Los Incas Por Raúl Braun, F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C

Los Incas Por Raúl Braun, F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C. Pueblos de América Costumbres - Cultura - Religión Este es el primero de una serie de

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Los Incas

Por Raúl Braun, F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C. Pueblos de América Costumbres - Cultura - Religión Este es el primero de una serie de tres artículos escritos por nuestro Editor y dedicados a breves relatos de las costumbres, cultura y religión de tres admirables pueblos de América el de los Incas, los Mayas y los Aztecas. Frater Braun, que desde hace algunos años se ha dedicado con entusiasmo al estudio de las civilizaciones antiguas, especialmente las indoamericanas, consigue presentarnos, en esta serie, una muy interesante síntesis de la vida de esos tres pueblos, dentro, por supuesto, de las crueles limitaciones a que obliga el espacio. Enigma indescifrable ¿De dónde vinieron? Recuerdo que hice esta pregunta a mi maestro de historia cuando en charla inolvidable nos habló, durante varias horas, de los aspectos similares que encontramos en las culturas de seis pueblos de la antigüedad: egipcios, babilonios, sumerios, incas, mayas y aztecas. El día que sepamos positivamente de dónde vinieron me respondió con un vivo resplandor en sus ojos, tendremos que destruir todos los textos de historia y escribir nuevos, porque con seguridad que cambiará fundamentalmente el panorama histórico de la humanidad. Y mi maestro de historia, tocado precisamente en aquel punto débil que todos tenemos y siempre ocultamos, inició el tantas miles de veces repetido relato que remonta el origen de las civilizaciones de la antigüedad a ciertos individuos que emigraron de Lemuria a Atlántida y de Atlántida a otros puntos de la tierra antes de que ocurriera el espantoso cataclismo que hundió para siempre, bajo las aguas del mar, a esos dos continentes. La especulación histórica es fascinante. El hombre goza y se divierte haciendo una historia a su manera. Yo mismo, por ejemplo, quisiera ahora dar rienda suelta a mi imaginación y enfrascarme en narraciones donde la fantasía más desbocada fuera la principal protagonista. Desgraciadamente, carezco del espacio necesario y, lo que es peor aún, no les tengo a ustedes delante para que me bombardeen con sus preguntas. La intención de los párrafos que anteceden, ha sido una: dejar establecido que, pese a todo lo que se ha investigado, no se puede decir, a ciencia cierta, de dónde vinieron los Incas. Ni siquiera quiénes fueron sus inmediatos antepasados. En consecuencia, debemos, muy a pesar nuestro, remontarnos a una fecha de solamente unos quinientos años antes del instante en que Pizarro pisó, por primera vez, las tierras peruanas.

Sorpresivamente, me asalta una duda compartida por muchos: ¿Acaso Tiahuanaco? ¿Pudieron los primeros Incas ser los restos, posteriormente los organizadores de una nación, del misterioso y desconocido pueblo que construyó Tihuanaco, la ciudad más asombrosa de todos los tiempos, y que abandonó no se sabe cómo, cuándo, ni por qué, sin dejar rastro alguno que pudiera identificarlo? Al parecer tampoco, porque los Incas nada dijeron a este respecto. Se sospecha que ellos fueron los primeros en descubrir Tiahuanaco, ya abandonada; que no les interesó vivir allí, y que hasta a ellos se les debería el nombre que tiene esa ciudad silenciosa, esa ciudad muerta y vacía, que los Incas encontraron a unos pocos kilómetros del lago Titicaca, en tierras bolivianas. Los Incas, para definirlos con precisión, eran sólo el gobernante, su familia, las concubinas y la prole. De lo que en realidad se trata, entonces, es del Imperio de los Incas, es decir, la nación que los Incas gobernaban. No son incas, entonces, los miles y miles de personas que formaban el heterogéneo conglomerado, compuesto de razas de diferentes orígenes y nombres, costumbres, hábitos y religiones, sojuzgadas todas ellas por los Incas en sus campañas de conquista que culminaron con el dominio absoluto sobre un extenso territorio. Manco Capac y Mama-Oello La mayoría de los historiadores coinciden en afirmar que el Imperio de los Incas fue fundado por Manco Capac y su hermana Mama Oello, que hacían vida marital. Fueron ellos, al parecer, quienes reunieron a las tribus bárbaras y semi-bárbaras que poblaban los alrededores del lugar en que iniciaron su campaña, establecieron un sistema de gobierno y se asignaron la condición de "Hijos del Sol", pregonando que habían sido enviados por ese dios para establecer un imperio en las estribaciones de la cordillera de Los Andes. Una historia similar habían difundido, mucho antes, los reyes tahuantinsuyus, pobladores que fueron de zonas aledañas, raza también de origen desconocido de la que, según se afirma, no descendieron los Incas. Se dice que Manco Capac y Mama Oello iniciaron su reinado en el año 1021 de nuestra Era, prolongándolo, según se ha logrado establecer con bastante exactitud, hasta 1062, año en que les sucediera el segundo Inca del que se tiene noticia, Sinchi Roca, hijo de ambos. La leyenda adjudica a Manco Capac la posesión de una mágica vara de oro que le diera el Dios-Sol "al brillar sobre el lago Titicaca, después del Diluvio”; ella le serviría de guía para encontrar el lugar exacto en que fundar su Imperio. Manco Capac recibió el encargo de tratar de enterrar esa vara en el suelo, por uno de sus extremos, dondequiera que fuera en su peregrinación en busca de ese lugar que había designado el dios. La vara pudo enterrarse, por fin, en el sitio en que está Cuzco, que fuera la capital del Imperio hasta su caída como consecuencia de la conquista española.

Manco Capac extendió poco a poco sus dominios, absorbiendo las poblaciones que encontraba al paso de sus conquistas. Se dice que fundó más de cien pueblos, enseñó a sus súbditos a labrar la tierra. a cultivar las artes y legisló severamente para poder gobernarlos y dominarlos. Pese a su visión hacia el futuro, jamás debe haber soñado que su Imperio abarcaría, en el Siglo XVI, la enorme extensión territorial de que tomó conocimiento Francisco Pizarro. Costumbres El gobierno de los Incas se caracterizó siempre por la férrea disciplina impuesta por el soberano, cuyos colaboradores se encargaban de hacer cumplir al pueblo. Indiscutiblemente que esto era indispensable en un Imperio que, casi constantemente, extendía sus fronteras y anexaba material humano de tan dispares orígenes e idiosincrasias. El pueblo en términos generales, estaba dividido en dos grupos uno preferentemente dedicado al cultivo de la tierra y el otro a la actividad militar. La sumisión a un autoritario poder central lejano y las más de las veces desconocido, al que se temía, creó en el nativo un tipo humano melancólico, fatalista y resignado, dispuesto a cumplir las órdenes que se les imponían como provenientes de un poder divino que actuaba por intermedio del Inca, divino también porque se afirmaba que él era el Hijo del Sol. Ese Hijo del Sol, ese ser que casi era un mito para el pueblo, se presentaba con muy poca frecuencia a la admiración y respeto de sus atemorizados súbditos; y cuando lo hacía en las ocasiones solemnes, lucía una vestimenta y se rodeaba de un boato que más lo elevaba en el concepto de ese pueblo sumiso, sin unidad racial, mezcla de costumbres y religiones, que se vio obligado a olvidar su pasado para cumplir con el presente que le imponía la voluntad suprema del soberano. El mismo boato rodeaba al grupo palaciego, especialmente a los familiares del Inca. Las crónicas dicen que el rey se casaba con su hermana, la mayor de ellas, contando, además, con incontables concubinas. Él nombraba su sucesor, que elegía de entre sus hijos legítimos. Generalmente, la elección era bien hecha; no de otra manera se explica y admira el innegable talento y la energía demostrada por la mayoría de los Incas; de estas sobresalientes condiciones se derivó la grandeza territorial y cultural del Imperio. Lo principal de la vida nacional, por así llamarla usando una definición de nuestros tiempos, se desarrollaba en Cuzco, la ciudad de los palacios, de los templos, de los nobles, de los jefes militares, de los sacerdotes y sede del gobierno. Las verduras y las frutas constituían las bases de la alimentación popular. Muy poca carne, y esta, cuando existía la posibilidad de comerla, provenía de llamas y vicuñas no mayores de tres años. La familia real seguía un régimen alimenticio similar, pero infinitamente más variado. En su mesa se ofrecían manjares hechos de maíz, quinua, cañahua, fréjoles, patatas, yuca y ají; perdices, hongos, ranas, caracoles, pescados y mariscos del Pacífico, etc.

La bebida preferida, de la que con frecuencia se abusaba, era la Chicha, que jamás faltaba en la mesa del Inca o en la del más humilde de sus súbditos. Aparentemente, tanto el Inca como el pueblo hablaban el quechua y el aymará. El primero aun se habla entre los indígenas del Perú, Bolivia, Ecuador y noroeste argentino, con sus ocho dialectos conocidos: lamaño, quiteño, chinchaya, huancayo, cuzqueño, boliviano, tucumano y ayacucho. El origen de la lengua quechua es otro de los misterios aun no resueltos. Hay, empero, ciertas palabras semejantes y otras exactamente iguales al maorí. Entre estas últimas mencionaremos, como ejemplo, las que siguen: inca (emperador); papi (húmedo); kaka (descendientes); raku (nieve); uno (agua), etc. Como una forma, no muy convincente por cierto, de desentrañar este misterio, algunos historiadores han especulado con la posibilidad de migraciones recíprocas llevadas a cabo en lejanas épocas ignoradas. Otro interesante aspecto de las costumbres en el Imperio de los Incas lo constituye la propiedad privada. La nobleza y las clases privilegiadas, éstas últimas debido a la generosidad demostrada hacia el Inca por medio de regalos, adquirían de éste propiedad permanente sobre tierras que eran intransferibles, indivisibles, legadas en conjunto a los herederos para ser explotada por ellos, exclusivamente para beneficio de ellos, y así, sucesivamente, en las generaciones siguientes. La vivienda del pueblo era muy primitiva, construida de tierra, raras veces de ladrillos y en muy contadas oportunidades de piedra. Carecían de ventanas y su única y pequeña puerta de entrada estaba cubierta por un tapiz. La madre encinta no alteraba en nada el ritmo de sus diarias labores, y por este motivo el alumbramiento la sorprendía, a veces, en cualquier parte. La criatura, por lo general, nacía fácil y rápidamente; la madre cortaba el cordón umbilical con sus uñas y el recién nacido y ella se bañaban en las aguas frías del río más cercano. Garcilaso de la Vega, en sus Comentarios Reales, nos habla de la costumbre existente de deformar el cráneo de las criaturas, operación que se efectuaba por medio de la aplicación de trozos de madera en la frente y en la parte posterior de la cabeza, atada con fibras vegetales. La madre ajustaba diariamente, la tensión de esas fibras para que el cráneo del niño adquiriera la forma que deseaba antes de que cumpliera los tres años. La madre amamantaba a su hijo sólo tres veces al día, en la mañana, en la tarde y en la noche. Se puede afirmar que la familia estaba normalmente constituida y se practicaba la monogamia más que nada por razones de espacio, es decir, porque la tierra que cada uno explotaba no podía ofrecer alimento para muchas personas. La unión matrimonial no estaba sujeta a formalidad religiosa; era, exclusivamente, una unión civil obligatoria, porque el celibato estaba al margen de la ley.

Como diversión el pueblo practicaba danzas populares y juegos en los días de fiesta, que eran muy frecuentes. Fuera de estas expansiones, la vida, en general, no ofrecía al pueblo oportunidades más propicias para expresar otra índole de inquietudes que estuvieren generalizadas, para disipar la habitual melancolía. Y cuando llegaba el momento de la muerte, se efectuaban ritos funerarios, ligeramente distintos de acuerdo al sector del Imperio. En las regiones centrales, más cercanas al gobierno, la familia y los amigos se reunían en torno al cadáver para comer y beber, cantar y bailar. Se repartían las pertenencias del muerto, aquellas que no podía llevarse consigo al Más Allá. Lo enterraban vistiendo sus propias ropas y, en algunas partes, dentro de un ataúd. En la tumba le acompañaban sus herramientas, abalorios, talismanes, un poco de maíz y un jarro con chicha. Cultura Una de las cosas que más se destaca en el Imperio de los Incas es su extraordinaria red caminera, expresión indiscutible de un avanzado conocimiento de ingeniería y, con ello, de matemáticas. La más famosa de las carreteras es la que unía Quito con Chile, pasando por Cuzco: miles de kilómetros salvando las irregularidades del terreno, subiendo y bajando montañas y cruzando ríos. Una de las características más importantes de esta vía de comunicación lo era la calidad de los puentes suspendidos de cuatro cables hechos de fibra, con pilones de fijación a cada lado del río que atravesaban. Esta carretera deja en evidencia, también, el sentido práctico de los Incas, por el detalle de que la misma se construyó con el mayor número posible de tramos rectos, posiblemente con la idea de acortar las distancias y con ello permitir economía de tiempo por parte de los mensajeros que constantemente viajaban en misiones oficiales de consolidación del Imperio. Facilitaba, asimismo, el movimiento de las tropas. Contaba esta carretera con una serie de posadas construidas a lo largo de la ruta, para descanso del viajero. La administración de la justicia del Inca fue siempre implacable, pues se le adjudicaba "origen divino". La trasgresión a la ley era, entonces, un pecado, y esto impedía a los jueces alterar el tenor de la ley o dictaminar en jurisprudencia si encontraban alguna omisión de la ley. Las leyes favorecían a la nobleza y a los privilegiados del monarca, para evitar con ello que la aplicación de una pena pudiera dañar el prestigio. Este sistema legislativo incidía también en las fuerzas armadas, sometidas a una férrea disciplina. El uniforme de los jefes militares era pintoresco, vistoso, con morriones con plumas de colores brillantes en que imperaban el amarillo, el rojo y el azul. Las armas de los soldados eran la lanza y una especie de hacha. El ejército del Inca fue el arma de conquista que más engrandeció al Imperio. En algunas oportunidades el emperador presidía las acciones bélicas y en otras encargaba de ellas a sus generales. No obstante, la acción diplomática superó, en algunas oportunidades, a la

fuerza de las armas, y de ello dan cuenta los resultados obtenidos por enviados especiales del Inca, en viajes de paz y de avanzada territorial. Los líderes de esos pueblos, deslumbrados por el poder civilizador que emanaba de Cuzco, aceptaban gustosos ingresar a la jerarquía imperial, y unían a sus pueblos al destino de la gran nación. Sin embargo, siempre temiéndose una rebelión, no se descuidaba el futuro que pudiera acarrear esta conquista pacífica y productiva. Y por eso, tras la sumisión, se instalaban cuarteles militares en esas regiones anexadas pacíficamente al Imperio. El pueblo de los Incas se destacó mucho en las artes y bastante en las ciencias. Inferiores a los mayas y a los aztecas en la investigación astronómica, no por ello dejaron de tener avanzados estudios en ese campo, y de ellos surgieron normas y sistemas que aplicaron exitosamente a la agricultura. Se sabe, además, que tuvieron conocimiento de la existencia de algunos planetas, por lo menos de Mercurio, Venus y Saturno; estudiaron la luna y sus fases, los eclipses, etc. Dibujaron mapas y usaron de medidas para aplicarlas a sus diarias actividades y necesidades. En el campo de la medicina y de la cirugía, destacaron conocimientos y costumbres pintorescas. Se sabe que su ciencia médica era empírica y con prácticas de magia; por ello los "médicos" pertenecían a una casta de seres privilegiados, que mantenían sus conocimientos en secreto, los que pasaban de padres a hijos. El más importante tratamiento curativo era por medio de hierbas, entre las que se destacaba la coca, especie de panacea universal por sus múltiples aplicaciones, siguiéndole el bálsamo y la resina vegetal, la zarzaparrilla, el cacto, la yuca, etc. Y cuando esas medicinas, y otras, no vencían al mal, era el conjuro mágico el que se ponía en práctica. Y para ello estaban los hechiceros que contribuían con sus exorcismos y demás artes mágicas. En Cuzco, para terminar con las epidemias, se llevaban a cabo ciertas ceremonias especiales, llamadas sitúa, en las fiestas anuales de la purificación .Se oraba y se comía pan de maíz; un miembro de la familia real participaba en el complicadísimo programa y, en forma simbólica, se arrojaban a un río los ''gérmenes propagadores del mal''. La trepanación al cráneo era la más común forma de cirugía. Al parecer, el practicante removía una sección de la cavidad craneana, operación que podía repetirse muchas veces, según se ha comprobado en algunos cráneos encontrados. Se practicaban las amputaciones y otras formas de cirugía para el tratamiento de las heridas. El enfermo era "anestesiado" con cocaína, que se extraía de la coca. Siguiendo la línea cultural de este pueblo extraordinario, encontramos la maravillosa expresión de la belleza de su fantástica arquitectura. Las ruinas nos muestran la magnífica calidad de las construcciones, aunque no nos hablan de la técnica empleada para tales fines. El ajuste de las piedras, entre sí, muestra un sistema de corte y ensambladura complicada y difícil de ejecutar pero común, casi, en todas las construcciones, obedeciendo a un motivo no perfectamente aclarado hasta ahora. Algunos investigadores afirman que

ello podría obedecer al deseo de una mayor solidez y resistencia a los movimientos sísmicos, frecuentes en algunas zonas. Las puertas de los edificios eran, por lo general, trapezoidales. Las aguas se canalizaban para uso de la colectividad residente en el área. El arte incaico es extraordinario, como podemos admirarlo en la alfarería y en los tapices que han llegado hasta nosotros. En el diseño y en el contorno de los vasos y utensilios impera un realismo asombroso, prueba de una sensibilidad artística muy refinada hacia la concepción de la forma, que es difícil encontrar en muchos pueblos antiguos. La pintura de escenas, animales, frutos, hombres y mujeres, muestra gracia y movimiento en medio de la inmovilidad de la forma. La industria textil, que parece haber tenido su sede en Paracas, exhibe la fantasía simétrica de una portentosa combinación de colores, con figuras humanas y animales, con seres mitológicos y escenas de innegable elocuencia. El pueblo incaico expresaba el arte a través de la música y de la danza. Esta última estuvo estrechamente conectada al ritual religioso. Las danzas eran acompañadas con música ejecutada en instrumentos nativos, como ser la quena, los tamboriles, los tambores, las campanitas, etc. La poesía se unía al drama y a las canciones, y en esa forma el pueblo expresaba un sinnúmero de emociones. Contamos, para probarlo, con "Ollantay", drama incaico de fascinante argumento costumbrista, que teatraliza aspectos de la vida diaria con actuación de quien aparece en la acción como siendo el Inca gobernante. Religión Los Incas sostenían su origen divino, lo que los envolvía con un manto de irrealidad a los ojos de sus súbditos. Sin embargo, todo lo que existía en la tierra de los Incas tenía, al decir de ellos, un origen divino. Para empezar, conocemos el concepto que tenían de todas las cosas, por insignificantes que fueran, a las que se les reconocía un alma. Alma tenía el hombre, por supuesto, y alma tenía el maíz, los animales, las plantas, las piedras, etc. Tal vez se trataba de un alma colectiva, una especie de total y perfecta unidad cósmica. La hechicería tuvo su lugar preponderante en el sentir religioso del pueblo incaico. Los "milagros" del hechicero eran, en principio, una facultad otorgada por Dios. Dado el origen divino que se le adjudicaba al Inca, fácil resulta sospechar que la habilidad del gobernante le permitía aplicar esta creencia popular para fines políticos. Pese a ello, los Incas respetaban las creencias de los pueblos que conquistaban, aceptaban al principio a sus ídolos, pero les imponían, al correr el tiempo, el reconocimiento al Sol como la divinidad más importante. El famoso Inca Pachacutec impuso, empero, otra divinidad, a la que bautizó con el nombre de Viracocha. Pero el Sol, seguía siendo parte muy importante de la familia de dioses a los que se adoraba.

Resulta casi imposible definir, en forma precisa, el verdadero sentir religioso de aquel conglomerado humano, pues la mezcla de razas, costumbres y creencias, de la que hemos hablado antes, obligó a creer en varias entidades sobrehumanas, desconocidas la mayor parte de ellas. Se adjudica a la mitología incaica, aunque no con mucha precisión, dos personajes celestiales, llamémosle así. Con, que se consideraba el ser supremo que había creado el mundo y dado vida a los hombres y que, furioso porque estos últimos se habían entregado a todos los vicios, los convirtió en fieras de pelaje negro y dejó infecunda la tierra e intacta solamente las aguas; y Pachacamac, su hijo, muy adorado por la tribu de los Tahuantinsuyus, que perdonó a los pecadores, les restituyó su figura humana y dio nuevamente fecundidad a la tierra. El ritual religioso de los Incas tenía todas las complicaciones e implicaciones que encontramos en las creencias espirituales de los pueblos de la antigüedad. Las llamadas ''vírgenes del sol'', desposadas con él, castas y puras, estaban al servicio de la divinidad. El más alto sacerdote, generalmente hermano o tío del Inca, estaba investido, por así decirlo, de poderes "pontificios" sobre la totalidad del clero. Presidía las ceremonias religiosas en las que participaba la totalidad de la jerarquía y nombraba a los miembros más altos del sacerdocio, quienes, a su vez, nombraban a los de menor categoría. Era el árbitro en los conflictos religiosos, incluyendo los rituales. Al morir, se llevaban a cabo innumerables ceremonias fúnebres. se le embalsamaba y se le sepultaba con gran pompa. Los españoles, al conquistar el Perú, quedaron asombrados al comprobar que la religión incaica tenía algunos puntos de contacto con la católica. El más significativo de todos era la confesión para obtener el perdón de los pecados. Los confesores eran cuidadosamente elegidos y sometidos a un examen que dejara en evidencia su amplio conocimiento en cosas de religión. Los pecados eran los mismos de todas las épocas: la mentira, no cumplir con la religión, el robo, el asesinato, el adulterio, etc. Los pecadores, en el acto de la confesión, estaban obligados a confesar también las faltas cometidas "de pensamiento" es decir, las intenciones de robar o de matar, el desear a la mujer del prójimo, malos pensamientos acerca del Inca, etc. La penitencia, para obtener el perdón, era más la imposición de un castigo que otro medio de expiación. El nativo del Imperio iba en busca de Dios por medio del sacrificio, creyendo que en esta forma vencía a los malos espíritus que le atormentaban. Esta costumbre, no obstante, prevalecía más en las clases altas. Autores insisten en que el pueblo de los Incas practicaba el sacrificio humano, especialmente en aquellas ocasiones en que se le pedía a Dios un favor de mucha importancia, como ser que devolviera la salud al Inca. Las víctimas de estas costumbres eran niños, o bien se elegían entre las "vírgenes del sol". Uhle dice haber encontrado restos de ellas que claramente muestran rastros de muertes violentas.

Otro hecho curioso es que el pueblo y la nobleza tenían conceptos religiosos diferentes, vale decir, una religión para la masa y otra para los privilegiados. No obstante ello, eran similares los caminos que ambos grupos elegían para acercarse a Dios; puede decirse que la adoración era análoga. El temor al ser supremo empujaba a la superstición: cada hecho no frecuente era considerado de mal agüero, ya sea que se presentara en la vida real o en sueños. Para defenderse de los peligros que les acechaban, para pedir un favor a Dios o para anular un conjuro, el nativo, y probablemente el mismo Inca, acudía por medio del ruego a deidades menores, cada una de las cuales, al concepto del suplicante, se "especializaba" en un determinado tipo de favores. Muchas veces se acudía al poder del hechicero, conocedor, según creían, de los mejores sistemas y procedimientos de intercesión con los poderes divinos. De esta suerte, se dice que los hechiceros eran especialistas en "espantar demonios". Además, practicaban curaciones, como lo hemos dicho. Los hechizos y encantamientos también jugaban un papel muy importante en la concepción religiosa del nativo. El Inca y su pueblo creían en el cielo y en la existencia de un poder universal que residía en las estrellas. A ellas iría el hombre al morir. Su espíritu se unía al todo existente en la inmensidad del espacio. Pese a esta convicción consoladora, le temían al Más Allá, porque el hombre, lo sabemos, siempre le ha tenido miedo a lo desconocido. Las complicaciones derivadas de tantas creencias unidas en una sola y sojuzgadas a los dictados "divinos" del Inca, aumentaban la inquietud, como es lógico suponer. Casi podría decirse que el pueblo creía en muchas cosas para, al final, no creer en ninguna. Urgaba en su ser interno, afanosamente, en busca de quietud y esperanza; y al hacerlo le embarullaba la multiplicidad de deidades. Hay quienes afirman, y yo participo en parte de esa idea, que cada habitante del Imperio que, por una u otra razón, tenía que acudir a Dios para pedirle alguna gracia o caía en manos del hechicero con el mismo fin, o le rezaba a su Dios propio, a ese dios suyo, a ese dios que él mismo se había creado y hacía residir en su corazón, quedaba, al final de cuentas, descontento. Es labor ardua para el historiador desentrañar el misterio que envuelve a la religión de los pueblos antiguos que no han dejado historia escrita de este aspecto de su vida. Difícil es también afirmar que el pueblo creyera en el "dios nacional", en el único dios cuyo nombre y condiciones sobrehumanas figuran en los bajo relieves o tablillas de arcilla de los imperios de la antigüedad que nos dejaron historia escrita. Cuando ese Dios, al que el nativo rezaba, no acudía en su ayuda, cuando no le resolvía sus problemas ni le concedía lo que le pedía, era lógico que dejara de creer en él. No resulta extraño que haya acudido a ese dios porque sabía que él le había concedido algo a alguna persona de su conocimiento; y al ser desoído su propio ruego, el suplicante debe haber quedado resentido de la parcialidad puesta de manifiesto por esa entidad divina, y, en su desesperada e interminable búsqueda, desorientado, sin tener a nadie que lo llevara de la mano frente al "dios verdadero", terminaría por crear su "propio dios". Y, gene-

ralmente, ese dios propio, que guardaba muy en secreto, resultaba más bondadoso y escuchaba sus ruegos. Era como una especie de dios interno; era, en esencia, su propio ser interno, en contacto directo con las fuerzas cósmicas que todo lo abarcan. Era, verdaderamente, el Dios de su Corazón. No queremos decir, con esto, que tal cosa haya ocurrido al nativo de la tierra de los Incas. Es una suposición derivada de la innegable ansiedad espiritual de ese pueblo, que tuvo que existir a lo largo de toda su historia, y de la que no hemos encontrado hasta ahora explicación escrita, cualquiera que sea el lenguaje o la escritura. Acaso nos hablen de ello, en idioma que no entendemos, las piedras del Cuzco y de Machu Pichu. No perdamos la esperanza de comprender ese lenguaje alguna vez en el futuro.

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