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Las alturas del Himalaya Por Ralph M. Lewis, F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C.
Este es el octavo de una serie de artículos de nuestro Imperator acerca de las observaciones hechas en su reciente viaje que lo llevó, junto con sus acompañantes, alrededor del mundo, visitando lugares místicos y remotos. Ante nosotros estaba la cordillera del Himalaya como una vasta ciudadela que surgiera abruptamente de las llanuras de la India. Adusta, aunque atrayente con su envoltura de nieblas, recordaba las antiquísimas leyendas que han descendido desde sus abruptas cumbres. La India Central y la India Meridional quedan virtualmente amuralladas por esta gran cadena de montañas. El contraste entre las tierras bajas que se extienden hasta donde alcanza la vista, y la brusca elevación del Himalaya producen un efecto aterrador en el viajero. La demarcación topográfica también indica cambios radicales climatéricos, religiosos y sociales. Por ser tan remota y casi inaccesible la tierra que yace entre los magníficos picachos, ha dado origen a un mundo aislado. Las influencias del tiempo, las vicisitudes de las civilizaciones que pasan como las olas del mar, han pasado por esta región sin dejar casi impresión alguna de su impacto. Así, entrar en el corazón de esta región es experimentar en nuestros tiempos una página viviente del libro de la vida de hace mil años. Estábamos en camino de Darjeeling, el puesto avanzado más moderno de la India, el eslabón que une ayer y hoy. El ascenso desde Siliguri, última estación del ferrocarril, fue muy gradual. El camino pavimentado que entraba y salía en los pasos de los cerros, ascendiendo siempre, recordaba los viajes en las Sierras de California. El follaje era de un verde vivo por entre el cual despuntaba, aquí y allá, algún arroyo que parecía cantar su libertad al correr sobre las rocas hacia los barrancos inferiores. Las corrientes de aire de las alturas disipaban momentáneamente la neblina y entonces se nos revelaba alguna pequeña aldea enclavada en la ladera. A medida que ascendíamos hacia esas aldeas, veíamos que estaban compuestas principalmente por bajas cabañas de madera y piedra. Las escenas pastoriles de vacas y ovejas que pastaban apaciblemente y levantaban la cabeza con lentitud para mirarnos con curiosidad, daban la impresión de alguna obra maestra de la vieja escuela flamenca de pintura. Nuestro espíritu ascendía junto con nosotros. El aire fresco y limpio, junto con el olor de la vegetación y de la humedad de la tierra, era reconfortante, después del calor y el
polvo de las llanuras. Presentíamos la aventura ante nosotros y nuestra imaginación entraba en actividad. Nuestra principal preocupación era la ausencia de luz del sol, porque en todas partes había vistas que merecían fotografiarse. La espesa neblina que cubría los oscuros picachos nos tentaba al despejarse momentáneamente, dejando ver una mancha de cielo azul, para cerrarse inmediatamente. La ciudad de Darjeeling tiene una pequeña población y está situada a una moderada altura de más de 2000 metros. Los habitantes forman una mezcla de europeos y de diversas tribus mongólicas; éstas han llegado a Darjeeling desde el Nepal y Sikkim, que son estados independientes y vecinos. A causa de su altura, Darjeeling es lugar de veraneo para aquellos indios, ingleses y otros europeos que pueden escapar al terrible calor de las llanuras. La distancia desde Calcuta, Bombay y Nueva Delhi, es considerable y costosa; los ricos han construido hermosas viviendas. Los pocos hoteles a donde acuden americanos y europeos recuerdan, por su apariencia y servicio, los establecimientos suizos de los Alpes. Influencia Occidental En las secciones modernas de Darjeeling hay una colección heterogénea de artículos de manufactura occidental objetos primitivos fabricados en el país. Los objetos occidentales son exorbitantemente caros, debido a las tarifas aduaneras de la India combinadas con los gastos de transporte hasta Darjeeling. Más limpia que la mayoría de las ciudades indias, debido en parte al clima, Darjeeling no se parece en absoluto a ningún lugar de veraneo americano o del Mediterráneo, como por ejemplo Miami o la Riviera francesa. Durante varios días esperamos pacientemente para fotografiar el Monte Kinchinjunga, cuya cumbre cubierta de nieve se eleva a mucho más de 9000 metros, y es apenas menor en altura que el célebre Monte Everest. Desde Darjeeling, cuando hay cielo despejado, este picacho se destaca contra el cielo azul; pero los dioses, que se dice que habitan allí, como que decidieron otra cosa, porque ni una sola vez, mientras permanecimos en Darjeeling se despejó el Kinchinjunga. Sin embargo, empleamos bien el tiempo. Teníamos que organizar nuestra expedición a Sikkim, el país vecino hacia el norte. Antes de aventurarnos en el interior, teníamos que obtener permiso de las altas autoridades. Las restricciones son no solamente políticas, es decir, los requisitos de pasaporte, visa, etc., sino que también es necesario obtener seguridad de alojamiento para el viajero. Si no se comprueba que se lleva alimento suficiente y ropas de cama, lo mismo que un guía, y si no se comprueba también que se puede tener acceso a las remotas viviendas llamadas dak, no se puede obtener permiso de entrada. Estas daks son casas primitivas
de piedra, de uno o dos cuartos, construidas en la espesura de la montaña para brindar acomodo al viajero, es decir, para que encuentre allí abrigo. Finalmente pudimos dominar la acostumbrada indiferencia de los subalternos políticos, de quienes obtuvimos las credenciales necesarias. El guía para semejante expedición recibe allí el nombre de sirdar que literalmente significa capataz. A cada kilómetro que se avanza hacia el interior, se va comprendiendo más que dependemos de ese individuo. Gradualmente va creciendo nuestra admiración por sus habilidades. El sirdar tiene que saber cinco o seis dialectos mongólicos diferentes, que probablemente habrá que usar en el camino, lo mismo que inglés y francés; debe conocer muy bien lo que se necesita en manera de trajes y abrigos, y tiene que contratar culíes, animales de carga y otras cosas necesarias para el transporte. La mayor parte de los alimentos los adquiere él de los indígenas que se encuentran en el camino; constantemente tiene que tener presente la salud y la seguridad de las personas que están a su cuidado, y por esto es él sólo quien compra los alimentos; prepara personalmente las comidas, y así se asegura de su limpieza. Las habilidades culinarias del sirdar merecen la mayor aprobación. Los platos especiales de la cocina oriental que él prepara son sumamente atractivos a la vista y revelan su sentido artístico, siendo a la vez deliciosos. A veces estos alimentos son preparados al aire libre, en una hoguera, o en alguna burda cocinilla portátil, que indica también la experiencia del sirdar. La personalidad de nuestro sirdar me interesó especialmente. Era un hombre de inteligencia aguda e innata, que se dedicaba a aquellas tareas humildes; era él quien manejaba los gastos y era el jefe de los culíes, y era también el responsable de todas las compras que hacía en nombre nuestro. En sus tratos con todas las gentes, hablaba siempre con voz suave; sus modales jamás eran arrogantes o amenazadores. En sus relaciones con nosotros, sin embargo, no era complaciente en exceso, pero siempre fue cortés y comedido. El talento y el carácter de este hombre se desperdiciaban en aquellos sitios. Las civilizaciones "superiores" necesitan de caballeros fundamentales como lo era este hombre. En el mundo occidental, con las facultades que tenía, hubiera podido subir a grandes alturas; sin embargo, no demostró inclinación alguna de averiguar acerca de América o de Europa. ¿La precipitación y costumbres del Occidente serían capaces de corromperlo? Si la satisfacción con nuestros medios de ganarnos la vida, si el placer en las actividades diarias son las más altas recompensas de la vida, entonces el Occidente nada podía ofrecerle. La importancia y la responsabilidad que sus talentos podrían procurarle en el Occidente, también exigirían como compensación luchas, preocupaciones y desvíos.
Descendimos de Darjeeling felices con la idea de que abandonábamos sus brumas. Durante unos tres días, si teníamos suerte, llegaríamos a Gangtok, capital de Sikkim. Nuestro camino corría al noroeste de Darjeeling y remontaba la alta sierra que teníamos enfrente. Primero, teníamos que descender a los valles desde donde la niebla parecía hervir y surgir como el humo de un caldero. A medida que descendíamos, la temperatura cambiaba rápidamente. Nos vimos forzados a descartar nuestros pesados abrigos, de que tanto gustábamos en Darjeeling. Como por arte de magia, el cielo quedó súbitamente limpio y una inmensa bóveda azul apareció ante nosotros. Los jardines de Té Todo el panorama quedó transformado. Aquí y allí, las laderas de las montañas estaban sembradas de te. Por raro que parezca, a estas inmensas plantaciones que cubren muchísimas hectáreas, se las denomina, "jardines de te." A lo lejos, esos pequeños arbustos de te nos recordaban los grandes viñedos de California con sus cepas podadas que también se plantan intencionalmente sobre las faldas de las montañas. La mayoría de esos jardines pertenecen a sindicatos extranjeros; el personal es ordinariamente indio, presidido por un "encargado" inglés. Se emplea todo género de halagos, hasta de placeres sensuales, para conservar a esos hombres trabajando en tan remotos lugares. Muchos de ellos no han estado en sus hogares, en Inglaterra, durante varias décadas. Su apariencia muchas veces es la de algún grabado de un ciudadano de fines del siglo pasado, o como un personaje de alguna novela de Kipling. Las condiciones del camino se iban haciendo peores, y finalmente no hubo más pavimento. De allí en adelante, los caminos eran empinados, sin tomar en cuenta e1 grado de la pendiente ni la anchura. Frecuentemente teníamos que hacernos a un lado, junto a la orilla resbalosa de un precipicio, para permitir que "tongas" o carros de dos ruedas arrastrados por bueyes, pudieran pasar. Los bueyes son el medio principal de transporte en esta región. Los carros están cargados con grandes canastas llenas de te, que tarde o temprano llegará a nuestras tazas. Como no hay ferrocarril, ni telégrafo ni teléfono en el norte de Sikkim, estos vehículos traen junto con su carga noticias del mundo exterior. Estábamos ahora en una tierra tropical con una espesa selva. Había árboles gigantescos de caucho y de teak, de cuyas ramas colgaban gruesas trepadoras. La atmósfera estaba perfumada con el olor de los grandes helechos y de las flores de millares de colores. El aire estaba lleno de sonidos, gorjeos, chillidos, cantos y hasta lo que parecía alaridos de agonía. Se calcula que en esta región hay entre quinientas y seiscientas variedades de pájaros. A veces nos parecía que todos juntos se estaban expresando vocalmente al mismo tiem-
po. También se han catalogado aquí cerca de seiscientas variedades de mariposas, pues la vida es sumamente prolífica en esta comarca. Nos llamó la atención el crecido número de monos que, en grupos por familias, estaban sentados en el camino polvoriento o colgando de las ramas de los árboles. Cuando se sentaban, tenían como medio metro de altura, y su estatura era muy regular cuando estaban de pie. Estaban cubiertos de una espesa capa de pelo rojizo y demostra ban mucha curiosidad por nosotros. Parecía que salían del espeso bosque que habíamos atravesado, para observarnos de la misma manera que lo hacen los seres humanos de algún distrito rural, cuando van a la estación del ferrocarril para mirar pasar los trenes. Quienes piensan que estos simios son insensatos, no los han observado con atención. Las hembras conducían a sus hijos de la mano o cargados contra el pecho. Cuando nos veían, se nos quedaban mirando, y luego, como si hicieran algún comentario acerca de nosotros, se volvían unos hacia otros en una especie de viva charla, mirándonos a veces, mientras tal hacían. No demostraban temor por los seres humanos y se apartaban tranquilamente de nuestro camino, para subirse a la muralla de un puente de piedra o para sentarse sobre algún tronco caído. Marchábamos ahora a lo largo del río Rangit, ancho y fragoso torrente que arranca de las nieves fundidas de las cumbres que divisábamos a lo lejos. Sus aguas translúcidas y sus remansos sombríos lo convertían en un paraíso de pescadores. Nuestro sirdar confirmó que el torrente tenía gran abundancia de peces comestibles, y sin embargo no se divisaba ni un sólo pescador. ¡Por fin llegamos a la frontera de Sikkim! Un río formaba esta frontera; el puente que lo atravesaba era alto y sólo tenía la anchura suficiente para que pasara un vehículo. Tuvimos dudas acerca de su firmeza, pues vimos que sólo se permitía que lo cruzara un carro de bueyes cada vez. Sus tablas sonaban ruidosamente y los cables que lo sos tenían crujían de manera amenazadora. El puesto fronterizo no era más que un nicho en la espesura. Había dos o tres construcciones de tabla donde la patrulla fronteriza y demás autoridades tenían su asiento. Cada uno de nosotros tenía que registrarse y presentar credenciales para poder entrar a Sikkim o para seguir más adelante hasta el Tíbet. Más adelante hallamos un campamento de nómadas. Estos nómadas viajaban siempre, como lo habían hecho sus antepasados durante siglos y siglos; pasaban de una región montañosa a otra junto con su tribu y su pequeño rebaño de asnos y cabras. Eran Tibetanos; usaban altos sombreros de lana; sus botas eran también de lana tenían dibujos pintorescos y eran hechas por las mujeres del grupo; las suelas de estas botas de lana eran de cuero ordinario. Los hombres usaban pantalones que parecían de cobija, cuyo tejido y dibujos eran semejantes a las faldas de las mujeres. Las piernas de los pantalones eran
completamente redondas como un tubo. Cada hombre llevaba una daga larga metida en la cintura de los pantalones. La empuñadura de estas dagas era de hueso y a veces muy ornamentada, incrustadas con piedras y vidrios de color. Tales cuchillos servían de uso general y también de protección contra las fieras que tanto abundan allí, como el leopardo de las nieves. Los nómadas estaban agrupados en torno a una hoguera, con la espalda reposando contra grandes bultos que habían descargado de los burros. Estos bultos servían también de abrigo contra el viento. Los pequeños burros, animales que trabajaban duro, estaban pastando en las cercanías. Los niños, descalzos y con el cabello enredado, con sus dientes blanquísimos en entreabierta sonrisa, circulaban cerca de nosotros. Éramos objeto de curiosidad; los chicos señalaban nuestras pesadas blusas y botas, y murmuraban entre sí, hallando algo humorístico de que reírse de buena gana; no podían hablar inglés pero con gestos nos pidieron algunas monedas. De vez en cuando, alguno de los hombres se levantaba y ordenaba a los niños mas inquietos que se alejaran y no nos molestaran; pero ni una sola vez trató ninguno de los adultos de pedirnos nada. Estos nómadas tibetanos son bastante altos y huesudos, casi siempre corpulentos y tienen un físico mucho más robusto que los indios; tienen el pecho muy amplio, lo que indica que viven en las montañas donde el aire enrarecido y la necesidad de respirar profundamente desarrollan la capacidad del pecho; sus largos cabellos, a veces trenzados como los de las mujeres, o colgando a los lados del rostro arrugado y curtido, les da una apariencia de ferocidad. Sikkim, aunque tiene un gobierno independiente, es uno de los estados federados de la India, y tiene unos cien kilómetros de Norte a Sur y unos sesenta de Este a Oeste. Es más o menos del mismo tamaño que el estado de Carolina del Sur, o el país de Gales. El clima abarca desde el calor tropical en los valles hasta el frío helado de las nieves eternas. Sus pobladores son lepchas o rong-pas; son de origen mongólico, muy primitivos y sencillos en sus aspiraciones y sumamente supersticiosos. Como la mayoría de los pueblos primitivos, muchos de ellos son todavía animistas, esto es, tienen la creencia de que todas las cosas viven y están imbuidas con una entidad o espíritu invisible; por eso, muchos de ellos practican la idolatría. Después de muchos estudios acerca de las condiciones climáticas, habíamos escogido el mes de noviembre para viajar por Sikkim, pues es uno de los pocos meses en que los limitados caminos pueden cruzarse. Durante la época del monzón, Sikkim recibe una caída de agua de lluvias que es de las mayores del mundo, pues la precipitación anual pasa de dos metros y medio. Esas lluvias torrenciales hacen que los ríos se desborden y que de las montañas vecinas se desprendan numerosos arroyos. Los caminos quedan completamente barridos y grandes avalanchas destruyen secciones del único camino que atraviesa el país.
Estábamos atravesando esta región durante el período de las reparaciones anuales. Para ellas se emplean los métodos más primitivos y pintorescos; los trabajadores eran principalmente mujeres y niños que agradecían el sustento que recibían por sus trabajos. Dos mujeres o niñas manejan cada pala; una de ellas tira de la cuerda que está amarrada a la parte inferior del mango de la pala, lo cual ayuda a aliviar la carga; la otra empuja la pala debajo de las piedras; a una señal convenida, ambas hacen un esfuerzo y levantan la pala. La tierra extraída se pone en cestas que niños y mujeres cargan a la espalda. Era interesante ver como adaptaban las circunstancias a las fuerzas disponibles: había cestas de varios tamaños; los niños pequeños, que no podrían tener mas de siete u ocho años de edad llevaban pequeñas cestas adaptadas a su estatura, las cuales con mucha alegría llevaban hasta los sitios donde se hacía el relleno. La piedra era picada a mano por medio de mandarrias, lo cual era una tarea sumamente penosa. La piedra picada era llevada en cestas y distribuida a lo largo del camino. El aplanamiento de la superficie se hacía con un enorme tanque cilíndrico lleno de agua para darle peso; estaba sujeto con largas cuerdas y era arrastrado por encima de la piedra picada para nivelarla. Tiraban de las cuerdas más de cien mujeres y niños que cantaban mientras tiraban del cilindro. No nos fue posible llegar ese día a Gangtok, y ya estaba bastante oscuro. Traficar por aquellos caminos de noche era peligroso, pues había secciones que estaban todavía parcialmente obstruidas. Nos detuvimos en una dak que habíamos estado buscando, es decir, una de las casas del gobierno, la cual estaba situada fuera del camino, entre la tupida obscuridad de la vegetación. Era una simple construcción de piedra, con dos pequeños cuartos que ofrecían protección a los viajeros como nosotros. Aunque era primitiva, ofrecía abrigo contra los vientos helados que soplan tan pronto como el sol se pone tras las montañas. El piso estaba cubierto de tablas, las que ofrecían bastante espacio para dormir. Cuando encendimos nuestras lámparas de aceite y miramos a nuestro alrededor, vimos muchísimas poinsettas gigantescas que crecían silvestres. Había también naranjos y bananeros. Las bananas estaban maduras y eran deliciosas; se trataba de una variedad que crece silvestre en esta región y que nunca se encuentra en los mercados de occidente. Lo que más nos sorprendió es que se dieran plantas y frutas tropicales en aquellas alturas. Después de un exquisito plato de pollo preparado por nuestro sirdar en plena selva, nos reunimos en torno a la mesa para estudiar el mapa de la región. Este mapa comprendía Nepal, Sikkim y Tíbet; era un papel muy viejo y maltratado; en él estaban marcados los las o pasos de acceso al Tíbet, la tierra prohibida. La luna llena apareció entre las nubes y marcó contra el cielo el perfil de la cordillera, que semejaba los dientes de una sierra colosal. Esta era la barrera que en un tiempo encerró a un pueblo y sus creencias, aislándolo del mundo exterior.