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- VERSION DEFINITIVA -
CONFERENCIA DICTADA PR EL MINISTRO GENARO DAVID GONGORA PIMENTEL PRESIDENTE DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACION Y DEL CONSEJO DE LA JUDICATUR

LISTA DEFINITIVA DE ADMITIDOS
PROCEDIMIENTOS SELECTIVOS DE INGRESO AL CUERPO DE MAESTROS Y PROCEDIMIENTO DE ADQUISICIÓN DE NUEVAS ESPECIALIDADES POR LOS FUNCIONARIOS DE CARRERA DEL

Story Transcript

E l O este

1 2 3 4

La

frontera

5 6 7 8 9 10

E l E ste

11 12 13

14 15

las obras escogidas de

T. S. SPIVET

REIF LARSEN

Traducción de Irene Zoe Alameda Seix Barral

Versión no definitiva

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Diseño de la cubierta: Lucrecia Demaestri / Departamento de Diseño del Grupo Planeta Foto del autor: © Elliot Holt Título original: The Selected Works of T. S. Spivet EDICIÓN NO VENAL Primera edición: noviembre de 2010 © Reif Larsen, 2009 Todos los derechos reservados Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo: © EDITORIAL SEIX BARRAL, S. A., 2010 Avda. Diagonal, 662, 08034 Barcelona (España) www.seix-barral.es www.planetadelibros.com © Traducción: Irene Zoe Alameda, 2010 78-1-59420-217-9

Este libro trata de: 1.  Niños cartógrafos - Montana - Ficción. 2.  Viajes y expediciones - Ficción.

Impreso en España Depósito legal: Diseño del libro y la tipografía: Ben Gibson Los autores de las ilustraciones son Ben Gibson y Reif Larsen, excepto las de la página 7, que han sido realizadas por Martie Holmer y Ben Gibson a partir de los dibujos originales del autor. Realización del mapa de Moby Dick: Ben Gibson

Pero también de: 3. La división continental - Ficción. 4. Gorriones - Ficción. 5.  Escarabajos - Escarabajos monje atigrados - Ficción. 6. Chicas - Chicas que escuchan música pop.

. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

Y también de: 7. Whiskey – Ficción. 8. Rifles – 1886 Rifle corto Winchester cal. 40-82 – Ficción. 9. Institución Smithsonian – Ficción. 10. Club Megatherium – Ficción. 11- Vagabundos – Ficción. 12. Señales de vagabundos – Ficción. 13. La resistencia de la memoria – Ficción. 14. Videojuego Oregon Trail para el Apple II GS – Ficción. 15. La teoría de muchos mundos – Ficción. 16. Honey Nut Cheerios – Ficción. 17. Sonrisas – Sonrisa de Duchenne – Ficción. 18. Cordones – Ficción. 19. Comida – Ficción. 20. La herencia de la historia – Ficción. 21. Inercia – Ficción. 22. Agujeros de gusanos – Agujeros de gusanos del Medioeste – Ficción. 23. Bigotes – Ficción. 24. Las nostalgias paralelas – Ficción. 25. Moby Dick – Ficción. 26. Mediocridad – Ficción. 27. Reglas – La regla de los tres segundos – Ficción.

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Foto: © Elliot Holt

Reif Larsen tiene 29 años. Estudió en la Brown University y ha sido profesor en la Universidad de Columbia, donde cursó un máster en Ficción. Como cineasta ha realizado documentales en el África Subsahariana, Estados Unidos y Reino Unido. Las obras escogidas de T. S. Spivet, su primera novela, se ha convertido en un éxito reconocido con el Montana Book Award y finalista del Guardian Book Award, el Indies Choice Book of the Year y el Deutscher Jugendliteraturpreis. Vive en Brooklyn, Nueva York. La página web de la novela, http://www. tsspivet.com, ha sido distinguida por el New York Times por su originalidad.

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Rancho Coppertop Div i n sió

co nt i ne al nt

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PRIMER A PARTE: EL OESTE

R LOS

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ÍOS DE MONTANA

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Mi habitación El rancho Coppertop

45º 49’ 27” N 112º 44’ 19” O

Divide - Montana El granero

Puerta Cama

Establo

El rancho

El álamo de Virginia

elo

chu

Ria

Rojo

Verde Alfombra de Lewis y Clark

Azul

Capítulo 1

E

l teléfono sonó bien avanzada una tarde de agosto,   cuando mi hermana mayor, Gracie, y yo descan  sábamos en el porche de la parte trasera, desgranando el maíz sobre las enormes tinajas de latón. Las tinajas guardaban aún las marcas de los pequeños dientecillos de Verywell, el perro del rancho, que la primavera anterior había cogido una depresión y acabó mordiendo metales. Quizás debería aclarar esto. Cuando digo que Gracie y yo estábamos desgranando el maíz quiero decir que Gracie estaba desgranando el maíz, mientras que yo dibujaba en uno de mis cuadernos azules de espiral un diagrama sobre cómo ella desgranaba el maíz. Todos mis cuadernos estaban codificados según el color. Los cuadernos azules, que se alineaban ordenadamente en la pared sur de mi habitación, estaban reservados a los «Mapas de gente haciendo cosas», en contraposición a los cuadernos verdes, en la pared este, que contenían mapas zoológicos, geológicos y topográficos, o los cuadernos rojos de la pared oeste, que era donde almacenaba la anatomía de insectos, en previsión de que mi madre, la doctora Clair Linneaker Spivet, requiriera alguna vez mis servicios.

Yo luchaba constantemente con­ tra el curioso peso de la entropía en mi pequeña habitación, que estaba llena hasta los topes con los sedimentos de la vida de un cartógrafo: equipos de observación, antiguos telescopios, sextantes, cuerdas, botes de cera de conejo, com­pases, globos sonda marchitos y malolientes, el esqueleto de un gorrión posado en mi mesa de dibujo. (En el momento de mi nacimiento, un gorrión se estrelló mor­talmente en la ventana de la cocina. Un ornitólogo de piernas tiesas de Billings reconstruyó el esqueleto destrozado, y así me pusieron un segundo nombre).

Esqueleto de gorrión del Cuaderno V214

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el oeste Y creo que tenía razón. Cada instrumento de mi habitación colgaba de un gancho, y en la pared, detrás de cada uno, había dibujado y etiquetado la silueta del aparato, como un eco del objeto real, de manera que siempre sabía cuando faltaba algo y cuál era su sitio.

de Carta lC uad de mis sueñ os erno V54

Pero incluso con este sistema, las cosas a menudo caían y se rompían: se formaban pilas que mis métodos de orientación siempre parecían arreglar. Sólo tenía doce años, pero a través del lento e inevitable calor de miles de amaneceres y atardeceres, miles de mapas trazados y vueltos a trazar, ya había absorbido el valioso precepto según el cual todo se desmorona al final, y que cultivar la irritabilidad que esto provoca es una pérdida de tiempo. Mi habitación no era una excepción. No era raro que me levantara en mitad de la noche con la cama llena de mecanismos de correspondencias, como si los espíritus de la noche intentaran trazar la carta de mis sueños.

En una ocasión traté de alinear los mapas en la pared sur de mi habitación, pero en mi ansia por organizarlo todo olvidé que ésa era la pared de entrada, y cuando la doctora Clair abrió la puerta para anunciar que la cena estaba servida, la estantería se me cayó encima. Me incorporé sobre mi alfombra de Lewis y Clark, cubierta por los cuadernos y estanterías desparramados. —¿Me he muerto? —pregunté en voz alta, sabiendo que ella no me respondería, incluso en el caso de que sí lo estuviera. —Nunca dejes que tu trabajo te arrincone —replicó la doctora Clair desde el otro lado de la puerta.

Nuestro rancho estaba situado al norte de Divide, en Montana, una pequeña ciudad en la que nadie se fijaría desde la autopista si justo en el momento de pasar estuviese sintonizando una emisora de radio. Rodeada de las montañas Pioneer, Divide se erige sobre la planicie de un valle salpicado por arbustos de salvia, la mitad de ellos quemados, un vestigio de cuando la gente vivía aquí. El ferrocarril llegaba desde el norte; el río Big Hole llegaba desde el oeste, y ambos se iban por la izquierda, hacia el sur, en busca de mejores pastos. Cada uno tenía su propia manera de avanzar a través de la tierra, y cada uno dejaba su propio rastro a su paso: las vías dejaban un corte recto, ajenas al tajo que el tren atravesaba en la roca, y los raíles de hierro forjado olían a grasa, y las traviesas de madera a regaliz rancio. En claro contraste con ello, el río conversaba con la tierra mientras rellenaba su lecho en su paso por el valle, coleccionando arroyos a un lado y otro, avanzando calmadamente por los caminos que le ofrecían menos resistencia. El Big Hole olía a musgo y lodo y salvia, y ocasionalmente a arándanos —si era la época del año, aunque no había sido la época del año desde hacía ya muchos años. En esos días el tren no paraba en Divide, y sólo circulaban por el valle los estruendosos vagones de la Union Pacific a las 6:44 de la mañana, a las 11:53 de la mañana y a las 5:15 8

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de la tarde, con una variación de dos minutos arriba o abajo según las condiciones meteorológicas. La era de esplendor de las ciudades mineras de Montana había acabado hacía mucho tiempo; ya no había motivo para que los trenes pararan. En el pasado, la ciudad llegó a tener un salón. «El salón de la Luna Azul», solíamos repetir mi hermano Layton y yo alzando pomposamente la nariz cuando nadábamos en el riachuelo, como si sólo los caballeros hubiesen frecuentado el establecimiento, si bien visto en perspectiva lo contrario era más probable: por aquellos días, Divide era una ciudad de rancheros pobres, pescadores fanáticos y algún dinamitero ocasional, no de dandis y petimetres expertos en juegos de mesa. Layton y yo no habíamos estado nunca en la Luna Azul, pero pensar en qué y quién pudo haber estado allí se convirtió en la base de muchas de nuestras fantasías mientras flotábamos boca arriba. Muy poco después de que Layton muriera, la Luna Azul ardió, pero para ese entonces, incluso envuelto en llamas, el lugar ya no constituía ningún vehículo para la imaginación; se había convertido en un edificio más de los que ardían o habían ardido en el valle. Si uno se situaba justo encima de lo que quedaba del viejo andén de la estación, al lado del letrero blanco y herrumbroso sobre el que al entrecerrar los ojos todavía podía leerse DIVIde, desde ese punto, si se miraba al norte, ya fuera usando una brújula, el sol, las estrellas o la intuición, y luego se caminaban 7,61 kilómetros entre los matorrales sobre la cuenca del río y luego hacia las colinas Douglas, cubiertas de nieve, se llegaba a la puerta principal de nuestro pequeño rancho, el Coppertop, enclavado en una meseta aislada a 1.628 metros sobre el nivel del mar, a un tiro de piedra hacia el sur de la división continental, de la cual la ciudad había tomado su nombre. La división, oh, la división: había crecido con esa gran frontera a mis espaldas y su plácida, ineludible existencia me había calado hasta los huesos y el cerebro. La división era un límite extenso y masivo no delineado por políticos, 9

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el oeste

Al Pacifico

Butte BMG

Coppertop

Divide Al Atlantico

División continental como fractal. Del Cuaderno A58

por cuestiones religiosas o por una guerra, sino por una placa tectónica, el granito y la gravedad. Un hecho reseñable era que ningún presidente de los EE.UU. había certificado el límite de esa frontera, y sin embargo su demarcación había afectado a la expansión y formación de la frontera americana de un millón de maneras inusitadas. Este centinela dentado dividió las cuencas de la nación en este y en oeste, el Atlántico y el Pacífico; y allá, al oeste, el agua era oro, y allí donde fuera el agua, la gente la seguía. Las gotas de lluvia que volaban tres kilómetros al oeste de nuestro rancho aterraban en arroyos que acababan a través del sistema fluvial del río Columbia en el Pacífico, mientras que el agua del riachuelo Feely, nuestro pequeño río, tenía la fortuna de viajar mil quinientos kilómetros más, recorriendo todo el camino hasta el pantano de Loui­ siana antes de desbordarse sobre el arcilloso delta del Golfo de México. Layton y yo solíamos escalar la garganta de Bald Man, el punto más alto de la frontera; él cuidaba de no derramar el vaso de agua, agarrándolo firmemente con las dos manos, y yo atendía una rudimentaria cámara fotográfica que había construido con una caja de zapatos en la que había hecho un agujero. Tomaba fotos de él vertiendo agua a ambos lados de la colina, correteando en todas las direcciones y gritando alternativamente «¡Hola Pórtland!» y «¡Hola N’awlins!» con su mejor acento criollo. Pese a lo mucho que me esmeraba con los botones del lateral de la cámara, nunca conseguí captar el heroísmo de Layton de aquellos momentos. Después de una de nuestras expediciones, Layton comentó durante la cena: «Se puede aprender mucho de un río, ¿verdad, Papá?» Y aunque Padre no dijo nada en ese momento, por el modo en el que comió el resto del puré de patata se notó que había apreciado el razonamiento de su hijo. Padre amaba a Layton tanto como a su propia vida. Afuera, en el porche, Gracie desgranaba y yo dibujaba. Los chisporroteos se extendían por los campos de nuestro 10

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rancho con su atronadora orquestación, y agosto flotaba en el aire –caliente, espeso, notable. Montana se ponía radiante en verano. La semana anterior había contemplado el pausado y silencioso avance del amanecer desde la línea de abetos de la cima de las montañas Pioneer. Me había pasado la noche entera dibujando borradores en un cuaderno de anillas que contenía un mapa antiguo de la demarcación de la Dinastía Chin sobre un tríptico que describía los órganos internos según los navajos, los shoshones y los cheyenes. A punto de amanecer, salí al porche trasero, descalzo y delirando. Incluso en mi estado de insomnio pude sentir la magia privada del momento, y crucé los meñiques detrás de mi espalda hasta que el sol encendió las Pioneers e iluminó su impentrable rostro ante mí. Me senté en los peldaños del porche, desconcertado, y aquellas tablas de madera astutas aprovecharon la oportunidad para entablar conmigo una conversación. Estamos solos, tú y yo, muchacho; entonemos una canción lenta, dijo el porche. Tengo cosas que hacer, respondí. ¿Qué cosas? No sé… los quehaceres del rancho. Tú no eres ningún ranchero. ¿No lo soy? Tú no silbas canciones de cowboys ni escupes en latas. No soy bueno escupiendo, dije yo. Dibujo mapas. ¿Mapas?, preguntó el porche. ¿Qué es lo que tienes que cartografiar? Escupe en barriles de latón. Cabalga por las montañas. Tómatelo con calma. Hay mucho que cartografiar. No tengo tiempo para tomármelo con calma. Ni siquiera sé lo que eso significa. Tú no eres un ranchero. Estás loco. No estoy loco, dije yo. Y luego: ¿Estoy loco? Estás solo y triste, dijo el porche. ¿Ah sí? ¿Dónde está él? 11

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el oeste

No lo sé. Lo sabes. Sí. Pues siéntate y silba un canción solitaria. No he terminado con mis mapas. Todavía queda mucho por dibujar. El primer mapa que dibujé fue desde este porche trasero

Hola Dios, por T. S. Spivet, 6 años de edad

En aquella época, pensaba que se trataba de instrucciones útiles para acompañar al irritable viejo sr. Humbug al cielo y estrecharle la mano a Dios. En retrospectiva, su crudeza no sólo se debía a las manos temblorosas de la juventud sino también a que yo no entendía que el mapa de un lugar era diferente al lugar en sí mismo. A los 6 años, un niño es capaz de entrar en el mundo de un mapa con la misma facilidad con la que entra en un buen cuento.

Mientras Gracie y yo seguíamos desgranando, la doctora Clair salió con nosotros al porche trasero. Gracie y yo alzamos la vista al escuchar el crujido del viejo porche bajo sus pisadas. Pinzado firmemente entre el pulgar y el índice llevaba un alfiler en cuya punta resplandecía un escarabajo de un brillante color azul-verdoso metalizado que identifiqué como la Cicindela purpurea lauta, una subespecie rara del escarabajo tigre de Oregón. Mi madre era una mujer alta y delgada, cuya piel era tan pálida que la gente se quedaba mirándola fijamente cuando paseábamos por las calles de Butte. Una vez oí a una mujer mayor que mi madre y que llevaba un sombrero de flores comentarle a su amiga: «¡Qué muñecas tan frágiles!» Y era verdad: si no hubiese sido mi madre, yo mismo hubiese creído que le pasaba algo malo. La doctora Clair llevaba un moño recogido con dos palitos que parecían huesos. Sólo se soltaba el pelo de noche, e incluso entonces lo hacía a puerta cerrada. Cuando éramos pequeños, Gracie y yo nos turnábamos para mirar a hurtadillas, por la cerradura, el ritual privado de embellecimiento que tenía lugar al otro lado. El ojo de la cerradura era demasiado estrecho para contemplar toda la escena: sólo se podía ver su codo moviéndose hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás, como si estuviera tejiendo en un telar antiguo; o, si uno desplazaba el cuerpo ligeramente, podía alcanzar a ver parte de su pelo, y el cepillo que iba y venía, emitiendo aquel leve sonido al peinar. El ojo de la cerradura, el fisgoneo, el cepillado: todo ello nos resultaba deliciosamente prohibido. A Layton, al igual que a Padre, no le interesaba nada que tuviera que ver con la belleza o con la higiene y, por tanto, no 12

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Por unos momentos, permaneció de pie, observando a Gracie con el enorme cubo de hojalata entre las piernas, lleno de mazorcas amarillas, y a mí en las escaleras con mi cuaderno de notas y mi casco con lentes de aumento. Nosotros le devolvimos la mirada. Entonces dijo: Te llaman por teléfono, T. S. —¿Le llaman? ¿A él? —dijo Gracie con sorpresa. —Sí, Gracie, han llamado a T. S. —dijo la doctora Clair, no sin cierto grado de satisfacción. —¿Quién me llama? —pregunté yo. —No lo sé. No he preguntado —dijo mi madre, haciendo girar el escarabajo tigre bajo la luz. La doctora Clair era la clase de madre que, cuando eras un bebé, te enseñaba la tabla periódica mientras te metía cucharadas de papilla en la boca, pero no era la clase de madre que, en estos tiempos de terrorismo global y de secuestradores de niños, se preguntase quién diablos llamaba a sus hijos por teléfono. Mi curiosidad sobre la llamada telefónica se veía atenuada por el hecho de que estaba dibujando un mapa, y un mapa sin terminar siempre me dejaba un ligero malestar en el fondo de la garganta. En mi mapa, «Gracie desgranando maíz dulce N.º 6», había puesto un pequeño número 1 al lado del lugar donde ella había agarrado por primera vez la cáscara, por la parte superior. A continuación, ella había tirado tres veces hacia abajo: rip, rip, rip, y yo había ilustrado ese movimiento con tres flechas, si bien una de las flechas era más pequeña que 13

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A decir verdad, al igual que Gracie, yo también estaba algo sorprendido por la llamada telefónica, porque yo sólo tenía dos amigos: 1) Charlie. Charlie era un niño rubio de un curso inferior al mío que estaba deseoso de ayudarme en mis expediciones para dibujar mapas porque le llevaban a las montañas y lejos del trailer de su familia en el sur de Butte, donde su madre se pasaba el día sentada en una silla de jardín regándolo por encima de sus enormes pies. Era como si Charlie fuera una cabra montesa, ya que se sentía como en casa en cualquier pendiente con una inclinación superior a 45 grados, sujetando la señal naranja de medición mientras yo dibujaba desde el otro lado del valle.

2) El dr. Terrence Yorn. El dr. Yorn era un profesor de entomología de la Universidad del Estado de Montana en Bozeman y mi mentor. La dra. Clair nos había presentado por primera vez durante el picnic del escarabajo del suroeste de Montana. El picnic fue terriblemente aburrido hasta que conocí al dr. Yorn. Con nuestros platos llenos de ensalada de patata, hablamos durante tres horas seguidas sobre el concepto de la longitud. El dr. Yorn era quien me había animado (sin decirle nada a mi madre) a enviar mi trabajo a la revista Science y a la Smithsonian. De alguna manera, supongo que se le podría considerar como mi «padre científico». Jimmey, el catalejo El dr. Yorn me regaló este catalejo tras mi primera publicación en la Smithsonian.

se unía nunca a nosotros. Su lugar estaba en el campo con Padre, dando puñetazos a las vacas y domando potros. La doctora Clair se acicalaba con multitud de joyas verdes que tintineaban —pendientes de peridotita, brazaletes de diminutos zafiros centellantes—, incluso la cadenita de la que colgaban sus gafas estaba hecha de malaquita verde, que trajo de una expedición a la India. A veces, con los alfileres del pelo y los adornos de esmeraldas, me recordaba a un abedul en primavera a punto de florecer.

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Identificación de las subespecies del escarabajo tigre-pelotero Del Cuaderno R23 Todavía no le he enseñado estos dibujos a la dra. Clair. No me los ha pedido y temía que se enfadara conmigo por meterme otra vez en su especialidad.

las otras, ya que el primer tirón resultaba algo más complicado —había que vencer la inercia inicial de la mazorca. Me encanta el sonido que se hace al pelar las mazorcas. La violencia del sonido, las continuas detonación y resistencia de los sedosos hilos orgánicos me hacían imaginar a una persona haciendo trizas unos carísimos pantalones, seguramente italianos, en un ataque de locura del que más tarde se arrepentiría. Al menos, era así como Gracie pelaba las mazorcas, o descascarillaba las cáscaras, como yo decía a veces —con cierta malicia, debo añadir, porque, por alguna razón, a mi madre le molestaba que hiciera juegos de palabras. En sentido estricto, no se la podía culpar: era una especialista en escarabajos que había dedicado casi toda su vida adulta a observar pequeñas criaturas bajo una lupa, para después clasificarlas meticulosamente en familias y suprafamilias, especies y subespecies, de acuerdo a sus características físicas y evolutivas. Llegamos a tener un retrato de Carolus Linnaeus, el sueco que creó el actual sistema taxonómico de clasificación, encima de nuestra chimenea, pese a la inquebrantable y pasiva resistencia de Padre. Por lo tanto, en cierto modo, tenía sentido que la doctora Clair se molestase conmigo cuando yo decía «montasaltos» en lugar de «saltamontes» o «empalago» en lugar de «espárrago», ya que su trabajo consistía en prestar muchísima atención a los detalles más nimios que el ojo humano no podía capturar, y asegurarse de que la presencia de una cerda en el borde de la mandíbula, o de una mínima pincelada blanca trasera en el élitro, identificaba al escarabajo como un C. purpurea purpurea y no un C. purpurea lauta. Personalmente, creo que mi madre debería prestar menos atención a mis ingeniosos juegos de palabras, los cuales son una especie de gimnasia mental que todos los niños sanos de doce años realizamos, y debería preocuparse en cambio más por la locura febril y pasajera que consumía a Gracie cuando se ponía a desgranar mazorcas, porque esos episodios no encajaban con su habitual comportamiento de adulto de buena fe atrapado en un cuerpo de chica de dieciséis años y, a mi juicio, desvelaban algún tipo de irrupción de cólera secreta. Supongo que podría decir sin lugar a dudas 14

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Y entonces, ahí estaba mi hermano pequeño, Layton Housling Spivet, el único niño Spivet sin el nombre Tecumseh en cinco generaciones. Pero Layton murió el pasado febrero de un disparo accidental en el establo, del que nadie quiso hablar jamás. Yo también estaba allí, midiendo el sonido de los disparos. No sé qué pudo ir mal. 1.0 kPa

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es cuando ocurrio

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que si bien Gracie tenía sólo cuatro años más que yo, me llevaba muchos más en lo que se refiere a madurez, sentido común, conocimiento de las reglas sociales y comprensión de las actitudes dramáticas. Es posible que la expresión de desequilibrio que ponía mientras desgranaba mazorcas no fuera más que eso: una actitud dramática, sólo otra señal de que Gracie era una actriz incomprendida que estaba afinando su dominio técnico al tiempo que desempeñaba tantos de los quehaceres mundanos de un rancho de Montana. Es posible, pero yo me inclinaba más por la idea de que, bajo su apariencia inmaculada, simplemente se ocultaba un grave desequilibrio. Oh, Gracie. La doctora Clair dijo que había estado absolutamente arrebatadora en su papel de protagonista de la obra de teatro del colegio, Los Piratas de Penzance, aunque yo no pude asistir porque estaba dibujando para la revista Science un mapa conductual sobre el modo en que el escarabajo pelotero hembra de Australia Onthophagus sagittarius usa su cuerno durante la cópula. No le mencioné este proyecto a la doctora Clair. Me limité a quejarme de dolor de tripa, y después conseguí que Verywell comiera un poco de salvia y vomitara en el porche, y luego le hice creer que el vómito era mío —le hice creer que yo mismo había comido la salvia y los huesos de ratón, y la comida para perros. Estoy seguro de que Gracie estuvo maravillosa como mujer del pirata. Era una mujer maravillosa, en términos generales, y probablemente era el miembro más equilibrado de nuestra familia, porque, si uno lo pensaba bien, la doctora Clair era una entomóloga especializada en coleópteros que había dedicado veinte años de su vida a la búsqueda de una especie fantasma de escarabajo —el monje atigrado, Cicindela nosferatie—, de cuya existencia ni siquiera ella tenía la certeza; y mi padre, Tecumseh Elijah Spivet, era un tipo bronco y callado que se dedicaba a la doma de caballos, y quien al entrar en una habitación decía cosas como «No se le puede tomar el pelo a un grillo», y después se marchaba; la clase de hombre que tal vez había nacido con cien años de retraso.

Disparo 21 Del Cuaderno A435# Después de aquello, escondí su nombre en la topografía de cada uno de mis mapas.

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el oeste

—Quien te espere al teléfono se habrá cansado de esperar, T. S. Será mejor que contestes» —me dijo la doctora Clair. Claramente, había descubierto algo revelador en la C. purpurea lauta pinchada en su alfiler, porque sus cejas subieron y después bajaron y después subieron otra vez, y acto seguido se dio media vuelta y se esfumó dentro de la casa. —Voy a dejar de desgranar maíz —dijo Gracie. —Ni se te ocurra —dije yo. —Voy a hacerlo —contestó ella firmemente. —Si lo haces —dije yo—, no pienso ayudarte con tu disfraz de Halloween este año. Gracie se detuvo para considerar la veracidad de mi amenaza, y repitió de nuevo: —Voy a dejar de hacerlo. Alzó la mazorca de maíz con aire intimidatorio. Yo me quité con mucho cuidado mi casco con lentes de aumento, cerré mi cuaderno y crucé encima mi pluma estilográfica, como para dejar claro a Gracie que iba a volver enseguida, que mi delicado dibujo de la mazorca aún no había concluido. Cuando pasé por delante del despacho de la doctora Clair la vi debatiéndose con un pesadísimo y enorme diccionario de taxonomías, usando una sola mano para sostener el gigantesco tomo, mientras en la otra mantenía bien erguido el alfiler en el que estaba clavado el escarabajo tigre. Ésta era la clase de imagen con la que recordaría a mi madre cuando, y si acaso algún día, falleciese: asegurando el imposible equilibrio entre el delicado espécimen y el peso del sistema al que pertenecía. Para llegar a la cocina donde me aguardaba el auricular del teléfono, era posible elegir entre un número infinito de rutas, cada una de ellas con sus ventajas y sus inconvenientes. La ruta de los Vestíbulos / Despensa era la más directa, aunque también la más aburrida; la ruta Escaleras arriba / Escaleras abajo era la que me permitía ejercitar más mi físico, pero los cambios obligatorios de altura me hacían marearme un poco. En la premura del momento me decidí a tomar una ruta que no solía utilizar, sobre todo cuando Padre holgazaneaba en casa. Abrí con mucha pre16

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caución la humilde puerta de pino y a continuación avancé a través de las sombras encueradas de la Sala de Montar. La Sala de Montar era la única estancia de la casa que era indiscutiblemente de Padre. Él la reclamaba para sí con tal fiereza silenciosa que nadie osaría disputársela. El tono de voz de mi padre rara vez se elevaba por encima de un murmullo, pero cuando en una ocasión Gracie insistió durante la cena en que la Sala de Montar debería ser más una sala de estar normal donde a la gente «normal» le entrasen ganas de relajarse y entablar conversaciones «normales», él se limitó a bufar sobre su puré de patata hasta que oímos una especie de eclosión y posterior tintineo amortiguado, y todos le miramos y vimos que había hecho reventar su vaso de whisky dentro de su mano. A Layton aquello le entusiasmó. Recuerdo cuánto le entusiasmó. —Es el único lugar en esta casa donde puedo relajarme y poner mis botas de montar en alto —había dicho mi padre, mientras su mano chorreaba ríos de sangre sobre el puré de patata. Y no se volvió a hablar más del asunto. La Sala de Montar era algo así como un museo de chismes. Justo antes de morir mi bisabuelo, Tecumseh Reginald Spivet (véase el cuadro a la derecha sobre los Tecumseh), le regaló a mi padre un pedazo de cobre de las minas de Anaconda por su sexto cumpleaños. Había estado extrayéndolo ilegalmente durante los años finales del siglo xix y los primeros del xx, cuando Butte tenía las mejores minas de cobre y era la ciudad más grande entre Minneapolis y Seattle. Aquel trozo de cobre debió de surtir algún encantamiento sobre mi padre, pues a partir de entonces desarrolló el hábito de coleccionar chismes y fruslerías de todos los rincones de la enorme llanura. En la pared norte de la Sala de Montar, al lado del gran crucifijo que Padre tocaba cada mañana, había un altar dedicado a Billy el Niño, iluminado de forma un tanto extraña con una única bombilla incandescente; completaban el altar pieles de serpiente de cascabel, indescriptibles objetos cubiertos de polvo y una vieja Colt .45 que apuntaba al retrato del infame bucanero de las praderas. Padre y Layton

El padre de Reginald (y mi bisabuelo) nació de hecho justo a las afueras de Helsinki, en Terho Sieva, que en finlandés significa algo así como «El sr. Linda Bellota». Así que quizá fue un alivio que las autoridades de inmigración de la Isla de Ellis transformaran su nombre en el de Tearho Spivet, y crearan así una nueva saga familiar de un plumazo. Durante su travesía hacia el oeste para trabajar en las minas de Butte, Tearho fue a dar con un salón destartalado de Ohio en el que estuvo el suficiente tiempo como para escuchar a un borracho, que decía ser medio navajo, contar la historia del gran guerrero Shawnee de Tecumseh. Cuando llegó a la parte de la historia que cuenta la última lucha de Tecumseh con el Hombre Blanco, mi bisabuelo comenzó a llorar, a pesar de ser uno de esos finlandeses supuestamente fortachones. En aquella batalla, tras abatir a Tecumseh de dos tiros en el pecho, los hombres del general Proctor mutilaron su cuerpo hasta dejarlo irreconocible, lo trocearon y lo enterraron en una fosa común. Tearho salió del salón con un nuevo nombre y hacia una nueva tierra. Al menos eso es lo que cuenta la historia familiar, aunque uno nunca puede fiarse del todo de esos cuentos ancestrales.

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Cada habitación tiene unas «Percepciones imperceptibles» Esto lo aprendí de Gracie, quien durante un corto período de tiempo, un par de años atrás, se había dedicado a leer el aura de las personas. Las «percepciones imperceptibles» que uno tenía al entrar en la Sala de Montar eran las de una rica nostalgia del Oeste que lo invadía todo por oleadas. Una parte se debía a un olor particular, mezcla de cuero viejo, caballo muerto, mantas indias y moho de las fotografías; pero sobre todo estaba el olor al polvo de la pradera, como si uno entrara en un campo por el que acabara de pasar un grupo de cowboys al galope, con el alboroto de las pezuñas, la tensión de los brazos morenos. Y ahora las nubes de polvo se depositaban en el suelo, prueba de que el hombre y el caballo se reencontraban a sí mismos, dejando atrás sólo el eco de sus pisadas. Uno entraba en la Sala de Montar y sentía como si hubiera perdido algo importante, como si el mundo hubiera recobrado la tranquilidad tras un tiempo salvaje. Era un sentimiento algo triste, similar al gesto que adquiría la cara de mi padre cada vez que se sentaba en aquella Sala de Montar después de un largo día de trabajo en el campo.

habían montado laboriosamente la instalación. A un simple espectador le habría parecido extraño ver a Dios junto a un forajido del Oeste, puestos a la misma altura y sujetos al mismo grado de devoción, pero así eran las cosas en el rancho Coppertop: Padre se guiaba tanto por el tácito Código de los Cowboys, arraigado profundamente en sus amados Westerns, como por cualquier verso de la Biblia. Layton pensaba que la Sala de Montar era la mejor invención del mundo (desde el queso gratinado). Después de la misa de los domingos, Padre y él se sentaban el uno junto al otro toda la tarde frente al televisor, situado en la esquina sureste de la habitación, para ver películas del Oeste. Detrás del televisor había una amplia, si bien cuidadosamente seleccionada, videoteca. Río Rojo, La diligencia, Centauros del desierto, Duelo en la alta sierra, Pasión de los fuertes, El hombre que Mató a Liberty Valence, Monte Walsh, El tesoro de Sierra Madre. Yo no era un telespectador activo como Padre y Layton, pero había sido expuesto tantas veces a estas películas por ósmosis, que ya no me parecían tanto hitos del cine como mis más íntimos y recurrentes sueños. A menudo volvía a casa del colegio para escuchar en el televisor, la versión de Padre de la Llama Eterna, el repiqueteo silencoso de pistolas, o el trote sudoroso de los caballos. Él estaba demasiado ocupado durante el día para ver la tele, pero creo que le reconfortaba saber que la tele estaba encendida aquí dentro mientras él estaba allí fuera. En cualquier caso, no era sólo la tele lo que le daba a la Sala de Montar sus «percepciones imperceptibles». Abundaban los trastos viejos de los cowboys: cuerdas para lazos, bocados de brida, jáquimas, estribos, botas gastadas tras caminar quince mil kilómetros por las llanuras, incluso un par de medias de señora de un cowboy extravagante de Oklahoma, que afirmaba que le permitían permanecer erguido mientras cabalgaba. Por todas partes había fotografías borrosas y en el trance de desdibujarse de hombres anónimos sobre caballos anónimos. Soapy Williams montado sobre su viejo y loco Firefly, su montura elástica retorcida de forma imposible y, sin embargo, él aún agarrado, de forma inverosímil, al lomo de la 18

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bestia encabritada. Aquello era como contemplar a un buen matrimonio. De la pared oeste, por donde se ponía el sol todos los días, colgaban una manta india hecha de pelo de caballo y, a su lado, un retrato del Tecumseh original y de su hermano, el profeta shawnee, Tenskwautawa. En la repisa de la chimenea, sobre un belén de porcelana, había una estatua de mármol del barbudo dios finés Väinämöinen, de quien mi padre sostenía que era en realidad el primer cowboy, incluso antes de que hubiera un Oeste por el que vagar. Él no encontraba ninguna contradicción en mezclar dioses paganos con la escena del nacimiento de Cristo. «Cristo ama a los cowboys», era lo que le gustaba decir. Si alguien me preguntase —y mi padre nunca lo hizo— acerca del mausoleo del Viejo Oeste del señor T. E. Spivet, habría respondido que bajo mi punto de vista rendía homenaje a un mundo que jamás existió. Por supuesto, hubo cowboys en los últimos años del siglo xix, pero para cuando Hollywood empezó a recrear el mundo de los cowboys y a esculpir «el Oeste», hacía ya largo tiempo que los terratenientes habían dividido las llanuras con alambre de espino y trazado sus haciendas, y los días de los traslados de ganado ya eran historia. Ya no había hombres con azadones, botas y sombreros Stetson gastados por el sol que cruzaran las secas llanuras de Texas en dirección norte con su ganado, a través de los mil quinientos kilómetros de extensas llanuras pobladas por comanches y dakotas hostiles, para finalmente llegar a uno de los bulliciosos depósitos del ferrocarril en Kansas, desde donde el ganado era transportado al este. Creo que mi padre no se sentía tan atraído por los cowboys auténticos, los que arreaban el ganado, como por el eco melancólico de la aventura, una melancolía que impregnaba cada fotograma de cada película de la colección que atesoraba detrás del televisor. Era esta memoria falsificada —ni siquiera su memoria falsificada, sino una memoria cultural falsificada— la que le impulsaba a sentarse en la Sala de Montar, sus botas junto a la puerta, su sorbito de

Soapy Williams como vectores de movimiento Del Cuaderno A46

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Padre bebe whisky con un sensacional sentido de la regularidad Del Cuaderno A99

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whisky cada cuarenta y cinco segundos, con una regularidad sensacional. Quizá la razón por la que nunca intenté reflexionar con mi padre acerca de la conflictiva hermenéutica de su Sala de Montar no fuese la paliza de primer orden que me hubiese ganado, sino el hecho de que yo también era culpable de albergar cierta nostalgia por el Viejo Oeste. Yo mismo iba en coche todos los sábados al pueblo, y presentaba mis respetos a los archivos de Butte. Allí me concentraba, con mis gominolas y mi casco con lentes de aumento, en estudiar los mapas históricos de Lewis y de Frémont y del Gobernador Warren. En aquella época de los mapas, en el Oeste no había nada que se interpusiese entre la vista y el horizonte, y los primeros cartógrafos del Cuerpo de Ingenieros Topográficos bebían bien temprano su café concentrado, sentados en la parte posterior de los carromatos de provisiones, con la vista fija en una cordillera de montañas aún por nombrar las cuales, al finalizar la jornada, se añadirían a un repositorio de conocimientos cartográficos en constante redefinición. Ellos fueron conquistadores, en el sentido más básico de la palabra, ya que a lo largo del siglo xix integraron lentamente, pieza a pieza, el vasto continente desconocido a la gran maquinaria de lo conocido, de lo cartografiado, de lo atestiguado, extrayéndolo del terreno de lo mitológico para incorporarlo al ámbito de la ciencia. Para mí, esta integración era el Viejo Oeste: el desarrollo inevitable del conocimiento, la inclusión del extenso territorio al otro lado del Mississippi en el mundo de las coordenadas geográficas, en el mundo de los mapas. Mi propio museo del Viejo Oeste estaba en la planta de arriba, en mi habitación, en mis copias de los viejos mapas de Lewis y Clark, en los diagramas científicos y en los bocetos basados en mis observaciones. Si en un día caluroso de verano alguien se dirigiera a mí y me preguntase por qué seguía copiando esos viejos trabajos, a sabiendas de que una gran parte de ellos contenían errores, yo no habría sabido qué contestar salvo esto: jamás ha existido un mapa que no tuviera errores, y la verdad y la 20

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belleza jamás permanecieron unidas por mucho tiempo. —¿Hola? —contesté en el teléfono. Enredé el dedo meñique con el cable. —¿Es usted el Señor T. S. Spivet? La voz del hombre al otro lado de la línea tenía un leve ceceo que incorporaba un «tz» suave en cada «s», como un panadero que presionara sus pulgares embadurnados de harina —lo justo— en un trozo de masa. Hice un esfuerzo mental por no visualizar la boca del hombre cada vez que hacía eso. Yo era muy malo hablando por teléfono, porque siempre me imaginaba lo que ocurría al otro extremo, y esto hacía que me entretuviera y me olvidara de que estaba hablando por teléfono. —Sí —dije con cautela, intentando no ver mentalmente un primer plano cinematográfico de la lengua de aquel desconocido resbalando por sus dientes cuando hablaba, salpicando el auricular del teléfono con minúsculas gotas de saliva. —Qué alegría, señor Spivet. Soy el señor G. H. Jibsen, Subsecretario de Ilustraciones y Diseño de la Smithsonian, y le confesaré que ha sido una dura tarea localizarlo. Por un momento pensé que habíamos perdido todo contacto con usted. —Perdón —dije yo—. Gracie se estaba portando como una mocosa. Al otro lado se hizo un silencio en el que se escuchaba una especie de tictac de fondo —como un reloj de pared con la puerta abierta—, y entonces el hombre dijo: —No lo interprete mal, pero su voz suena bastante joven. ¿Realmente estoy hablando con el señor T. S. Spivet? En los labios de aquel hombre el apellido de nuestra familia adquiría una cualidad escurridiza y explosiva. Debe tener el auricular lleno de baba. No tenía la

Una pequeña historia de nuestro cable telefónico Gracie estaba en la fase en la que le gustaba pasar la noche hablando por teléfono. El cable se estiraba desde la cocina hasta su habitación, pasando por el salón, subiendo las escaleras y a través del baño. Ella se enfrentó a Padre cuando se negó a ponerle un teléfono en su habitación. A pesar de sus berrinches, él solo respondía: «La casa se vendrá abajo como volvamos a tocar este tema», y a continuación salía de la habitación, aunque nadie sabía exactamente qué quería decir con aquello. Gracie tuvo que ir a la Ferretería de Sam, en la ciudad, para comprar uno de esos cables de teléfono de 15 metros, que en realidad pueden llegar a los 300, si uno lo estira con frecuencia. Y ella desde luego lo hacía muy a menudo. El cable telefónico, acostumbrado a ser estirado hasta límites imposibles por Gracie y su soledad, colgaba ahora lacio, sujetado por un pequeño gancho verde que mi padre había clavado en la pared para mantener a raya sus innumerables curvas y sus complicados nudos. «Se puede cazar un alce a una distancia de un kilómetro con una cuerda tan larga como ésta —dijo mi padre cuando clavó aquel gancho en la pared—. ¿Es que la niña no puede hablar de lo que tenga que hablar en la cocina?» Para mi padre representaba un martirio hablar por teléfono, casi tanto como ponerle las espuelas a un caballo. Eso era algo que no se hacía para divertirse, se hacía cuando era necesario.

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dición

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Una cosa sorprendente sobre Layton era que se sabía la lista completa de los presidentes de EE. UU., así como sus fechas y lugares de nacimiento, y los nombres de sus mascotas. Y los tenía a todos ordenados conforme a un criterio que jamás pude descifrar. Creo que el Presidente Jackson estaba bien colocado ahí arriba, quizá el cuarto o el quinto en su lista, porque era un «tipo duro» y «bueno con las pistolas». Siempre me impresionó esa tendencia al orden enciclopédico de mi hermano: en todo lo demás era un chico de rancho prototípico a quien le chiflaba disparar a los objetos, marcar a las vacas y escupir en las latas con Padre. Quizá para demostrar que yo tenía de verdad algo en común con él, sometía a Layton a interminables preguntas sobre su lista de presidentes, poniendo a prueba su dominio del poder ejecutivo: —Quién es tu presidente favorito? —le pregunté una vez. —William Henry Harrison — res­pondió Layton—. Nacido el 9 de febrero de 1773 en la Plantación de Berkeley en Virginia. Tuvo una cabra y una vaca. —¿Por qué es tu favorito? —Porque mató a Tecumseh. Y Tecumseh lo maldijo, y por eso él murió tras un mes en el cargo. —Tecumseh no lo maldijo— objeté—. Y que muriera no fue culpa suya. —Sí, sí fue su culpa —dijo Layton—. Cuando uno muere siempre es por culpa de alguien o, si no, por culpa de uno mismo.

menor duda. Seguro que lo limpiaba de vez en cuando con un pañuelito, quizás uno que tenía el buen gusto de mantener oculto en la parte posterior del cuello de su camisa, únicamente para ese fin. —Sí —dije yo, intentando con todas mis fuerzas contribuir a la conversación entre adultos que estábamos manteniendo—. Soy bastante joven. —¿Seguro que estoy hablando con el señor T. S. Spivet, autor de esa elegante ilustración para nuestra exhibición sobre Darwinismo y Creación inteligente, sobre el modo en que el Carabidae Brachinus mezcla y expulsa de su abdomen unas secreciones en ebullición? El escarabajo bombardero. Había dedicado cuatro meses a aquella ilustración. —Sí —contesté yo—. Ah, y habría querido avisarle antes, pero una de las etiquetas glandulares contiene un pequeño error. —¡Ah, espléndido, espléndido! Su voz me desconcertó por un momento —rió el señor Jibson, y a continuación pareció recuperar la compostura—. ¡Señor Spivet, no se imagina cuántos comentarios hemos recibido sobre su ilustración del bombardero! Lo hicimos ampliar ¡gigantesco! y lo convertimos en la pieza central de la exposición, lo iluminamos a contraluz y todo. Quiero decir que, como se podrá imaginar, los de Diseño inteligente se llevaban las manos a la cabeza indignados con esto y lo otro y la complejidad irreductible, es su cantinela del momento, y casi un oprobio aquí en el Castillo; pero van y ven su Serie glandular en el centro de la habitación, y ¡allí está, delante de sus narices! ¡La complejidad reducida!» Cuanto más se entusiasmaba, su ceceo se hacía más frecuente y acuciado. Era lo único en lo que me podía concentrar: la saliva y la lengua y el pañuelo, así que aspiré profundamente y traté de pensar en alguna obviedad que pudiera decirle, cualquier cosa menos la palabra «escupitajo». Los adultos lo llaman charlar, así que intenté ponerme a charlar: —¿Usted trabaja para la Smithsonian? —¡Así es! ¡Sí, señor Spivet! De hecho, muchos dirían 22

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que prácticamente soy yo el director… Ah, el incremento y la transmisión del conocimiento, un mandato ordenado hace mucho tiempo por nuestros legisladores, alentado por el Presidente Andrew Jackson hace más de ciento cincuenta años… aunque nadie lo diría dada la administración actual. Se rió, y oí el chirrido de su sillón bajo su cuerpo, como si el sillón mismo aplaudiera sus palabras. —¡Guau!— dije yo. Y por fin, por primera vez desde que empezamos a hablar, pude alejar de mi mente el ceceo de aquel hombre, y permitir que me envolviera la realidad de la conversación. De pie en nuestra cocina, sobre sus baldosas desiguales y rodeado de aquella ridícula profusión de palillos chinos, dibujé en mi mente la imagen del auricular de mi teléfono a un extremo, conectado a través de alambres de cobre que cruzaban Kansas y el Medio Oeste hasta el valle del río Potomac, y que ascendían, en el extremo contrario, hasta la abarrotada oficina del señor Jibsen en el Castillo de la Smithsonian. ¡La Smithsonian! El ático de nuestra nación. Aunque había estudiado, e incluso copiado, detalles de los planos del Castillo de la Smithsonian, no era capaz de llegar a visualizar de forma concreta la institución en sí. Yo creo que, para captar de veras la atmósfera de un lugar o, tomándole prestada la expresión a Gracie, para conocer la totalidad de las «percepciones imperceptibles», uno siempre necesita absorber las experiencias sensoriales de primera mano. Imposible reunir la suma de los datos si uno no estuvo allí y se impregnó de los olores de la entrada, y aspiró el aire rancio de sus pórticos, y dejó que la punta de su zapato se hundiera contra las coordenadas existenciales, tal y como han existido. Me daba la impresión de que la Smithsonian era uno de esos lugares cuya aura escalofriante y reverencial no emanaba de la arquitectura externa de sus paredes, sino del vasto y ecléctico karma de la colección que se custodiaba dentro de ellas. El señor Jibsen seguía hablando al otro lado del teléfono, y mi atención fluctuó de vuelta hacia su acento perspicaz, ligeramente resbaladizo e indolente, clásico de la costa Este:

Una de las fotografías más memorables que yo había visto de la Institución era la de la revista Time que Layton y yo estábamos ojeando boca abajo junto al árbol de navidad a las 6:17am. No lo sabíamos entonces, pero aquellas serían las últimas navidades que nos tumbaríamos juntos boca abajo de aquella manera. Normalmente Layton examinaba las revistas a la velocidad de una página por segundo, pero según doblaba una tras otra, yo pude ver una imagen que me hizo cogerle el brazo y parar ese latido constante de páginas que pasaban con rapidez. «¿Qué estás haciendo?», me preguntó Layton. Me miró como si me fuera a pegar. Layton tenía un carácter que mi padre había al mismo tiempo reprendido y promovido, al no decir nada y esperar cualquier reacción. No le contesté, ya que estaba concentradísimo en la fotografía: en el fondo de un cajón de un gran armario para la clasificación de especies animales, se mostraban a la cámara tres ranas-toro africanas (Pyxiecephalus adsperus) con sus patas extendidas en pleno salto. Dispuestos a lo largo de lo que parecía un infinito corredor, había miles de armarios metálicos como ése, llenos de especímenes escondidos. Las expediciones que exploraron el Oeste en el siglo xix recopilaron calaveras de sosones y patas de armadillos, piñas de pinos-ponderosa y huevos de cóndor, y los enviaron todos de vuelta a la costa Este, a la Smithsonian —primero a caballo, luego en caravana y más tarde en tren—. Muchos de aquellos especímenes nunca llegaron a ser clasificados, en medio de las prisas por recopilar todo lo que se encontrara novedoso, y ahora se habían quedado encerrados y perdidos allí, en alguno de esos armarios interminables. La fotografía me hizo pensar inmediatamente en qué tipo de «percepción imperceptible» podría envolver a quien

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el oeste paseara por aquellos pasillos llenos de archivos. —¡Eres un idiota! —me dijo Layton y pasó la página con tal fuerza que la rasgó justo a la altura del pasillo. —Lo siento, Lay— respondí, y dejé que pasara la página, pero no que se desvaneciera aquella imagen de mi mente.

El rasgado fue como éste, sólo que más grande y más real.

—Sí, ya lo creo que tiene historia este lugar —decía. Pero yo creo que los hombres de ciencia como usted y yo estamos hoy en día en una verdadera encrucijada. El número de visitantes está bajando dramáticamente, esto se lo comento a usted en confianza, por supuesto, ya que usted es uno de los nuestros… pero el asunto es realmente grave. Nunca antes, no desde los tiempos de Galileo... o de Stoke, por lo menos... quiero decir, de forma inexplicable, este país está intentando retroceder ciento cincuenta años, antes de la teoría evolutiva... a veces parece como si el Beagle, con Darwin a bordo, jamás hubiera llegado a zarpar. Esto me hizo recordar algo. —Nunca llegaron a enviarme una copia de Bomby, el escarabajo bombardero —le dije—. En su carta, me avisaba de que me lo mandaría. —¡Oh! ¡Ja, ja! ¡Qué sentido del humor el suyo! Oh, mi querido señor Spivet, me da la impresión de que usted y yo nos vamos a llevar a las mil maravillas. Como no dije nada, él decidió seguir: —¡Faltaría más! ¡Por supuesto que aún podemos enviarle una copia! ¡En fin, como usted nos gastó aquella broma al comparar este libro infantil con su ilustración, y le advierto que a mí me encantan los debates imaginativos, pero claro, ese libro, ese libro infantil! ¡Usted fue capaz de tal insidia! Quiero decir, que usted nos dio ciertamente donde más nos duele. ¡Se están usando los libros infantiles para menoscabar las bases de la doctrina científica! —A mí me gustan los libros infantiles —añadí yo—. Gracie dice que ella ya no los lee pero yo sé que lo sigue haciendo porque esconde un alijo en su armario. —¿Gracie? —dijo el hombre—. ¿Gracie? Supongo que se trata de su esposa, claro. Oh, mi querido señor Spivet, ¡me encantaría conocer a toda su familia! Habría dado cualquier cosa por que Gracie hubiese escuchado el modo en que pronunció su nombre, con ese ceceo suyo tan curioso, casi inocente, Greifsszy, como si estuviese pronunciando alguna enfermedad tropical insidiosa. 24

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—Ella y yo estábamos desgranando mazorcas cuando usted… —empecé a decir pero me contuve. —Bueno, señor Spivet. Lo que quería decirle es que es todo un honor hablar por fin con usted —hizo una pausa—. Vive usted en Montana, ¿estoy en lo cierto? —Sí —dije yo. —Verá usted, qué casualidad, por alguna extraordinaria coincidencia, yo nací precisamente en Helena y pasé allí mis dos primeros años de vida. Mi memoria ha dotado a ese estado de un rango cuasi mitológico. A menudo me he preguntado que hubiese sido de mí si nos hubiésemos quedado allí y yo hubiese crecido entre ranchos, por llamarlos de alguna manera. Pero mi familia se mudó a Baltimore y... así son las cosas, supongo —emitió un suspiro—. ¿Y dónde vive usted, exactamente? —En el rancho Coppertop. 7,61 kilómetros directamente al sur de Divide, 7,91 kilómetros sur/suroeste de Butte. —Vaya, pues tendré que dejarme caer por allí un día de estos. Pero escuche, señor Spivet, tenemos grandes noticias para usted. —Longitud: 112°44”19’ Latitud: 45° 49” 27’. Allí es donde está mi habitación, no me sé de memoria ninguna de las otras coordenadas. —Eso es increíble, señor Spivet. Y desde luego es evidente que su increíble habilidad para captar los detalles más nimios queda recogida en los dibujos y en los diagramas que nos ha estado proporcionando este último año. Absolutamente sensacional. —Número 48 de la Crazy Swede Creek Road, ésa es nuestra dirección —dije yo, y de pronto me mordí la lengua, pero demasiado tarde, porque deseaba tragarme mis palabras, y es que existía la posibilidad de que ese hombre no fuera quien decía ser sino un secuestrador de niños de Dakota del Norte. Así que para intentar distraer de su mente la dirección que acababa de darle dije—: Bueno, puede que ésa sea nuestra dirección. O puede que no. —Fabuloso. Mire, se lo voy a comunicar sin más dilación: ha sido galardonado con el prestigioso Premio Baird, para el fomento y el progreso de la ciencia. Silencio, y luego pregunté: 25

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Me

gustas

Megatherium American. Del Cuaderno V78

Spencer F. Baird estaba entre mis cinco favoritos. Dedicó toda su vida a la misión de traer a la institución todo tipo de fauna y flora, hallazgos arqueológicos, dedales o prótesis, todo lo que pudiera engrandecer los depósitos de la institución. Aumentó la colección de la Smithsonian de 6.000 a 2,5 millones de especímenes, antes de morir en Woods Hole, mirando al mar y quizá pensando por qué no pudo coleccionar también aquello. Fue también el padre del Club Megatherium, cuyo nombre hacía honor a una especie extinguida de oso perezoso gigante. El Club Megatherium fue una asociación de exploradores y científicos aspirantes que funcionó a mediados del siglo xix. Sus miembros vivían en las torres de la Smithsonian, entrenándose bajo la atenta mirada de Baird durante el día, y bebiendo ponche y armando follón con las raquetas de bádminton en las salas de exposiciones por la noche. ¡Qué conversaciones debieron de mantener esos divagadores sobre la naturaleza de la vida, la conectividad y la locomotricidad! Era como si los miembros del Club Megatherium adquirieran una especie de energía cinética autorrecargable dentro de aquellas paredes plagadas de taxidermias, antes de que Baird los dejara libres en medio de la naturaleza salvaje, y armados con sus cazamariposas y sus raquetas de bádminton, se dirigieran hacia el oeste dispuestos a hacer su gran contribución a una nueva era de conocimiento.

—¿Spencer F. Baird, el Secretario segundo de la Smithsonian? ¿Tienen un premio que lleva su nombre? —Así es, señor Spivet. Uno no puede presentar su propia candidatura, de modo que puede que esto le pille por sorpresa, pero Terry Yorn presentó a su favor una carpeta con sus mejores trabajos. Y hablando con toda franqueza, bueno, hasta ese momento sólo habíamos visto retazos de las obras que usted nos había remitido, pero, lo que esa carpeta contiene... bueno, estaríamos interesados en organizar inmediatamente una exposición con todos sus dibujos. —¿Terry Yorn? En un primer momento no reconocí su nombre, como cuando, a veces, uno se despierta por la mañana y no reconoce su propio dormitorio. Pero entonces, lentamente, pude ubicarlo en mi mapa mental: el doctor Yorn, mi mentor y mi pareja de Boggle; el doctor Yorn, con sus enormes gafas negras de pasta, sus calcetines blancos subidos hasta arriba, sus pulgares prensiles y su risa llena de hipos emanados de un mecanismo foráneo introducido dentro de su cuerpo... ¿El doctor Yorn? Se suponía que el doctor Yorn era mi amigo y mi maestro científico, y ¡ahora me enteraba de que me había presentado, sin mi conocimiento, a un premio en Washington! A un premio creado por y para adultos. Me entraron unas ganas irreprimibles de correr a esconderme en mi cuarto y no salir nunca más de él. —Estaría bien que le dé las gracias más adelante, cuando lo vea oportuno —continuaba diciendo el señor Jibsen—. Pero vayamos al grano: queremos que venga a Wa­ shington tan pronto como le sea posible, que venga al Castillo, que es como nosotros lo llamamos, y que dé su discurso de aceptación, y nos haga partícipes del proyecto al que se piensa dedicar durante el año en el que disfrutará de su puesto... Bueno, claro está que ahora tendrá que ponerse a pensar en todo esto, imagino. El próximo jueves celebraremos la gala de conmemoración de nuestro 150 aniversario, y teníamos la esperanza de que usted interviniera como uno de los principales conferenciantes, ya que su obra es una especie de piedra angular, un resultado vi26

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sual de orden científico de primera magnitud, que resume la filosofía actual de la Smithsonian, el tipo de obra que queremos exponer en estos tiempos. Vivimos en una época en que la ciencia se enfrenta a trabas de diversa índole, y vamos a tener que emplear las mismas armas del enemigo para derrotarlo... tenemos que aprender a conectar con el público, nuestro público. —Bueno… —contesté yo—. Empiezo las clases la próxima semana. —Ah ya, claro. De hecho, al doctor Yorn se le olvidó darme su currículum, por lo tanto, me resulta bochornoso tener que preguntarle esto pero, ¿en qué universidad está usted ahora? Hemos estado muy ocupados y no nos hemos puesto en contacto aún con el presidente de su universidad para comunicarle la buena noticia; en cualquier caso, le puedo asegurar que este nombramiento nunca ha representado ningún problema, incluso habiendo sido notificado con tanta demora... Asumo que usted es compañero de Terry en la Universidad Estatal de Montana. Pues resulta que soy un buen amigo del Presidente de la Universidad, el señor Gamble. En mi mente se hizo una luz que iluminó lo grotesco de la situación que estábamos protagonizando. De pronto comprendí que la conversación entre el ceceante señor Jibsen y yo se había levantado sobre una serie de malentendidos cada vez más graves, a partir de datos velados, incluso falseados. El año anterior el doctor Yorn había enviado a la Smithsonian la primera de mis ilustraciones, y para ello me presentó como compañero del departamento; y la mala conciencia que me produjo esta mentira fue borrada por mi secreta esperanza de llegar a ser, algún día, su compañero de trabajo, cuando menos su colega de profesión. Y cuando resultó que esa ilustración —un abejorro canibalístico devorando a otro abejorro— fue ni más ni menos que aceptada y publicada, el doctor Yorn y yo lo celebramos de forma un tanto subrepticia, y ninguno de los dos llegó a informar a mi madre. El doctor Yorn condujo su coche desde Bozeman, cruzó por dos lugares la división continental (una vez en

Cuando la dra. Clair me habló del Club Megatherium me quedé en silencio durante tres días, maldiciendo que la linealidad del tiempo me impidiera a mí formar parte de aquel grupo alguna vez. «¿Podemos abrir un Club Megatherium en Montana?», pregunté rompiendo por fin mi silencio a la entrada de su estudio. Ella me miró y se bajó las gafas. «El Megatherium se extinguió», afirmó misteriosamente.

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as to r re sn egr as de B ell Di a m o n d Cu a d e r n o V2 1

Estas torres negras salpicaban la colina que había detrás del centro de Butte como las lápidas de las minas de cobre que permanecen bajo la superficie de la ciudad. Cuando uno se tumba debajo de ellas puede escuchar los gemidos del viento a través de su armazón de hierro. Charlie y yo solíamos escalar las torres disfrazados, como si fuéramos piratas escalando hasta lo alto de los mástiles.

dirección oeste hacia Butte; la otra, hacia el sur hasta Divide), me recogió en el Coppertop y me llevó a O’Neil’s, en el centro histórico de Butte, donde me invitó a un helado. Nos sentamos en un banco con nuestros respectivos helados de nueces de Pecan y alzamos la vista hacia la montaña y su silencioso andamiaje de metal ennegrecido, que enmarcaba la entrada a los viejos pozos mineros. —Los hombres se metían en esos cajones y bajaban novecientos metros bajo tierra, ocho horas cada día— comentó el doctor Yorn—. Durante ocho horas al día el mundo era asfixiante, oscuro, sudoroso, y medía un metro de ancho. El pueblo entero estaba organizado en turnos de ocho horas: ocho horas bajo tierra, trabajando en las minas; ocho horas en la superficie, bebiendo en las tabernas; y ocho horas sobre la cama, descansando para volver a empezar. Los hoteles alquilaban las habitaciones de ocho en ocho horas, sabían que así ganaban el triple de dinero. ¿Te haces a la idea de cómo era entonces? —¿Habrías sido minero si hubieses vivido aquí en aquella época? —pregunté al doctor Yorn. —No creo que hubiese tenido otra elección —respondió el doctor Yorn—. En aquel tiempo no había demasiados coleopteristas, ¿no te parece? Luego nos fuimos a cazar mariposas al paso de Pipestone. Permanecimos callados, concentrados durante un buen rato en acechar a las fugaces y pequeñas lepidópteras. Sólo más tarde, mientras descansábamos tumbados boca abajo, escudriñando a través de la hierba crecida, el doctor Yorn dijo: —Todo esto está pasando demasiado rápido. Eres consciente de ello, ¿verdad? —¿El qué? —Mucha gente se pasa toda la vida trabajando para conseguir lo que tú acabas de lograr. Más silencio. —¿Como la doctora Clair? —terminé preguntando. 28

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—Tu madre sabe lo que está buscando —dijo el doctor Yorn, casi apresuradamente. Se refrenó al momento y clavó su vista en las montañas—. Es una mujer excepcional. —¿Es excepcional? —pregunté yo. El doctor Yorn no me respondió. —¿Crees que llegará a encontrar su escarabajo? —pregunté, de nuevo yo. Pero de pronto el doctor Yorn salió disparado con su red a cazar una Callophrys gryneus, y falló tan estrepitosamente que a los pocos instantes la tenue criatura se columpiaba en el aire como si se riese de aquel intento fútil. Apoyó la cadera en un arbusto, jadeando por el esfuerzo. El doctor Yorn no estaba en buena forma. —T. S., en realidad podemos dar tiempo al tiempo —dijo él con la respiración entrecortada—. La Smithsonian no se va a mover de sitio. No tenemos por qué seguir adelante con esto si te hace sentir incómodo. —Pero a mí me gusta dibujar para la Smithsonian —dije yo—. Es agradable. Después de eso, ninguno de los dos abrió la boca durante un rato. Continuamos escudriñando la hierba, pero las mariposas se habían marchado a otra parte. —Tarde o temprano tendremos que contarle esto a tu madre —dijo el doctor Yorn en el camino de vuelta al coche—. Se sentirá muy orgullosa. —Yo voy a contárselo —dije yo—. Cuando la ocasión sea propicia. Pero la ocasión nunca era propicia. Menos para la doctora Clair, para el resto del mundo estaba claro que su ferviente obsesión por el escarabajo monje atigrado, combinada con una investigación estéril y la ausencia sostenida del bicho por más de veinte años, habían estancado su carrera en una especie de limbo perenne, y que esto la había apartado de los numerosísimos descubrimientos sistémicos en el mundo de los escarabajos que podría llegar a hacer. Estaba seguro de que, si se lo proponía, la doctora Clair podría convertirse en una de las científicas más respetadas del mundo. Cierta reverencia hacia el monje atigrado y su influjo sobre los sentidos de

¿Cómo es una familia normal de científicos? A veces pensaba cómo habrían sido las cosas si el dr. Yorn hubiera sido mi padre, en lugar del sr. T. E. Spivet. En esa hipótesis, el dr. Yorn, la dra. Clair y yo mantendríamos discusiones científicas sentados en torno a la mesa de cenar, sobre la morfología de las antenas o sobre cómo lanzar un huevo desde el edificio Empire State sin que se rompiera. ¿Sería ésa una vida normal? ¿Ayudaría estar rodeados de lenguaje científico cotidiano a la dra. Clair a relanzar su carrera? Yo había notado que la dra. Clair me animaba a pasar tiempo con el dr. Yorn, como si pensara que él podía desempeñar un papel que ella no podía interpretar.

Diseño para el lanzamiento de un huevo desde el edificio Empire State (segundo premio de la Feria de la Ciencia)

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y sENsilias

dE Mosquito

la doctora Clair me hizo morderme la lengua cuando estaba a punto de decir algo sobre mi propia y floreciente carrera, una carrera que se suponía que no debía florecer por el momento pero que, de forma inexplicable, lo empezaba a hacer de manera fulgurante. Así fue como quedó establecida una relación clandestina con la Smithsonian, a la que fuimos alimentando con multitud de sucias trampas: en casa no sospechaban nada, y en Washington creían que yo era un señor doctor. A través del doctor Yorn empecé a enviar mis trabajos puntualmenteno no sólo a la Smithsonian, sino también a las revistas Science, Scientific American, Discovery, e incluso Sports Illustrated for Kids. Mis proyectos abarcaban un espectro muy amplio. Me interesaban las ilustraciones: gráficos sobre las colonias de la hacendosa hormiga cortadora de hojas, y otros tantos sobre la lepidóptera multicolor; cuadros sobre la anatomía del sistema circulatorio del cangrejo herradura; diagramas que describían las antenas y las uñas velludas del Anopheles gambiae —el mosquito de la malaria—, desarrollados a partir de imágenes tomadas al microscopio. Y, por supuesto, lo que más me interesaba eran los mapas: la red de alcantarillado de Washington, D. C. en 1959; un cuadro en el que se ilustraba, en progresión temporal, el declive de los indios nativos de las altas cumbres de América a lo largo de los últimos dos siglos; tres extrapolaciones de la hipotética línea del litoral de los EE. UU. dentro de trescientos años, con su correspondiente descripción de las predicciones, en función de las teorías acerca del calentamiento global y el deshielo de los polos. Por último estaba mi obra maestra: el diagrama, de dos metros de largo, del escarabajo bombardero hembra —sí, se trataba de una hembra— en el acto de mezclar sus secreciones en ebullición, diagrama en el cual invertí cuatro meses de delineación, investigación y rotulado, y que me costó una semana en cama, enfermo de tos ferina. 30

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Después de todo el doctor Yorn, de pie ante mí en el paso de Pipestone, con su red cazamariposas en la mano, estaba exaltado ante mi potencial carrera y había remitido mi trabajo y mi candidatura para el premio Baird, sin tan siquiera habérmelo notificado. Aquel comportamiento me resultaba insospechadamente inmaduro. Para mí, él era mi mentor. Sin embargo, a la vista de lo ocurrido, ¿en quién podía confiar yo? Una y otra vez me tenía que recordar que sólo tenía doce años. En general, había demasiadas cosas de las que ocuparse como para lidiar con conceptos como la edad, pero en instantes como aquél, expuesto cara a cara con la ambigua y enorme trama urdida en el universo adulto, caía sobre mí el peso de mi juventud, y lo hacía de forma aguda y dolorosa, a través de latidos radiales en la cara interna de mis muñecas. Al mismo tiempo, caí en la cuenta de que el lejano señor Jibsen, pese a haber albergado serias dudas acerca de mi edad al escuchar el tono infantil y agudo de mi voz, me consideraba un adulto de pleno derecho y un científico. Me imaginaba a mí mismo ante una encrucijada. A la izquierda se extendía la llanura. Estaba a tiempo de poner fin a todo aquel malentendido, interrumpir al señor Jibsen y explicarle que cuando hablé de volver a las clases lo que en realidad quería decir era que debía volver a recibir clases como alumno en la Escuela Secundaria de Butte, y no que debía impartir clase en la universidad. Podría presentarle mis disculpas de forma educada, rechazar, agradeciéndoselo, el premio, y aducir que era mejor que le fuera otorgado a alguien capaz de hacer cosas como conducir al trabajo, y votar, y contar chistes sobre los impuestos en los cócteles académicos. Cierto que iba a poner al señor Yorn en un aprieto, pero al fin y al cabo él me había puesto en un aprieto aún peor a mí. Y a decir verdad, sería un gesto noble, el típico gesto que mi padre tendría en obediencia al código de conducta tácito de los cowboys. A la derecha se alzaban las montañas. También podría mentir durante todo el camino hasta Washington, D. C., y 31

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podría seguir mintiendo una vez llegara allí, oculto furtivamente en una habitación de hotel que apestase a colillas secas y a Cristasol, donde me dedicaría a dibujar y a publicar notas de prensa tras la protección de una puerta cerrada, viviendo como un mago de Oz de nuestros días. Podría incluso contratar a un actor de mediana edad que hiciera de mí, un actor que pareciera un cowboy, un cowboy científico, alguien que los habitantes de Washington verían como un hombre adusto, un hombre hecho a sí mismo, de Montana. Tendría la ocasión de reinventarme a mí mismo, elegiría un nuevo corte de pelo. —¿Señor Spivet? —dijo Jibsen—. ¿Sigue al teléfono? —Sí —dije yo—. Sigo aquí. —Entonces, ¿contamos con usted? Lo mejor será que llegue, como muy tarde, el jueves próximo. Sería fantástico que diese un breve discurso. Nuestra cocina se me había quedado obsoleta. En ella podía encontrar palillos de brocheta o cable de teléfono o telas de vinilo ignífugo, pero ninguna de mis preguntas encontraría respuesta. Me di cuenta de que me puse a divagar acerca de lo que Layton haría en mi lugar. Layton, que se dejaba las espuelas puestas cuando entraba en casa, que coleccionaba pistolas antiguas, que se había lanzado en bicicleta desde el tejado después de ver E. T. Layton, que siempre había soñado con ir a Wa­shington porque era la ciudad donde vivía el Presidente. Layton sí iría. Sin embargo, yo no era Layton y no podía ni soñar con emular su heroísmo. Mi sitio estaba en el piso de arriba, en mi habitación, frente a mi mesa de dibujo, concentrado en cartografiar pacientemente toda la superficie de Montana. —Señor Jibsen —dije yo, y me di cuenta de que casi se me escapó un ceceo a mí también—. Le agradezco enormemente su ofrecimiento, estoy muy gratamente sorprendido. Pero no estoy seguro de que sea una buena idea que lo acepte. Mi trabajo es muy absorbente y… de veras que se lo agradezco. Espero que pase un buen día. Y colgué antes de que él pudiese llegar a protestar.

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