades a toda una numerosa fila de ladrones, asesinos, sádicos e invertidos de encontrar en el expolio, en la muerte y en los atroces sufrimientos de estos desgraciados, la ocasión de enriquecerse y, al mismo tiempo, el alivio a sus bestiales instintos. Más de una vez tuve que conversar con individuos de los cuales se conocía la costumbre de pasar la noche torturando y matando hombres, mujeres y niños. Judíos protegidos por España que, presos por los nyilas, yo conseguía liberar después de que hubieran pasado algunas horas en una de aquellas innumerables prisiones del Partido, volvían a las casas en condiciones gravísimas; generalmente tenían la cara desfigurada por los golpes recibidos y múltiples fracturas en las articulaciones del tórax. En el cuartel Radeski, todas las noches, un grupo de sádicos violaba, previas fustigaciones y otras torturas, decenas de jovencitas, algunas de poco más de diez años, que luego mataban; en otros lugares grupos de invertidos hacían la misma cosa con chicos. De estos tratos bárbaros fueron desgraciadamente víctimas también algunos protegidos españoles de ambos sexos.

Venciendo pues el fuerte disgusto que me procuraba el contacto con individuos similares, manteniendo buenas relaciones con la Dirección del Partido, pude conseguir que su Organización del V distrito asumiera la vigilancia de nuestras casas protegidas para evitar que fuesen meta de incursiones por parte de sus dependientes o de otras bandas armadas de ladrones, asesinos y viciosos. Esta vigilancia permitió que nuestras casas gozaran de una casi perfecta tranquilidad. En las relaciones con el Partido ayudó el ya mencionado pago de 25.000 pengos. El jefe del Partido de la Cruz Flechada, envió a la Legación a su secretario para dar las gracias, en nombre de los prófugos de Transilvania, y para presentar las disculpas por el intento de violación de una de las casas protegidas por parte de milicianos del Partido. Esta visita me convenció de que Gobierno y Partido estaban de acuerdo en desear mantener buenas relaciones con la Legación de España y que por lo tanto no debía tener, por lo menos de momento, grandes temores. Por otro lado, convencido más que nunca que la carta de protección no bastaba en sí misma, controlaba de cerca a nuestros protegidos. Por lo menos una vez al día, con estudiada ostentación, me iba a visitar nuestras casas; durante estas visitas se daba siempre la ocasión de hablar con Oficiales de Policía y Funcionarios del Partido que tenían el encargo de efectuar razias en la casas protegidas por otras Legaciones y en el barrio y se aprovechaban de estos momentos para hacer obra de moderación usando con esa finalidad los argumentos más disparatados. Muchas veces intervine con éxito a favor de grupos de deportados protegidos por otras legaciones que, viendo la bandera española izada sobre mi coche, se dirigían a mí puesto que sus protectores evitaban intervenir directamente en su favor y no visitaban nunca aquellos lugares de dolor. Con la finalidad de preservarme de cualquier sorpresa, me aseguré la colaboración del Comandante de Policía de aquel barrio, el mayor Tarpataki. Ya que él, un día me confesó que se le obligaba a cumplir aquella ingrata tarea bajo amenaza de muerte y que estaba preocupado por lo que le pasaría cuando los Rusos ocuparan Budapest. Puesto que yo había podido conocer y apreciar su obra moderadora durante aquellos atormentados días, le aseguré que lo defendería (de hecho cuando le prendieron, presenté al Jefe de la Policía política húngara un memorial en su defensa). Él se comprometió a avisarme enseguida si recibía órdenes de actuar en contra de los protegidos españoles y a retrasar su ejecución por lo menos durante 48 horas. Adquirí de esta forma la certeza, confirmada por los hechos, de que la cuestión de los protegidos estaba resuelta y que, por lo menos de momento, no me habría dado grandes preocupaciones. Tengo sin embargo que recordar aquí aún una serie de procedimientos y de decisiones complementarias a la labor arriba delineada, tomadas en aquellos días, en sus estructuras fundamentales. La más importante era la que involucraba a los niños.

Así, emití otros centenares de cartas de protección, decidido a continuar mientras hubiera sitio en nuestras casas; hice que me devolvieran muchos prisioneros de las casas del Partido (a la espera de ser ejecutados) o de la Gestapo, o encerrados en el Gueto común; para cada expedición de judíos hacia Alemania me iba a la

Estación para retener a nuestros protegidos que, con anterioridad, hubiesen sido presos abusivamente; organicé un rápido eficaz servicio entre las casas protegidas y la Legación con la finalidad de ser informado inmediatamente en caso que tuvieran lugar violencias, detenciones, etc. (en aquel barrio no funcionaba el teléfono). Por otro lado, me negué a seguir con la adhesión al “Comité de Cooperación entre las Legaciones neutrales” (España, Suecia, Suiza, Vaticano, Portugal) que se había formado a primeros de diciembre y que había sido reconocido por el Gobierno húngaro con prerrogativas diplomáticas, porque me di cuenta que no tenía otra finalidad que crear coartadas antifascistas a un determinado grupo de ciudadanos húngaros sin aportar nada más a la resolución de los varios problemas que habían llevado a su creación.

El día 11 tuve que transferir de forma estable mi residencia a la mansión de Buda, porque los nyilas, al saber de la partida del señor Sanz Briz y de la presencia en el edificio de perseguidos políticos, querían ocuparla. Al mismo tiempo obtuve del Ministerio de Asuntos Exteriores un carnet diplomático del cual resultaba mi calidad de representante del Gobierno de España; conseguí la confirmación escrita de la extraterritorialidad, que en aquellos días el Gobierno húngaro había revocado, para el edificio de la Legación, para la casa de Podmanicky (delante de la Legación) y para la residencia de Buda; firmé una nota de protesta colectiva sobre la deportación de las mujeres judías, me hice prestar por el conde Szécheny, amigo de la Legación, un coche Buic, que ya llevaba matrícula diplomática, ya que el Fiat dejado por el señor Sanz Briz era insuficiente para el servicio; obtuve por el consejo judío ingentes cantidades de dinero necesarias para el avituallamiento de los protegidos (administración, contabilidad, pagos, etc., que estaban confiados a la señora Tourné). Todas estas prácticas exteriores debía llevarlas a cabo yo puesto que la Legación no disponía de empleados cristianos. VI El gran número de mujeres y hombres judíos asesinados o deportados sin tener en cuenta las condiciones familiares, había creado el gran problema de los niños abandonados. Cada Legación protegía directamente a un determinado número de niños (España 500 reunidos en tres hospicios), pero la gran masa estaba reunida en hospicios administrados por la Cruz Roja Internacional y la Cruz Roja Sueca. La Legación de España participaba en la protección de estos hospicios. El abogado Farkas y yo convenimos que, para garantizar el repeto de nuestro 500 niños, no podíamos quedarnos indiferentes en caso que el Gobierno Húngaro intentara poner en práctica su notorio propósito de deportar también a los niños. Sabíamos que la deportación habría significado la aniquilación total de aquellos inocentes. Era mi intención empezar una presión colectiva sobre el Gobierno antes de encontrarnos con el hecho consumado. Aunque hubiera tenido garantías del Ministerio de Asuntos Exteriores de que los niños no habrían sido deportados a Alemania, sino que se trasladarían al Gueto común, estaba seguro de que pocos habrían sobrevivido a una larga estancia en aquel lugar, desprovistos como habrían estado de alimentos, calefacción y asistencia sanitaria. No obstante, no me fue posible obtener el apoyo indispensable de las otras Legaciones neutrales, porque aquellos diplomáticos

juzgaban más conveniente esperar en lugar de intervenir en el sentido indicado por la Legación de España. Por eso se llegó a la peor situación posible: un día una llamada telefónica me informó de que los nyilas estaban evacuando el hospicio de la C.R.I. que gozaba de la protección española. De inmediato me fui al lugar de los hechos e hice suspender la operación. Habiendo oído que la disposición era general, me fui al Jefe del Partido y al Ministerio de Asuntos de Exteriores. Estas dos conversaciones fueron muy vivaces, usé palabras durísimas para juzgar aquella forma de actuar incalificable y obtuve una semana de prórroga con la finalidad de encontrar una solución al problema. El 22 de diciembre, no habiendo podido llegar a ningún acuerdo con el Gobierno, las legaciones neutrales tuvieron una reunión preparatoria para la redacción de una nota de protesta, firmada a la mañana siguiente por los cinco Jefes de Misión (S.E. Rotta, Nuncio Apostólico, S.E. Danielsson, Ministro de Suecia, doctor Feller, Encargado de Negocios de Suiza, conde Pongraz, Encargado de Negocios honorario de Portugal, Perlasca para España). Gracias a la insistencia de la Legación de España, la nota, además de levantar una violenta protesta por las bárbaras disposiciones que el Gobierno Szalasi había ordenado en relación con los niños judíos, volvió a invitar al Gobierno húngaro a aquel mínimo de civilización indispensable para la continuación de las relaciones con las Potencias firmantes. Después inmediatamente el Nuncio Apostólico, Decano del Cuerpo Diplomático, presentó la nota a la Presidencia del Consejo de Ministros y obtuvo promesas vagas. No deja de tener interés recordar que en la noche del 22 al 23 partidas armadas del Partido habían ocupado los edificios de la Legación de Suecia, arrestando a numerosos empleados y refugiados y robando documentos y valores. El Ministro Danielsson, que se había refugiado inmediatamente en la Nunciatura, se hizo representar por el doctor Wallemberg en los trabajos para la compilación de la Nota, efectuada en la Nunciatura, que después firmó cuando los otros jefes de Misión no estaban presentes (éste fue el comportamiento de quien debía proteger a los ciudadanos y los intereses de Italia, Rusia, Checoslovaquia, Finlandia, etc.). Por teléfono hice inmediatamente entender al Ministerio de Asuntos Exteriores que la noticia de la violación a mano armada de la Sede de una Misión diplomática neutral habría impresionado de forma no favorablemente al Gobierno español y conseguí reforzar la vigilancia en nuestros edificios. VII Mientras pasaban estos acontecimientos, había tenido que enfrentarme a un problema muy delicado, y para el cual no tenía ninguna indicación apta que me sugiriera el debido comportamiento. Tuve, por ello, entonces más que nunca, que confiarme a la calmada consideración de las circunstancias y de los intereses generales de España. Numerosos soldados españoles, pertenecientes a secciones de la ex División Azul, se habían presentado, y seguían presentándose en pequeños grupos, en la Legación con la finalidad de recibir consejos acerca de su intención de desertar, puesto que, decían ellos, el General Infante, que había recibido orden de su Gobierno

de repatriar la División por completo, había arbitrariamente retenido en el frente ruso dos batallones obligándoles a seguir la lucha al lado de los alemanes. Estas secciones se encontraban en línea a aproximadamente 25 km. de Budapest y desde hacía muchos meses los legionarios no tenían noticias de sus familias. A los militares que habían venido a verme les recordé que para ellos la deserción aislada habría podido tener trágicas consecuencias y que, por lo tanto, les aconsejaba ponerse de acuerdo lo antes posible con el Consulado Alemán del cual dependían, con el objetivo de trasladar las secciones organizadas y armadas al otro lado del Danubio y encaminarlos hacia la frontera suiza. Les dije que portándose así habrían prestado un servicio a su país y les prometí que si tuvieran algunas dificultades con los alemanes, me avisaran y yo intervendría ante el Comando. Hice avisar, luego, a su comandante para que se pusiera inmediatamente en contacto con la Embajada española en Berlín, la cual seguramente habría podido obtener su retirada inmediata. Con anterioridad a esto, los legionarios, uno de los cuales se llamaba Xavier Beregueta, habían desertado y, dotados de pasaportes ordinarios habían dejado Budapest en dirección a Suiza, el 9 de diciembre, sin dar más noticias. Otro pequeño grupo había recibido prendas civiles y se había puesto en viaje por su propia cuenta. No sé nada más sobre el tema. VIII El 24 de diciembre, víspera de Navidad, mientras atravesaba la ciudad en coche, en Buda encontré una columna de un millar de niños judíos, aproximadamente, en condiciones físicas malísimas escoltados por nyilas armados de ametralladoras; el espectáculo era verdaderamente impresionante. Parada la columna supe que les habían cogido de unos hospicios de la C.R.I. y les habrían llevado al Gueto común a la espera de decisiones. Enseguida me fui a visitar al Nuncio Apostólico en un intento por convencerle para intentar, conmigo, una intervención extrema ante el Ministerio de Exteriores. El Nuncio observó que las cosas habían llegado a tal punto que un rechazo húngaro a moderar la ya bestial persecución de los judíos habría tenido consecuencias graves. Le aseguré que yo estaba dispuesto a llegar incluso a la clara amenaza de la ruptura de las relaciones (que no existían), seguro que tal amenaza habría llevado el gobierno húngaro a cambiar su postura, si él en persona hubiera apoyado mi iniciativa; tanto más cuando estaba convencido de que los rusos, en poquísimos días, habrían rodeado la ciudad. Por lo tanto podíamos arriesgarnos a dar este paso que nos habría hecho ganar días preciosos. El Nuncio entonces objetó que, sin instrucción desde la secretaria de estado vaticana no habría podido tomar ulteriores iniciativas. Después de haber llamado por teléfono, por mi cuenta, al Ministerio con objeto de acordar una cita, supe que todos los miembros del Gobierno y los altos funcionarios de los Ministerios que todavía se encontraban en Budapest el día anterior habían dejado la ciudad durante la noche. Estaba claro ya que la capital estaba a punto de ser rodeada: no quedaba, pues, más remedio que esperar. Frente al precipitarse de la situación, el abogado Farkas y yo creímos oportuno buscar, una vez más, contactos con la Legación de Suecia. Habíamos hecho antes un intento de tener una entrevista con el Ministro sueco Danielsson con objeto de ponernos de acuerdo en los detalles acerca de comoasumiría la protección de los

intereses españoles el día en que la Capital fuera ocupada por los rusos. Deseábamos también que se nos otorgara un documento, en lengua rusa, para la protección del edificio de la Legación y declaraciones a beneficio del abogado Farkas, de la señora Tourné y de su hijo, especificando su calidad de empleados de la Legación de Suecia para la Sección de protección de los intereses extranjeros y cartas de protección para los pocos ciudadanos españoles residentes en Hungría. Pero no fue posible encontrar al Ministro o tener contactos serios con alguno de sus secretarios de Legación. Tampoco esta vez tuvimos mejor suerte. Yo sabía que el Ministro Danielsson se encontraba escondido en la Nunciatura pero debía fingir ignorarlo; sus secretarios eran inencontrables y el mismo Wallemberg, propuesto para la cuestión judía, no se encontraba más que de vez en cuando. La Legación de España tenía en aquel entonces alrededor de 4500 protegidos así repartidos: 1800, aproximadamente, que llevaban cartas de protección, 350 titulares de pasaportes provisionales, alrededor de 70 titulares de pasaportes ordinarios, y un número indefinido de pasaportes provisionales de Paraguay (un centenar de protegidos no eran judíos). La gran mayoría vivía en las casas protegidas, 85 en la residencia de Buda, 30 en la casa de Podmanski, 60 en el edificio de la Legación. Todas las familias “sefarditas”, provistas de pasaporte ordinario, vivían en sus casas y un centenar en iglesias y conventos. El día de Navidad, preocupado porque la residencia de Buda no respondía a las llamadas telefónicas, pedí al Comando alemán permiso para cruzar el Danubio y, al obtenerlo, me fui con el abogado Farkas a Buda. La residencia estaba en la zona de batalla y había padecido ya daños en la parte superior. Pudimos entrar andando a gatas e hicimos lo mejor que pudimos para animar a los refugiados. Puesto que los soldados alemanes que controlaban la zona de la residencia, a pesar de respetar la extraterritorialidad, nos habían informado de que dentro de muy poco tiempo se habrían retirado, no nos quedamos allí más que cinco minutos, pensando que nos habrían necesitado en Budapest, aunque estábamos convencidos de que la ciudad habría caído al día siguiente como muy tarde. Volví a Pest, dimos una vuelta por la ciudad para ver lo que estaba pasando: la ciudad estaba bajo el dominio de bandas armadas nyilas, que mataban judíos y sospechosos de antifascismo por las calles. El abogado Farkas y el chófer, a pesar de estar provistos de pasaporte ordinario español y de la tarjeta del Ministerio de Asuntos Exteriores húngaro, se arriesgaron a ser asesinados en el mismo coche, mientras recorrían la calle Andrassy. La confusión fue tan grande que durante muchos días no se supo quién había asumido el Gobierno de la ciudad. Siendo peligrosísimo salir de casa después del amanecer, desde aquel día me alojé en la Legación. No tuvimos noticias de la residencia de Buda sino dos meses más tarde, es decir, después de la capitulación de Buda. Supe que el día 26 de diciembre a las 8 había sido ocupada por la tropas rusas y que a las 9, golpeada por una granada incendiaria alemana, se había quemado quedando completamente destruida, y que no había sido posible salvar los muebles, ni otras cosas, ni el coche del Señor Sanz Briz,

ni un pequeño Fiat que me había dejado dos días antes el Señor Santelli, ciudadano italiano. El 26 de diciembre se presentaron en la Legación dos oficiales superiores de la Gendarmería húngara comunicando que, con la finalidad de garantizar la extraterritorialidad de la Legación, su Comando había decidido enviarnos algunos gendarmes armados con ametralladoras. Nadie ignoraba que la Gendarmería era el apoyo más firme y fiel del régimen Szalasi y hasta qué nivel sus sentimientos eran extremistas. La oferta, por lo tanto, daba lugar a graves dudas acerca de sus verdaderas intenciones. Dije que sólo a mí correspondía decidir si en el edificio de la Legación debieran entrar o no fuerzas armadas y que, aceptando en principio la oferta, me reservaba hasta el día siguiente la toma de cualquier tipo de decisión, observando que era obligación de las Autoridades organizar un servicio externo que garantizara la seguridad de las Legaciones. Por otro lado me daba cuenta que rechazándolo habría despertado sospechas que habrían expuesto a la Legación a peligros más serios; además estaba informado de que las otras Legaciones habían recibido y aceptado ya este tipo de oferta. Por esta razón, de acuerdo con el abogado Farkas y sin tener en consideración el parecer contrario de la señora Tourné, al día siguiente acepté cuatro gendarmes armados con ametralladoras y bombas de mano. Fueron colocados de forma que no pudiesen sospechar la presencia de los refugiados. En un primer momento nos procuraron fuertes preocupaciones: una noche otros tres entraron en el edificio sin preaviso. Este incidente y el hecho de que los gendarmes llevaran prendas civiles, en lugar del uniforme, nos parecía el preludio de una violación de la extraterritorialidad del edificio. Por esta razón, en aquellos días estuve obligado, a pesar mío, a rechazar la hospitalidad a algunos elementos extranjeros necesitados de un refugio seguro, por miedo a exponerles a un peligro más grave. Pero bien pronto tuvimos que constatar que se trataba de buena gente que el Comando de la Gendarmería quería sustraer de la destrucción y guardar para que luego pudieran formar un primer núcleo de policía que pudiera colaborar con las tropas rusas de ocupación. Mientras se esperaba de hora en hora la llegada de las tropas rusas, en la ciudad asediada había desaparecido la más mínima forma de legalidad. El Comando alemán no se interesaba más que de la línea del fuego y había abandonado todo el poder en manos de cuatro o cinco mil milicianos del Partido de la Cruz Flechada, los cuales en ausencia de enérgicas directivas impartidas desde lo alto, mangoneaban sanguinariamente en la ciudad con la escusa de proteger las espaldas a los combatientes alemanes y húngaros. Cada mañana en las calles, en los alrededores del Gueto común y en las orillas del Danubio se podían ver centenares de cadáveres de ciudadanos sacrificados al furor racial y político de los terroristas nyilas. La policía, institución tradicional, seria y moderada, no participaba en el control de la ciudad y llevaba a cabo pocos servicios. Alrededor de tres mil policías estaban encerrados en algunos cuarteles a la espera, se decía, del momento oportuno para dar la vuelta a la situación. La policía, consciente de las graves consecuencias que habrían tenido para el pueblo húngaro si se hubiera realizado un masacre en masa de los judíos, intentaba proteger por lo menos el Gueto internacional, situando en aquel barrio un centenar de

hombres. La vida de las pocas personas que habían sido obligadas a desplazarse, estaba sometida a las voluntades de las bandas nyilas. Yo mismo, aunque mi función de Representante del Gobierno fuese conocida, a pesar de la protección de la Bandera española y de una escolta armada, tuve que padecer varias veces insultos y amenazas. IX En estas trágicas condiciones, se hacía imposible encontrar una autoridad capaz de tratar y resolver las graves cuestiones que habían surgido al estar completamente rodeada la Capital. La situación alimentaria era la más preocupante; nuestros protegidos estaban desprovistos de cualquier tipo de abastecimiento de alimentos y en el Gueto común ocurrían a diario centenares de decesos a causa del hambre y el frío. El Consejo judío emitía diariamente peticiones a la Legación de España para recibir ayudas y protección: cada noche bandas de terroristas invadían el Gueto matando y robando los pocos alimentos que todavía quedaban. En la Legación la mayoría de las veces nuestra comida se limitaba a una sopa de zanahorias. Con el fin de proveer a nuestros protegidos de lo indispensable para vivir, creamos a toda prisa una organización que nos permitió la compra, a precios astronómicos, de pan, grasas, azúcar y otros alimentos que diariamente, con el coche de la Legación escoltado por gendarmes, se llevaban a las casas protegidas. La C.R.I., dirigida por el doctor Wajermann, ciudadano suizo, no tenía más que escasos alimentos para los niños y para los hospitales. Sólo una organización suiza pudo proveernos de una gran cantidad de los mismos. La Municipalidad de Budapest disponía el 25 de diciembre de dos días de alimentos para la población de la Capital. Cualquier tipo de actividad había desaparecido completamente. El gas y la luz eléctrica faltaban por completo y parcialmente faltaba también el agua. De todas formas la Legación de España hizo todo lo que estaba en sus manos para que sus protegidos sobrevivieran y tuvimos la satisfacción de poderlo conseguir. Sin embargo eso se pudo lograr únicamente pagando un tributo en vidas humanas. El 1 de enero de 1945, la ametralladora de un avión ruso dio de pleno a nuestro coche Buick, que el día anterior había estado dañado por el reventón de una granada mientras me dirigía a inspeccionar y proveer de alimentos nuestras casas: el Señor Samogyi, nuestro valiente colaborador que hacía también la función de chófer, quedó herido a la cabeza. Un empleado de la C.R.I. y un gendarme de la escolta quedaron heridos mortalmente. El coche quedó inservible. Desde aquel momento el abastecimiento de alimentos se haría por medio de la suerte. Jóvenes protegidos se ofrecieron para venir a la Legación y efectuar traslados llevando los alimentos a su destino a hombros y con pequeños carros. Muchos de ellos perdieron la vida porque, reconocidos por el camino por bandas de terroristas, eran inmediatamente eliminados por aquéllos: enseguida los caídos eran substituidos por otros voluntarios. No me era posible dotarles de una escolta ya que el Comando de la Gendarmería permitía a sus hombres escoltar tan sólo choches diplomáticos y salir a pie sólo para acompañarme a mí.

Por fin me informaron de la existencia, en los subterráneos del Municipio de Budapest, de un Comando superior de la Policía encabezado por el Coronel Szedey y de una representación del Gobierno encabezada por el doctor Vajna, el cual tenía plenos poderes para la administración de la Capital asediada y era comandante de todas las formaciones armadas del Partido y de la Policía. El Ministro Vajna, para gobernar la Capital, recurría a las varias organizaciones del Partido en lugar de a las instituciones normales. El 3 de enero –después de haber buscado inútilmente el contacto con las Legaciones de Suecia, Suiza, Portugal y el Vaticano para estudiar la oportunidad de dar un paso colectivo con el objetivo de pedir el cese de las atrocidades en contra de los protegidos y de los judíos en general y comentar las trágicas condiciones en las que se debatía la población de la Capital, tanto por la falta de alimentos y medicinas, como por la terrible lucha que se desarrollaba de casa en casa– con el pretexto del ultraje a la Bandera española cometido por un grupo de nyilas en la casa protegida de Pannonia ucca 44, dirigí una violenta carta al Ministro Vajna. En ella protestaba enérgicamente por el ultraje hecho a la bandera de España, observando que a la sombra de tal bandera la Legación de España intentaba únicamente defender la civilización en un país que cada día daba prueba de no conocerla; decía además que desde el 24 de diciembre, en mis excursiones diurnas en las distintas partes de la ciudad, había visto millares de cadáveres asesinados abandonados en las calles y la nieve en las orillas del Danubio enrojecida con la sangre de centenares de hombres, mujeres y niños bárbaramente muertos, cuyos cuerpos, atados de dos en dos, se podían ver flotar en el agua cerca de la orilla porque los hielos dificultaban su salida: tenía bajo mi protección personal a una mujer joven que se había salvado en el último momento tirándose al agua cuando habían golpeado en la cabeza, con un golpe de pistola, a la hermana a la que no estaba perfectamente atada. En caso que el Ministro no estuviera informado de cuanto ocurría en la ciudad, y eso en caso de que no hubiera salido jamás de su refugio del Municipio, le invitaba a salir conmigo para constatar en persona la exactitud de cuanto yo decía. Terminaba diciendo que, si tales actos no cesaban de inmediato, su continuación habría agraviado aun más la situación futura del pueblo húngaro; que la responsabilidad de tales horrendos crímenes no podía ser imputada sino personalmente a aquél que decía concentrar en sus manos todos los poderes públicos; y que la Legación de España, por parte del Gobierno español, a pesar de interesarse por todos los perseguidos en general, pretendía que sus protegidos fuesen respetados. Acababa declarando esperar una respuesta que aclarase qué tenían intención de hacer las Autoridades húngaras para garantizar la vida de todos los ciudadanos y en particular la de los extranjeros; y avisaba que, perseverando en tal situación, el Gobierno español tomaría las represalias adecuadas. Esta carta se la entregó personalmente al Ministro Vajna uno de los gendarmes de la escolta. No recibí respuesta; pero al día siguiente constaté que se estaba empezando a sepultar a los muertos. El servicio de información que había organizado en las distintas organizaciones del Partido, me hizo saber luego que el Ministro Vajna había dado órdenes de moderación invitando particularmente a respetar a todas aquellas personas judías o cristianas protegidas por la Legación de España. El mismo día 4 de enero, supe otra vez por mi servicio de información que dos días antes el Ministro Vajna había dado disposiciones para efectuar gradualmente el traslado de todos los

protegidos desde el Gueto Internacional al Gueto común. El Gueto común dentro del área del cual en tiempos normales vivían siete u ocho mil personas, había llegado a acoger 80.000 judíos. Allí faltaban agua, gas, luz, leña, carbón, alimentos y medicinas. Por las calles, en las plazas y en muchos almacenes yacían, insepultos, varios millares de cadáveres de personas muertas de hambre y de fatiga, asesinadas por los nyilas o muertas por los bombardeos y ametrallamientos aéreos. Meter todavía en el Gueto común a aproximadamente 20.000 personas más, habría significado la muerte, en pocas semanas, de la casi totalidad de los reclusos y la creación de un foco de epidemias en el centro de una ciudad de casi dos millones de habitantes que habría representado un peligro gravísimo para la población y que luego, según los médicos, los ejércitos en avanzada y en retirada habrían llevado a toda Europa. El mismo 4 de enero tuve un grave incidente con un grupo de terroristas nyilas que querían entrar en una casa nuestra protegida: las ametralladoras de los dos gendarmes de la escolta dieron razón de aquellos canallas. El día 5 a las 5:30 horas de la mañana, un joven protegido llegó a la Legación para avisar de que algunas casas protegidas españolas habían sido ocupadas durante la noche por la policía con el objetivo de transferir los habitantes al Gueto. El abogado Farkas y yo juzgamos que la cuestión ya había involucrado el prestigio del estado español, en nombre y por orden del cual siempre habíamos dicho de actuar, y que, por lo tanto, ahora más que nunca debíamos resistir a la nueva ola de violencia, que el lento pero seguro proceder de la avanzada rusa nos hacía considerar que fuera la última. Enseguida el abogado Farkas y yo nos fuimos, acompañados por cuatro gendarmes armados, a la más grande de las casa protegidas amenazadas, aquella de Szent=Istwan Park 35. De hecho la encontramos ocupada por la Policía, que había ya formado a los protegidos y esperaba una orden para llevárselos. Envié inmediatamente un policía a decir al mayor Tarpataki que el encargado de Negocios español se encontraba in situ y que esperaba explicaciones: poco después llegaba un oficial llevando una orden en virtud de la cual se suspendía la deportación de los protegidos españoles. Mientras tanto una mujer, vencida por el terror, se tiraba del cuarto piso quedando muerta al instante. Di la vuelta por nuestras casas constatando que en todas reinaba la calma y que las calles estaban llenas de columnas de judíos que se trasladaban al Gueto común. Al día siguiente, otra vez a las 5 de la mañana, llegaba la noticia de que las casas protegidas habían sido amenazadas de nuevo y que a las ocho todos los protegidos debían estar formados en columnas delante de las respectivas casas. Con el abogado Farkas y la escolta me fui a ver al mayor Tarpataki. Éste dijo que el Ministro Vajna quería acabar de una vez con los judíos, y que no podía retardar la ejecución de las órdenes. No obstante, prometió esperar aún 48 horas y me dio en ese sentido una carta para la Policía encargada de la operación. Tarpataki aludió también a su sospecha que fuese intención del Partido efectuar, con la ayuda de los alemanes, la masacre general de todos los judíos en el Gueto común. Me cercioré personalmente que la policía se retiraría de las casa protegidas y, hacia el mediodí volví a la Legación convencido de que había llegado el momento de enfrentarse directamente al Ministro Vajna. Quiero subrayar que todos los barrios de la ciudad estaban bajo el fuego

constante de la artillería y del ametrallamiento de los aviones rusos y que prácticamente ya casi nadie salía de los refugios y de los sótanos. X El 5 de enero tuve por fin un largo coloquio con el Ministro Vajna. En su antecámara encontré al doctor Wallenberg de la Legación sueca y al doctor Zurcher de la Legación suiza. Con ellos acordé entrar el primero a ver al Ministro y allanar el camino a posibles negociaciones de rendición. Por lo tanto pregunté inmediatamente al Ministro Vajna, cuando me presentaron, si no creía que había llegado el momento de tomar en consideración la necesidad de la rendición antes de que la ciudad fuera completamente destruida y que otras decenas de millares de ciudadanos, a causa de la inútil lucha, perdieran la vida. En el caso en que él y el Comando militar se decidieran a dar tal paso, dije, las Legaciones neutrales y la C.R.I. se habrían puesto a disposición de los dos bandos para facilitar el inicio de las negociaciones. El Ministro, después de haber mostrado interés a cuanto decía, me contestó que estaba reconocido por la oferta y que había entendido bien los sentimientos humanitarios que la habían inspirado; pero que no se daba el caso de hablar de rendirse ya que una columna alemana de socorro procedente de Esztergon había quebrado las líneas rusas y estaba tomando contacto con los defensores de la Capital. Contesté fríamente que noticias recibidas esa misma mañana por la radio inglesa y rusa y directamente de un coronel del estado mayor húngaro daban por completamente destruida esta columna. (El 27 de diciembre el Nuncio Apostólico y el Ministro sueco habían intentado en vano dar el mismo paso con el Comandante militar húngaro, el cual sin embargo había contestado que el Cuartel General alemán había ordenado resistir y que, por lo tanto, él tenía que obedecer.) Pasamos luego a hablar de la cuestión de los protegidos: el Ministro me pidió cuáles eran las represalias a las que me refería en mi carta. Contesté: si antes del 10 de enero el Gobierno español no había recibido garantías de que sus protegidos, que consideraba ciudadanos españoles, serían tratados de acuerdo con la norma de los acuerdos establecidos por la Legación de España en Budapest y el Real Ministerio de Asuntos Exteriores húngaro, procedería a la reclusión de los ciudadanos húngaros residentes en España. Esto impresionó tanto al Ministro que inmediatamente se comprometió a dejar tranquilos a los judíos protegidos españoles en las casas y prometió que se usaría mayor humanidad con los judíos y los extranjeros pertenecientes a naciones enemigas del Eje. En efecto, al día siguiente se suspendía el traslado de los judíos del Gueto Internacional al Gueto común y disminuían sensiblemente las masacres. Pero el Ministro Vajna había quedado tan impresionado de la amenaza de reclusión de los inexistentes 3.000 húngaros en España que me rogó hacer inmediatamente un telegrama de seguridad a Madrid. Me consta que ese telegrama, escrito en lengua alemana y reenviado por la radio oficial húngara al Consulado General Español de Viena, ha llegado al Ministerio de Asuntos Exteriores. Al término del coloquio con el Ministro Vajna comuniqué los resultados logrados a los representantes sueco y suizo. El doctor Wallemberg me pidió alojarse en la Legación de España, porque se sentía seriamente amenazado, lo que yo permití sin

esperar. Sin embargo no tuve jamás noticias de él y desconozco lo que le haya podido pasar. XI La noche del 8 de enero, un empleado de la Legación de Portugal me enviaba una carta con la cual, después de haberme informado que al día siguiente los 500 protegidos del Portugal serían trasladados al Gueto, me rogaba que asumiera la protección de los intereses portugueses. Contesté que al día siguiente me interesaría cuanto fuera posible de los protegidos, pero que para la regular protección de los intereses me hacía falta una carta regular del Encargado de Negocios honorífico, conde Pongraz, en la cual se especificaran las razones por las cuales él no podía llevar a cabo su tarea. Al día siguiente, cuando llegué al lugar, los protegidos habían sido ya trasladados. Por la mañana el conde Pongraz fue a la Legación y, al no encontrarme, preguntó al abogado Farkas si la Legación de España estaría dispuesta a hacerse cargo provisionalmente de la gestión de los asuntos de la Legación de Portugal. Farkas contestó que lo haríamos de buena gana, aunque sólo tras una motivada petición escrita por su parte. Nosotros sabíamos que el conde Pongraz había abandonado su despacho desde el 24 de diciembre. Pongraz no creyó oportuno escribir la carta así que la cosa no tuvo continuación.

XII Los rusos avanzaban mientras tanto lentamente: nuestro barrio era ya teatro de la lucha y desde el día 13 no se pudo salir más de la Legación. Así que perdí el contacto con las casas protegidas. El 14 el conserje de la Legación y algunos refugiados fueron heridos por esquirlas de un proyectil de artillería. Todas las casas a nuestro alrededor, que al ser más altas hacían de escudo a la nuestra, eran continuamente golpeadas por minas y granadas. Ya sin luz eléctrica estábamos obligados a vivir en el sótano. Nuestro edificio también sufrió daños. El 16 de enero a las 8 horas las tropas rusas entraron en la Eotvos ucca sin lucha. Inmediatamente hice arriar la bandera española y sacar el escudo del estado, substituyéndolos con la bandera sueca y con una placa, en lengua rusa y húngara, que calificaba el edificio: “Real Legación de Suecia – sección protección de intereses españoles.” Mientras tanto los rusos entraban en la casa Podmaniczky, también perteneciente a la Legación de España, porque a través de sus sótanos se podía llegar a la Plaza Mussolini. Esto ocurrió antes de que se expusiera la bandera sueca. Considerada ultimada mi misión, invité al refugiado político señor Ermanno Naric, ciudadano italiano, que estaba en posesión de un documento húngaro, en lengua rusa, que lo calificaba como funcionario de la Real Legación de Suecia para la protección de los intereses extranjeros y que se había escondido en la Legación española después del día de Navidad, a tratar con las autoridades militares rusas que suponía se habrían presentado más tarde.

A las 12 horas todos los refugiados de la Casa Podmaniczky se trasladaron al edificio de la Legación porque los soldados rusos habían empezado a violar a las mujeres. Hacia las 21 horas algunos soldados rusos penetraban en el edificio de la Legación y, a mano armada, se hacían entregar de los refugiados relojes y joyas. La intervención de un Capitán soviético los hizo alejarse previa restitución de los objetos robados. A las 23 horas, algunos oficiales de artillería pidieron instalar un teléfono en el local del conserje; el señor Naric observó que, tratándose del edificio de una Legación neutral, habría sido preferible que se fueran a otro lugar. El capitán comandante contestó que en guerra no se podían hacer distinciones y que por otro lado no habría ocupado más que de la portería y de esta forma habría obstaculizado el ingreso de otros soldados. Poco después, mientras los soviéticos estaban colocando los cañones en las adyacencias inmediatas de la Legación, llegaron dos granadas alemanas que mataron a dos de ellos. Inmediatamente los rusos tuvieron la sospecha de que nosotros éramos nazis y que, por radio o por teléfono, hubiéramos dado informaciones al enemigo. Tras la invitación del señor Naric, efectuaron una inspección de todo el edificio; pero no encontraron nada sospechoso. Más tarde, tras la petición del Capitán comandante, el señor Naric garantizó que en el edificio no se encontraban armas de ningún tipo. Desgraciadamente en una sucesiva inspección se descubrió en la carbonería una caja de pistolas automáticas. El abogado Farkas, al cual reproché enseguida el hecho de que en la Legación existieran armas y que no me hubieran nunca informado, dijo que se trataba de una colección de pistolas que él mismo había escondido en la carbonería de acuerdo con la Señora Tourné y con los funcionarios de policía y que no había dado excesiva importancia al asunto. Por desgracia el descubrimiento de las armas había persuadido a los rusos de que éramos un grupo de nazis y francotiradores en contacto con el enemigo. Los soldados, que estaban todos borrachos, me pegaron a mí y a otros refugiados y separaron a los hombres de las mujeres, diciendo que serían colgados en breve. En esta trágica situación pasamos dos horas. El abogado Farkas, que había dado señales de haber quedado muy impresionado por cómo estaban evolucionando los acontecimientos, teniendo también en cuenta su temperamento nervioso y el desgaste psicológico de aquella semana, desapareció, y también los dos policías húngaros. En gran parte los que quedaron perdieron la cabeza y dieron lugar a miserables escenas de terror y de miseria humana. El Señor Naric que había conservado su sangre fría, se esforzó con toda su energía para aclarar el equívoco con los soviéticos. Con él me enfrenté al Capitán ruso; juntos les explicamos, con la ayuda de un intérprete, nuestra verdadera posición y tuvimos la suerte de convencerle; sospechando luego que los refugiados pudieran tener otras armas, les invité a entregarlas ya; salieron una veintena entre bombas de mano y pistolas y hasta un fusil ametrallador. Según el oficial ruso nuestra posición definitiva sería aclarada al día siguiente a la policía política rusa.

A causa de estos incidentes, el edificio quedó completamente en poder de las tropas soviéticas y por la mañana una compañía entera se instaló en la Legación. Las tropas robaron todo lo que era posible transportar. Hacia las 13 horas del 17 de enero, un grupo de empleados y refugiados dejó la Legación a pesar de mi opinión contraria, tanto para evitar nuevas complicaciones como para alejarse de la zona en la que estábamos, ya que mientras tanto se había reavivado la batalla. Este grupo fue casi en su totalidad detenido por los rusos y encaminado a un campo de concentración para prisioneros de guerra. Entre ellos estaba el ujier de la Legación llamado Bista1 (no recuerdo el apellido) del cual no volvimos a saber nada, y el camarero Angelo Falloni, ciudadano italiano, que volvió al cabo de cuatro meses y al que quitaron todo lo que poseía, el fruto de varios años de trabajo. Falloni estuvo también durante muchos años al servicio de la Embajada española en Roma. Estoy seguro de que V.E. querrá disponer que Falloni sea pagado y compensado por los daños padecidos estando al servicio del estado español.  

Algunos judíos procedentes del Gueto Internacional informaban mientras tanto que también aquel barrio había sido liberado y que todos nuestros protegidos estaban a salvo. Hacia las 14 dejaba yo también la Legación adonde no volví hasta el día siguiente por la tarde. Al mismo tiempo los rusos habían despejado el edificio. Me informaron de que poco antes, en el patio de la casa adyacente, se había encontrado el cuerpo del abogado Farkas con la cabeza destrozada. Después de haber colaborado durante muchos meses con valor e inteligencia al salvamento de millares de personas, cuando faltaba poco para llegar al final de la triste odisea, Zoltan Farkas había sido traicionado por sus nervios. La versión más segura de su trágico fin es aquella que me dieron dos funcionarios de policía de mi equipo, que fueron los últimos en verlo con vida. Según ellos, cuando los rusos, descubierta la caja con las pistolas, empezaron a abandonarse a la violencia, los dos agentes y el abogado Farkas que se encontraban en aquel momento en la conserjería, fueron maltratados por los soldados. Poco después cuando la ira de los rusos se había dirigido hacia otras personas, los tres habían aprovechado para llegar al atrio y, desde allá, a la escalera central que llevaba al segundo piso, donde se encontraban las cocinas y las habitaciones del personal de servicio. Oídos unos pasos en las escaleras y creyendo que se trataba de los rusos en su búsqueda, los tres pasaron al tejado a través del tragaluz. Los agentes pensaron entonces en llegar, pasando por los tejados, a una casa perteneciente a la Oficina de pasaportes de la Policía húngara e invitaron a Farkas a seguirlos. Farkas rehusó y se encaminó solo en dirección contraria a la indicada por los agentes, los cuales afirman no haber vuelto a verle desde aquel momento. Yo creo que el abogado Farkas, que ya no era joven y que era poco ágil, en el intento de pasar al tejado de la casa adyacente, resbalaría precipitándose así en el patio de abajo. Hacia la 1 del mismo día 17 yo había escuchado un fuerte grito seguido de un batacazo: en aquel momento pensé que los rusos habían sorprendido a uno de los refugiados en el piso superior y que algo grave había pasado. Fue probablemente la última voz del abogado Farkas. 1

La primera letra del nombre no se lee bien.

XIII Aunque considerara mi tarea acabada, tuve todavía que interesarme por el edificio de la Legación, del cual los rusos habían sustraído dos coches, la platería, toda la ropa de casa, las mantas y muchas otras cosas. Fue así que el 7 de febrero acompañé a la señora Tourné a ver al conde Tolstoi, ciudadano belga, funcionario de la Legación de Suecia, nombrado por los rusos representante de los intereses extranjeros en su cuartel general. Le hicimos una explicación de la situación de la Legación de España sin conseguir disponer nada en concreto. Volví a ver a Tolstoi el día 9 con el hijo de la señora Tourné; pero no se pudo ni siquiera decidir quién asumiría la protección práctica de los intereses extranjeros en general. En aquel entonces en Budapest reinaba la confusión máxima y el Ministro Danielsson junto con los otros funcionarios de la Legación de Suecia se encontraba todavía en la Buda asediada. El día 21 de febrero pude por fin encontrarme con el doctor Berg, secretario de la Legación de Suecia, al cual pedí que se hiciera cargo de la protección de los intereses españoles. El doctor Berg me contestó que no estaba seguro de que el gobierno sueco y el español se hubiesen puest de acuerdo sobre la protección de los intereses españoles en Hungría pero que interpelaría al Ministro Danielsson cuando fuera posible, cosa muy problemática ya que el Ministro Sueco estaba prácticamente arrestado por los rusos. Mientras, el doctor Gabor, ex protegido, proponía poner el edificio a disposición de la Municipalidad de Budapest para que fuera usado como hospital auxiliar hasta que no volviera la normalidad. Fue favorable el hecho de que en aquellos días dos partidos políticos se disputaban el derecho de instalarse en la Legación de España. En vista de esto hice escribir por el Doctor Berg una carta al alcalde de Budapest, con la cual el edificio se ponía a su disposición para uso hospitalario. Inmediatamente una comisión municipal, coadyuvada por el doctor Gabor, que luego se volvió director de aquel hospital, realizó un regular inventario de todos los muebles y objetos existentes. Al inventario no asistió la señora Tourné, la cual había dejado las llaves de las cajas fuertes a la camarera. Durante el inventario se encontraron, en la caja fuerte del despacho del Ministro, 380 monedas de oro de 20 francos cada una, conocidas comúnmente como “Napoleones”; para las monedas se levantó un verbal especial y todo esto se depositó en el Municipio de Budapest. Personalmente he realizado la distribución de todos los sellos y timbres del despacho. Considero haber dado hasta aquí amplia relación de mi labor durante las trágicas semanas que precedieron y acompañaron el asedio de Budapest. Me permito creer que la gravedad de la situación y la necesidad inderogable de poner a salvo por cualquier medio la vida de millares de personas puedan justificar la singularidad, puede que sin ejemplo, de la posición de la que me he hecho cargo con respecto a la Legación de España en Budapest. El pleno éxito de mi labor, que por sus altas finalidades humanitarias me atrevo a pensar que no desentonaba al decoro de España

y de sus grandes tradiciones civiles, me anima de todas formas a presentar este informe definitivo con la segura conciencia de haber llevado a cabo mi deber.

Crea, Excelencia, con mi más alta consideración. Giorgio Perlasca

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